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Impresionante
Por J. M. Pasquini Durán

Fernando de la Rúa, a mitad de su mandato, cayó de la peor manera, por peso propio y sin conciencia clara de su propia responsabilidad por el derrumbe. Hasta anteayer al mediodía, en el encuentro multisectorial que tuvo lugar en la sede de Cáritas, tuvo la chance de abandonar el camino que lo llevaba al previsible final, pero rechazó esa oportunidad, intransigente y ensimismado en la misma actitud que le ganó fama de autista. El país que deja atrás queda exhausto y pesimista sobre el futuro, minado por problemas de todo tipo y grado, cuyas soluciones están apuradas por ansiedades tan diversas que van desde el desempleado y el misérrimo hasta el inversor legítimo y el especulador financiero. Aunque este epílogo era previsible, sobre todo desde que Domingo Cavallo gastó su ingenio en vano para oxigenar a un esquema económico que exigía nuevas víctimas cada día, el cuadro de crisis estaba empantanado en la espesa mezcla de la obstinada ineficacia gubernamental y la inoperancia de sus adversarios, a veces premeditada con malicia por algunos conjurados, para presentar alternativas viables. Ni siquiera los resultados electorales del 14 de octubre, tan preñados de advertencias para el Gobierno lo mismo que para el resto del sistema político, logró conmover a los responsables de una miseria creciente, que producía en los últimos meses un nuevo desocupado por minuto. Hasta que, por fin, la muchedumbre ganó la calle en una movilización espontánea, masiva y decidida, sin más ideología que la bronca y la indignación, que arrasó con las vacilaciones de todos. La conclusión fue inevitable.
Hay algunas referencias significativas sobre lo que termina. De la Rúa cumplió dos años y una semana de Presidente, pero en ese corto tiempo fue destruida la Alianza de la UCR y el FREPASO que lo llevó a la Casa Rosada, se sacó de encima al vicepresidente Carlos Alvarez, punto de partida para la actual fragmentación del FREPASO, y cerró los oídos a las voces de su propio partido. Eligió gobernar con un círculo íntimo, en el que su hijo mayor, Antonio, y su vecino millonario en Pilar, Fernando de Santibañes, alcanzaron tanta influencia que, si fueran peronistas, hoy podrían ser llamados “mariscales de la derrota”. En tanto, su tercer ministro de Economía, Cavallo, agotó nueve meses de gestión, pero la salida de ambos acaba con una década del programa de convertibilidad que había inaugurado el mismo ministro en la primera etapa del menemismo. El volumen de la deuda pública y de la desocupación masiva acompañarán también el recuerdo de este mandato interrupto, el segundo de un presidente oriundo de la UCR en una década y media de democracia.
Con estos datos, cualquiera podría pensar que el futuro de la UCR, partido centenario, estará inhibido por vaya a saber cuántos años para disputar la Casa Rosada. Esas predicciones tienen valor relativo, ya que el peronismo, con Carlos Menem al frente, cumplió una década de gobierno en la cual se originaron muchos de los males actuales, pese a lo cual, dos años después, ocupa el lugar preferente para regresar, como fuerza política, al Gobierno. El desafío de vencer el castigo del tiempo abarca también al llamado progresismo, cuya penúltima creación fueron justamente el FREPASO y la Alianza, que naufragaron sin remedio en el mismo bote que De la Rúa, un conservador visceral cuyo máximo orgullo al partir, según sus allegados, era dejar intacta a la paridad del peso con el dólar, sin que le hayan impactado hondo sus consecuencias sobre el bienestar general. Hacer memoria implica salir de la ingenuidad: con De la Rúa y su administración no se marcharon los problemas nacionales ni tampoco los únicos defensores a ultranza del modelo de ajuste y exclusión. Tampoco las dificultades de estos partidos implican, como una consecuencia necesaria, la aparición de fuerzas nuevas o renovadas, que hagan la política y ejerzan el poder con escrúpulos éticos y sentido de justicia. Eso hay que lograrlo, del mismo modo que ayer el pueblo en la calle clausuró un capítulo más de su historia. Tampoco podrá obtenerse sin política, sin ideologías, portando la exclusiva identidad de argentinos. Sería todavía más penoso que la tragedia de las últimas horas, en la que los muertos superan la veintena, se agotara en sí misma, como el festejo de un campeonato. Tal cual quedó probado en esta ocasión, la multitud activa es necesaria, acaso no siempre en la calle ni mucho menos en el saqueo, pero el destino colectivo es demasiado grande para delegarlo en las pequeñas manos de los políticos profesionales. Algunos se asustan al ver a las masas populares en movimiento y no son pocos los que tratan de adivinar el complot de instigación, el vándalo y el ladrón y, de tanto sospechar, terminan por olvidar al conjunto de la movilización. En cualquier manifestación pública, así sea un recital de rock o el estadio de fútbol, estarán el manipulador, el violento y el aprovechado, pero no son los que tumbaron a tres ministros de Economía y al gobierno completo. Al contrario, ese tipo de personajes son complementarios directos de la política que fue repudiada por millones, en las urnas y en las calles. Despojen al espectáculo de TV de sus impactos emocionales y vuelvan a colocar lo que ocurrió en sus dimensiones reales. El saldo es impresionante.

 

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