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El cero y la nada

Por Pablo Capanna

Con excepción de El origen de las especies, los libros que revolucionaron la ciencia y la filosofía nunca fueron best sellers. En cambio lo fueron los de Hubbard, Berlitz y Von Däniken, y también La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Publicado entre 1918 y 1922, tuvo más de diez ediciones sólo en español (la última en 1958) y fue traducido nada menos que por García Morente. Luego, cayó en el olvido. El libro exponía una especie de historia natural de la civilización. Para Spengler, las culturas eran como vegetales, que brotaban, florecían y se secaban según milenarios ciclos estacionales.
Cada cultura tenía un “alma” colectiva, que le permitía acceder a nociones que no se les ocurría pensar a otras, incluyendo cosas tan abstractas como los conceptos matemáticos. Por ejemplo, los griegos no habían podido concebir el número cero porque su “sensualidad” no se lo permitía. Solo el alma de la India había podido llegar a un concepto metafísico como la nada (sunya) y el cero que la simbolizaba. El cero era “la refinada creación de un maravilloso poder de abstracción, porque aunque el alma india lo había concebido como la base de la numeración posicional, era nada más ni nada menos que la clave del sentido de la existencia”.
Una frase impresionante, sin duda. Aunque si de metafísica se trataba Spengler hubiera estado mejor de haberle atribuido el cero a los semitas, que precisamente pensaban la creación del mundo desde la nada. Pero los indios pertenecían a la noble raza aria, y eran los años 20 en Alemania.
Sin embargo, la idea tenía su atractivo, y varias generaciones de estudiantes de filosofía creímos en ella. Lamentablemente, no era cierta. Por lo que hoy sabemos, el cero nació entre los sumerios, simplemente para resolver dificultades de cálculo. Luego se apropiaron de él los griegos de Alejandro Magno, de paso por Babilonia. Los griegos lo llevaron a la India. De allí lo tomaron los árabes, que se lo transmitieron a los mercaderes italianos, y éstos lo difundieron en toda Europa.
Pero su origen no fue filosófico; nació de necesidades prácticas, aunque luego no dejaría de cargarse de filosofía. Así lo cuenta Robert Kaplan en el libro The Nothing that Is, publicado por Oxford en 1999. Un libro que a algunos les resultará más apasionante que cualquier best seller.

Cuestion de lugar
La importancia del cero, como sabemos hasta los ignorantes en matemática, está unida al valor posicional de los números: con muy pocos signos se puede representar prácticamente cualquier cifra. Desde que existe el cero no es necesario dibujar un signo distinto para las centenas, los millares o los millones, y desde que existe la notación exponencial (las famosas potencias de diez) ni siquiera hay que escribir los ceros. Obviamente, antes del cero no había números negativos; ni siquiera decimales.
Descubrirlo costó bastante esfuerzo, pero como la mente humana funciona de manera similar en todas partes, fueron varias las culturas que se asomaron al cero incluso de manera independiente, como ocurrió con los mayas.

La historia empieza en Sumer
Aparentemente, los primeros en descubrir el cero fueron los sumerios, que tenían un sistema de numeración bastante embrollado, o mejor dicho dos. Uno era decimal y el otro, sexagesimal: el mismo que seguimos usando al dividir el día en 24 horas y la hora en 60 minutos.
Contaban desde 1 en forma decimal, pero al llegar al 60, cambiaban al sistema sexagesimal, lo cual complicaba las cuentas. No hay que sorprenderse demasiado, si pensamos que los ingleses hasta 1971 juntaban 12 peniques para hacer un chelín, y 20 peniques para hacer una libra.
El hecho es que en algún momento los sumerios comenzaron a dejar una columna en blanco entre dos grupos de signos cuneiformes, con el valor que hoy le damos al cero. Hasta inventaron un signo para representarlo, pero todavía no lo hicieron redondo: lo dibujaron como dos cuñas.

Aquellos griegos
En tiempos de Homero, los griegos escribían decenas y centenas con las iniciales de su nombre: una eta era hékate (100) una pi era 5 (pénta) y una delta era 10 (déka).
Pero cometieron un error fatal al llegar al siglo de Pericles, cuando comenzaron a usar las 24 letras del alfabeto, añadiéndoles algunos signos ad hoc, para escribir los números. Así, 10 pasó a ser “i”, la décima letra, y 11 se escribía “ia”, la décima más la primera.
Este sistema era bastante incómodo, ya que si bien para diferenciar los números de las letras se les ponía una raya encima, había números que se podían confundir con palabras. Por ejemplo, 318 se escribía “tíe”, que significa “¿por qué?”. Era algo parecido a lo que nos ocurre con las patentes alfanuméricas, que dan lugar a combinaciones como “ajj”, “sex”, “fmi”, “dgi”, “opa” o “uff”, que no siempre le caen bien al dueño del auto.
Para remediarlo, los pitagóricos empezaron a usar puntos, con los cuales formaban figuras, de manera que había números triangulares (el 10), cuadrados (el 9) y pentagonales (el 5). Pero es sabido que los pitagóricos mezclaban geometría, aritmética y física, de manera que el sistema no prosperó. De todos modos, algo parecido sobrevive en los dados.

Mas dificultades
Cualquiera sabe de las dificultades que aparecen cuando se quiere hacer una cuenta cualquiera con números romanos. En su origen, esos números eran apenas dedos estilizados, combinados con algunas letras para las cantidades más grandes.
Desde la época de los griegos, para calcular se usaban contadores como los que todavía se ven en los jardines de infantes. Eran unas cajas divididas en columnas donde se ponían piedritas, no en vano llamadas “cálculos”, como los renales. Cada diez piedras había que pasar a la columna siguiente, como en el ábaco.
El cero, con su forma redonda, apareció y desapareció una y otra vez en distintos contextos. Puede que su origen fuera la letra “o”, como un sello redondo grabado en la arcilla, o esa huella que quedaba tras una sustracción en una caja de arena de esas que usaban para contar los mercaderes orientales.
En Roma todavía no había cero ni un valor posicional, salvo que IV era 4 y VI era 6 según se escribiera el I de un lado o de otro. De manera que 1999 había que escribirlo MCM XC IX, como si fueran varias columnas.
Con el Imperio, los romanos hicieron grandes negocios y comenzaron a manejar cifras millonarias, con lo cual tuvieron que inventar signos para potenciar los que tenían y anotar números mayores.
Pero no todos los aceptaban. Cuando Livia le dejó cincuenta millones de sextercios a Galba, su hijo (el emperador Tiberio) insistió que en lugar de una D enmarcada (50.000.000) había que leer una D con una raya encima(apenas 500.000). Argumentaba que “la cantidad estaba en signos, no en letras”, y la cifra era ambigua. Quizás entonces haya nacido la costumbre de escribir el importe de los cheques en números y letras, aunque por entonces todavía no había cheques.
Las dificultades se hacían insuperables cuando se llegaba a números realmente grandes, y Arquímedes fue uno de los que se tropezaron con ellas. En su famoso Arenario se propuso calcular cuántos granos de arena cabían en el universo. Como el número más grande que usaban los griegos era la miríada (10.000) tuvo que inventar números de distintos órdenes, es decir miríadas de miríadas de miríadas. Llegó hasta los números de tercer orden, que para nosotros serían un 10 a la 24 .
En el Lalitavistara, una vida de Buda escrita siglos más tarde en la India, el joven Gautama ganaba un certamen de inteligencia y sabiduría al ponerle nombre al número más grande, el tallakchama, que era nada menos que 10 a la 53.
De haber existido las potencias de diez (“¿por qué Arquímedes no se dio cuenta?”, clamaba Gauss) lo de Arquímedes y Buda no hubiera llegado a ser una hazaña.

Contrabando nulo
Cuando la expedición de Alejandro Magno conquistó Babilonia en el año 331 a C., los griegos aprendieron a usar el cero, que ya comienza a aparecer en los papiros astronómicos con la figura de un círculo. No sabemos si era la letra omicron o la inicial de oudén (nada), porque también se lo usaba para señalar los grados de un ángulo. Todavía sigue ahí.
En la comitiva de Alejandro no había sólo soldados. Había intelectuales como Pirrón y más de un entendido en matemática y astronomía, que hicieron conocer a los indios la obra de Herón, Pappus y Diofanto.
Con ellos, el cero viajó a la India y allí se quedó por varios siglos. La prueba más antigua de su presencia es una tableta del año 876 donde “270” aparece escrito “27º”.
En la selva Lacandona
Los mayas estaban poseídos por la manía de contar y obsesionados con el tiempo. En su corta historia, que Spengler ni siquiera reconocía, también descubrieron el cero. El hecho es que los mayas contaban no con dos sistemas numéricos sino con seis o siete calendarios distintos. Creían que el mundo había comenzado el 13 de agosto de 3114 a C. de nuestro calendario. Una apreciación menos audaz que la del obispo Ussher, quien estableció en pleno siglo XVII que el comienzo ocurrió el 22 de octubre del 4004 a.C. a las seis de la tarde.
El calendario cósmico de los mayas arrancaba de aquella fecha. Pero también tenían un calendario civil con 360 días y 5 fechas “fantasmas” y un tercer calendario con un año de 260 días. El cuarto era el ciclo diabólico de los Señores de la Noche. Para otras cosas se usaba un calendario lunar, otro con el ciclo sinódico de Venus y hasta uno de Mercurio.
El problema venía con los cruces: cinco años del calendario de Venus eran 8 del civil, y 405 lunaciones eran 46 años del calendario Tzolkin. El peligro era que en cualquiera de esas intersecciones de calendarios se podía acabar el tiempo, de manera que había que exorcizarlas.
Aquí es donde aparece el cero. Los Señores de la Noche eran acaudillados por la Muerte, llamada Cero. Todos los años se organizaba una pelea a muerte entre dos campeones, uno de los cuales hacía de Cero. El Cero siempre tenía que perder. Si no lo hacía lo tiraban por una escalinata, y el mundo seguía andando. En las cronologías, los números se representaban de una manera bastante abstracta, como barras y puntos. Pero el cero era una figura: una caracola, algo como una pelota de rugby; un rostro preocupado que se acariciaba el mentón; un hombre tatuado con la cabeza echada hacia atrás.
Pensándolo bien, uno entiende por qué la civilización maya se extinguió.

Mercaderes y banqueros
Después de prosperar en la India, el cero volvió a aparecer en Bagdad junto con los numerales indios, allá por el año 773. Llevado por los árabes, pasó a Damasco y a Córdoba, y de la España morisca al resto de Europa.
El importador de los numerales, ahora llamados “arábigos”, fue Leonardo de Pisa, un mercader también llamado “Fibonacci” o “filius Bonacci”, que literalmente significa “hijo de un Buen Tipo”. Teniendo en cuenta la cantidad de hijos de mala madre que andan por ahí no dejaba de ser un nombre auspicioso para un benefactor de la humanidad.
No se sabe por qué, a Fibonacci se le ocurrió una serie numérica donde cada dígito es igual a la suma de los dos anteriores: 1,2,3,5,8,13. Después se descubrió que la serie estaba en todas partes, desde las caracolas de los nautilos hasta las hojas y pétalos de la rosa. Es uno de los grandes misterios matemáticos del universo.
En lo demás, Fibonacci fue un tanto desprolijo. Presentó por primera vez los numerales arábigos, pero omitió el cero, y tituló su manual Libro del Abaco, cuando precisamente de acabar con el ábaco se trataba. Pero el cero llegaría pronto.
Ahí fue que entró en la historia el árabe Al Khwarizmi, quien en 825 nos dio el álgebra: Al Gebar se llamaba su tratado. Su nombre se hizo legendario, y aún perdura en nuestros “algoritmos”.
Pronto los números arábigos y los cálculos que con ellos se hacían llegaron a ser conocidos como “algorismos”. Del cero indio (sunya) salieron zefirum, zeviro y zero pero también sifr, cifra, figura circularis, figura privationis, círculo: todas las variantes de “cero” y “cifra”.
El Arte de Numerar, un libro inglés de 1300 aseguraba con toda seriedad que este arte “llamado Algorym, fue creado por un rey de la India llamado Algor”.
En realidad, el sistema arábigo estaba haciendo falta, porque esos eran tiempos muy poco globalizados, y había serios problemas de cálculo. En un libro de texto de 1489 todavía se encontraban problemas como éste: “Un hombre quiere cambiar por libras vienesas treinta peniques de Nuremberg. Como el cambista no conoce la equivalencia, consulta a la Casa de Moneda, donde le informan que 7 de Viena son 9 de Linz, 8 de Linz valen una libra de Passau y 12 de Passau son 13 de Vilshofen, y 15 de Vilshofen son 10 de Regensburg, y 8 de Regensburg son 18 Neumarkt y cinco Neumarkt valen 4 peniques de Nuremberg. ¿Cuántos peniques vieneses le tocarán?” ¡Esas eran escuelas que exigían, no como las de ahora!
Sin embargo, no todos aceptaron las cuentas “por algorismo”, que se consideraban menos confiables que los viejos contadores. En 1299 el gobierno de Florencia puso fuera de ley a los libros contables que contenían “algorismos”, y en Padua se hizo obligatorio que los precios de los libros estuvieran en letras, como garantía de lealtad comercial.
Para el siglo XV, la victoria de los números “arábigos” era total. En un grabado de Gregor Reisch que ilustra la Margarita Philosophica de 1503, aparece la musa Aritmética presenciando un certamen de cálculo entre Boecio y Pitágoras: tienen que multiplicar 1421 x 2. Boecio, a quien para entonces se atribuían los numerales, tiene una hoja llena de cálculos, mientras Pitágoras se afana con un ábaco, sin poderlo alcanzar. La musamira con dulzura a Boecio, quien ya terminó y sonríe con displicencia observando las dificultades de su rival.
El resto, es historia. Después vinieron los números negativos, los logaritmos, Descartes, Fermat, Newton, Euler, etc.
Sin el cero, no existiría la ciencia moderna ni la tecnología. Tampoco hubiéramos tenido ni El Cero y el Infinito de Koestler ni El Ser y la Nada de Sartre. No existiría el nihilismo, de que tanto hablan nuestros filósofos para enmudecer cuando el nihilismo golpea su confortable mundo.
El Pol Pot nunca le hubiera puesto Año Cero a 1975, sin saber que su era no iba a durar mucho y que el “efecto 2000” era un fraude. Los japoneses no nos hubieran enseñado a producir con “cero defectos” y “cero papeles”, no habría guerras con “cero bajas”, ni “crecimiento cero”, ni “tolerancia cero”.
En Argentina, no tendríamos “déficit cero” ni contaríamos con los números negativos para medir el progreso del país. No tendríamos decimales para indicar el porcentaje de inversiones en ciencia y tecnología. Tampoco podríamos representar las permutaciones de nuestra clase dirigente, que suelen terminar en una suma cero. Son todas cosas que nos hacen sentir como un cero a la izquierda, casi como si en competitividad global nos hubiéramos sacado un cero.