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EN MORENO, EMPEZARON A LA MADRUGADA A RODEAR SUPERMERCADOS
Todo al grito de políticos de mierda

En el Gran Buenos Aires, los vecinos se fueron sumando a las marchas que irrumpieron en almacenes y supermercados. En Moreno, los saqueos empezaron antenoche. En Ciudadela y Ramos Mejía se prolongaron a lo largo de todo el día.

Por Laura Vales

“En Moreno sabíamos hace un mes que se venían los saqueos, pero nadie hizo nada”, dice Mónica Gómez mientras aprieta en la mano derecha una bolsa vacía. “Nos dan los planes, después los quitan, nos dan algunas cajas de comida, después las quitan. Así nadie aguanta.” A las dos de la tarde, sobre la ruta 23 hay un ir y venir de adolescentes, mujeres con chicos y desocupados crónicos. Parecen deambular sin rumbo, pero de pronto y sin que nadie necesite dar o escuchar órdenes se reagrupan frente a un almacén o un supermercado; no importa si es grande o chico. En Moreno los saqueos empezaron en la madrugada del martes y ya no pararon. Sobre la pared de un kiosco con las vidrieras rotas alguien escribió con aerosol azul “políticos de mierda”.
El supermercado Min-Kai está sobre esa ruta, una tira de asfalto que atraviesa los barrios más castigados de Moreno, sigue por San Miguel y pasa al lado de los asentamientos de Malvinas Argentinas. En el techo del Min Kai montan guardia dos hombres y tres mujeres. Los de arriba no tienen nada, ni un detalle, que los distinga de los que se van agrupando en la calle, salvo que acaban de pintar y colgar un cartel de la reja del supermercado: “Atención-Reja electrificada-Conectado a 380 voltios”. Están armados y esperan desde las tres de la mañana.
“Anoche en el autoservicio de enfrente quisieron entrar pero los ‘disturbiamos’ con nuestras propias armas de fuego”, resume Hugo Juárez mientras termina de bajar vigilando a los costados con desconfianza.
¿Hubo heridos? Juárez dice que “no sé” mientras relojea al grupo de sus potenciales saqueadores que va creciendo a unos metros. Los que llegan son adolescentes de 15 o 16 años en bicicleta, mujeres a pie, algunos chicos. Todos esperan parados a una distancia prudente de la reja electrificada. Vienen del sur: en el super El Cholo, a diez cuadras, alguien cruzó en la puerta dos camiones con acoplados que nadie puede mover; más cerca, en el Ekis, hubo una escaramuza con la policía. “Algunos ganaron y consiguieron agarrar algo y a otros nos corrieron con los gases”, explica Mario. A él le tocó estar en el segundo grupo.
Diez cuadras adelante, en el supermercado Valencia, los de Las Catonas tienen suerte. No hay custodia y en una avanzada 30 adolescentes levanta la persiana; hay corridas y ruido de vidrios rotos. El primero en salir con una carga es un chico de pelo por la cintura y un tatuaje de AC/DC en el hombro. Lleva con dificultad un pack de gaseosas y le sangra el brazo derecho.
En la entrada del Carrefour la gente espera desde las diez de la mañana. Hay custodia, tironeos, empujones y un clima de tensión que presagia el mal día. Los 800 vecinos vienen de barrios diversos como el San Brizzi, el Bon Giovanni, el Parque, el San José, zonas donde la desocupación trepa al 50 por ciento entre los jefes de hogar.
Algunos decidieron salir a pedir comida la noche anterior, en una asamblea en la que prepararon un listado de las familias solicitantes. Otros se enteraron hace minutos, como Daniel que es cartonero y lo vio por televisión. “Y me vine con mi mujer y los chicos”, dice desde el carrito con el que junta “fierros, botellas y trapos”. Al fierro se lo compran a dos centavos el kilo, los trapos a cinco y las botellas a un centavo. En un día de trabajo fuerte consigue entre dos y tres pesos.
Sobre el portón hay confusión, nadie sabe bien qué hacer, unos empujan para entrar y otros piden que lleven a los chicos atrás, nadie está seguro de si la policía, que amartilló sus armas, va a disparar o no. El comisario inspector Cabrera se sube a un carrito de supermercado y desde allí pide silencio a la gente.
–Esta situación eclosionó –explica a los gritos ante el auditorio de 800 vecinos–, aunque les den una bolsa de comida dentro de cinco días van a tener el mismo problema. Esto mismo está pasando en toda la provincia y tenemos que dialogar entre nosotros para no encender la mecha justo en Moreno. Yo no quiero combatir contra ustedes. Repito: yo no quiero combatir contra ustedes.
El comisario ordena al único camarógrafo de televisión que apague su cámara y prosigue:
–A mí también me metieron la mano en el bolsillo.
Abajo hay aplausos. Pero después, tal vez envalentonado con la distensión, Cabrera sugiere que vayan a la municipalidad y cosecha abucheos.
–Queremos comida, no promesas –le contesta un flaquito de ojotas, remera blanca y liderazgo natural.
–Vayan a la Plaza de Mayo, con el intendente –insiste el comisario.
Pero la gente ya grita “queremos comer” y el coro es cada vez más fuerte. “¿Qué les pasa?” pregunta una mujer; “¿se creen que por un paquete de azúcar yo voy a caminar a la Plaza de Mayo?”
El intendente Mariano West está efectivamente en la ruta camino a la Plaza. Encabeza una manifestación de tres cuadras de extensión y empuña un megáfono por el que llama al pueblo a unirse “para decir basta a esta política económica” (ver aparte).
La marcha de los caminantes avanza hacia San Miguel seguida por un grupo de autos y camiones. La imagen es increíble: a un costado de la columna, un centenar de vecinos indiferentes a la manifestación logran entrar a otro almacén. “Yo no estoy de acuerdo con los saqueos” desaprueba desde la caja de una camioneta Beba Dodero, de la Agrupación Solidaria La Perlita.
Con la camisa pegada a la espalda por el sudor el intendente West da su diagnóstico: “Veníamos asistiendo a los desocupados absolutos, pero con la bancarización se deterioró todo el sistema de economía informal del que vive mucha gente”.
La marcha sigue rumbo a la plaza de San Miguel y sobre este tramo de la ruta 23 todavía hay mucha gente que viene y va en ambas direcciones. En una esquina, dos hombres con sus bicicletas intercambian restos del botín: un paquete de harina, fideos, yerba, un lustramuebles en aerosol. El más viejo, de unos sesenta años, amaga con un abrazo un poco torpe antes de partir. “Que tengas suerte”, le grita el más joven mientras el otro se aleja en su bicicleta.

 

Que no haya represión

Los organismos de derechos humanos repudiaron “con energía la implementación del estado de sitio”, y le pidieron a la dirigencia que “solucione los problemas y no avive con represión aún más el dolor de la familia argentina”. Ante el recrudecimiento de la crisis, los organismos, a través de un comunicado, aseguraron que “la proximidad de la Navidad es para superar los conflictos, y no para agravarlos”.
“Exigimos que no haya represión”, señalaron, y realizaron un “llamamiento a las autoridades para superar el conflicto y generar las condiciones de cambio que la sociedad y la realidad exigen”. Además, criticaron la declaración del estado de sitio “ya que con esto conculcamos y vulneramos el estado de derecho y la participación democrática”.
El mensaje fue firmado por Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, CELS, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, APDH, Familiares de Detenidos y Desaparecidos, el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos y el Servicio de Paz y Justicia.

 

Una marcha abortada

Habían salido de uno de los partidos más calientes del conurbano bonaerense: Moreno. Encabezados por el intendente Mariano West, unos 600 manifestantes se dirigían hacia la Plaza de Mayo con la intención de entregarle un petitorio al presidente Fernando de la Rúa. En pocas líneas reclamaban el cambio del rumbo económico. Cuando llegaron al cruce de las avenidas Juan B. Justo y San Martín la marcha fue disuelta por la Policía Federal. De la Rúa había resuelto implantar el estado de sitio.
Moreno había amanecido convulsionado. La imagen de los saqueos en el Cruce Castelar, como se denomina a la intersección de la ruta 203 y la avenida Martín Fierro, habían convocado a miembros de organizaciones locales y miembros de la Iglesia. No por nada todo volvía a estallar en el mismo lugar que fue uno de los focos más fuertes de los saqueos del año ‘89. Luego de reunir a unos 600 dirigentes locales, el municipio de Moreno facilitó los camiones. El intendente de San Miguel, Aldo Rico, no se prendió en la movida y la movilización no pudo pasar por el centro de su municipio. En lugares como Ituzaingó algunos dirigentes no justicialistas habían recibido el convite de sus pares peronistas para sumarse a la movida. Afirmaban que “la concertación nacional no debía ser tan solo una foto y que por eso había que movilizar a la gente”. En diálogo con este diario West precisaba que un nuevo plan económico debía contemplar “un seguro de desempleo y una economía al servicio de la gente”.

 

EL ESTALLIDO EN LA VILLA 21-24
Es una hoguera

Por Susana Viau

“En el ‘89 fueron focos. Esto es una hoguera”, fue el diagnóstico. La televisión ya había comenzado a emitir las imágenes de un oriental llorando a más no poder frente a los restos del mercadito. Era la provincia de Buenos Aires, pero esa cara recordaba Vietnam. En algún sentido, estaba estallando una guerra. En la Villa 21-24 había tensión. Para las cinco de la tarde estaba prevista la inauguración del Centro de Salud 8, levantado por los propios vecinos de la villa. Unos minutos antes, un cartelito amarillo colgado no se sabe por quién en las rejas de las ventanas impecables del centro, informó de la súbita postergación. “La inauguración tendrá lugar el 28 de diciembre.” Sobre la hora, el jefe de Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra, había anunciado que no podía concurrir. A tres cuadras de allí, Luna y Osvaldo Cruz, se escuchaban estampidos. La gente comenzaba a correr. Había empezado el saqueo. El objetivo primario, el más a mano, como en todas partes, “los chinos”.
Una mujer joven desorbitada llegaba a la carrera. “Están tirando balas y gases. El propio comisario empezó a tirar. Lastimaron a un chico de 9 años.” Por Osvaldo Cruz pasaban hombres, mujeres y adolescentes en shorts y ojotas trasladando con apuro lo que podían: latas de tomate, paquetes de harina, yogures, sachets de leche, en bolsitas, sobre las rejillas de las heladeras industriales, en cajones. Grupos de pobladores se apiñaban en los umbrales, observando. Los pequeños, modestos negocios de la villa habían clausurado sus persianas a cal y canto. Y no sólo los comercios. Las puertas de las casas también se cerraban. De todos modos, para la magnitud y extensión del estallido la villa mantenía una relativa calma.
Quizá fuera esa “quietud inquietante” de la que hablaban otros chinos, distintos de los de los mercaditos o tal vez tuviera que ver con la propia historia de ese imponente conglomerado de casi 90 mil almas, famoso por su organización interna. Fueron los propios habitantes de la villa los que obtuvieron del Gobierno de la Ciudad el visto bueno para la ampliación del centro de salud, una vieja y precaria edificación que durante la dictadura se convirtió en botín de Osvaldo Cacciatore, que instaló ahí una oficina de la Comisión Municipal de la Vivienda y en la esquina, a escasos metros, como un símbolo despreciativo, la caballada de la dependencia.
Los habitantes presionaron y consiguieron, asimismo, que las autoridades terminaran autorizando que la edificación la llevaran a cabo los desocupados del gigantesco enclave. Fueron 70, un muestrario de oficios en paro forzoso, los que trabajaron en doble jornada para agrandar y reacondicionar el centro de salud: pintores, electricistas, plomeros, albañiles, techistas. Inclusive una jovencita, hija de uno de ellos, paleó tierra para los cimientos. El resultado fue 16 consultorios relucientes, baño, una amplia sala de espera. Todo olía a nuevo ayer. Pero la gente debía seguir subiendo al campanario de la iglesia de enfrente donde, a falta de algo mejor, atienden los médicos. Si hasta los bancos de la parroquia han servido –y servirán hasta el 28, “el Día de los Santos Inocentes”, cuando el centro quede formalmente inaugurado– de sala de pediatría.
Los propios constructores de la salita recordaron que en 1989 la Villa 21 no se sumó a los saqueos. Una olla popular montada por los vecinos más representativos del lugar contuvo entonces los estómagos vacíos y el desasosiego de esa abigarrada muchedumbre que se multiplicó de manera geométrica en los diez años que siguieron. “Hoy ya no se puede. Está pasando en todos lados”, decían mientras acompañaban a Página/12 hasta la salida. Al fondo de la calle se levantaba el humo de los gases lacrimógenos. Había corridas. Algunos volvían, asustados. Otros, mujeres con niños, seguían avanzando hacia el punto del saqueo y de las balas de goma porque, como decía El Espartero, un mítico matador español, “más cornadas da el hambre”. El “están reprimiendo. Hay gente herida” obró mágicamente. Los dirigentes barriales apretaron el paso, olvidados delcentro, de los periodistas y del plantón oficial. Los necesitaban ahí, donde “los chinos”. El camión de Coca Cola pasó despacio, alerta. Nadie lo detuvo.

 


 

“¡Vengan que la cana no viene y
hay aceite y pan dulce y sidra y todo!”

Por Marta Dillon

Sobre la avenida Gaona, entre Ciudadela y Ramos Mejía, se extendió una alfombra de mercadería desparramada. Arroz, fideos, latas de tomate que explotaron sobre el asfalto; un dibujo de vidrios y litros de vino y cerveza fermentados al sol. Frente a algunos locales, perros guardianes tensan la cadena que los ata a sus amos, hombres armados que se reivindican dispuestos a todo. Ellos no van a llorar como “los chinos” viendo sus negocios arrasados por los saqueos, les van a hacer frente. “Si vienen, los cago a tiros.” En las esquinas hay corrillos de vecinas que se preguntan por qué no quemar ellas mismas la Casa de Gobierno, “eso es lo que hay que hacer, no robarle a la buena gente”. Son clientas de un supermercado saqueado, conocen al dueño desde hace treinta años, un hombre que se agita al borde del infarto viendo las ruinas de su negocio. Sus empleados tienen los ojos rojos –”¡pobres, van a perder su trabajo!”, dice una vecina– y buscan entre los restos algo que devolver al local. Ahí se encuentran con dos mujeres que hacen lo mismo, rescatar mercadería entre todo lo que ha sido roto o aplastado, pero para sí. Y las corren, les sacan lo que tienen; las vecinas les gritan “negras chorras”, las mujeres se aferran a lo que tienen, zafan, se van. Entonces, sí, dos horas después de producidos los saqueos llega la policía, cinco comandos patrulla y un patrullero. Los efectivos se bajan con las armas cargadas, alguien les reprocha haber llegado tarde pero igual les señala a una pareja que lleva unas bolsas. Los atrapan, los tiran al piso, esposan al muchacho. Alguien más ve a otros que también podrían ser saqueadores, no llevan nada, no tienen más de 14, la policía los lleva detenidos. Entonces las vecinas aplauden y el dueño del local Superuno, José Vieytes, vuelve a agitarse: “¿Me querés decir qué carajo aplauden?”.
Fue una de las últimas postales de un día que en lugar de pasar fue desintegrándose. En Ciudadela empezó temprano, a la madrugada, igual que en buena parte del oeste del Gran Buenos Aires, cuando grupos de vecinos levantaron las persianas de algunos minimercados y se llevaron lo que pudieron. “Lo que pasa es que si saqueás la policía te corre y yo no estoy para eso, tengo cinco hijos y el menor enfermo, todos vivimos de lo que hacemos una amiga y yo trabajando por horas. Por eso me vine para acá, para ver si me dan algo, un pan dulce, un aceite, una sidra, algo. Pero me dieron tres bolsas y me las arrancaron de las manos.” Al mediodía Rosa tiene aún las manos vacías. Está parada detrás de un camión de Coto que salió desde el hipermercado, del otro lado de la Autopista del Oeste, para descomprimir esa multitud que se había reunido en los playones del nuevo Centro Comercial de Ciudadela, presionando contra una cantidad similar de empleados atrincherados detrás de carritos de compra. Rosa se enteró de los saqueos viendo llegar a su barrio, el Ejército de los Andes, a las vecinas con comida. Pero hasta que no vio por la tele que la iban a repartir no fue a buscarla. Una vez allí levantó las manos como todos intentando atrapar lo que se tiraba del camión, luchó por retener lo conseguido y golpeó la persiana del camión cuando éste la bajó con la promesa de ir a buscar más mercadería. Pero el camión tarda demasiado en volver y cada vez son más en la esquina de la colectora donde esperan. Ahí está Verónica, por ejemplo, la mayor de doce hermanos, la que para la olla con 28 años y 120 pesos ganados por quincena. “Hoy ni fui a la fábrica de almohadones, me conviene venir a buscar algo acá, veo la gente y la sigo, no soy yo sola, somos todos.”
Y todos se empujan por una calle lateral, por seguir al primero, nada más. Cualquier persiana es tentadora, pero la masa que se va formando no es estúpida. “¡No, los chiquitos no, loco, vamos al Maxiconsumo, está acá a la vuelta!”. Unos a otros se ponen límites en el camino para desbordarse en Gaona 4441, en el hipermercado mayorista. En un minuto la reja de la playa de estacionamiento cae. Unos ladrillos huecos sirven para romper los vidrios más altos y desde allí se bajan paquetes de gaseosas que no conforman a nadie. Al principio la gente cree que tiene que trabajarrápido, puede llegar la policía, y se desesperan por levantar una persiana. Se abre una rendija sobre el piso. Varios cuerpos se echan de costado, unos sobre otros como mamones buscando una teta, estirando los brazos más allá de la cortina metálica. Ahí hay algo, hay harina, fideos, aceite, lo que buscan lo dejaron allí los empleados encerrados en las oficinas creyendo ingenuamente que con un cebo en las puertas sería suficiente. Pero la presión es mucha y la persiana cede, se pliega como una sábana y como si fuera la cueva de Alí Babá se abren las puertas del paraíso. El hipermercado está lleno, la noticia corre de boca en boca, hay pañales, toallitas íntimas, shampoo, las mujeres lo dicen a los gritos: “¡Vengan que la cana no viene, hay aceite, sidra, todo!”. Y era cierto, durante una hora y media la policía no apareció. A pesar del miedo, el exceso de un galpón con siete pisos de estanterías que sólo había que tomar puso el “Felices fiestas” en boca de todos.
“El tema es que la gente tiene hambre, ¿qué vas a hacer frente a eso, cómo los conformas?” El hombre no quiere dar su nombre, es uno de los gerentes de Maxiconsumo y trata de calmar a una de las dueñas de la cadena de 22 sucursales. “¿Por qué no vienen, por qué?”, gritaba la mujer mientras veía la sangría de sus depósitos, sus carritos, sus bandejas. Una parejita se toma de la mano en la explanada de un estacionamiento en el que estallan las gaseosas como fuegos artificiales. Ella está llorando, ¿por qué? “No sé, estoy hecha pelota.” Dos efectivos policiales de la comisaría segunda de Tres de Febrero llegan no se sabe a qué. “¿Qué pasa con los refuerzos, Gómez?”, dice uno por el handy con su escopeta de balas de goma, “vacía”, dice. Los refuerzos son dos efectivos más, dicen sin identificarse que las órdenes son “no reprimir ni disuadir frente a las cámaras. Y nos siguen como abejorros, así que nada”. Después de dos horas de saqueo sin pausa tiran gases dentro del galpón ya casi sin gente y la salida deja a más de uno con cortes de vidrio, golpes por las patinadas en un piso bañado en aceite, algún bastonazo de los agentes de seguridad privada que descargan su impotencia.
Pero no fue suficiente. Algunos llegaron tarde y ya buscan un nuevo negocio, a dos cuadras hay otro supermercado. El dueño Wan Cahu So llegó hace un año y su desesperación bañada en lágrimas se repetirá hasta el hartazgo por televisión. En su local no quedó nada y nadie detuvo el saqueo. Se llevaron hasta las góndolas, las heladeras y los ventiladores. La mercadería se cargaba en remises, autos, bicicletas, carritos. Seguiría el Super uno, un local “premium” según un diploma que otorgó American Express, allí donde la policía llegó cuando ya no había nada. Y después el Coto de Rivadavia en Ramos Mejía y el EKI descuento, del otro lado de la vía. La vida cotidiana empezó a detenerse al paso de la muchedumbre que buscaba nuevos objetivos. En Casa de Gobierno se firmaba el estado de sitio. En Ciudadela, a la misma hora, los vecinos se armaban para defender sus locales y ya nadie podía decir claramente quién era el enemigo.

 

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