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Eticas
Por Juan Gelman

La relación mundo/vida/escritura encontró un canon ejemplar en la obra de la austríaca Ingeborg Bachmann (1926-1973), tal vez la escritora que más ha influido en la literatura en lengua alemana de la posguerra II. La preocupó la bestia apocalíptica contenida en las entrañas de la Guerra Fría, firmó llamamientos contra la amenaza atómica, integró comités por la retirada de las tropas estadounidenses en Vietnam, apoyó públicamente a Willi Brandt y su partido socialdemócrata. Pero esas cuestiones acuñan su escritura como latidos de subtexto más que como superficies de evidencia. No creía “en este materialismo, en esta sociedad de consumo, en este capitalismo, en esta monstruosidad que tiene lugar, en ese enriquecimiento de gente que no tiene derecho a enriquecerse a costa nuestra. Creo realmente en algo a lo que llamo ‘vendrá un día’. Y un día eso vendrá. Sí, es probable que no venga... y sin embargo, creo en ello. Si no pudiera creer más, tampoco podría escribir más”. A la vez tenía conciencia de que cuando se escribe “por lo único que tiene sentido esforzarse es por el lenguaje. El lenguaje encierra el ayer, el hoy y el mañana. Cuando el lenguaje de un escritor no se sostiene, tampoco se sostiene lo que dice”.
Entró en silencio de poesía luego de dos libros estupendos –Tiempo prestado, 1953, Invocación al Gran Oso, 1956– que exploran en tono sombrío la angustia y la esterilidad de ciertas relaciones humanas. Explicó en 1961 que lo poco que sabía de poemas “pertenece a la sospecha... hay que sospechar de las palabras, de la lengua... para que quizás algún día pueda nacer algo nuevo”. Es explicable su amistad con Paul Celan: ambos chocaban con los límites del lenguaje, ninguno de los dos soportaba el clima opresivo de una Austria de posguerra que en 1948 daba por terminada la curiosamente pronta desnazificación del país y perdonaba a los criminales nazis “menores”. Celan elige París y en 1953 Ingeborg Bachmann deja Viena y se instala en Roma. No quería –dijo– “que me taparan la boca. Necesito libertad, mucha libertad”.
La necesitaba, sin duda. Alguna vez relató la experiencia que “le arruinó la infancia”. Tenía 12 años cuando en su Klagenfurt natal entraron los nazis en 1938: “Fue algo tan aterrador que mis recuerdos comienzan ese día, con un dolor muy prematuro y tan intenso que jamás volví a sentir. Esa horrible brutalidad que se percibía, ese bramar, ese cantar y marchar, el surgir de mi primera angustia mortal”. En Italia escribe columnas políticas para el Westdeutschen Allgemeinen Zeitung que firma “Ruth Keller”. Incursiona en el radioteatro con éxito. En 1959 dicta conferencias magistrales sobre “Problemas de la literatura contemporánea” desde la cátedra que la Universidad de Frankfurt creara especialmente para ella. En 1960 escribe el libreto de El príncipe de Homburg, ópera de Hans Werner Henze. Y en 1961 da a conocer su primer libro en prosa, los cuentos de El trigésimo año. Su narrativa se interna progresiva y anticipadamente en la condición de la subjetividad femenina, mutilada por diversas “formas de muerte” en una sociedad dominada por el hombre.
Ingeborg Bachmann propone que el fascismo tiene raíces cotidianas. “No empieza –afirma– con las primeras bombas que se tiran... Empieza en las relaciones entre las personas. El fascismo es lo primero en la relación entre un hombre y una mujer.” Esta concepción impregna Malina, su única novela, publicada en 1971, una rica indagación de las partes contrarias del yo y del dualismo que opone pensamiento y sensualidad. La narradora de la ficción vive con Malina, su alter ego masculino personificado, obsesionada por una pesadilla: su padre es nazi y la envía a una cámara de gas. El tema reaparece en “El caso Franza” o “El libro de Franza”, novela que no alcanzó a terminar, cuya protagonista es la esposa de un conspicuo psiquiatra vienés fascinado por Hitler. La autora aborda el nazismo desde interrogantes interiores y sin alejarse del principio de que “escribir es ordenar y los componentes que se ordenan tienen su origen en un proceso enque las relaciones sujeto-objeto, individuo-sociedad, están constantemente expuestas a perturbaciones”. Esta es una ética de la escritura.
Bachmann murió a consecuencia del incendio de su departamento romano: se había quedado dormida con uno de sus “60 Gitanes diarios” prendido. Hay en Malina un pasaje que estremece como un presagio. Dice la narradora de la novela: “Estoy de pie, erguida, mi rostro brilla por el rojo de la plancha (caliente) sobre el horno, donde tan a menudo quemé de noche pedazos de papel, no tanto para quemar algo escrito, sino para encender el último y muy último cigarrillo”.
Afligió a Ingeborg Bachmann “la imposibilidad del amor en el tipo de sociedad de masas que Manhattan sintetiza”. Percibió la contemporaneidad como asesina de la memoria histórica y pensó que el poeta debe tornar presentes las experiencias dolorosas de los otros “para que no les sean arrebatadas por este mundo moderno”. Persiguió una poesía “aguda de conocimiento y amarga de anhelo”. Como Gaspara Stampa, la gran poeta italiana del siglo XVI, Ingeborg Bachmann quiso “vivir ardiendo y no sentir el mal”. Sólo le fue concedido lo primero.

 

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