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La
historia a medida
Por
Pablo Capanna
Apenas
unos quince años después de la muerte de Napoleón,
un profesor francés lo homenajeó con algo así como
un chiste alemán. Oculto tras el seudónimo Jean Baptiste
Perès, denunció que el emperador era un mito y no sólo
encontró editor para su libro sino que dio bastante que hablar.
En esos años la historia de las religiones era un campo relativamente
nuevo, y la tendencia que estaba en boga era el reduccionismo naturalista.
Se decía que todas las religiones, incluyendo mitos, dogmas y rituales,
no eran otra cosa que una explicación poética de la naturaleza,
sobre todo de los ciclos astronómicos. Lo cual no dejaba de ser
verdad en ciertos casos, pero difícilmente aplicable a las religiones
históricas.
Para los reduccionistas, los fundadores de religiones jamás habían
existido. Eran apenas personificaciones del Sol, la Luna, el rayo o el
viento. Personajes como Buda, Confucio, Zaratustra, Moisés y Cristo
eran sólo mitos solares. Los eruditos hacían malabarismos
con las etimologías para ajustar sus vidas al ciclo de las estaciones
y a la marcha del Zodíaco.
Probablemente harto de pedanterías, Perès escribió
un librito que llevaba por título Napoleón jamás
existió, o El gran error, fuente de innumerables errores en la
historia del siglo XIX. Corría 1835, y no hacía demasiado
tiempo que Bonaparte había muerto, pero Perès demostraba
con toda seriedad que había sido un personaje fabuloso. Napoleón
era apenas otro dios solar, como Apolo. ¿Acaso no había
ahogado la Revolución, del mismo modo que Apolo había vencido
a la serpiente Pitón?
Para Perès, las pruebas sobraban. El emperador corso tuvo cuatro
hermanos (las cuatro estaciones), por su vida pasaron dos mujeres (la
Tierra y la Luna), tuvo un solo hijo (igual que Osiris) y doce generales
(los signos del Zodíaco). Como el Sol, Napoleón inició
su marcha en el Oriente (Egipto) pero fue a morir al Occidente (Santa
Elena) tras haber intentado alejarse del Ecuador para sufrir su mayor
derrota en los campos helados de Rusia.
En 1835, todavía vivía mucha gente que había conocido
a Napoleón o tenía recuerdos de esos años. Por toda
Europa había huellas de las guerras napoleónicas. Sin embargo,
argumentaba Perès, si el corso (que ya se estaba convirtiendo en
leyenda) hubiera vivido tres mil años antes y sólo contáramos
con versiones literarias de su vida, los eruditos ya se hubieran puesto
a explicar su carrera en términos astrales o meteorológicos.
Por supuesto, nadie llegó a dudar de la existencia de Napoleón.
La argumentación de Perès era impecable y se ajustaba perfectamente
al paradigma del momento, pero tenía un inconveniente: no se ajustaba
a los hechos. Pero lo que no sospechó Perès fue que en el
siglo XX, a pesar de todos los avances metodológicos, se construirían
seudohistorias arbitrarias para usarlas como soporte de una identidad
étnica o un interés político. En ciertos casos, esas
seudohistorias se transferirían a los planes de estudio destinados
a ciertas minorías, erigiendo el multiculturalismo en criterio
de verdad.
Todo
empezó en Africa
Cuando la egiptóloga Mary Lefkovitz se hizo cargo en 1993
de una cátedra en Howard (Washington) se sorprendió de que
toda la comunidad universitaria estuviera obsesionada por Egipto. Los
estudiantes, negros en su mayoría, usaban ropas y collares egipcios,
sabían de memoria el Libro de los Muertos y teatralizaban historias
de faraones. Más sorprendidaquedó cuando comenzaron a preguntarle
cómo hacían los egipcios para controlar la electricidad
o cuándo habían colonizado Europa. Un día le explicaron
que la pintura egipcia de un pájaro representaba un avanzado planeador.
La egiptóloga acababa de tropezar con el afrocentrismo, un movimiento
ideológico nacido entre ciertos grupos afronorteamericanos de Estados
Unidos que también comienza a proyectarse en Europa, de la mano
de las migraciones.
El nacionalismo negro fue creado en los años veinte por el jamaiquino
Marcus Garvey. El discutido líder separatista enseñaba que
bastaría con inculcar sentimientos de superioridad en los jóvenes
negros para que aprendieran a sentirse ganadores.
Con el tiempo, algunos intelectuales afros no se conformaron con reivindicar
la negritud. Se lanzaron a reconstruir la historia universal con criterios
africanistas y crearon una seudohistoria que hoy tiene sus
profesores y sus cátedras. Los ciudadanos negros de Milwaukee,
por ejemplo, pueden educarse en escuelas de inmersión afrocéntrica
llamadas M. Luther King o Malcolm X. En Atlanta, Washington D.C. y Detroit
no sólo aprenderán a rescatar sus raíces. Les enseñarán
que toda la civilización occidental ha sido robada a los africanos,
que Sócrates y Cleopatra eran negros y que Aristóteles era
un plagiario. En ciertos casos les hablarán de la superioridad
de la gente del Sol sobre la gente del hielo o
les hablarán del melanismo, un nuevo racismo que -.a
falta de Atlántida-. pone el origen de la raza negra en el continente
perdido de Mu.
Naturalmente éste es el resultado de siglos de colonialismo, esclavitud,
segregación y discriminación, que terminan por engendrar
estas reacciones. Pero no por eso deja de estar llena de disparates.
Mentiras
piadosas
Los principios afrocéntricos pueden encontrarse en las obras
de profesores universitarios norteamericanos como George M. James, Martin
Bernal (Atena negra, 1987), Molefi Asante, Leonard Jeffries, Yosef A.
A. ben Jochannan o del senegalés Cheikh Anta Diop (Civilización
o barbarie, 1981). Todos convergen en tres tesis:
-Egipto fue la mayor civilización de la Antigüedad; de allí
los griegos tomaron toda su cultura.
-Los egipcios eran negros.
-Existió una enorme conspiración para mantener ocultos estos
hechos.
Lo primero que llama la atención es que los afronorteamericanos
hayan elegido Egipto como cuna de sus ancestros. Si realmente hubiesen
querido estar orgullosos de sus orígenes, hubieran podido exaltar
las civilizaciones del Africa Negra como Nubia, Axum, Mali, Ife, Benin
y Zimbabwe, de algunas de las cuales quizá vinieran sus antepasados.
De hecho, al empeñarse en ser egipcios parecen sucumbir al prejuicio
eurocéntrico. En lugar de reivindicar sus culturas africanas, se
apropian de figuras como Cleopatra, cuya popularidad se debe ante todo
a Hollywood. Recordemos que también abundan las personas que dicen
ser la reencarnación de Cleopatra, pero muy pocas de Nefertiti.
La situación no es nueva; en tiempos de Filón, los judíos
alejandrinos aseguraban que Platón había estudiado con Moisés.
Pero entonces la historia todavía no aspiraba a ser una ciencia
rigurosa.
Para los afrocéntricos, todas las grandes figuras romanas nacidas
en Africa, como San Agustín o el poeta Terencio, fueron negros.
Lo mismo dicen del estratega cartaginés Aníbal, que como
buen fenicio era de origen cananeo. Pero también se asegura que
el ateniense Sócrates, a quien sus vecinos comparaban con un sileno
(fauno) debía ser negro, porque lo mismo decían de los etíopes...
Entre los más pintorescos aspirantes a la negritud se encuentra
Cleopatra VII, aquella que hizo célebre Liz Taylor. Obsérvese
que, por corrección política, en las versiones cinematográficas
más recientes Cleopatra aparece cada vez más tostada. Cleopatra
no era egipcia, como no lo eran los Tolomeos, venidos de los Balcanes.
Lo único dudoso en su genealogía es la pigmentación
de su abuela paterna, la amante de Tolomeo IX. Pero con eso les basta
a los afrocentristas para afirmar que la más famosa de las Cleopatras
era negra.
Los
morenos del Nilo
¿De qué color eran los antiguos egipcios? No se trata
de una cuestión metafísica, porque nos han dejado abundantes
pinturas y esculturas. Por supuesto, ni siquiera Neustadt los hubiera
hecho rubios y de ojos celestes, y quizás en Alabama no los hubiesen
dejado entrar a un restaurante. Los afrocéntricos más moderados,
como el senegalés Diop, los encuadran en la raza hamítica,
una categoría del siglo XIX hoy caída en desuso, como el
mismo concepto de "raza".
Sabemos que los egipcios se veían a sí mismos como más
claros que los nubios y más oscuros que los libios. De hecho, hubo
faraones venidos de Nubia, es decir, negros. Al parecer los egipcios no
discriminaban demasiado y deben haber practicado un activo mestizaje.
En cuanto a los egipcios modernos, se molestaron cuando Hollywood eligió
a un actor negro para interpretar a Anwar el Sadat.
El
botín de Aristóteles
Según otro dogma afrocéntrico, los griegos nunca tuvieron
talento para la ciencia, la filosofía y el arte. El culto de Sócrates,
Platón y Aristóteles fue una suerte de operación
de prensa que dominó las políticas educativas de los
últimos 2500 años. En realidad, todo el saber que se atribuye
a los griegos fue robado a Egipto, es decir a los africanos.
Así lo enseñó George G. M. James en su libro La herencia
robada (1954), una de las Biblias afrocentristas. Para James, la historia
que nos enseñaron ha sido deformada para ocultar estas verdades,
pero ahora ha llegado la hora del revisionismo.
Según James, los griegos perdieron las guerras contra los persas,
pero nos hicieron creer lo contrario. La filosofía griega es un
plagio del Libro de los Muertos egipcio. El cual, como sabemos, no era
un libro de filosofía sino una serie de prescripciones rituales.
Aristóteles, que desde el Renacimiento había dejado de recibir
insultos, ha vuelto a ser el malo de la película. James dice que
él saqueó los textos africanos (egipcios) que estaban en
la Biblioteca de Alejandría para copiar todas sus ideas. Luego
otros griegos destruyeron la Biblioteca para no dejar huellas.
El disparate es total, si se considera que Aristóteles murió
en 322, unos años antes de que se fundara la Biblioteca; es imposible
que visitara algo que aún no existía. Sin embargo, cuando
Mary Lefkovitz se lo hizo notar a Ben Jochannan en una conferencia de
1996, los estudiantes la acusaron de racista y la obligaron
a callarse.
Por otra parte, en la destrucción de la biblioteca colaboraron
César, Aureliano, Teodosio y el califa Omar, a quien la tradición
cargó con todas las culpas. De hecho, ningún griego.Desde
esta lectura conspirativa de la historia también se ha puesto en
circulación la leyenda de que la nariz de la Esfinge fue mandada
mutilar por Napoleón para ocultar sus rasgos negroides, que aparentemente
no habían molestado a nadie hasta entonces.
Esto lo denunció ante millones de personas Louis Farrakhan, el
líder de los Musulmanes Negros, el mismo que asegura haberse entrevistado
varias veces con Malcolm X, que estaría vivo en una nave espacial
orbitando la Tierra. Su grupo, La Nación del Islam, también
editó el libro de Tony Martin Las relaciones secretas entre negros
y judíos, donde acusa a los judíos de haber
manejado el tráfico de esclavos entre Africa y América.
Un cuadro alarmante porque recuerda a las especulaciones de los ariosofistas
y racistas vieneses de principios de siglo.
Por si a alguien le interesa, la nariz de la Esfinge fue mutilada en el
año 1378 por el fanático sufí Mohammed Saim
al-Dahr, un hombre del Islam.
Los
egipcios, un mito griego
Se podría decir que el mito de la superioridad egipcia fue
construido por los griegos, especialmente Heródoto y Platón.
La influencia de la cultura egipcia sobre los griegos es algo ampliamente
reconocido, y abarca desde la escultura primitiva y las columnas dóricas
hasta la trigonometría de Pitágoras y Tales de Mileto. Los
griegos del período clásico alababan a sus maestros los
egipcios, sin sospechar que algún día serían acusados
de robarles.
Las fantasías en torno a la sabiduría egipcia renacieron
durante el Imperio Romano, cuando se escribieron los libros apócrifos
de Hermes Trismegisto.
Otro hito importante para la mitificación moderna de Egipto y las
pirámides fue una novela histórica del siglo XVIII. En 1732
el abate Terrasson, un profesor de griego, escribió la novela Sethos,
donde atribuía a los egipcios una sabiduría secreta llamada
Sistema de los Misterios. En su época, todavía no se habían
descifrado los jeroglíficos, y Terrasson hacía uso de su
imaginación; pero, como suele ocurrir, hubo mucha gente que se
lo tomó en serio. El Sistema de los Misterios, tal como él
lo había imaginado, fue incorporado al ritual masónico y
pasó tal cual a La flauta mágica de Mozart.
Lo que había hecho Terrasson era volver a mitificar a los egipcios,
continuando la obra de griegos y romanos. Pero lo que no imaginó
es que ese mito sería usado en el siglo XX con fines ideológicos.
En cierto modo, algo tienen de razón los afrocéntricos:
todos somos de origen africano. Por lo que sabemos hasta hoy, todos derivamos
de aquellos australopitécidos de Etiopía o Tanzania que
vivían en Africa hace dos millones de años, pero es probable
que entonces todos tuvieran la misma pigmentación.
Deconstruyendo
el mito
Una de las escasas voces que han intentado sacar al afrocentrismo
de su contexto político para juzgarlo como dislate histórico
ha sido la de Mary Lefkowitz, autora del libro Not Out of Africa (1996),
subtitulado Cómo el afrocentrismo llegó a ser la excusa
para enseñar mitos en lugar de historia.
La egiptóloga asegura que hubiera deseado no tener que escribir
cosas como éstas, pero sigue pensando que las universidades
no deberían contratar geógrafos que enseñaran que
la Tierra es plana.
Sin embargo, su voz ha quedado casi aislada en el mundo académico.
En privado todos admiten que la seudohistoria afrocéntrica es un
delirio sin fundamentos, pero temen ser confundidos con los racistas blancos.
Por supuesto, éstos son los frutos del racismo blanco y de las
nuevas formas seudocientíficas de discriminación hacia los
negros que recientemente han vuelto a aparecer en Estados Unidos. Pero
el producto es un disparate. Además, como señalan algunas
voces académicas, es hipócritamente tolerado en nombre del
multiculturalismo por una clase gobernante más bien racista, para
darles a los negros una educación deficiente y mantenerlos alejados
del poder de decisión.
Los negros terminan siendo, pues, las primeras víctimas del afrocentrismo
y reciben una educación que las universidades no darían
jamás a los estudiantes blancos. Recordemos que en Un mundo feliz
de Huxley, los Alfas, Betas y Gammas eran felices porque se les hacía
creer que cada grupo era superior al resto.
La víctima más importante además de la lucha
contra el racismo resulta ser la verdad histórica, que naufraga
en un mar de relativismo, el mismo en que nadan otros revisionismos caprichosos
como el de los creacionistas o los negadores del Holocausto. Con tal variedad
de propuestas, un hipotético niño norteamericano que cambiara
varias veces de domicilio y de escuela podría llegar a tener ideas
algo confusas sobre Cleopatra: ¿negra, lesbiana, nacida en la Atlántida,
en Mu o extraterrestre?
Admitimos que el saber histórico se construye, pero como en cualquier
otra ciencia, la evidencia fáctica es la que tiene la última
palabra. Pero así como existen seudociencias casi inocuas que sólo
seducen a pequeños grupos, una historia escrita a la medida de
los intereses políticos puede llegar a tener un alcance tan imprevisible
como indeseable.

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