Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH LAS/12
secciones

La lucha por la vida

Por Pablo Capanna

¿Qué hace usted el fin de semana? ¿Lo pasa en el Club House o tomando sol en la cubierta del velero? ¿Le pide los clasificados al vecino para salir el lunes a buscar trabajo? ¿Mira el reality show “La Jaula de las Locas”? ¿No será uno de esos que todavía leen libros?
Parece que Darwin era uno de esos. No sé si el 3 de octubre de 1838 caía en sábado, pero Darwin estaba ocioso, a punto de comprometerse con Emma y quizás pensando en comprarse la quinta de Down House. Podía estar acordándose de los indios fueguinos o de esas “catorce revoluciones en doce meses que tuvieron en Buenos Aires”. El hecho es que “buscando distracción” se leyó de un tirón el Ensayo sobre la población de Malthus.
La ciencia le debe mucho a tan extraño gusto en materia de entretenimiento, escribió sir Julian Huxley, porque en ese libro Darwin encontró el principio de la selección natural que venía intuyendo desde que conociera a los pinzones de las islas Galápagos. El resto, es historia.
Pero en el Ensayo había un pasaje donde Malthus contaba la triste vida del hombre primitivo, acosado por el hambre, y lo describía como “una lucha feroz por la existencia, un combate desesperado a vida o muerte”.
Esa misma expresión (struggle for life) la venía usando un ingeniero-filósofo llamado Herbert Spencer, que defendía una moral utilitarista. Spencer trataba de demostrar que los pobres y los pueblos atrasados se lo tenían merecido. También abogaba por la disolución del Estado, para liberar la competitividad individual.
Darwin hizo suya la expresión de Spencer, aunque con una prudencia que sus divulgadores olvidarían pronto.
En efecto, el capítulo III de El origen de las especies llevaba por título “La lucha por la existencia”, pero había todo un párrafo dedicado a explicar que el término se usaba en sentido amplio y “sólo por conveniencia”. Añadía Darwin que es posible hablar de lucha entre dos perros que se disputan un hueso, pero también cuando hablamos de una planta que se adapta para luchar contra la sequía. Este último sentido era el que prefería.
En lugar de pensar en una competencia despiadada de todos contra todos o en una glorificación de la guerra, como otros pronto entenderían la “lucha por la vida”, en las conclusiones de El origen del hombre Darwin ponía junto a la inteligencia el desarrollo del sentido moral y del “instinto social” como condiciones necesarias para explicar el fenómeno humano.

La “superioridad natural”
Abusando de Darwin, el llamado “darwinismo social” que acuñó Spencer, creció como ideología justificadora del colonialismo. Esos “primitivos” que habían horrorizado a Darwin en Tierra del Fuego y que Fitz Roy no había logrado “civilizar” en Inglaterra fueron considerados –amparándose en la ciencia– como eslabones entre el mono y el hombre.
La paleontología estaba en pañales, se conocían muy pocos fósiles y la tendencia a considerar a los “nativos” como “razas” inferiores parecía hecha a medida para los colonialistas. También eran tiempos de capitalismo salvaje y la revolución industrial veía brotar y desaparecer las empresas al compás del mercado: la selección natural darwiniana parecía la fórmula destinada a justificarlo todo.
Pronto Gobineau y los darwinistas sociales alemanes como Krause, Ammon, Wilser y Woltmann avanzaron en la dirección racista. El gran zoólogo Ernst Haeckel fue el principal divulgador del “darwinismo social” e introdujo elracismo “científico” entre los propios pueblos de Europa. Desde su Liga Monista, predicaba contra la mezcla de razas, que llevan a su “degeneración”.
Por cierto, estas teorías zoológicas no fueron la única fuente del nazismo, que se nutrió de un espeso clima cultural bastante cargado de violencia. Entre los ideólogos surgidos después de la primera posguerra mundial se destacó Oswald Spengler, cuyo best seller La decadencia de Occidente, enormemente sobrevaluado en su tiempo, profetizaba un siglo de grandes catástrofes.
Spengler también escribió el ensayo El hombre y la técnica, que se publicó el mismo año en que Hitler llegaba al poder. Para él, Spencer era un optimista burgués que se había quedado corto. El hombre era un “animal de rapiña”, y en eso radicaba su superioridad sobre los “herbívoros”, categoría en la cual parecía incluir a las “razas inferiores”.
Spengler estaba en las antípodas de lo que hoy llamaríamos ecologismo. Para él, el animal de rapiña es la forma suprema de la vida y el mundo entero es su presa. No ha existido evolución alguna; los amos naturales han nacido por mutación, y en cualquier reunión plebeya uno se puede tropezar con hombres de Neanderthal. Occidente había cometido el “error” de entregar su técnica superior a los “hombres de color” y ahora languidecía, falto de caudillos.
Lamentablemente, lo que vino después también es historia.

Los hijos de Caín
El descubrimiento de los Australopitécidos y del Homo habilis en la cuenca del Olduvai data de los años ‘30, pero llegó a conocimiento de la opinión pública mucho más tarde. En esta ocasión, se quiso volver a poner sobre el tapete el estereotipo de un hombre primitivo signado por la violencia. Aunque, por suerte, esta vez la polémica no salió de las librerías.
La historia se inició con un artículo de 1953, escrito por el paleoantropólogo australiano Raymond Dart, sobre “la transición predatoria entre el mono y el hombre”. Dart reanudó la polémica al sostener que la violencia era la fuerza que había dado origen a la humanidad. Sostenía que era incorrecto afirmar que el hombre había creado las armas; en realidad, las armas eran las que habían creado al hombre.
Para Dart, en el Africa arcaica había existido una raza de simios cazadores, carnívoros y caníbales que se habían impuesto gracias a sus armas. La tesis era tan atrevida que el editor de la revista de Miami que dio a conocer el artículo se apresuró a aclarar para sus racistas lectores que sólo se refería a los ancestros de negros y bosquimanos...
No era la primera vez que Dart se apresuraba. Al encontrar huesos ennegrecidos en la cueva de Makapausgat (Sudáfrica) presumió que algunos pre–homínidos conocían el fuego y les puso el nombre de Australopithecus Prometheus. Más tarde, esa evidencia fue descartada por otros estudiosos y hubo que ir a buscar el origen del fuego a otra parte.
Dart también había encontrado junto al Australopithecus Africanus algunos cráneos rotos de mandriles, aparentemente aplastados a golpes con un húmero de antílope. La primera herramienta no había sido un martillo sino una porra. Esa sería el arma que por esos años enarbolaron esos primitivos del filme 2001: Odisea del espacio, que han quedado hoy tan obsoletos como la computadora HAL, Panam y la URSS.
Dart hubiera permanecido en las sombras académicas si no hubiese encontrado su divulgador en el periodista Robert Ardrey, que con todo eso fabricó un best seller, Los hijos de Caín (1963).
Ardrey no sólo daba por hecho que todos los australopitécidos y habilis habían sido pendencieros. Apoyaba la tesis con argumentos sobre el instinto territorial en las aves y anunciaba haber descubierto que elnacionalismo y la guerra estaban en la naturaleza humana, constituían tendencias más fuertes incluso que el instinto sexual.
Por esos años, en su novela La rebelión de Atlas (1957) la escritora Ayn Rand acababa de fundar un movimiento que resucitaba el darwinismo social de Spencer. Proponía la exclusión de los ineficientes y hacía del egoísmo la mayor virtud social.
Se acercaban los ‘70 y hasta en textos de autores más profesionales se deslizaban expresiones aventuradas. En La economía de la naturaleza y la evolución del sexo, de M. Ghiselin (1974), se decía que “toda la economía de la naturaleza es competitiva. El individuo puede tener conductas altruistas, pero en cuanto tiene la oportunidad de actuar por su propio interés, nada le impedirá someter, lastimar o matar a sus hermanos, padres, hijos o parejas. Basta rascar la piel de un altruista –añadía– para encontrar un hipócrita”.
En las décadas siguientes vinieron las polémicas suscitadas en torno de la sociobiología de Wilson, que también planteaba un paradigma antagónico, y los libros de Dawkins, que reducían las conductas aparentemente solidarias a un mero refuerzo del objetivo único de la vida: la perpetuación del “gen egoísta”. La única cooperación evolutivamente eficaz era la que se daba en el seno de los grupos unidos por lazos de sangre, y su fin era preservar el paquete genético. Pero eso sólo nos permitía explicar el odio tribal.
Entonces vinieron la globalización, la exclusión y conflictos étnicos como los que ensangrentaron a los Balcanes.

El príncipe anarquista
Desde sus orígenes, el darwinismo social fue cuestionado desde la izquierda, pero quien emprendió su crítica con criterio científico fue el pensador ruso Pyotr Alekseievich Kropotkin (1842–1921). Kropotkin había renunciado a su título de príncipe para hacerse teórico del anarquismo y había pasado cuarenta años preso o exiliado, para regresar a Rusia después de 1917 y decepcionarse con el autoritarismo bolchevique.
Admirado por Romain Rolland y Oscar Wilde, y más conocido como escritor que como activista, antes de su conversión a la causa libertaria Kropotkin ya contaba con una brillante trayectoria como naturalista y geógrafo. Había dirigido varias expediciones a Siberia, realizando valiosos aportes.
Kropotkin se opuso al darwinismo social desde que en 1888 leyó un texto donde T.H. Huxley, amigo de Spencer y Darwin, lo defendía. En los años que siguieron, publicó ocho artículos destinados a refutarlo, que tomaron forma de libro bajo el título de La Ayuda Mutua como factor en la evolución (1902).
En lugar de plantear la simple supervivencia del más apto en una lucha generalizada, Kropotkin suministraba las evidencias disponibles en la biología de entonces para destacar el rol positivo de la asociación y la cooperación como factores de importancia en la evolución biológica. Los completaba con una reseña del principio asociativo a través de la historia.
Cincuenta años después, el gran antropólogo Ashley Montagu fue el último que intentaría rescatar y actualizar sus ideas, reivindicando aquella crítica de un darwinismo social que cada tanto parece renacer.

Cazadores y guerreros
En la visión popular, el hombre primitivo aparece siempre como un carnívoro cazador y nómade, o formando parte de esa “horda primitiva” que la imaginación del siglo XIX pintó con truculencia. Esta imagen resulta bastante discutible a la luz de lo que hoy sabemos del Paleolítico, explica el paleoantropólogo Richard Rudgley en Los pasos lejanos (1999). Incluso el nomadismo no parece ser un fenómeno universal, porque era comúnque los cazadores tuvieran asentamientos que utilizaban como base de operaciones.
Sabemos que nuestros más antiguos ancestros como “Lucy” eran frugívoros; solían alimentarse de fruta. Estimaciones recientes sobre la dieta del Paleolítico reducen la caza a apenas un 20 por ciento de la dieta primitiva; el resto era recolección de vegetales, huevos, hongos, mariscos y recursos similares.
Por otra parte, hoy se considera que la visión que tenemos de la tecnología arcaica también está distorsionada por el hecho de que se han conservado las herramientas y armas de piedra, mientras desaparecían las que estaban hechas de materiales perecederos como el cuero, el mimbre o la madera. Junto a los raspadores y puntas de flecha, herramientas masculinas para la caza, existieron útiles femeninos para obtener, cocinar y almacenar alimentos. Entre los aborígenes australianos, la lanza (arma masculina) se consideraba tan importante como el bastón de cavar (utensilio femenino), usado para extraer raíces y tubérculos.
Todo esto parece reforzar la idea de una división y complementación de tareas y permite redimensionar la importancia relativa que atribuimos a cazadores y guerreros.

¿Es natural la cooperación?
La visión socialdarwiniana de la sociedad como un mercado abierto de individuos donde triunfa el más competitivo parece no tener en cuenta un hecho básico; la prioridad del grupo sobre el individuo. El individuo autónomo parecería ser una creación histórica muy posterior y tardó mucho en ser valorado, por lo menos en Occidente.
De hecho, las necesidades básicas de un organismo tan endeble como el humano en sus inicios sólo podían satisfacerse en la familia nuclear, que luego se iría ampliando. Allá por el siglo XVIII, el filósofo político Giambattista Vico decía que antes que aparecieran los reinos y los estados ya existían las familias y las tribus.
Se diría que en el grupo existe una suerte de bio–altruismo que tiende a la supervivencia colectiva. Ya está presente en los simios, y podríamos expresarlo en la fórmula “si me rascas la espalda, luego te la rascaré yo”. Podemos interpretar esta conducta como una forma de egoísmo utilitarista, como quiere Dawkins o, por el contrario, hacer de ella la raíz de la solidaridad social, pero se trata de un hecho básico.
La teoría de juegos plantea el llamado “dilema del prisionero”, que resulta aplicable en política, economía y otras situaciones de interacción social. Se trata de imaginar dos cómplices que están detenidos en celdas separadas. Si uno traiciona al otro, su condena se reducirá, a menos que su cómplice también lo haya traicionado, en cuyo caso aumenta. Si ninguno de los dos vende al otro, afrontarán una sentencia mayor, pero más corta que si hubieran sido traicionados. Como estrategia general, el esquema demuestra que la cooperación es el camino más eficaz.
En un libro reciente, La evolución y la psicología de la conducta altruista de E. Sober y David Sloane Wilson (1998), se elabora un complejo modelo matemático acerca de las ventajas y desventajas de la conducta altruista. Las conclusiones son que si bien el altruismo no es adaptativo para la selección individual (no ayuda a imponerse al individuo), sí lo es para la selección natural del grupo. Un equipo es más eficiente que un grupo de brillantes individualistas. Además, si la selección grupal es lo suficientemente fuerte, con ella se abre la posibilidad de que el individuo pueda diferenciarse dentro del grupo.
Del mismo modo, las sociedades civilizadas históricas se impusieron sobre otros grupos precisamente por su capacidad de cooperar en otra escala, aunque se tratara de una cooperación impuesta. Los argumentos biológicos a favor de la cooperación son hoy más sólidos que en tiempos de Kropotkin. Si consideramos que hasta los organoides celulares pudieron haber sido en algún momento organismos independientes que se integraron para formar estructuras complejas, se verá que la lucha hobbesiana de todos contra todos es una ideología anacrónica. Usar la “lucha por la vida” para descalificar la solidaridad social con argumentos malthusianos ya no resulta convincente. Más aún cuando observamos que el mercado competitivo parece desembocar en una inédita concentración del poder.
Más que recurrir a la horda de cazadores, los defensores del pensamiento único deberían inventar otro mito, como ser una caverna de la cual cada tanto se expulsa a alguien, arrojándolo a los esmilodontes. El mito ya lo tenemos: es la filosofía del reality show, que parece diseñado para enseñarnos de manera rotunda que todos somos descartables y candidatos a la exclusión. Aunque ahora la selección no tiende a favorecer a los más eficientes sino a los más inescrupulosos y sumisos. Pero de eso no tiene la culpa Darwin.