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ENTREVISTA

Por la vuelta

En “Tocá para mí” de Rodrigo Fürth reaparece en la pantalla Colomba, una popular locutora de los años ‘50, época en que su fama estaba a la altura de la que tiene hoy Mirtha Legrand. En esta nota recuerda los tiempos del viejo Canal 7, donde las publicidades eran con rima y no se conocía el videotape.

Por María Moreno

Aerolíneas Argentinas, su compañía”, repite hoy Colomba como lo hacía en un estudio de tres por tres, en el viejo Canal 7 y donde para pasar los avisos las locutoras llegaron a usar el mismo vestido. Está sentada en un sillón de un cuarto–museo de la Casa del Teatro, adonde vive desde hace tres años. Su sonrisa es la misma y la explota contra un fondo de fotografías que incluyen a doña Regina Pacini de Alvear envuelta en la muselina de las prima donnas y a Carlos Gardel silbando frente a la jaula de un canario. Tampoco ha cambiado su dicción perfecta, aunque ella la desafíe varias veces a lo largo del reportaje con la invención del verbo interviewar. Esta semana se estrenó la película Tocá para mí de Rodrigo Fürth, donde Colomba desempeña un papel luego de que fuera seleccionada en un casting realizado en la Casa del Teatro. “La película es una road movie –cuenta–, donde un chico que fue adoptado al nacer por un inmigrante italiano recorre el país en busca de su identidad hasta que llega a un pueblo casi fantasma donde cada una de las personas que van apareciendo le cuentan algo de su historia. Y yo soy la que maneja la casa de citas. Con unas extensiones en el pelo, el maquillaje corrido como gente que ha pasado mal la noche, unos batones horrendos. Eso se filmó en La Boca, en un lugar chiquitísimo, pero salió bárbaro. Solíamos caminar por la calle con esa facha por Suárez y Necochea a las nueve y media de la mañana. Se paraba todo el mundo, hasta los colectivos. Ibamos caminando porque justo a una cuadra teníamos el lugar donde se hacía el catering, a la una en punto de la tarde, con una puntualidad lorquiana, cuando ya estábamos famélicos porque empezábamos muy temprano. Me acuerdo que un día había dos chicas en la puerta de una peluquería. Y yo les dije, refiriéndome a mis extensiones: ‘Les estamos haciendo la competencia’. No les gustó un corno, me miraron muy mal. Cuando volvíamos, una de ellas me dice: ‘Usted, ¿qué nos quiso decir?’. Ay, cuando me avivé de lo que ellas habían pensado, bah que eran putas, ¡me reí tanto! Pero lo dije sanamente.”
Colomba nació como Nélida Teresa Colomba en Córdoba, en el barrio inglés adonde vivían los ferroviarios. “Mi papá era jefe de la sección tornería, así que adoro los fierros y el olor a grasa. Cuando paso por un taller, entro para recuperar los olores de mi niñez.” Fascinada por actrices de comedia como Paulina Singerman y Olinda Bozán, se animó a hacer algunos avisos para LB 3 de Córdoba. Hasta que le tocó uno en que tenía que decir “Zapaterías Zamudio” y descubrió que era seseosa. “Me corregí leyendo en voz alta. Lo que hacía Demóstenes lo hacía yo, sólo que lo único que no hice fue ponerme las piedras debajo de la lengua.”

Una rima que vende
Carlos Ulanovsky recuerda a Colomba en 1952, en una escena donde ella hacía de extra y debía intercambiar con Esteban Serrador una flor y un habano. También, mientras Colomba trabajaba como auxiliar de Aerolíneas, se decidió a través de un casting que ella representara la cara de la empresa. “Nosotros los locutores fuimos los primeros que le hablamos al público de frente, mientras que los actores nunca lo miraba a los ojos.” El boom de la locutora fue en 1956 junto a otros que la locutora nombra como si formaran parte de un aviso: Guillermo Brizuela Méndez, AdolfoSalinas, Rodolfo Aguirre Mencía, Nelly Prince, Pinky, Gloria Leylan, Laura Escalada, Rosita Gorbato...
“Me acuerdo que tenía que hacer un aviso de hamburguesas, donde tenía que decir ‘Punto y Coma’. Y yo a las hamburguesas no las pruebo. Decía: ‘Puuuuuunto...’. La cámara venía hasta acá, yo hacía el ademán de comer y las trescientas personas que había en el estudio decían: ‘¡Coma! ¡Coma!’. Y no había quien me hiciera llevar una hamburguesa a la boca. Tampoco uso jeans, porque no me gusta que me estandaricen. Que me pongan el sellito. Ni ando con remeras con frases de publicidad porque eso es utilizarlo a uno y encima de llevarlas puestas, las compramos. No me gusta sentirme rebaño.”
–Usted era tan famosa como ahora lo es Mirtha Legrand.
–La diferencia es que no puede decirse que yo sea una entusiasta trabajadora. Porque Mirtha ha peleado contra viento y marea. Cuando no la dejaban trabajar acá, se iba a Rosario o salía en cable y ésa es una buena manera de mantenerse. Y además, a esta altura de la vida, si yo tuviera lo que tiene Mirtha y su edad, me tomo un año sabático. Agarro un barco carguero que pare quince días en cada puerto y demore seis meses en dar la vuelta al mundo. No quiero ser la más rica del cementerio.
–Se suponía que la rima facilitaba que la gente recordara el producto.
–Por eso estaba eso de “Casa Muñoz, donde un peso vale dos”, que le costó un buen juicio a Muñoz porque era mentira. O “Usted camina, camina y al final compra en Sadima”, que lo hacía Nelly Trenti. Era una vida muy familiar la que hacíamos en el viejo Canal 7. Había un solo baño para las locutoras y un solo baño para los locutores. Una señora –Doña Rosa creo que se llamaba– nos cuidaba la ropa y le pagábamos por mes. Ella había puesto un cartel pegado en el espejo con todos nuestros nombres y cuando le pagábamos, ponía al lado una P. Y nosotros solíamos agregar un sobrenombre al lado del nombre. Un mes yo elegía, como sobrenombres, nombres de hortalizas, por ejemplo, otro de frutas y otro de flores. Recuerdo que a la que la ponía las cosas más lindas era a Pura Delgado. Pura era una lady de cabello canoso que hacía la locución de las noches de teatro, siempre muy elegante. A la pobre –que ya no está con nosotros– Rosita Gorbato yo le ponía las cosas más horrorosas: cuando tocaba flores, le ponía Lagaña de Perro; cuando tocaba hortalizas, le ponía Nabo.
–Usted dijo en alguna entrevista que las locutoras usaban el mismo vestido.
–Sí; el mío, uno de jersey negro con escote en v, un drapeadito acá y entallado. A ese vestido, cuando lo usaba la Gorbato, había que bajarle el ruedo porque era alta; cuando lo usaba la Prince, se le levantaba el ruedo porque era petisa. Una se lo ponía con un pañuelo, la otra con un collar y la otra con un broche, pero las veces que salió ese vestido en cámara no te lo puedo decir. Ese vestido tenía el olor de todas nosotras
–¿Ganó mucho dinero?
–No te olvides que nosotros, a través de la televisión, hicimos grandes negocios que antes eran tienditas del Once. Ahí nació El Emporio de la Loza o La Casa de las Mil Toallas. Se transformaron en empresas, pero eso no quiere decir que nosotros fuéramos en el porcentaje de las ganancias. Teníamos nuestro coche, nuestro departamento, pero también gastábamos mucho; porque cuando el dinero entra fácil, te parece que eso seguirá para siempre y cuando se para, no te quiero decir cómo te va. Me había comprado una casita en Punta del Este, me tomaba vacaciones los tres meses de verano. No lo he pasado nada mal. No me arrepiento de ninguna de mis etapas.
–Al grabar en vivo debía haber muchos papelones...
–Ni te digo. Nosotros trabajábamos en el estudio C del Canal 7, que era de tres metros por tres metros. Eramos veintitantos locutores ahí adentro. Cada uno en su stand. Una locura. Me acuerdo el día en que Nelly Prince tuvo que hacer la demostración de una licuadora. Abrió una lata de arvejas, las colocó dentro del vaso, puso en marcha la licuadora y no lehabía puesto la tapa. Imaginate cómo salieron esas arvejas. Todo el mundo hizo cuerpo a tierra. Otra vez, el Negro Brizuela Méndez tenía que pasar el aviso de medias Huemul. Lo hacía recostado en una silla reclinable con las patas apoyadas en un escritorio. Se fue para atrás la silla, y con ella el Negro, que se quedó colgado con las dos piernas sobre el escritorio como un trapecista. También me acuerdo que había una obra de Jorge Salcedo que era una tira policial. En el escenario había una escalera y un pasillo, como si fuera una casa antigua de zaguán. Salcedo bajó corriendo a su compañero que tenía que tratar de llegar hasta la puerta mientras él le tiraba un tiro. Pero el tiro no le salió. Entonces Jorge Salcedo dijo: “¡Pum!”.
–¿Usted participó en el primer videotape?
–En “La familia Gessa”. Fue el 10 de junio de 1960. Tardamos miles de horas para hacerlo. No había experiencia. Porque una cosa es actuar en vivo, que te obliga a que te pongas toda la adrenalina y las pilas. Al saber que es grabado, al principio te relajás y bajás el rendimiento.

Cuidar la lengua
Colomba estudió en el Conservatorio de Arte Dramático, adonde la enfilaron para Declamación. Debutó en el desaparecido teatro Versalles con la obra Liceo de señoritas. Después hizo lo clásico: el ISER.
“Mirá con qué nenas me recibí: Betty Elizalde y Nora Perlé. Tenías que saber pronunciar bien en inglés, italiano y alemán. Poder impostar la voz, mandarla al diafragma y sacarla para no afonizarte. Me acuerdo que en el curso había una compañera que tenía una voz espantosa y que decía: ‘¿Le gusta? ¿Estoy bien ondulada? Me peiné con jabón Cascada’. No terminó. ¡Qué iba a terminar! Y después había cultura general, porque tenías que estar preparado para anunciar en Radio Nacional los conciertos del Colón, por ejemplo. Y no decir Wagner con w o Chuber por Schubert. Había que cuidar muy bien el lenguaje para emitirlo correctamente. O si no buscar el mataburros si había alguna duda. No como ahora, que el dequeísmo está a la orden del día, fundamentalmente con los políticos. ¡Cómo se abarató la expresión, cuando es un idioma tan rico, tan lleno de sinónimos, antónimos, parónimos, adverbios de tiempo, de lugar! Acá no se usa nada de eso. Es un horror. El lenguaje se degeneró con la aparición de los términos groseros. Cuando Sandrini en La cigarra no es un bicho dijo: ‘¡Qué boludo!’, la película –aunque era muy buena– batió todos los records de público porque la gente iba a escuchar esa palabra.”
–Y ahora se la usa como si fuera una coma.
–Te voy a contar una anécdota que me pasó en Madrid. Fuimos con Enrique, que tenía que grabar unos tapes. Y nos encontramos con Luisito Aguilé. Entonces, Luisito nos dice: “¿Por qué no se vienen esta noche a casa, a comer? Cuando lleguen, golpeen las manos que les abre el portero”. Era una especie de cuidador que en esa época cuidaba toda la manzana. “Mejor te llamamos antes de salir”, le dijimos. Yo llamo, me atiende alguien y digo: “Hola, Luis”. “No, boluda”, me contestan. Digo, hecha una furia: “¿Cómo? ¡Perdóneme!”. Pero después aflojé y dije: “Bueno... dígale a Luis que vamos para allá!” Enrique me vio con una cara, que me preguntó: “¿Qué te pasa?”. “Es que hay un estúpido en lo de Luis, me dijo boluda.” Cuando llegamos al lugar había un tipo en la puerta colorado como un gorro frigio. “Hola, mucho gusto”, saluda. “¿Y usted quién es?”, le pregunto. “Yo soy Boluda.” Le dije: “Usted con ese nombre no puede ir a la Argentina”. “Sí, ya me lo dijo el señorito Luis”, contestó el pobre. “Sáquese la u, vaya como Bolda, sáquese la l y vaya como Bouda. ¡Pero no como Boluda y, además, siendo hombre.”
En 1987, Colomba fue detenida en el Aeropuerto de Bruselas luego de que se le descubriera en el interior de unos libros una considerable cantidad de cocaína. “Fui engañada por falsos amigos que abusaron de mi confianza”, le escribió entonces a su abogado. Eso marcó el fin de un período: el que Colomba presentaba a sus hijos en cámara a medida que nacían –tiene tres: Marcelo, Paloma y Lionel– y la gente le mandaba todas las piezas del ajuar hasta no tener necesidad ni de comprar un escarpín. “Colomba es muyfamiliar. Un hijo, un aviso, un hijo, un aviso”, bromeaba entonces Haydée Padilla. “La feria de la alegría”, con Dringue Farías, “La familia Gessa”, “Tropicana”, eran los nombres de una televisión que cambiaba a pasos agigantados y donde Colomba siempre decía presente. Luego de tres años de prisión –Colomba lo llama “retiro espiritual”–, volvió a Buenos Aires, donde anduvo “de mochilera” hasta recalar por primera vez en un hogar Balestra para ancianas de Parque Saavedra.
–¿Qué sucedió en la década del ‘80?
–No me quiero referir a eso. Han pasado once años. Es hora de dar vuelta la hoja. No quiero convertirme en otra Capriati, que está resurgiendo y cada vez que sacan una nota sobre ella –pobre, ahora perdió una importante semifinal– le sacan a relucir lo que le pasó en el ‘80.
–En su momento, ¿tuvo repercusión? A Nelly Trenti, por un delito menor, la prensa la condenó primero. Ahí empezó el mito de las fiestas negras como características de la farándula.
–Lo mío no fue menor, fue de boluda. Porque yo soy una tipa confiada y acepté un encargo con toda naturalidad. Después me enteré de lo que implicaba. Yo nunca tuve nada que ver con la droga, gracias a Dios o a que nunca me atrajo, porque nunca se puede decir: “De esta agua no he de beber”. Pero quedé marcada con sello indeleble.
–¿Esta experiencia interfirió en sus trabajos?
–Claro que interfirió, porque acá nos rascamos para adentro. Porque si Fulano me daba laburo, podría pensarse que él también estaba metido, ese tipo de aprehensiones tuve que bancar. Y eso porque vos no estás en la cúspide, porque si vos estuvieras rodeada de plata, en una posición como para vivir en el Alvear, todo el mundo te andaría detrás. Pero como no es ésa la historia, llevo muy bien mi pobreza, con toda la altura que corresponde. La vida es un teatro y en cada etapa corresponde un rol diferente. Y el que me toca en este momento es el que trato de hacer lo mejor posible. Y también gracias a Dios que vivo en la Casa del Teatro. Imaginate que con 200 pesos, de los cuales estoy cobrando 137, ¿adónde podría vivir? Ni en Villa Esmeralda.
–¿El público reaccionó ante ese episodio?
–Con el público siempre tuve una reciprocidad afectiva total. Para el público siempre fui la misma persona. Nunca los defraudé y eso se nota. Y en este momento que estoy alejada del ambiente, me reconocen por la voz.
–¿Por que llama el haber estado presa “retiro espiritual”?
–Porque fue una desgracia con suerte. Estaba presa con ropa de calle. No había guardia. No había rejas. Era un lugar manejado por cinco monjas en un lugar precioso, el castillo de Saint Andrews, cerca de Brujas. Yo trabajé en todas las secciones: en la de cocina, en la lavandería, en la de costura. Aprendí a coser a máquina, que nunca había podido aprender. Trabajaba en los despachos de las gobernantas. Regaba todas las plantas del castillo. Cada quince días limpiaba la heladera. Laburaba 16 horas por día.
–¿Y cómo se adaptó?
–Yo me adapto a todo. No lloro por el mate ni por el tango de Gardel. Adonde fueres, haz lo que vieres. Teníamos una ecónoma maravillosa que me hizo bajar 20 kg porque comía todo balanceado, regio. Tomábamos el vino... ¡El vino...! Ojalá hubiera sido vino. El líquido se tomaba antes o después. Vino sólo dos veces en el año, para algún festejo. Hasta que descubrí –como me gusta tomarme unos buenos tragos– que teníamos una vez por mes lo que se llamaba la “cantina de afuera”, donde podíamos hacer pedidos y las monjas iban y nos compraban cosas. Había unos bombones franceses que se llamaban Je t’aime, en forma de corazón y que adentro tenían licorcito. Entonces yo me compraba cajas y cajas de bombones. Y con eso suplía la ausencia de poder cumplir con la costumbre nuestra del vino diario en la comida. Había buenas compañeras, muchas latinoamericanas. Me acuerdo que le enseñamos al cura católico que hacía la misa en latín a decir el Padrenuestro, el Ave María y el credo en castellano.
–¿Es creyente?
–No demasiado. Soy, como dictaminó Borges, agnóstica. Creo que es un misterio demasiado grande como para poder entenderlo. Me gusta vivir y dejar vivir. Y trato de hacer bien los deberes de este lado para que cuando me toque el otro me convierta en energía enseguida y no que tenga que andar deambulando por ahí.