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VÍNCULOS

Son adolescentes y han pedido ayuda. Todas estuvieron de novias con varones violentos, y todas necesitaron orientación para cortar esas relaciones, atrapadas como estaban entre la atracción que sentían y la máscara del arrepentimiento que les hacía darles otra oportunidad.

Por Sandra Chaher

Tos y vómitos. Esos malestares son una de las estrategias habituales de los hombres golpeadores cuando asumen el rol de víctimas. Es parte de la puesta en escena del arrepentimiento, del “quiero volver”, el “no me abandones”, el mea culpa lacrimógeno al previo “si me dejás, me mato”. Parte de su máscara.
Son de manual, como también lo son las chicas y mujeres que se enganchan con ellos... hasta que les cortan la cuerda y el varón se precipita al vacío de su abismo patológico en el que seguramente encontrará una nueva víctima. Las esposas golpeadas muchas veces comienzan siendo novias golpeadas. Después de algunas tragedias y dramas públicos, como el de Carolina Aló –muerta de 113 puñaladas repartidas en el cuerpo por la mano de su novio–, el Consejo de la Mujer del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires concretó en abril del 2000 un proyecto nacido de los llamados de adolescentes al servicio de atención telefónica de violencia contra la mujer. Así surgió el Programa Noviazgos Violentos, con la línea de ayuda telefónica 4393-6464.
Además del servicio telefónico, el Programa tiene un área de Prevención y otra de Asistencia, en la que dos psicólogas reciben a las chicas que, previo llamado, piden una entrevista, y después de dos o tres encuentros personales, les proponen, si es necesario, sumarse al grupo terapéutico que se reúne todos los viernes. Son unas diez, todas menores de 21 (a las más grandes les corresponde la asistencia para mujeres golpeadas). Están desparramadas por el suelo de una oficina celeste, con un aire a jardín de infantes. Todas en el piso, las psicólogas también, las sillas dadas vuelta sirven de respaldo. Jeans, caras lavadas, cigarrillos. Un típico escenario adolescente con cierta formalidad. Empieza Antonella. Ahora tiene 21, pero cuando se enganchó con ese hombre por el cual está ahí tenía 19 y él 23. En su relato es en el que más aparece la violencia física (la emocional es la otra moneda corriente, común a todas), sin embargo da la sensación de tener elaborado el tránsito y el duelo. “La relación duró ocho meses. Violencia física hubo en los últimos cuatro, pero antes había maltrato emocional: me desvalorizaba en lo que hacía, o los celos –me decía: ‘Sos una puta, andás mirando a otros tipos’–. Yo no tenía ni voz ni voto. Y cuando terminaba de pegarme, me decía: ‘¿Ves lo que me obligás a hacer?’” Otro clásico: culparlas a ellas de los propios descontroles. En el lenguaje de las chicas se notan los meses de análisis: “maltrato emocional”, “desvalorización”, y sobre todo “baja autoestima” evidencian los elementos aprendidos para desaprender los viejos juegos que no podían dejar de jugar. “Los golpes fueron de un día para el otro. Yo no me defendía –sigue Antonella, que no tiene aspecto de desvalida–. Sentía que ni yo ni nadie me podía defender. Además, él los pensaba: en verano eran en la cabeza, para que no se me noten, y en invierno en todo el cuerpo, total tenía ropa. Nunca en la cara. Y yo sentía que si le hablaba dulce, él iba a cambiar. Incluso le saqué turno para un psicólogo, lo quequería en verdad era un psiquiatra que lo medicara, pero no funcionó.” Otra conducta clásica: la redención llegará a través del amor y así él será un buen marido, mientras tanto... a aguantar. “Llegué acá porque llamé al 110 pidiendo lugares para llevarlo a él. Acá me propusieron denunciarlo, pero yo no quería eso, quería ayudarlo y salvar la pareja. Vine después, cuando ya había cortado, hace un año, porque tenía miedo de volver a caer, sentía que necesitaba contención. Mis viejos estaban separados y yo no tenía una familia.” Para las psicólogas, son fundamentales las familias de origen, es muy probable que chicas golpeadas y chicos golpeadores vengan de hogares en los que vieron las mismas respuestas violentas. Antonella no es la excepción: madre sumisa, aunque violenta verbalmente, y padre agresivo emocionalmente y cobarde, según la estima en que ella los tiene hoy. Su propia estima, parece, está mejor.
La historia de Luciana es larga. Fueron 6 meses en verdad, pero para ella hay detalles, idas y vueltas, fundamentales. Vive en San Martín y tiene 20 años. Cuando se enganchó con Rodrigo tenía 19 y él 22. Nunca se sintió enamorada y tampoco le pareció que él lo estuviera, aunque él jurara que sí. Pero siempre estaba mal, todo le molestaba. “No pasó de apretarme el brazo o sacudirme, pero fueron mis peores seis meses: me insultaba, me amenazaba con matarse si lo dejaba, escribía cartas despidiéndose de su familia y amigos, y me pedía que las entregara después de su muerte.” Cada día más acecho, más control, más sumisión. Con la excusa de que trabajaba a dos cuadras de la casa de ella, el novio de Luciana terminó instalándose a vivir como uno más de la familia, pero a los tres meses dejó el trabajo. Ella le pedía que se fuera. Nada. “Un día se molestó porque le hice el desayuno, o se colgaba riéndose mal como ves en las películas a un loco. Y una vez me sugirió ir a las playas de San Isidro con mi hermana, que tiene 14 años y yo soy muy pegada a ella, pero a él le molestaba. Fuimos y nos decía que quería vernos de lejos, quedarse aislado. Y ahí sentí que estaba en juego algo más que mis sentimientos, tenía miedo que metiera a mi familia. Yo también le busqué psicólogo, pero no funcionó.” Se separaron después de una noche en la que ella tenía que dar un parcial de Ciencias Económicas y él no la dejó estudiar; antes le había escrito en el pizarrón de un aula “Luciana te amo”. Pero él seguía apareciendo, hasta se trepó por el balcón. Por eso Luciana buscó ayuda, no sabía cómo manejar esos retornos estilo Freddy Krueger. “Lo que más me shockeaba era mirarme al espejo. Me veía hecha pelota por dentro”, dice con una voz quebradiza por naturaleza, no está por llorar. Una vez que empezó la terapia, quiso que su mamá se divorciara de su papá, “también la desvalorizaba, ella no tenía amigas y él cada vez venía menos a dormir. Se separaron hace tres meses, ella todavía entra en sus juegos, pero está todo más tranquilo”.
Valeria cuenta rapidito, como por arriba. Los golpes internos se los queda para ella. Fueron un año y unos meses con un chico de su edad. Todo iba bien hasta que ella le planteó que le parecía que era demasiado liberal la relación, que a él no le importaba mucho. “Y ahí la cagué. Empezó a celarme con todo. Dejé de ver a mis amigas, me olvidé de ir a bailar, y llegó a ir a danza clásica conmigo, decía que le hacía bien para kung-fu, que practicaba hace años. Fue cambiando de a poco, cada vez le molestaban más cosas. Me agredía sobre todo verbalmente y amenazaba con dejarme. Después amenazaba yo y el que se ponía re mal era él. Siempre pensaba en dejarlo, pero lo quería. Hasta que el día de la primavera me hizo un planteo y me cansé, estaba aliviada de cortar. Me vino a buscar llorando unos días después.” Llegó a Noviazgos Violentos porque la madre le pidió una entrevista, y se quedó 5 meses “porque estaba confundida, lo seguía queriendo. Y siempre está el miedo de volver con él. Te olvidás lo malo que pasó”. Julieta llega cuando casi termina el horario de terapia. Vino porque se había comprometido con la entrevista. Tiene el pelo negro y largo y la piel muy blanca en la que brotan aureolas coloradas como urticaria mientras más se mete en la historia. Es la única que tiene una nueva pareja, y también la que más estuvo con el hombre en conflicto: un año y siete meses. Las anécdotas son similares: primer período feliz con ciertas actitudes ya sospechosas y después el maltrato, la queja de ella, y el llanto de él como un Judas pidiendo perdón. Durante un tiempo él se distanció hasta que la encontró una noche en un boliche: mientras le decía lo linda que estaba, le recriminaba que estuviera ahí y no llorando por su ausencia. La llevó a un reservado y con disimulo, como si apretaran (vale como nunca el eufemismo), le dejó moretones en el cuerpo por la fuerza con que la agarraba y... la mordió. Otro clásico. ¿Habrán leído Drácula estos muchachos, pensarán que un mordisco puede pasar por chupón –el mordisco, un arma de defensa tan femenina también–? Después de una provocación de ella empezó a golpearla más fuerte y hubo que separarlos. “Al mes volví con él y ahí ya empezó a tirarme del pelo, a darme cachetazos. Hasta que yo le pegaba también y le rompía cosas del auto, que sabía que era lo que más quería, pero era peor porque se la agarraba más conmigo.” Así siguieron tres meses en los que todo empeoró, “y unas compañeras del colegio me trajeron engañada acá en junio del año pasado. Cortamos, y después de cuatro meses me lo encontré en el tren, se puso a llorar, me ablandé. Sabía que me tenía que ir, pero no podía. Todavía hoy estoy mal. (Piensa)... No tengo vergüenza sino mucho dolor por haber llegado a eso”.