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El afgano que quiere ir a pelear, y su amigo que no

Pakistán es un país cada
vez más tironeado entre los talibanes y los bombardeos norteamericanos. Eso se refleja sobre todo en la comunidad afgana. Aquí, lo que dicen dos amigos que no quieren a los talibanes, pero uno de los cuales quiere ir a pelear en sus filas.

Por Eduardo Febbro
Desde Peshawar

Amaidi Kuchai no respeta las fronteras. Pertenece a la etnia de los guerreros más feroces de Afganistán y no le hacen falta papeles ni mapas para ir de un lado a otro de Afganistán. Amaidi Kuchai es un pashtún, un gran jefe de la tribu de Ahmadzaï, “un malik”, como se dice en estos confines del mundo. Tiene a sus órdenes más de 4000 familias que representan 40.000 personas y una convicción recién estrenada: antes de los bombardeos estaba lejos de simpatizar abiertamente con el régimen talibán pero tras casi un mes de ver las bombas norteamericanas destruir su país decidió que ningún norteamericano vendría a “hostigar su tierra sagrada”.
Amaidi Kuchai es pashtún y eso quiere decir mucho. Los pashtunes forman una de las sociedades tribales más importantes del mundo, cuyas tierras se extienden del noroeste de Pakistán hasta el oeste de Afganistán. Son 700 kilómetros de frontera bordeada por montañas de difícil acceso, como el célebre paso de Khyber. Pero Amaidi Kuchai va y viene como quiere. La identidad étnica de los pashtunes tiene una religión común, el islam sunnita, y esa pertenencia está por encima de la línea Durand, la división fronteriza trazada por los colonizadores británicos en 1893. Pero ser pashtún “hoy equivale a mucho más que eso. En este conflicto la identidad pesa sobre el futuro de Afganistán más que todos los proyectiles de Estados Unidos”. Kuchai no peca por falta de modestia. El apoyo de los jefes tribales pashtunes ha sido siempre el factor más determinante en la estabilidad de Afganistán. Divididos en una galaxia de clanes diversos, los pashtunes, que fundaron Afganistán en 1747, suman unas 30 tribus importantes que resistieron a todos los sometimientos. Ni los mongoles, ni los sijs, ni los británicos pudieron con ellos.
Guerreros y estrictos, los pashtunes obedecen a un código inviolable, el “pukhtuwali”. La hospitalidad es la primera regla y la venganza la segunda, es decir, “una suerte de obligación de vengar un insulto o cualquier injusticia”. Amaidi Kuchai es oriundo de ese mundo particular que ejerce una influencia determinante en la vida política del país. Los jefes tribales pashtunes detentan las claves del equilibrio y del futuro gobierno afgano. Sin ellos, nada se puede hacer. Con ellos, “los norteamericanos morderán hasta el último grano de polvo”. Por ahora, los jefes tribales siguen siendo fieles a los talibanes. La mayoría de los talibanes son de origen pashtún y esas solidaridades “no se borran así nomás”. Cuando la milicia llegó al poder hacia 1995, los pashtunes los recibieron “con los brazos abiertos. La situación de aquella época era un desastre, una suerte de anarquía sin fin”. Por aquellos años, Afganistán vivía bajo el régimen de los “mujaidines” formado tras la derrota del Ejército Rojo. Amaidi Kuchai se agarra la cabeza cuando se rememora esa época. Sentado en una inigualable alfombra afgana de una quinta residencial de Peshawar, Kuchai confiesa que no se acuerda “cuántos años tengo pero sí que me acuerdo cada detalle de esos años violentos. En el gobierno de los mujaidines, bastaba con tener un Kalachnikov para ser importante. Todo el mundo andaba armado y había más comandantes que gente común”.
La milicia fundamentalista talibana terminó con ese reino de la anarquía. “Era insoportable, agotador”, dice Kuchai. Cuando llegaron a su pueblo de Logar, al sur de Kabul, los talibanes “no exigieron nada extraordinario”. Vinieron a restablecer el orden en nombre del Islam,volvieron a aplicar la sharia, la ley del Islam, desmilitarizaron el país e impusieron una ley que ya era común para los pashtunes: “A los hombres nos pidieron que nos dejáramos crecer la barba y que nos pusiéramos el turbante. A las mujeres les ordenaron llevar el velo puesto. En suma, nada exagerado ni alejado de nuestras costumbres. Claro, el problema vino después”.
En la boca de Kuchai y de muchos otros jefes tribales, después quiere decir la decepción. La gente esperaba un país nuevo, “un Afganistán estable y sereno tras dos décadas de guerras fratricidas”. Los talibanes tampoco lo consiguieron: “Complicaron más las cosas con todas esas leyes que sacaron sobre un montón de detalles que no concernían directamente la estabilidad y la reconstrucción de Afganistán”. La música, el velo de las mujeres, el tamaño de la barba de los hombres, la herencia de las mujeres, el ajedrez, los tambores. “En fin, un sistema de leyes que a menudo iba contra la tradición pashtuna”, recalca Kuchai.
Los “estudiantes de teología” (que es lo que significa la palabra “talibán”) cambiaron las leyes del juego, a veces de manera profunda. Por ejemplo, en el código pashtún una mujer no hereda nada mientras que, según la sharia, una mujer puede heredar al menos la mitad de la fortuna de su marido. Para los talibanes, una viuda puede casarse con quien quiera, no así en tierras pashtunes donde una viuda sólo está autorizada a casarse por segunda vez con un miembro de la familia del difunto. “A causa de esos detalles, las relaciones entre los talibanes y los ancianos pashtunes que se reúnen en Jirga (asamblea tradicional) para velar por el respeto de los valores, se degradaron rápidamente”. La milicia entendió el mensaje y dio marcha atrás dejando en manos de la Jirga la tarea de “legisferar” según los códigos y las tradiciones pashtunes. Estas son fuertes e inviolables. En Pakistán, por ejemplo, los territorios tribales se llaman “ilaqa ghair”, es decir, “país sin ley”.
De su pueblo de Hasarak a Peshawar, Kuchai hace el viaje sin problemas varias veces al mes. Viene a visitar a sus “amigos exiliados” en Pakistán y a “pasar algunos días tranquilos”. En Peshawar residen muchos ex jefes o personalidades tribales de Afganistán que cruzaron la frontera a causa de los “desacuerdos irreversibles con los talibanes”, comenta el amigo que ofrece su casa a Kuchai cuando viene a Peshawar. No quiere decir ni su nombre ni la tribu de donde viene. La guerra ha dividido un poco a los dos amigos. Kuchai se siente “étnicamente obligado a respaldar a los talibanes frente a las represalias norteamericanas”, pero no su amigo. Para él, “los talibanes arruinaron el país, son pésimos musulmanes que terminaron aislando a Afganistán”. La herida está abierta, tanto más cuanto que, como señalan otros jefes tribales afganos que vienen “de visita” a Pakistán, “es un círculo vicioso que conduce al abismo. Por proteger a un solo hombre, Osama Bin Laden, los talibanes precipitaron el país a la ruina. Estados Unidos está bombardeando Afganistán por culpa de ese mismo hombre, Osama Bin Laden”.
La extensa campana militar norteamericana y la cantidad de muertes que provocó entre los civiles trastornaron las visiones, tanto las del exilio como las del interior. Amaidi Kuchai eligió su campo: “Es inevitable, el cielo se nos cae encima por culpa de Estados Unidos”. Kuchai ya presentó incluso una lista de voluntarios de su propio clan “para que estén con los talibanes en caso de que los norteamericanos vengan por tierra”. Las bombas regeneraron una solidaridad étnica que la milicia fundamentalista talibán había empañado. Sin el apoyo de las tribus pashtunes, cualquier arreglo político es “impensable”, dice Kuchai. Luego advierte un dato que los estrategas de la Casa Blanca y el Pentágono pasaron por alto. En su voluntad de vengar a toda costa “los atentados del 11 de septiembre y de cazar a Bin Laden castigando al país que lo protegía, Estados Unidos se olvidó del papel preponderante de las tribus”. El código pashtún y lasestructuras tribales de Afganistán son “ejes” insalvables de la solución política. En su apuro, Washington dejó a ambas por el camino. “Ellos están corridos por el tiempo –dice Kuchai–. Nosotros no. Nosotros los seguimos esperando.”

 


 

CADA VEZ MAS CRITICAS A MUSHARRAF
Algo huele mal en Pakistán

Por Angeles Espinosa
Enviada especial a Islamabad

El presidente de Pakistán, general Pervez Musharraf, inició ayer una ronda de contactos con los principales líderes políticos de su país. No es la primera. Tras el golpe de Estado que le llevó al poder en octubre de 1999, Musharraf había tratado de apartar de la política a los partidos tradicionales. Sin embargo, ante la actual crisis, ha optado por buscar el mayor consenso posible para hacer frente a la amenaza que plantean los extremistas islámicos, la única oposición activa a su gobierno y que hoy contesta en la calle su alianza con EE.UU.
“No se plantea ningún cambio de gobierno”, aseguró el portavoz presidencial, general Rashid reshi. Fuentes periodísticas habían barajado la posibilidad de que Musharraf incluyera a alguno de los principales partidos en el Gabinete para garantizarse su apoyo en la actual crisis. “El presidente va reuniéndose con diferentes representantes de la sociedad para ponerlos al corriente de la situación, pero no hay ninguna previsión de cambios en el plan que anunció de celebrar elecciones legislativas en el año 2002”.
La primera reunión se produjo con el presidente de la Liga Musulmana de Pakistán (PML), Mian Mohamed Azhar. “Apoyamos la coalición internacional y condenamos el terrorismo, pero estamos muy preocupados por la acción militar”, explicó a este diario Abida Hussein, secretaria de Información de la PML. El otro gran grupo político, el Partido Popular de Pakistán (PPP, de Benazir Bhutto), también ha expresado su apoyo a Musharraf. Sin embargo Jamiat Islami y el resto de los partidos religiosos han pedido al ejército que sustituya al jefe del Estado por el camino que ha tomado.
“Gracias a Dios que teníamos a Musharraf al producirse esta crisis; si llega a haber un gobierno elegido, hubiera tratado de satisfacer a la opinión pública, ya que tenemos una tradición de primeros ministros débiles”, afirma Zeinab Omar, una joven profesional que refleja la posición mayoritaria entre las elites educadas del país. Pero incluso estos sectores se muestran críticos con los bombardeos sobre Afganistán y a medida que crece el descontento por ellos, aumenta también el apoyo a los radicales islámicos, que son quienes más vocalmente los han criticado.
Desde que Musharraf optó por respaldar a Estados Unidos en su coalición contra el terrorismo, los partidos religiosos no han dejado de organizar manifestaciones en todo el país. El presidente ha asegurado que se trata de una minoría “no más del 10 por ciento o el 15 por ciento del país”, que la mayoría apoya su decisión. Pero tal como recuerdan muchos observadores, en un país de 140 millones de personas, esa minoría son unos 20 millones.
De hecho, aunque las protestas no han sacado a la calle a cientos de miles de personas, su multiplicación y algunos incidentes violentos están colocando al presidente en una situación muy delicada. Durante la última semana, radicales presuntamente islámicos han llevado a cabo una matanza de cristianos en Bahawalpur; varios miles de militantes islamistas trataron de unirse a la “Jihad” en Afganistán y otros activistas contrarios a su política han cortado durante cinco días la carretera del Karakorum, que une Pakistán con China.

 

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