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MODA

Lujos de trabajo

La historia de los uniformes tiene de todo: desde dos piezas de tweed, cofias de percal y capas de lana hasta delantales “para mucamas que quieren ser reinas”, pasando por mamelucos con cuello mao y trajes pingüino.

Por Victoria Lescano

Son el toque final en su hogar, no deben faltar para lograr buena presencia”, proclama una gráfica institucional de los ‘50 de la casa Leonor, lo más parecido a un museo de la moda doméstica, sobre los uniformes negros con cofia que usa la doncella de Mirtha Legrand en sus almuerzos, los modelitos de brie o zefire favoritos para desempolvar las mansiones de los clanes Heguy y Blaquier, que en sus vidrieras de Marcelo T. de Alvear y Libertad visten los maniquíes de cera con los peinados más chic de la ciudad.
Fundada en los años ‘30 por la familia López Poy, ahora la tercera generación decidió agregar a los uniformes de gala poplin negro y a los de limpieza estampados vichy o lunares, otros con margaritas, rosas y dibujos búlgaros a la usanza de los trajes de las camareras de los pueblitos de la costa oeste norteamericana.
Desde un loft de Palacio Alcorta, la firma Taminá hace uniformes de alta costura para trabajadoras de la mansión del Hotel Hyatt (evocan el glamour de los años ‘30), atuendos color uva que en el Alvear funcionan como cábala, versiones con cuellos y puños desmontables para el Sheraton y también trajes para las enfermeras del sanatorio Otamendi con la premisa de no tener escotes y facilitar la libertad de movimientos.
Su jefa de diseño, Nathalie Cocias, asegura que la cofia está en extinción y que, por causa de este tocado, presenció varias rebeliones de personal durante pruebas de esos hoteles porteños.
Antes de las versiones modernas de Leonor y la aparición de una marca con el slogan “para mucamas que quieren ser reinas”, que se distribuye en la cadena de supermercados Disco, rica en bordados con manzanas y mariposas, la mercería de Copacabana Santa Clara era el máximo referente de patronas que anhelaban uniformes pop en sus livings y buscaban que los delantales estuvieran a tono con el juego de sillones.
La historia del uniforme femenino tiene como principal generadora de estilo a Florence Nigthingale, fundadora de las hermanas de la caridad, una agrupación de enfermeras que rompió con diferencias religiosas (agrupó a católicas, anglicanas y devotas de santos diferentes), cuya asistencia fue fundamental durante la guerra de Crimea. Exigió al gobierno inglés la confección de trajes de tweed gris, cofias de percal y capa de lana más una banda cruzada con el nombre del hospital. Cartas de la época destacan una rebelión de cofias, y el caso de una enfermera que en medio del trajín dijo: “Madam, de haber sabido que me iba a poner esto en la cabeza, nunca hubiera venido; es que esto no favorece a la forma de mi cara”. Una cláusula del manual de estilo prohibía el uso de flores y cintas de colores, aunque daba el visto bueno para llevar bonete de paja durante el verano. En su best seller Notas sobre enfermería (en 1867 tuve seis ediciones consecutivas en inglés y otras tantas en varios idiomas) hizo severas críticas de los atuendos femeninos de la época: “Cada día es menos práctica y poética, y no se adapta a las necesidades de la vida doméstica, las faldas ampulosas pueden derribar muebles y la crinolina asemejan a sus usuarias a bailarinas de cabaret”. Sobre los zapatos, agregó que “las suelas hacen tanto ruido que pueden provocar en los enfermos efectos adversos y contrarrestar el efecto de las mejores medicinas”.
Aunque muchas voluntarias fueron expulsadas por ebriedad y conducta cuestionada por la jefa, al final de la guerra su número superó el centenar. Las improntas de las chicas Nightingale llegaron también a Estados Unidos, Canadá, Australia, Alemania, la India y asilos de lunáticos de todo el mundo, y las capitas fueron las prendas más copiadas por las posteriores asociaciones de enfermeras.

Niñeras y camareras
De la academia para nodrizas Norlans, situada en el barrio londinense de Notting Hill en 1892, surgieron los dictados de la moda para llevar niños a jugar a Hyde Park o los jardines de Kensington. El atuendo de las nannies incluía vestidos de piqué para la mañana y largas faldas de alpaca para la tarde y cofias, que con el tiempo fueron encargados a medida en la tienda Harrods.
En su célebre Libro para manejar una casa, una edición de fines de 1860, Mrs Isabel Beeton, precursora de un género que continuaron Betty Crocker, Martha Stewart y Doña Petrona, dedicó varias de sus mil páginas a la importancia de las mucamas de salón vestidas con trajes negros y blancos de estilo pingüino.
El estilo se perfeccionó a principios del 1900 con la aparición de una nueva generación de camareras de selectas casas de té que servían earl grey en tiempo record, bautizadas nippies por la velocidad con que atendían a los clientes. En enero de 1925, la fotografía de una chica nippy apareció protagonizando una campaña publicitaria en todos los periódicos ingleses, especificando los ítem de rigor en su atuendo:
“Cofia bien centrada y con monogramas, nada de excesos de maquillaje ni pelos al viento, vestido negro limpio y bien planchado, zapatos bien lustrados, botones cosidos con hilo rojo, dientes cuidados, buena manicura”, que revolucionaron la estética de las mozas, aunque esas pioneras del styling de cadenas de fast food desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial.
El disfraz y el concepto de azafatas se atribuye a una enfermera de San Francisco llamada Miss Church, quien en 1930 formó al grupo de las uniformadas más elegantes con el concepto de “mujeres competentes para repartir aspirinas a los pasajeros nauseabundos”.
“Canas” y “chicas del cielo”
Ella y otras siete colegas fueron contratadas por la Boeing United, y ese nuevo oficio bautizado “chicas del cielo” fue copiado en el ‘35 por la compañía TWA. Los modelitos, al comienzo de estilo masculino y severo, fueron grandes éxitos para la pasarela: en especial cuando para el debut de los vuelos Concorde lucieron diseños de Marc Bohan para Christian Dior, y luego Giorgio Armani vistió a aeromozas de la clase ejecutiva de Alitalia.
También hubo sky girls que debieron lucir los trajes nacionales de su país y, cual Barbies en ediciones para coleccionistas, llevaron bandejas con refrescos adornadas con tartanes, saris y kimonos.
A modo de ejemplos de la fusión entre diseñadores de moda y organismos públicos, en 1967 el jefe de la policía femenina británica encargó al diseñador Norman Hartnell “un uniforme urbano para mujeres muy flacas, normales y muy gordas de entre 19 y 55 años”, que reemplazó la corbata por un moño incorporado a las camisas blancas, o cuando en pleno furor del Swinging London el Ministerio de Salud llamó a un concurso para nuevos uniformes de enfermeras a estudiantes de arte y entre el jurado votaron Mary Quant y Vidal Sasoon.
Según la especialista en historia de los uniformes femeninos Elizabeth Ewing, además de los supergrupos de mucamas enfermeras y azafatas, existe otra categoría bizarra: se trata de mujeres que se travistieron en trajes de guerreros para seguir a sus amantes en las batallas. A la cabeza de esta lista figura Christian Daves o Mother Ross, quien a fines del 1600 fue descubierta luego de ser herida en combate y de inmediato la mandaron a cocinar para la tropa. A su regreso abrió un pub en Dublín, que se volvió célebre y donde ella, apodada “la mujer dragón”, era una atracción turística.
Otra chica de armas tomar fue Hannak Snek o James Gray, quien, luego de ser abandonada por su marido, llena de deudas decidió ganar dinero en un campo de batalla. Sus curvas también fueron descubiertas en la camilla de un hospital: la indemnizaron y con esa cifra montó un número teatral llamado Amazona de la India, con ella con uniforme de batalla y entonando cánticos de marineros. También tuvo su propio museo temático y protagonizó un grabado que fue éxito de ventas para salones de la época.
Otra teórica del área mujeres uniformadas, la autora Suzanne Malard, afirma en su libro Ordenes religiosas que las carmelitas y las benedictinas permanecen fieles al ascetismo y al negro como símbolo de renunciamiento a la sensualidad de sus comienzos, y que los velos derivan de las mujeres de las Cruzadas.
Los elogios a las bondades de invisibilidad de los enteritos de los albañiles de Luis Buñuel quedan obsoletos con los dictados de las nuevas tendencias en ropa de trabajo. Durante el 2000, y a modo de celebración de su 50º aniversario, la firma Ombú lanzó una colección con mamelucos con cuello mao, pantalones con pinzas, jardinero unisex, chaquetas de estilo tecnológico y bermudas.
Un equipo de design encabezado por Cristina Shahinian idea prendas para frigoríficos, otras para soportar temperaturas extremas y trabajar con sustancias químicas en laboratorios. “Los nuevos uniformes de trabajo contemplan acabados que retardan la acción de las llamas, el reemplazo de botones por nuevos avíos que no rayen, y la tendencia refleja las cifras de desocupación, porque cada vez hay menos demanda de parte de los operarios y más de empresas que buscan diferenciarse, porque en la General Motors hasta el presidente usa uniforme con color y rayitas. El uniforme de los ferroviarios americanos, inspirado en lo militar, es el principal referente para nuestra línea de camisas y pantalones de trabajo. No hay nuevos atuendos pensados para la mujer, pareciera que no se sale del cliché de la sátira de las empleadas públicas que hace Antonio Gasalla, con los guardapolvos Grafil en verde agua o fucsia, lo cierto es que las mujeres se resisten a usar el pantalón de trabajo y siempre se quejan más que los hombres.”