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Otro país

En menos de una semana se quebraron casi todas las certidumbres del pensamiento político y social argentino. La aparición en escena de las multitudes –primero en la escalofriante versión del saqueo, después en la masiva búsqueda de protagonismo callejero de las masas ciudadanas– hizo estallar la eterna crisis de una forma de manejar la economía y usufructuar de la política. Así cayó un gobierno en apenas horas, pasaron tres presidentes en días y se derrumbaron en instantes todos los mitos que impedían cualquier modificación en el rumbo económico. Sobre las ruinas del país que fue y las esperanzas del que viene se escribieron las notas que forman este informe.

Por Beatriz Sarlo.
La disolución de la Argentina y sus remedios

El poder ha vuelto adonde estaba en el siglo XIX, antes de la organización nacional. Los gobernadores, los senadores que representan a las provincias y, por supuesto, también los diputados (que representarían a la ciudadanía sin divisiones provinciales) deciden la forma que tendrá nuestro futuro más inmediato. A cualquiera le queda claro que son los gobernadores quienes tienen la voz cantante y es por eso que el poder del estado nacional está repartido, desigualmente, entre los estados provinciales. La Argentina ha destruido aquella construcción nacionalestatal que le costó esfuerzo, sangre y guerras. Lo que vendrá puede ser, entonces, un país dividido entre las potencias locales que lo integran (ésta es la peor hipótesis) o una nación que decide, por segunda vez en su historia, organizarse como estado. La decadencia final o un largo y difícil camino de reconstrucción republicana, que sostenga una democracia igualitaria.
En este cuadro de estallido del poder central en poderes locales, el peronismo será el protagonista decisivo. No sólo porque ganó las últimas elecciones, sino porque obtuvo, desde antes, la mayor parte de los poderes locales. El peronismo exportará sus conflictos o sus acuerdos a toda la nación. La Argentina, una vez más, depende de este partido. Así son sencillamente las cosas: de lo que haga el peronismo, del acuerdo a que lleguen sus señores provinciales, dependerá el curso de la política. Y, se sabe, en la sala donde se sientan los grandes electores justicialistas, hay de todo: oligarcas reaccionarios, populistas conservadores, proteccionistas, liberales moderados.
En paralelo, sin duda, las fuerzas sociales reclaman ser escuchadas. Que se las escuche será una verdadera novedad porque, en los últimos diez años, tanto Menem como De la Rúa fueron ejecutores de un régimen político que tuvo en cuenta exclusivamente los intereses del capitalismo financiero más concentrado y, en los márgenes, de un grupo formado por los muy poderosos del capitalismo local.
La Argentina necesita cambiar de régimen político. Y digo esto en un sentido fuerte: es necesario que las instituciones dejen de ser una red de transmisión de órdenes de ese sector capitalista completamente minoritario, que no ha vacilado en castigar a la sociedad con los sacrificios más crueles, presentados como la única salida posible.
Las puebladas que dieron por tierra el gobierno caricaturesco de De la Rúa no son una base para pensar este cambio de régimen. Ellas estuvieron animadas por un fuerte sentimiento antipolítico, que tiene todos los motivos bien a la vista. Ese sentimiento es un síntoma, no un remedio. Los que estuvimos en las manifestaciones, vimos allí una fotografía de la sociedad: la cultura de calle de los barras bravas y la cultura de manifestación de las capas medias, la furia de los marginales y la moderación de los jóvenes que iban con sus botellas de agua mineral o sus bicicletas. Todos se sintieron estafados y victimizados. Todos rugían contra los políticos.
Y, sin embargo, lo que la Argentina necesita, además de dar comida ya mismo a millones de personas, es una larga y trabajosa construcción de un nuevo escenario político. O, más que un escenario, un nuevo tipo de relación entre política y economía, entre gobierno y capitalismo: una relación de la mayor autonomía. Escribo esto y no dejo de percibir que la tarea es gigantesca y que los protagonistas hasta hoy sólo han discutido mínimas porciones de poder. Sin embargo, la cuestión se plantea en términos nítidos: cambio de régimen o decadencia nacional que, además, comporta sufrimientos que incluso hoy no imaginamos.

 

Por Eduardo Belgrano Rawson.
Cómo defenderse de los políticos

Ante todo, cortándola con los diagnósticos. Es el terreno que les encanta, el pantano donde nos mantendrán entretenidos para que nos perdamos más fácil. En segundo término, no creer que bastan las buenas ideas, dejando que ellos se ocupen de instrumentarla. Por el contrario, ellos se encargarán de volverlas inofensivas. El Consejo de la Magistratura es el mejor ejemplo, el fracaso más estruendoso de la democracia. Finalmente, obligarlos a que, antes de las próximas elecciones, digan cómo harán:
para cambiar la Corte Suprema;
para impedir que los caudillos del interior continúen con sus desmadres, llevando sus provincias a la quiebra mientras prosigue el banquete;
para que los partidos políticos dejen de ser agencias de empleo de militantes desocupados;
para defendernos de la familia del presidente;
para terminar con la política del “Sí, George”;
para acabar con todas las jubilaciones de privilegio;
para que los candidatos con algún prontuario queden fuera de la carrera;
para sacar una ley antimonopólica en serio;
para desvincularse de sindicalistas que nunca se ocupan de los trabajadores;
para que el país deje de estar gobernado por una corporación financiera;
para no figurar jamás en la nómina de algún empresario.
Para qué seguir. Tampoco hay que ser maniático. A ver si porque rompimos unas vidrieras nos creemos de pronto que merecemos ser Dinamarca. Hoy por hoy, seguimos en Africa. Pero este papelucho de intenciones mínimas podría servir de algo. Si se lo mostramos a ellos, seguro que nos dirán “Frafraslafra”, mientras nos estrechan en un abrazo, con los ojos preñados de lágrimas. Entonces nosotros, “dunga dunga”. Y avanti con el voto castigo. Ma sempre avanti.

 

Por Abelardo Castillo.
El único cálculo posible

Sin necesidad de hacer ningún análisis profundo, el estado del país es éste: mueren alrededor de cien chicos por día. Eso hace en un año treinta y seis mil, más del total de hombres y mujeres que la dictadura mató en siete. La desocupación es tres veces mayor que cuando Alfonsín tuvo que adelantar las elecciones a causa de la hiperinflación. ¿Es necesario otro análisis? Esta es, y seguirá siendo durante bastante tiempo, nuestra realidad.
La inoperancia, por no decir el autismo suicida, de De la Rúa y la paranoia financiera de Cavallo no son los orígenes de este caos, pero no dejan lugar a duda de que son lo que ha terminado de poner al país en este callejón sin salida: los muertos en Plaza de Mayo, los miles de detenidos, la gente debiendo robar por hambre en los supermercados y el caos adicional que, ante una situación así, se genera con los que se aprovechan del caos agregando el vandalismo.
Los economistas y los políticos tienen ahí una prueba irrefutable de que, debajo de sus ecuaciones matemáticas y cálculos electorales, hay siempre un hombre que se muere de hambre o una madre que no puede mandar sus hijos a la escuela, o una familia entera que tiene que salir a robar supermercados para comer. Lo único que espero es que los políticos dejen de lado las especulaciones electorales –porque es evidente que están calculando en este mismo momento si conviene que el presidente provisional esté noventa días en el cargo y dé elecciones, porque hay quien piensa que en esas elecciones no podrían participar los viejos candidatos que son los que nos llevaron a esta situación.
No sé cómo se implementa una solución a este dilema. Lo que sé es que, si existe, debe partir de la siguiente certeza: no es que no deba pagarse la deuda externa. Sencillamente no se puede pagar. O, para decirlo más claro, la certeza es doble y es el único punto de partida desde el que se puede buscar una solución: la deuda no se puede pagar y el pueblo argentino debe comer.

 

Por Roberto Cossa.
Las diferencias

Renunció De la Rúa. Hay una sensación generalizada de alivio. También hubo alivio el día que fue derrocado Arturo Illia; y lo mismo ocurrió cuando cayó Isabelita. Hubo alivio mayúsculo cuando los militares se fueron; y también cuando en su momento Alfonsín y Menem dejaron el poder.
Pero hay una diferencia. En 1966, Perón vivía y coleaba y era garantía de un recambio; en el ‘76 estaba la alternativa de la democracia; en 1989 Menem renovó el optimismo de las clases populares; y con el triunfo de la Alianza, finalmente, un vasto sector de la ciudadanía recuperó sus sueños de una posibilidad progresista. En cada caso el pueblo sintió que tenía un futuro. Pero ahora, ¿qué? ¿Quién? ¿Cuál es el hombre o el modelo que se instalará desde hoy en el imaginario popular? ¿El justicialismo? ¿Ruckauf, De la Sota, Reutemann, Menem otra vez?
El pueblo que necesita un cambio se ha quedado solo. Volteó un gobierno, pero no sabe muy bien cómo seguir. Y encima desconfía.
Existe un discurso que, con vocación perversa o ingenuidad bienintencionada, se ha instalado en el país: que los argentinos somos todos iguales, igualmente responsables de lo que nos pasa e igualmente dueños de nuestro futuro. “El país lo arreglamos entre todos o no lo arregla nadie”. “Si los argentinos nos unimos, tenemos un futuro venturoso”.
¿Quiénes somos los argentinos? ¿El pibe embrutecido y humillado por la miseria que tiró la piedra y también el cana embrutecido por el odio que le pegó un balazo en la cabeza? ¿Quiénes se van a unir? ¿El desgraciado comerciante de Don Orione con el más desgraciado vecino que le saqueó el paquete de polenta? ¿Se van a juntar Videla con Pérez Esquivel? ¿Escasany con De Gennaro?
¿Qué significa ser argentino? ¿Haber nacido en la Argentina?
En la Argentina hay ciudadanos que tenemos una vivienda decente, derecho a la asistencia médica, educación y acceso al ocio y a la cultura. De ahí para arriba, al yate y al avión privados. Somos los que, más allá de las enormes diferencias, vivimos bien. Pero no todos los que vivimos bien somos iguales, ni pensamos lo mismo, ni podremos unirnos. Hay categorías. Siempre las hubo, pero ahora que no existen modelos en los partidos políticos ni estructuras que nos convoquen mayoritariamente, la lectura es otra. Porque entre los que vivimos bien hay diferencias. Están los que no pueden vivir bien mientras no haya otros que vivan mal. Son los que lucran con el mal ajeno. Están también los canallas. Su vida no depende de los padecimientos de los otros, pero necesitan que haya víctimas para aumentar el placer de su bonanza.
Afortunadamente, los que son felices con la desgracia ajena son una minoría. La mayoría no se siente feliz porque a los otros les vaya mal. Pero tampoco infeliz. No les importa. Son los que pueden vivir bien aunque otros vivan mal. No les agrada la desgracia ajena, pero tampoco se hacen cargo. Finalmente hay otra minoría: los que no pueden vivir bien mientras haya gente que viva mal. Son aquellos llamados, genéricamente, progresistas, solidarios, de izquierda. El futuro de la Argentina está en sus manos, siempre que haya una fuerza, un partido, una organización, que ponga en escena el espacio para unirlos y generar una alternativa verdadera y permanente.
Sólo habremos alcanzado la verdadera democracia y el ingreso a una sociedad civilizada el día en que no haya argentino sin comida, sin salud y sin educación. Hay que terminar con los argentinos que viven mal. Y ésa es tarea exclusiva de los argentinos que viven bien y que no soportan que haya compatriotas que vivan mal.
El desafío es simple, pero complejo, dificultoso: unirnos por encima de los partidos y de las estructuras políticas. La gente está. El deseo está. Sólo es cuestión de estrategia.

 

Por Manuel Vazquez Montalban.
Entre el sueño y la pesadilla

La dimisión del presidente Fernando de la Rúa se produce sobre un paisaje de saqueos y cadáveres, de hambre y muerte. El fracaso del frente vertebrado en torno a los radicales por fuerzas progresistas moderadas que trataban de sacar a los argentinos de la larga agonía de lo que en su día se llamó peronismo, empezó a evidenciarse cuando esos efectivos progresistas complementarios fueron desgajándose y los radicales se quedaron evidentemente solos ante la evidencia de su impotencia para afrontar la crisis.
La crisis actual forma parte de la larga crisis de un país tantas veces reputado como de potencialmente riquísimo, que ya parece un tópico recordarlo. ¿A qué se debe la actual situación de bancarrota que suscita deseos de exilio económico en buena parte de los argentinos? La mala administración del gobierno de De la Rúa figura entre las causas, como figura la dureza con que la crisis asiática golpeó al Mercosur o los problemas de endeudamiento heredados desde los tiempos del falso optimismo económico de las juntas militares. Pero también hablamos de un país en el que las revistas de máxima circulación utilizaron a un ministro de Menem para hablar de la corrupción en términos implicadores: Si dejáramos de robar durante dos años, Argentina sería el país más rico del mundo. Valdría la pena probarlo, dos años no es tiempo, una vez superada la sorpresa de que un ministro se implique en las violaciones del séptimo, creo, mandamiento.
Causas más profundas vienen de desequilibrios estructurales de la economía argentina y de la perpetua, in crescendo, casi dramática ya fuga de capitales. La falta de solidaridad del capitalismo nacional viene de antiguo y se ha visto complicada con la entrada de lobbies vinculados al narcotráfico que han actuado como termitas en las estructuras de poder de buena parte de la América latina democrática. En otro tiempo se podía haber acusado a los sindicatos, al gremialismo todavía entintado de peronismo, de actuar como instrumentos desestabilizadores de la economía. El exterminio durante el proceso, es decir, la dictadura de Videla y compañía, de los cuadros sindicales más políticos, más propensos a una intervención de los trabajadores para modificar el Estado, ha acentuado la indefinición de los todavía poderosos sindicatos.
Si De la Rúa sacó a Menem de su arresto domiciliario para pasearse junto a él ante las cámaras de televisión, fue para convocar desesperadamente un consenso social provisional, avalado por lo que quede del menemismo en el sindicalismo argentino. Es difícil de medir hasta qué punto el menemismo es una pesadilla que para algunos todavía parece un sueño o un angustiado referente para una clase trabajadora que se ha quedado sin pautas, de nuevo lanzada hacia los límites de la pobreza. Buenos Aires tiene dos manifestaciones fijas cada semana: la de las Madres de Plaza de Mayo que reclaman todavía toda la verdad sobre lo ocurrido a sus hijos y la de los jubilados que protestan por sus pensiones de hambre. En una y otra manifestación se puede escuchar el discurso dialéctico de los oprimidos contra los opresores, como si asistiéramos a dos representaciones de Brecht en escenarios y ante espectadores impasibles, tan atentos a las tragedias distanciadoras como a las comedias de presidentes restaurados por el colágeno, encumbrados sobre una ciudadanía a la que se le prohíbe retirar de los bancos, de su propios ahorros, lo necesario para vivir.
Porque tal vez el drama que se representa, una vez más, es el de la impotencia de la razón de la mayoría contra la lógica de la situación controlada por la oligarquía y en último extremo por los de a caballo, es decir, por un ejército que se ha apoderado del Estado cada vez que esa oligarquía ha perdido las riendas. Las medidas globalizantes del Fondo Monetario Internacional no han hecho otra cosa que acentuar la pauperización de un país potencialmente rico, realmente pobre. Pero no en cultura porque cuenta con las capas medias más cultas de América Latina ycon los psicoanalistas mejor preparados para estudiar el síndrome de la autodestrucción inculcada aunque sea como consuelo.

 

Por Atilio A. Boron.
Requiem para el neoliberalismo

El final sangriento y bochornoso del gobierno de Fernando de la Rúa tiene un significado que lo trasciende ampliamente. Su violento desalojo de la Casa Rosada simboliza con elocuencia el fin del ciclo marcado por la hegemonía del neoliberalismo en la vida pública argentina. Esta prolongada etapa se extendió por algo más de un cuarto de siglo, desde las postrimerías del gobierno de Isabel Perón hasta nuestros días. El principal ideólogo del proyecto que hiciera posible el ascenso del capital especulativo al puesto de comando de la economía fue el “superministro” de la dictadura militar, José A. Martínez de Hoz; su tenaz continuador a lo largo de casi dos décadas –y bajo tres distintos gobiernos– fue Domingo Cavallo.
La abrupta clausura de este ciclo deja un saldo inolvidable: estancamiento y recesión económicas apenas interrumpidas por breves períodos de artificial dinamismo; aumento fenomenal de la deuda pública; creciente vulnerabilidad externa; crecimiento exponencial de la pobreza, el desempleo y la desigualdad social; crisis de las economías regionales; destrucción del tejido social y auge sin par de la delincuencia y la inseguridad ciudadanas, todo ello asentado sobre una feroz ofensiva en contra del Estado democrático y el espacio público que dejaron a la sociedad a merced de los impulsos antropofágicos de los amos del mercado. Tal como se señaló en innumerables oportunidades, esta fórmula no sólo era incapaz de producir crecimiento económico y bienestar social sino que, además, corroía hasta sus cimientos los fundamentos mismos de la convivencia civilizada y la vida democrática. El gobierno nacional, fiel a su excluyente obsesión por “llevar tranquilidad a los mercados” no percibió que la sociedad estaba marcando cada vez con más fuerza los límites de esta política. Envió un primer mensaje en las elecciones del 14 de octubre, y fue desoída. Varios paros nacionales corrieron la misma suerte, al igual que las reiteradas protestas de los piqueteros. La consulta popular del FRENAPO, donde casi tres millones de personas votaron por un programa económico alternativo, también fue ignorada. Pero los saqueos populares y la gigantesca movilización del jueves a la madrugada le dieron el golpe de gracia, poniendo fin a una época y abriendo las puertas a otra, de naturaleza incierta pero que, en cualquier caso, nunca habrá de ser igual a la precedente.
¿Será un ejercicio prematuro decretar las exequias del neoliberalismo? No parece, habida cuenta de los cambios muy significativos ocurridos en la escena política. No se trata tan sólo de constatar la dolorosa agonía del bipartidismo peronista-radical, responsable principal de la decadencia argentina; ni mucho menos del desprestigio incurable del Congreso nacional. No, los cambios ocurrieron de manera traumática en la conciencia social y de ellos se desprenden dos consecuencias de gran importancia. En primer lugar, la sensación de que en el momento en que la sociedad civil se moviliza adquiere una irresistible “potencia constituyente” capaz de hacer saltar por los aires a cualquier gobierno con mucha más contundencia que el más rotundo resultado electoral. Segundo, la convicción de que se acabó la impunidad para los gobernantes. Si con el juicio a las juntas militares aquélla quedó clausurada para las fuerzas armadas, con el juicio sumario emergente de las movilizaciones populares la época en que los contratos electorales se rompían burlonamente y sin costo ante una ciudadanía desmovilizada y apática ha quedado en el pasado. Antes se podía prometer el salariazo y aplicar la receta del Consenso de Washington, u ofrecer un cambio de rumbo en relación a la política económica del menemismo para luego incurrir en el más obsceno “ultramenemismo”. La defraudación post-electoral casi no tenía costos para el gobernante. Después de lo acontecido en estos días una nueva estafa como ésas puede originar un brote de indignación popular que no se detenga respetuoso antelas puertas de la Casa Rosada o las residencias de los ministros, sino que alimente el deseo de dar un castigo ejemplar a los responsables de la nueva frustración. Y si ése llegara a ser el caso no alcanzarían todos los batallones policiales para contener a una ciudadanía empujada por la desesperación a resolver por medio de la acción directa lo que las instituciones son incapaces de procesar. En síntesis, más vale que los sucesores del fracasado proyecto aliancista vayan poniendo las barbas en remojo si es que tienen la malhadada idea de convocar a algún talibán del mercado, de esos que abundan en el CEMA o en FIEL, a resolver la crisis económica de la Argentina. En tal caso, les convendría recordar la forma en que, bajo circunstancias similares, se produjo la “salida” del gobierno de Mussolini o Ceacescu.

 

Por Tomas Abraham.
El golpe popular

Los asaltos a los supermercados, o los llamados saqueos, son intervenciones programadas a las que se suman espontáneamente cientos o miles de pobres, desocupados y jóvenes desclasados. Son menores los casos en los que se agrega gente de clase media y punteros políticos que cargan productos domésticos de más valor, como los televisores que llevan en sus coches. El desencadenamiento del asalto es realizado por grupos marginales con un cierto número de individuos armados que están al servicio de un caudillo. Estos jefes de tropa están instalados hace muchos años en el partido peronista o en ciertos sindicatos y a veces coinciden con la barra brava de algún club de fútbol.
Una vez iniciado el movimiento es casi imposible controlarlo.
Hay provincias en las que los empleados públicos no cobran hace meses. Parte de la cólera popular se debe a esta situación de vaciamiento de las cajas provinciales. En varias provincias el dinero ha sido sustituido por bonos cuya conversión en dinero legítimo es imposible y cuya circulación está sometida a especulaciones que bajan su valor. Varios de estos mandatarios provinciales que han sido responsables de este vaciamiento forman parte del nuevo elenco político que gobernará a la Argentina. Fernando de la Rúa se fue sin pena ni gloria, sin gloria seguro. No pudo mantener siquiera el mínimo decoro que exigía su investidura. Es grave para la Argentina que los presidentes elegidos según la ley salgan por la puerta trasera y en helicóptero. Ni el partido oficial ni la oposición asumieron sus responsabilidades constitucionales. De la Rúa debió ser destituido por ineficiencia en sus funciones a través de un juicio político. Se podía hacer en horas. Pero nadie quiere pagar el mínimo costo político. El Congreso no quiere destituir constitucionalmente a un presidente, prefiere echarlo.
Claro que se puede vender el aviso publicitario que lo echó el pueblo. No hay pueblo en la Argentina; hay gente con hambre, grupos armados, bandas de choque y una clase media con un sector castigado en sus bolsillos y otro gozando de privilegios fiscales y monetarios que cubre su vergüenza manifestándose en hipócrita rebeldía y aplaudiendo siempre lo peor.
¿El futuro? En lo económico es probable que se devalúe el peso y se termine así con el régimen de convertibilidad. Habrá inflación. Los ahorros contabilizados en dólares que están depositados en los bancos perderán gran parte de su valor. Se entrará en default.
Es probable también que una vez que se tomen estas medidas haya situaciones de caos y desfinanciación por lo que luego se dolarizará. Resulta difícil imaginar que en Argentina se tenga la fuerza política y la honestidad para sobrevivir a una puja con los acreedores externos e internos y frente al poder financiero.
Políticamente es posible que lo que hasta ahora se llama justa rebelión del pueblo, coraje de la gente, cacerolazo bendito, etcétera, de ahora en más se llamará acción de bandas subversivas, o grupos disolventes de extrema izquierda. El peronismo en el poder sabe manejar mejor los resortes de la protesta y también conoce cómo implementar con mayor crueldad los de la represión.

 

Por Guillermo Saccomanno.
Lola

En un mes voy a ser abuelo. Que mi hija y su compañero decidieran llamar Lola a la nena por nacer me gusta. Es un lindo nombre Lola. Alude a cierto ritmo musical, a una heroína del cine y también a cuando se arma una. Ni mi hija ni su compañero pensaron en Lola como diminutivo de Dolores, no. Es otra cuestión. Nada de dolores. Alegría pura. Y esperanza.
En estos días de insurgencia, mientras espero el nacimiento de mi nieta, la dictadura financiera causó veinticinco muertes. Este es el país en que nací, en donde tuve hijas y voy a ser abuelo. Y también el país en el que, hasta hace poco, me preguntaba, con amargura, cuál era el sentido de traer más vidas. Quiero apartar deliberadamente cualquier noción de sentimentalismo de esta reflexión. La insurgencia popular que estalló en estos días me enfrentó con mi historia. Me acordé del bombardeo de la Plaza de Mayo en el 55. Me acordé del 66, cuando a los dieciséis empezaba a trabajar, y vi los tanques en la Plaza. Me acordé también de la Plaza en el 73, cuando una primavera revolucionaria prometía una sociedad más justa. Me acordé de la Plaza de la traición, poco después, cuando un líder popular expulsó a la militancia que por él había dado la vida. Me acordé de la Plaza del 82: esa manifestación de repudio a la dictadura, y después, casi de inmediato, la Plaza de Malvinas. También me acordé de la Plaza del 83. Y de, otra vez, la Plaza traicionada del “la casa está en orden”. Me refiero a esa Plaza que es, por derecho conquistado, la Plaza de las Madres. El jueves estuve otra vez en la Plaza. Y me acuerdo.
Insisto: quiero apartar el sentimentalismo de esta reflexión. Noches atrás, quizá como muchos argentinos, me preguntaba el sentido de traer vidas ya no a este mundo, sino a este país. Apostar a una vida es apostar a un porvenir. ¿Qué es lo por venir en un país donde los hijos no tienen garantizados ni siquiera los mínimos derechos humanos de trabajo, salud, educación y vivienda?
Los poderosos de turno, que no son otros que los de siempre, apuestan a una administración futura de lo que robaron. Con seguridad, se preocupan por la herencia porque no tienen para dejarles a sus hijos otra cosa que el botín. El estanciero que les cede a los hijos su tierra, el empresario que les entrega a sus hijos su fortuna, el político que le concede a su progenie los beneficios de la impunidad, vienen a confirmar la injusticia de la herencia. Si a algo apostó mi generación fue a un cuestionamiento de estos privilegios. En la Plaza de estos días, si hubo lola, fue porque hubo un pueblo harto (el término hartazgo fue repetido una y otra vez en estos días) que abandonó su rutina de queja y la cambió por la protesta para rebelarse contra un sistema que no resiste más. Las caretas se van cayendo. Y si no se caen por su peso, son arrancadas.
Cuando en los 70 yo era padre por primera vez, apostaba por una sociedad más justa. Creo que mi hija y su compañero también coinciden en esta apuesta. No es la apuesta de los hijos del poder (sabemos sus fiestas, vemos sus fotos, conocemos sus andanzas). Todos ellos, llámense como se llamen, están salpicados por la sangre de las víctimas. Pongan el apellido que quieran. Tomen o no conciencia, ninguno de los hijos del poder, aun cuando puedan arrepentirse de sus padres, redimirá las veinticinco muertes de los últimos días. Nada, ningún gesto, les devolverá la vida a los que murieron. Los hijos del poder están condenados, de por vida, a arrastrar esa culpa. Aclaro: no pienso esto en términos de revancha. Las vidas no son intercambiables.
Los hijos del pobrerío, en cambio, como herencia tienen asignado morir de injusticia y represión. No me canso de decirlo: hay que unir la historia privada con la pública. A los poderosos, últimamente, no les bastaba con llenar sus arcas. Además, tenían que exhibirse. Su riqueza ysu patetismo, sus sanitarios y sus hijos. La exhibición legitimaba su poder. Ahora los pobres vienen a legitimar el suyo. Es el poder de los humillados y ofendidos. Y vienen a probar que le perdieron el miedo a la muerte. Quizá porque se cansaron de vivir bajo su amenaza. De aquí en más, los poderosos tendrán el destino de vergüenza que siempre merecieron: esconderse. En la Plaza de estos días, los pibes que le ponían el pecho descubierto a la represión no enfrentaban sólo los caballos policiales. Enfrentaban un sistema, su oprobio, sus mecanismos de control social, su lenguaje. Mentiría si digo que esta Plaza del 20 de diciembre no me devolvió a los momentos más optimistas de mi historia.
Mi padre, que supo ser sindicalista y murió enfermo y en la pobreza, me dejó una lección. Que el pueblo es santo aun en sus errores. Que su cólera, cuando revienta, es siempre justa. Y que en su avance, cuando gana la calle, es imparable. No tengo otra reflexión en estos días. Tampoco otra herencia para Lola.

 

Por Osvaldo Bayer, Desde Bonn.
Ya vuelven los chupópteros

Mi intención era escribir acerca de un tema que trata del triunfo de la verdad y solidaridad. Un hecho verdaderamente bello. La Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores inauguró su hotel en pleno centro de Buenos Aires y le puso el nombre de “Facón Grande”. El nombre de ese criollo, José Font, digno hasta los tuétanos, que encabezó –hace ochenta años– la gran huelga de los peones patagónicos, y fue fusilado en forma vil y cobarde por el teniente coronel Varela, en la campaña represiva ordenada por el gobierno radical. El nombre del gaucho de los desiertos patagónicos, mártir en la lucha por la dignidad, entra así por primera vez en las calles de Buenos Aires. El ejemplo del coraje para la solidaridad. Allí está, ahora, su estampa, en la calle Reconquista, después de décadas y décadas de haber sido olvidado por la historia oficial.
También me hubiera gustado describir en la nota de hoy el trabajo optimista y digno del personal del hipermercado rosarino Tigre quienes, ante el abandono de la empresa por parte de la irresponsable patronal, se han puesto a crear una cooperativa, un supermercado comunitario, donde el trabajo mutuo y solidario pueda demostrar cuánto valor se crea cuando el ser humano abre su mano para el trabajo en beneficio de todos y no del egoísmo personal, cuando se cree en las fuerzas propias y no en los viajes a Washington del gran mentiroso Domingo Cavallo, o en los patacones de Carlos Ruckauf o en los discursillos con música de la marcha de San Lorenzo del insignificante Fernando De la Rúa.
Pero el avión que me trajo a Alemania me alejó de la Argentina cuando se estaba todavía en la vigilia de los grandes hechos. Y fue en la televisión de aquí que experimenté aquello tan esperado del espontaneísmo de las masas –que cuando lo sostuve produjo la sonrisa superior de más de un comentarista políticamente correcto–; sí, el pueblo estaba en la calle después de haber agotado su paciencia y de sentirse humillado hasta el hartazgo.
Otro gobierno radical que caía. La historia se repite con ellos. Todos salieron disparando. El país humillado. Los radicales le volvieron a meter bala, cosa que ya aprendieron en la Semana Trágica. Ahí están los cuerpos del pueblo, calientes aún. Y ese muerto en las escaleras del Congreso, desangrado. Todo un símbolo.
Los “representantes” del pueblo metieron violín en bolsa. Con muertos en la calle. El presidente no se suicidó frente a su escritorio y su banda presidencial. No, se rajó. Costumbre de la Unión Cívica Radical, muerta para siempre.
Pero ahora queda el otro populismo. Ya comienzan las sombras inmediatamente después del sol y su claridad conquistada por el pueblo en la calle. El otro populismo con el chupóptero insaciable que se chupó todas las riquezas, todo el petróleo, todas las armas, toda la moral. Ahí está, presidiendo el otro populismo y ya ha tendido sus tentáculos. Nuestro futuro es el chupóptero o los nombres que esperan en un ansia indescriptible: Ruckauf, Duhalde y todos los otros gobernadores que esperan en segunda andana, o por ahí algún Yoma surgido de improviso de la mesa de póker riojano.
Ya basta de populismos. Para que la Argentina llegue alguna vez a ser una democracia tienen que desaparecer los populismos para siempre. Porque si no el país terminará en una cañonera paraguaya o matando hormigas en la isla Martín García.
Vergüenza de ser siempre defraudados. La misma profunda vergüenza y asco que sentimos los argentinos ante las pantallas europeas viendo las escenas de cobardía extremas de la represión policial argentina en las calles y las plazas del país. Todos vieron cómo eran golpeadas las Madres de Plaza de Mayo. Esta vez los verdugos ejecutores fueron el huido De la Rúa, elministro Mestre y el obediente lugarteniente Mathov. Más todos los jefes de policía y sus bandas de comisarios. Esa policía que al igual que la gendarmería se ha convertido únicamente en represora del pueblo. Son cuerpos represivos contra el pueblo que no se esconde ni se pone de rodillas. Ante las cámaras de la televisión extranjera quedaron registrados tal cual como fueron durante la dictadura: cobardes asesinos de los mejores que derrumbaron las podridas empalizadas donde se escondían los ladrones internacionales del despreciable agente financiero Domingo Cavallo.
Los cuerpos represivos de este diciembre glorioso mostraron la cara que tuvieron durante la dictadura y que les fue protegida por el doble juego cínico de la obediencia debida y el punto final de los Alfonsín, los Menem, los De la Rúa, los Duhalde y Rückauf y también Reutemann, con sus jefes policiales perfilados en el crimen y la desaparición de los años del oprobio. En este diciembre de gloria salieron a demostrar con sus sucios uniformes su crueldad y su mentalidad asesina. Las escenas fueron increíbles: Milicos de a caballo con látigos rodeando y castigando con saña degenerada a mujeres y jóvenes. ¡Qué bestias! y esos son los que custodian la seguridad de la sociedad argentina como con voz de suboficial alcahuete nos endilgaba el excelentísimo payaso triste de la Nación. Hay una escena que define hasta en sus últimos detalles la esencia inmoral y perversa de los policías argentinos: un joven corre con una tira de asado que ha quitado de algún supermercado, un policía lo atrapa lo castiga con ferocidad con su palo en el rostro, le quita la tira de asado y se la lleva al transporte policial que lo ha traído. Hoy, en el patio de la comisaría, la policía hará su asadito para cambiar la acostumbrada pizza con muzza doble...
Si nos creemos democráticos y tenemos fe que los días de diciembre fueron el principio de una nación en serio, debemos hacer desaparecer también toda la maraña de las mafias familiares y de intereses en el populismo que resta y que va a tratar ahora de tomar todos los timones. Para eso, las agrupaciones que con su presencia y su actitud fueron capaces de lograr esta quiebra de una política de cada vez más hambre, desocupación y miseria, tienen que seguir sintiéndose protagonistas en la vida del país, seguir en asamblea permanente y dar todo el poder a las asambleas, cuyos delegados llevarán y traerán los conceptos y las ideas de los otros grupos del pueblo. Los trabajadores, por su parte deberán movilizarse para terminar con el humillante poder de los gordos en la central obrera, quienes han terminado por tiempo indefinido con todo atisbo de democracia en la todavía inmensa columna de los hombres de trabajo. No nos demos vacaciones esperando los resultados de los asimilados al chupóptero y de otros que dominan los comités. No son ellos los demócratas, no son ellos los que nos tienen que decir cómo debemos comportarnos en nuestras vidas y en la protección de nuestras familias. Y no dejar de vigilar el fascismo que se viene, con sus Seineldín, Rico, Patti, Bussi, a quienes abrieron su camino precisamente los conciliábulos y las posibles tajadas electorales de los partidos populistas reinantes.
El sábado pasado entregamos los diplomas a los multiplicadores de la materia de Derechos Humanos en Rosario. Un acto lleno de fuerza y de bondad. Sé que en las últimas jornadas algunos de ellos fueron baleados cobardemente por la policía de Reutemann, marcada por el símbolo de la dictadura de la desaparición. Mi homenaje a esos hombres y mujeres que llevan en su alma la bondad de los discípulos de los grandes pensadores de un verdadero encuentro entre los seres humanos, alejado de egoísmos y de avidez.
Nada se va a arreglar con el hombre elegido por el Senado. No dejemos que vuelvan los chupópteros conocidos de antes ni sus conocidos seguidores de comité. En las rutas, en las universidades, en los organismos dederechos humanos, en los sindicatos sin gordos, en los comités de huelga, hay suficiente fuerza como para ir formando un país como aquel que soñaron Moreno y Castelli en la Primera Junta, Agustín Tosco en las largas marchas, Rodolfo Walsh en sus sueños y los monseñores De Nevares y Angelelli en los humildes patios de sus parroquias.

 

Por Eva Giberti.
Un pueblo en la calle

Las puteadas fueron el punto de anclaje para cada una de las columnas y para cada agrupamiento callejero. Los insultos en alarido apenas lograban ocultar las voces desafiantes que exigían renuncias para un aquí y ahora sin futuro previsible.
Una población que inauguraba su propio estilo recurrió al tránsito nómade para rescatar la palabra olvidada y decadente: la gente se nombró pueblo otra vez. Sin pancartas ni estribillos partidistas, solo las manos aplaudiendo o repicando metales, alumbraron el amanecer de este pueblo sin revolución y sin proyecto.
Hija de la nueva frustración, quienes habían sido gente en las colas frente a los bancos, después de la intervención televisada de quien era el presidente, se convirtieron en un pueblo aferrado al alivio que reunirse y caminar proporcionan.
El espacio físico de la esfera pública acogió a las columnas que abrieron el espacio para la actuación colectiva y empujó hacia la deliberación impensada a los miembros del Gobierno. Este espacio público fue transitado por quienes abandonaron el anonimato y se movilizaron para sustituir a aquellos que habían elegido como representantes.
La esfera política, la de los partidos políticos, encogida y sedentaria en los ámbitos legislativos, se agrandó y se sostuvo en la energía que surgió de la improvisación ciudadana. Retrocedieron respecto de lo que habían firmado, se arrepintieron de sus complacencias y “guarnecidos por las columnas que los insultan” pronuncian el lenguaje con que la República los asiste. Entonces, Asamblea Legislativa. Nos preguntamos, si, como quiere Arendt, ahora que los problemas sociales han adquirido relevancia pública, se transformarán en problemas políticos. Porque de la selección que esos representantes hagan de tales problemas sociales, y del espacio que dejen abierto o cerrado para el ejercicio del gobierno que deba ocuparse de ellos, dependerá la salida o la encerrona.
Quienes salieron a ocupar la noche liberaron la antigua tensión psíquica que los asfixiaba y crecieron escuchándose gritar “el pueblo unido jamás será vencido”. Eso mismo era lo que vociferábamos durante la dictadura defendiéndonos de los mismos gases, de la misma policía. Después vinieron los días de la esperanza. Que es la más revolucionaria de las virtudes.
Y entonces se trastrocó la concepción de ciudadanía, engolosinada la población con la idea de democracia.
Se priorizó la ciudadanía según la concepción liberal que remite a una posición social pasiva que privilegia la defensa de los propios derechos sin asumir responsabilidad por las otras actividades de cada persona. Y se opone a la idea aristotélica que la define como un cargo y una responsabilidad. Es una concepción que desconoce la perspectiva republicana de la ciudadanía como un bien en permanente expansión, capaz de cuestionar, revisar y modificar las prácticas políticas y sociales de quienes disponen del poder de gobierno. La ciudadanía se define por su capacidad de presión y por su responsabilidad social, comunitariamente enlazada. De donde es posible pensar en la autonomía colectiva capaz de construir el sentido de su poder.
Hacia ese proyecto podría dirigirse la pueblada actual si tuviese proyecto.
Si ese proyecto pudiera construirse a la vera de las cacerolas momentáneamente silenciosas y en las deliberaciones de las asambleas barriales que en la madrugada nos convidaban a abandonar la curiosidad y a opinar. ¿Podremos?
Hubo un tiempo durante el cual creímos que podríamos. Cuando otros fogones y quienes éramos jóvenes en la década del 70 también transitábamos la noche porteña reclamando otro país. Repitiendo la escena, los jóvenes trasnochados que días atrás cantaban y dibujaban carteles en la avenida frente a la quinta presidencial, nos explicaban que era imprescindible modificar el modelo económico y cambiar el gobierno que lo sostenía. Mudos y memoriosos, quienes caminábamos la madrugada recordando los ‘70, temblamos. Era posible que el gobierno cayera, pero la autonomía colectiva aún no construyó su poder.Entonces, el aparato político capaz de vandalizar la resistencia civil podría ganar la calle para distorsionar el modelo creado por la ciudadanía espontánea y esperanzada.
Así ocurrió. El aparato político que impulsa la saña policial mostró su eficacia. Y una nueva aunque histórica tensión impregnó el coraje del que fue un pueblo en la calle: persiste, inmune a las puteadas, el poder que es alianza entre políticos sombríos y la maldición policial.

 

Por Noe Jitrik.
No fue un episodio más

En verdad no puedo sentirme contento por los episodios que han tenido lugar en la Argentina en estos días y menos aún por lo que se avecina. Es cierto que, si De la Rúa tuvo que resignar un lugar que debería haber defendido, también lo es que con ese acto culmina un proceso complicado y tortuoso que me parece que no supo ver ni estimar ni calibrar; por esa carencia tampoco pudo actuar, era impensable que pudiera tomar decisiones cuando no parece que íntimamente imaginara que las imposibilidades podían revertirse de alguna manera: careció de una filosofía y sustituyó esa carencia con la ilusión de un poder que se bastaría a sí mismo pero que no se bastó porque hay muchos otros elementos que lo configuran.
También es cierto que si, cuando se va, deja tras de sí unos cuantos muertos en la plaza, es posible que se sienta desconcertado, no es eso lo que hubiera querido, pero el lugar en el que él mismo se situó no podía sino conducirlo a esa triste ecuación: irse sin poder asistir al velorio. Concluye, pues, un episodio lamentable, marcado por la inoperancia, el equívoco, la falta de audacia, el empobrecimiento, la aquiescencia con la corrupción de la familia política, la mansedumbre ante los más groseros reclamos de los dueños del dinero, la admiración por los vendedores de baratijas como Cavallo, con su secuela de frustración y de tristeza.
Pero no es lo único que ocurrió: ocurrió que al parecer caducaron viejas estructuras mentales pero no se vislumbran las que las puedan superar. Eso hará que, pese a que muchos dicen que las manifestaciones indicaron ante todo un odio total y perfecto al sistema político, pronto habrá elecciones y algunos se preparan ya para enfrentarlas y buscar el voto de los que odian ese sistema con tanta fuerza como para jugarse la vida, como en efecto ocurrió.
Ciertos políticos, los barones peronistas, que esperaban que todo esto sucediera, aunque están preparándose para destrozarse mantienen un discurso que minuto a minuto tiende a hacer creer que lo que sucedió fue un mero episodio más, lamentable desde luego pero olvidable. No lo es: el ataque a los chinos, por ejemplo, implica el fin de un país para el cual la inmigración era la gran promesa; la galería de delincuentes que emergió de las sombras afecta la imagen que los argentinos tienen, publicitariamente, de sí mismos; el asalto a los comercios, por más que se justifique por el hambre no puede sino haber lastimado la dignidad de los que se vieron forzados a ello; el adelgazamiento del pensamiento y el triunfo del lugar común hacen pensar que la pobreza que nos espera no es sólo económica: a un porvenir de encono y de miseria se le añadirá un tedio homogéneo y compacto del que vaya uno a saber cómo nos vamos a redimir.

 

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