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Diamela Eltit es una escritora chilena reconocida internacionalmente, cuyas obras han conquistado al público fuera de los clichés dictados por el mercado para la literatura de género. Editorial Norma acaba de editar su novela Los trabajadores de la noche.

Por María Moreno

Eltit? Un apellido de origen árabe. ¿Diamela? Esa flor más recordada por los versos de Pedro Blomberg, el de La pulpera de Santa Lucía, que por los jardines porteños. Diamela Eltit es una escritora chilena cuyos libros todavía no se consiguen fácilmente en la Argentina. La editorial Norma acaba de corregir ese error publicando Los trabajadores de la muerte, una novela, y pronto editará otra, El cuarto mundo. Diamela no vive aquí, pero mientras dure la gestión de su marido, el embajador chileno en la Argentina, Jorge Arrate Mac Niven, permanecerá en el edificio de la calle Tagle, adonde va introduciendo de a poco a la comunidad literaria local, según su olfato y un gusto informal que le hace asistir a veladas de gala con vincha, siempre pronta a sacarse los zapatos.
–Publiqué mi primer libro en 1983, durante la dictadura, en una editorial que era de las pocas adonde era posible hacer circular las obras. Era una editorial independiente: Ornitorrinco. Se trataba de una novela un poco oblicua en relación con las formas dominantes que proponían algo más lineal, más monolítico, con mundos más estructurados. La mía era una novela rota, fragmentada y con múltiples puntos de entrada. Una novela, pensaba yo, completamente centrada en su descentramiento, que yo consideraba legítimo.
–¿Existía censura sobre las obras de ficción?
–Había una oficina de censura real –no una censura supuesta o imaginada– por donde los libros tenían que pasar. Porque si querías ponerlos en las librerías, te exigían una autorización. Pero más allá de ese hecho, uno escribe con un censor y eso es interesante porque la lucha, desde el punto de vista teórico, es escribir con el censor al lado, pero no escribir para el censor. No había muchos proyectos de novela en ese momento, así que la mía fue casi la primera que aprobó. Se llama Lumpérica, una palabra inventada que mezcla América y lumpen. Pasó la censura, se publicó la novela y empezó otro espacio para mí que fue el espacio literario –antes estaba solamente el espacio profesional– y esto es algo que todavía no termina para mí de completarse como situación.
–En la Argentina, los textos del llamado neobarroco surgieron durante la dictadura. Por supuesto, eso no puede ser considerado un efecto directo de la censura, pero es cierto también que la censura suele identificar lo prohibido en los textos más realistas.
–Por un lado, cuando tú vives bajo dictadura hay un grado de contaminación muy alto. Porque se tiende a simplificar la dictadura en la cuestión militar cuando en verdad hay una gran relación entre ésta y el mundo civil. Hubo una cantidad de ciudadanía muy alta –por lo menos en Chile era así– proclive al golpe y a su proyecto, entonces tú vivías en un espacio bastante indeterminado, donde no sabías realmente bien quiénes eran los que estaban a tu alrededor. Entre tus vecinos, en el trabajo, en el espacio social, no te dabas cuenta de con quién estabas hablando, entonces el lenguaje estaba muy afectado, porque primero tenías que buscar un habla que no habla y leer no necesariamente las palabras sino otros espacios como la ropa, los gestos, la mirada para darte cuenta de a quién tenías delante. Y ése era un esfuerzo inédito. Ibas definiendo sobre loscuerpos finamente quién era tu interlocutor. ¿Un fascista, un indiferente, un cómplice? Yo trabajé con gente que sólo muchos años después supe quién era. Además estaban los lenguajes escritos: en los pocos medios que circulaban, aprendías a buscar las sílabas, ni siquiera las palabras, para saber qué estaba pasando. Y, por otra parte, había una censura loca que censuraba con blanco. Leías, por ejemplo: “Dijo la señora tal, blanco...”. Podía decirse que el blanco daba espacio, el blanco sí hablaba.

Policiales griegos
En algunos tramos de Los trabajadores de la muerte, el objeto literario de Diamela Eltit es el mismo que el de los populistas: ese cuerpo colectivo de desarrapados que el capitalismo expulsa a la noche y al borde de la ciudad. La niña del brazo mutilado, el hombre que sueña, la guardia de inválidos, personajes de la novela que no le deben nada a la picaresca. Sus movimientos son descriptos con un lenguaje que parece provenir del de los fisiólogos y que detalla imperceptibles desplazamientos celulares -como en algunos procedimientos de Nathalie Sarraute o de Roger Caillois– que los aleja de la retórica de la denuncia o de la extorsión expresionista. Las historias son precisas, atrapantes, con cierta cualidad hipnótica basada en cierta respiración pareja de la prosa y una sonoridad cercana a la poesía, aunque la autora dice no haber escrito nunca un poema. Hay también en la novela una vena esperpéntica que a veces llega a matar de risa como en los capítulos “La cigüeña” y “Ahogar la guagua”, donde una mujer, madre de “dos guaguas hombres”, rumia sus inquietudes maternas en la adoración de un manojo de dientes y un par de cordones umbilicales.
Diamela Eltit no sólo ha escrito novelas sino esa clase de textos cuya propiedad es difícil de dilucidar y que incluyen el relevo de testimonios.
–Sus libros exploran registros bien diferentes, entre ellos la historia de vida, que es una tradición latinoamericana. ¿Cómo lo hace y qué la diferencia de, por ejemplo, una Helena Poniatowska?
–En Padre Mío trabajé con grabaciones que hice de un esquizofrénico vagabundo en tres períodos distintos, ‘83, ‘84 y ‘85. El se consideraba un orador que tenía una verdad que comunicar y yo me convertí en su vehículo. Hablaba de una confabulación que mezclaba la economía y la violencia e invocaba alternativamente a tres personajes, el señor Luengo, el señor Colvin y Padre Mío. Denunciaba malversaciones institucionales, coacciones, con algo de razón si se le daba una vuelta a su discurso, que era gramaticalmente muy pobre, pero barroco, sonoro, extravagante, explosivo. Hablaba solo en medio de la calle y estaba tan instalado en su delirio que cada año me contaba lo mismo y con idénticas palabras. Nunca volví a verlo. Luego hice junto a la fotógrafa Paz Errázuriz un trabajo en el Hospital Pinel de Cutraendo, que se había construido para los tuberculosos en un momento en que la tuberculosis había dejado de ser un mal social; entonces se lo transformó en manicomio. Allí la mayoría de los internos son crónicos que vienen de todos los hospitales de Chile, la mayoría NN, es decir indigentes. No tienen derechos civiles, no tienen nombre, no van a salir. Me propuse trabajar el amor en ese lugar, en esos cuerpos devaluados culturalmente para prestigiarlos mediante una operación poética y darle una dimensión pública a algo que estaba totalmente clausurado. El libro se llama El infarto del alma, que era una expresión que había usado una enferma. “Me dio un infarto del alma”, decía para explicar lo que le había pasado. Creo que la diferencia con otros libros testimoniales es que tanto Padre Mío como El infarto del alma no se ocupan de registrar ciertos hitos loables de los que los personajes dan testimonio. En esos libros se suelen relevar vidas admirables por lo pobres, por lo dramáticas, por el valor histórico. Yo no suelo contar ni hacer contar ninguna historia. Padre Mío significó darle estatuto de libro a una voz que no posee nada más que su delirio, que no es productiva ni edificante, ni sirve paramodelar una vida y donde el sujeto tenía como única poética la de sobrevivir fuera de la institución psiquiátrica.
–¿Utiliza materiales reales como disparador?
–En Los trabajadores de la muerte me basé en un hecho de la crónica roja. Leí una noticia sobre un vendedor viajero de unos treinta años, de clase media, que viajó desde Santiago a Concepción, que es la segunda ciudad chilena. En la noche llegó a un bar donde había dos chicas, también de clase más o menos acomodada, que estaban tomando un trago. Se sentó con ellas y tuvo una conexión erótica sentimental con una. Luego, los dos se dan cuenta de que llevan el mismo apellido, un apellido poco común. Eran hermanastros. A él, la madre nunca le había dicho que su padre se había ido sino que había muerto. La madre de ella no le había dicho que había otro hijo del padre. Era una historia de amor y de incesto bastante inocente. La chica quiso romper la relación, entonces él la citó en un pueblo y la mató salvajemente. Cuando yo leí la noticia, me pasaron varias cosas. Una de ellas, la idea de que eso de matar a la hermana funcionara en el libro como un oráculo. Pienso que la tragedia griega es, por excelencia, familiar y que está en la crónica roja. Mujer mata a los hijos: Medea. Hombre mata a su padre: Edipo...

La revuelta simbólica
El ademán literario de Diamela Eltit es tan extraño al boom de literatura de mujeres latinoamericanas como sus pies descalzos en la moquette de su estudio en el edificio de la embajada, allí donde busca libros que no encuentra, come con el plato apoyado sobre las rodillas y responde con sonrisa irónica cuando se le pregunta por sus marcas de lectura: “French”, “French” (mimando el acento de las clases de literatura que da en Berkeley o Columbia). Nada que ver con la Isabel Allende de Afrodita o la Laura Esquivel de Como agua para chocolate, que llevan voces desde la cocina como destino a la cocina como placer, fiesta lingüística y recuperación desde otra parte. ¿Para una mera integración al neoliberalismo?
–Yo era de las pocas gentes de izquierda que nunca militó. La militancia me parecía restrictiva, pensaba que la izquierda sobrepasaba cualquier dictamen de partido. De todas maneras, el proyecto de la Unidad Popular era un proyecto bello, donde no había donde perderse. Yo venía formada en un momento histórico donde lo femenino era dialogante, ya había una cultura más igualitaria. No tenía que pedir permiso ni a un novio, ni a un marido, ni a mis padres para tener un amigo. Si un tipo hacía un gesto sexista, me daba vuelta y dejaba de pensar en eso, pero no se me había ocurrido la existencia de una opresión específica. Por otra parte, nunca fui una adoradora de hombres. Ni me dediqué tampoco al romance. La producción era mi tema más que otras cosas: fundamentalmente siempre he sido un animal literario. Y en el ‘80, cuando hicimos un viaje cultural, un congreso de mujeres, me preguntaron cosas que yo no sabía cómo contestar. Porque yo me sentía muy instalada en mi discurso, todo lo demás lo encontraba incomprensible. Como ya estudiaba literatura, tenía referentes contundentes como el barroco, que es ese oscurecimiento de la lengua donde tú no sabes de qué están hablando, sobre todo Sarduy, que fue muy importante para mí porque pensó, teorizó, escribió y con todos esos materiales me permitió a mí organizar mis primeros libros. Pero, ¿de qué están hablando estas mujeres, nosotros tenemos problemas con la dictadura y ellas están diciendo de que están oprimidas?, pensé. Cuando volví, empecé a leer, sobre todo a las teóricas francesas como Luce Irigara. Y luego empezaron a volver las mujeres del exilio. Venían con dinero, instalaron centros, se volcaron bastante a las mujeres populares. Trajeron proyectos, saberes, discursos. Se refugiaron en instituciones y allí abrieron un brazo femenino. La relación era superpolémica porque yo no era un referente para ellas.
–¿Por qué no?
–Ellas pensaban en una literatura que ilustrara la causa, que ganara adeptas (tampoco les interesaba tanto la literatura). Por otra parte, a mí me interesaba más que la acción la parte simbólica. Pero cuando desde el espacio oficial se empezó a ridiculizarlas, caí yo también. “Comunista, estructuralista, feminista.” Era un momento “ista”. Se comenzaba a preguntar qué quiere decir escribir y ser mujer. Las mujeres de los ‘80 fueron las primeras en tener que responder a esa pregunta que antes no estaba instalada. Si durante la dictadura era necesario pensar cómo el sistema toma lo femenino y lo comercializa, luego hubo que reconocer esas operaciones bajo el liberalismo. Yo, en ese momento, ya empezaba a ver lo femenino como algo potencial teórico muy alto, que podía revolver los signos e instalar una escritura no predecible.
–El mercado instaló a la literatura de mujeres que rescata valores tradicionales. ¿Cuál es su opinión sobre esa suerte de “boom de género”?
–Por un lado es bueno que las mujeres estén vendiendo y hagan ciertas negociaciones. Pero por otra parte el gueto se amplía con mujeres escritoras que son ciertas mujeres, mientras que en otro lado está la literatura que es de hombres y donde ellas no están. Entonces la pregunta es por qué no están en lugar de por qué están las que están. Esta sectorización también pone a mujeres contra mujeres. Eso de “espejito, espejito, ¿cuál es la más bonita?”. Hay además una regresión, una vuelta al melodrama, el amor, el cuerpo, lo heterosexual como única posibilidad, el matrimonio. Lo “femenino” está puesto en ese lugar, el sistema lo trabajó de esa manera, porque la realidad no es así. La realidad es que las mujeres están trabajando bastante más, que no se están casando y repiensan la maternidad. Yo he escrito una historia del sufragio en Chile y fue interesante porque la gente cree que está descubriendo Roma siempre, y entonces vale la pena hacer estos viajes en el tiempo para ver cómo Roma se estanca o no se estanca, y te das cuenta de que en los años ‘30 la demanda de las mujeres era mucho más audaz que la de los ‘80. Tú sabes que en Chile recién en el siglo XIX las mujeres pudieron entrar a la universidad. Fueron dos educadoras, Tarragó y Lebrun, que tenían un colegio de señoritas, las que en 1886 lograron que se firmara el decreto. Y entró una chica de 16 años a estudiar medicina, Eloísa Díaz, que llegó a ser la primera doctora del país. Fíjate que esta Eloísa hizo toda su carrera con la mamá porque era la presencia de ella la que certificaba su honorabilidad (supongo que se trataba de conservar la honorabilidad ante la visión de cuerpos desnudos). Esta Eloísa debe haber sido bien audaz, pues fue a hacer un postítulo a Alemania, donde las mujeres todavía no entraban a la universidad y ella tuvo que dar sus exámenes escondida detrás de un biombo. También en el siglo XlX un par de señoras fueron a votar porque la Constitución decía que todos los chilenos eran iguales ante la ley. Sucedió en San Felipe, cerca de la cordillera. A partir de este gesto se estableció la cláusula donde no podían votar ni las mujeres, ni los ciegos, ni los retardados mentales. Estas son anécdotas, no son consideradas Historia. En cambio, hay anécdotas que sí son consideradas Historia: las de los héroes. Creo que lo más sorprendente de un siglo a otro es la velocidad en los cambios de la condición femenina. Sin que crea que la Historia es desarrollista, no hubo una carrera más veloz que ésa.