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Un día muy loco
en el banco

Por Sandra Russo

De pronto, Mariana ve que un hombre empieza a golpear la pantalla del cajero automático. Ella está del otro lado del vidrio, en una sucursal de la Banca Nazionale del Lavoro, en la cola para hacer una transferencia (bancaria). El paréntesis viene a cuenta de que Mariana es psicóloga.
La gente, en la cola, ha estado hablando de lo que se habla en estos días y en el tono que se usa en estos días. Tono de aire comprimido. Pero del otro lado del vidrio, el hombre, de unos cuarenta y algo, golpea y golpea la pantalla, como si la pantalla, que sólo se ha encargado de decirle que en el cajero automático ya no hay dinero, tuviera la culpa de TODO.
La gente está pendiente del hombre que golpea la pantalla. El está enrojecido de furia. Grita. Insulta. Saca un llaverito que se parece a una navaja. Quiere acuchillar a esa pantalla que se niega a darle sus 250. Los guardias de seguridad del banco se le acercan. Mariana ve cómo lo toman por los brazos, de atrás, cómo lo doblegan apretándole las muñecas. “¿Intervengo?”, piensa ella. Es de las que intervienen. Va.
“Tranquilizate”, le dice Mariana no al hombre que golpeaba la pantalla del cajero sino a uno de los guardias. “Soy médica, dejame ver”, le dice. Sabe que si se presenta como psicóloga no la van a dejar actuar. A los médicos se los respeta más. Mariana escucha que otro de los guardias, mientras ve al hombre fuera de control forcejear con su compañero, está pidiendo un patrullero.
–Calmate –le dice a ése–. Me parece que esto da más para una ambulancia que para un patrullero –agrega, ejercitando una especie de cálculo mental aplicado a un paciente ambulatorio–. El guardia ha caído bajo su influjo y parece dispuesto a obedecerle. Es que todo el mundo está con ganas de sacarse problemas de encima, hasta los guardias. El hombre que golpeaba la pantalla, mientras tanto, también ha cedido a la presión del guardia sobre sus muñecas y espera a ver qué hace Mariana.
Ella pide que les habiliten una oficina del banco para poder conversar con el hombre. Se abren paso entre la gente que mira, y se sientan. Ella vuelve a decir: “Tranquilizate”. El hombre empieza a tranquilizarse. “Estamos todos igual”, le minimiza el rapto de locura. Llega el gerente del banco. “No pasa nada –le dice ella–, se puso muy nervioso. ¿Por qué no nos manda un vaso de agua?” Llega el vaso de agua. El hombre, en el ínterin, le ha contado que necesitaba los 250 para pagar los alimentos a su ex mujer. Está harto, está harto. “Claro, cómo no vas a estar harto”, le dice ella. Sale de la oficina y le dice al gerente del banco: “El cajero no tiene más plata, pero este señor necesita sus 250 pesos. ¿Por qué no se los da por ventanilla?”. El gerente accede y se lleva la tarjeta de débito del hombre. Mariana le pregunta el número telefónico de alguien que lo pueda pasar a buscar. Está todavía muy nervioso y tiene palpitaciones. Ella llama y le explica al vecino que el hombre ha tenido un problema y que convendría que no se quedase solo. El vecino dice que va para allá. Ella se despide del hombre y sigue su camino, sin hacer ninguna transferencia.
Un rato más tarde, Mariana intenta hacer otro trámite en una sucursal del banco Supervielle. Todavía está alterada por el episodio del hombre que golpeaba el cajero automático, pero esta vez hay poca gente y hasta logró sentarse en un sillón mullido mientras espera que la llamen por su nombre. Pero de pronto hay movimientos raros en el banco, cierta inquietud que sobrevuela el local con la rapidez de un láser. Un empleado le dice que el gerente se ha descompensado, y que han llamado a una ambulancia mientras intentan reanimarlo. En un par de minutos, el gerente es sacado en camilla.
Mariana decide volver a su casa.

 

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