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INGENIERO BUDGE, A UNA SEMANA DE LA VIOLENCIA
La vida después del saqueo

Cara a cara, los saqueados siguen viviendo con los que les vaciaron los negocios. Hay confrontaciones entre algunos que defendieron a tiros su propiedad y los que recibieron la bala.

Algunos negocios ya abrieron, pero los de artículos deportivos fueron totalmente vaciados.

Por Marta Dillon

Lentamente, salpicada por la cicatriz de algunas cortinas metálicas unidas con alambres, la geografía del Gran Buenos Aires recupera su aspecto de antes de la furia que empezó con los saqueos. Cuesta reconocer en la acumulación de caireles de cotillón la misma esquina en la que hace una semana un grupo de vecinos hacía guardia, sobando dudosos bultos en la cintura con los que, decían, iban a disparar sobre saqueadores desbocados. La mercadería que entonces había migrado en manos de sus propietarios, desde los humildes salones de venta hacia los dormitorios ubicados arriba o al fondo de los negocios, ahora se volcó a la calle. Pero la exhibición no alcanza como cebo. A una semana de los saqueos, en Ingeniero Budge, un recorte posible para poner una lupa sobre el conurbano, nadie vende y nadie compra.
Circulan, en lugar de dinero o valores, versiones más o menos unificadas de lo que sucedió ese miércoles en que los mismos vecinos que antes negociaban irrisorios préstamos personales en los comercios de la avenida Recondo, los arrasaron con la prepotencia que da ser mayoría. Ahora, para todos, es necesario acomodar el relato y seguir mirándose a la cara, para poder vender el pan, para intentar que alguien se lleve un regalo de sólo dos pesos. Entonces se coincide en que sí, que los vecinos de cien metros a la redonda del pequeño centro comercial participaron de los saqueos; pero los cabecillas, los que en lugar de comida decidieron apropiarse de lo que había en las casas de deporte, venían de afuera. Organizados por alguien “de arriba” empujaron a los conocidos, pero éstos se llevaron sólo lo necesario, lo que necesitaban consumir y ya no podían comprar. Hasta ahí es posible digerir el saqueo.
“Creo que a mi negocio lo respetaron porque sabían que no había mucho de valor, prefirieron los supermercados más grandes o la mueblería. Además nosotros estuvimos todo el tiempo adentro, preparados. Fue algo bastante feo lo que pasó. Y ahora no es mejor”. Carlos y Mary decidieron el domingo 23 abrir su negocio de Todo x 1,99, a metros de cuatro locales arrasados. Primero hicieron una prueba, levantaron la cortina metálica por la mañana y esperaron. Había terminado ya el pánico de los rumores cruzados que auguraban hordas decididas a llevarse también lo que había en las casas particulares. “Después de las primeras noches supimos que eran mentiras, no se sentían movimientos raros”.
Lo raro fue encontrarse cara a cara con los que habían visto cruzar la avenida cargados de mercadería apropiada. “Venían y preguntaban si también me habían saqueado, me decían qué barbaridad lo que pasó. ¡Si yo los vi, estábamos acá mismo! ¿Con qué cara tengo que mirarlos?”. El de Carlos es un dilema moral que se resuelve por necesidad. “Si vienen a comprar me tengo que callar la boca, aunque les vea puestas las zapatillas que se llevaron de la esquina. Por suerte a mí no me sacaron nada”. Lo más fácil parece ser restringir el juicio al metro cuadrado sobre el que Carlos está parado. Tal vez por eso en estos días se comunicó sólo con quien tiene la vidriera pegada a la suya. “Hubiera sido lindo que nos pusiéramos todos de acuerdo, pero no era fácil porque también decían que venía gente de plata del barrio a saquear. Por pura maldad”. Entonces la solidaridad se restringe al de al lado y a la remisería de enfrente, abierta 24 horas y comprometida a avisar ante cualquier movimiento extraño. “Acá cada uno cuida lo suyo”.
“El que me abrió la persiana es un vecino de acá nomás. Hasta escuché a la gente que le decía que no, que el panadero es una buena persona. Pero para mí había una orden, de no sé quién, que decía que había que entrar, que había que entrar. ¿Qué hice? Compré 200 pesos de balas y me vine con mis nietos y mis hijos. Eramos siete contra dos mil personas, no los pudimos parar”. Salvador Carregado era el propietario de una panadería y de una de las dos casas de deportes que fueron completamente saqueadas en la avenida Recondo. La semana pasada contaba las pérdidas detrás de unareja cerrada con cadenas y candados. En Navidad levantó las persianas de la panadería, no podía perderse la posibilidad de vender. Era un hombre querido en el barrio, que se cuidaba de sacar a la noche lo que había sobrado para que lo recogiera el que necesitara. Era el que otorgaba crédito para comprar zapatillas con la única presentación del DNI.
Ahora, en su misma manzana, le dicen “panadero asesino”. Algunas de esas balas compradas de apuro hicieron blanco entre la muchedumbre que iba y venía vaciando su depósito. “Ayer vino una mujer a preguntarme por qué le había disparado en la pierna a su hijo. Y yo le pregunté qué hacía su hijo dentro de mi negocio. Otra se vino a quejar porque le habían allanado la casa y ella no tenía nada que ver, que a ella le habían dado un par de zapatillas nada más ¿qué pensó? ¿que eran de regalo?”. Las dos mujeres son clientas de La Poro, nombre de la panadería y apodo de su señora. El tiene una sola explicación para lo que sucedió: “Fue un ataque contra la clase media”. Ese es su lugar de pertenencia, aunque en su barrio los que “pertenecen” son cada vez menos. Y según su proyección el número seguirá menguando, “fijate que ahora que me quedé sin la casa de deportes me sobran empleados. Por ahora los estoy aguantando, pero no creo que dure”.
En una misma cuadra, en cualquier manzana de Ingeniero Budge, allí donde se agrupan los comercios, se mezclan frentes que auguran viviendas confortables, pequeños pasillos que desembocan en una acumulación de cartones que forman dormitorios, casillas en las que nunca se terminó de poner los vidrios o el reboque. La diversidad se disuelve frente a la acumulación de basura en las esquinas y en todas las caras se paraliza el gesto de horror cuando llega la noticia de que acaba de morir una mujer, la dueña de un locutorio. Hay una discreta corrida hacia esa esquina más cerca de puente La Noria, la mayoría se tapa la boca en señal de desesperación, pero no hay curiosidad por el cuerpo volcado sobre el auto que le quisieron robar, que todavía sangra por la herida que abrió un disparo. No hay curiosidad porque tampoco hay sorpresa.
“Es una organización. Cada región del país tiene su cabecilla que responde a los de arriba, no se van a hacer ver. ¿Vos creés que va a venir un político a saquear? Lo hacen ellos, pero mandan a otros”. El joven, uno de los cuatro hijos de la familia que vive de lo que da la joyería que todos atienden, junta las yemas de sus dedos para graficar lo que se podría traducir como una organización piramidal. Que tiene que ver con la política, pero no es una organización política. Esas dos palabras van por separado, tal vez una sirva a la otra, pero parece una utilidad efímera. “Todos sabemos que se actuó así, la semana pasada a lo mejor decíamos otra cosa, pero ahora sabemos. A mí que cambie el gobierno no me importa porque es todo lo mismo. Pero a lo mejor ya está más tranquilo porque era lo querían ¿no? Y después no les importa nada, porque vamos a decir la verdad, la gente sigue estando necesitada”.
En este barrio no hubo cacerolazo y a nadie parece importarle demasiado lo que sucede más allá de las fronteras sinuosas del territorio que se puede recorrer a pie. “Nosotros abrimos el lunes pasado, por la Navidad. Se venden algunas cosas baratas, nada de oro. Igual no queremos vender mucho porque ahora la misma medallita que salía 30 pesos te la voy a tener que cobrar 60, si no cuando tenga que reponer me fundo. Todo lo que tengo es importado y no sé qué va a pasar con el dólar. Eso es lo único que me tiene preocupado porque yo nunca hablo con los vecinos. Por acá lo mejor es no meterse con nadie”.

 

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