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El dedo en el culo
Por José Pablo Feinmann

Hay un chiste. Se le atribuye a un proctólogo gallego. Pero no. Aquí se lo vamos a atribuir a un proctólogo argentino, pues creemos (e intentamos demostrarlo en una nota titulada “Los gallegos somos nosotros”, que despertó las airadas protestas de muchos “patriotas”) que los chistes de gallegos son, en verdad, chistes autorreferenciales de argentinos. Nada nos ha retratado mejor que los chistes de gallegos: nos hemos espejado en ellos, hemos hablado descarnadamente de nosotros; tanto, que tuvimos que decir –cobardemente– que no éramos nosotros sino otros, los gallegos. Es decir, el chiste que voy a contar trata de un proctólogo argentino. Un proctólogo, según se sabe, es un médico que suele tener un trato irremediablemente directo, acaso íntimo, con el, por decirlo con suavidad, ano de su paciente. En suma, le mete el dedo en el culo. El proctólogo del chiste (por celo profesional, por inseguridad o de puro bruto nomás) le ponía dos. El chiste, entonces, se cuenta así: “Era un proctólogo que en lugar de un dedo en el culo te ponía dos. Porque quería tener una segunda opinión”. Pensé mucho en este chiste cuando lo vi a Menem en la Casa Rosada, ahí, con De la Rúa. Pensé: “De la Rúa lo llamó porque quería una segunda opinión”. Porque Menem en la Rosada, sonriente, ganador, invitado por el Gobierno que había llegado a destronarlo y hasta a meterlo preso luego de crear una “Conadep de la corrupción”, Menem diciendo sus frases, sus recetas, pontificando, jugándola de águila, era (casi) el único dedo en el culo que nos faltaba.
Ya no nos falta. Ya nos lo metieron. De la Rúa y Menem, dos opiniones. Dos dedos bien metidos donde ya hemos dicho, donde ya sabemos, donde ya -trágicamente– casi nos hemos acostumbrado y resignado a que nos los metan. Porque pareciera que las cosas son así: los políticos se han transformado en proctólogos y nosotros en culos injuriados. ¿Qué se puede hacer? En principio, correrse un poco. O sea, apartar el culo. O sea, apartarse de los políticos porque ellos hace tiempo que se han apartado de nosotros, hace tiempo que han privatizado la política. Veamos esta cuestión.
La escena es ésa: De la Rúa y Menem se han reunido. ¿Qué sabemos de esa reunión? Nada. O sólo aquello que ellos dirán. Sólo aquello que ellos querrán que sepamos. Y es lo único que habremos de saber, ya que la reunión ha sido privada. Porque así es la política: transcurre en el ámbito privado. Se ha privatizado. Esta “privatización” de la política es la negación de la verdadera democracia. Voy a recurrir a un notable texto del filósofo Cornelius Castoriadis, quien, pese a no utilizar conceptos como el de “dedo en el culo”, es casi tan serio como yo. A propósito de la “privatización de la política”, dice Castoriadis: “Una de las muchas razones por las que resulta irrisorio hablar de ‘democracia’ en las sociedades occidentales de hoy es que en ellas la esfera ‘pública’ es en realidad privada (...). Y lo es en primer lugar porque las decisiones importantes se toman a puerta cerrada, en los pasillos o en los lugares de encuentro de los gobernantes” (Figuras de lo pensable, FCE). Y sigue: “Así pues observamos que la ‘democracia’ actual es todo lo que se quiera menos una democracia, pues en realidad la esfera pública/pública es ‘privada’, es propiedad de la oligarquía política”.
La “privatización de la política” ha transformado a la clase política en oligarquía política. La clase política ya no ‘representa’ al pueblo sino a sí misma. ¿Cómo no habría de resolver sus cuestiones en la privacidad de los salones del poder? Ha muerto el demos, y ha muerto por la traslación de un concepto de la economía a la política: el de privatización. Luego de privatizarlo todo (luego de poner el país político a los pies del país económico), la política se ha privatizado a sí misma, resultado lógico de ese proceso. ¿Cómo no habría de privarse del pueblo una clase que se ha entregado a los poderes fácticos de la economía? Así, privatizándose, lospolíticos se “privan” del pueblo, o “privan” al pueblo de los políticos, traicionándolo, porque habían llegado al poder por la voluntad electoral del pueblo y para representarlo. “Privatizarse del pueblo” significa entregarse al poder económico. En verdad, esta clase política “privatizada” representa ahora no al pueblo sino al poder económico ante el pueblo.
El drama de estos días, no obstante, está en otra parte. Porque ya sabemos esas cosas: que la política se ha privatizado deviniendo “oligarquía política” y negando el sentido profundo de la democracia. Ya sabemos, con José Nun, que la democracia ha pasado de ser el “gobierno del pueblo” a ser el “gobierno de los políticos”. (Para servir, añadamos aquí, los intereses de los banqueros.) Lo sorprendente es la apatía, la paciencia infinita, el conformismo casi fatalista del “pueblo”. De una parte del pueblo. Porque nosotros no somos “nosotros”, no somos “los argentinos”. Por decirlo claramente: no existen “los argentinos”. Cuando yo escribo “nosotros”, no me refiero a “los argentinos” sino a las víctimas del poder financiero-político que nos domina. Porque una cosa es el argentino que pone el dedo, y otra el argentino que pone el culo. Un piquetero y cualquier banquero no son parte de una totalidad a la que podríamos llamar “los argentinos”. No, ésa es la receta de Aguinis. O del inefable Bucay. El negocio de la primera persona del plural: “Nosotros, los argentinos”. “Atrozmente encantadores”, según Aguinis. “Autodependientes”, según Bucay (el inefable). No, “los argentinos” -insisto– no existen. Existe una sociedad tramada por conflictos dramáticos, cercanos ya a la violencia desesperada. Existen barrios privados y villas hambrientas, countries y mendigos, intelectuales e ignorantes endémicos condenados desde el inicio, políticos privatistas, oligarquizados, y una clase media absorta, vejada, que mira la reunión “cumbre” de Menem y De la Rúa y sabe que “ellos” no son “ella”. Que De la Rúa es un dedo y Menem otro; la primera y la segunda opinión. Y que las dos opiniones dicen: “Ustedes se mueren, tienen que morirse, este país no puede darse ya el lujo de una clase media, se acabó lo que se daba”. Lo alarmante –a esta altura de los acontecimientos– es que esa clase media siga en la apatía. O peor: que proteste contra los que protestan. Porque el “argentimedio” se enoja con la protesta. Le estorba la protesta. “Otra vez cortaron esta calle”, ésta es su protesta. “El centro es un despelote” (protesta). “Están los sindicatos. O están los maestros. O están los jubilados. O están los estudiantes”, quienes, recordemos, “tienen que estudiar y dejarse de joder”. Esta es la protesta del “argentimedio”: protesta contra los que protestan contra un modelo que fatalmente habrá de devorarlo a él con tanta impiedad como ya devoró al desocupado de la villa, al mendigo a quien le niega una moneda o se la entrega con desdén. “Jamás voy a ser como ése.” Vea, empiece a mirarlo mejor: acaso ése sea su rostro del futuro. Ya tiene “dos” opiniones, ¿cuántas más necesita?
¿Se puede hacer algo? Por supuesto. “Hay (escribe Pasquini Durán) numerosas formas de lucha, además del paro y del mitin en Plaza de Mayo: la desobediencia civil, el boicot, el amparo judicial, el acoso a diputados y senadores, desde la entrevista personal hasta el correo electrónico, los graffiti, la agitación ‘relámpago’, la procesión religiosa, la fiesta popular” (Página/12, 11/12/2001). Y se pueden inventar más. Y si no, si no se hace nada, si se acepta la primera, la segunda, la tercera y todas las otras opiniones, todos, por decirlo claro, los dedos en el culo de los proctólogos que nos gobiernan, entonces habrá que reflexionar sobre una frase despiadada que Andrés Rivera, en su novela El farmer, pone en boca de Juan Manuel de Rosas: “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”.

 

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