Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira

ANTICIPOS


Dios en conflicto

 

En su libro “Memorias de una joven católica” –que acaba de ser editado por Lumen–, Mary MacCarthy realiza una inteligente crítica a la Iglesia y a la “falsa magnanimidad” de muchos de sus fieles. Entre sus páginas puede palparse en clave autobiográfica, la brillantez habitual de la ensayista y narradora norteamericana.

Por Mary MacCarthy

A menudo me preguntan si conservo mis tradiciones católicas. Es difícil dar una contestación, debido, en parte, a que estas tradiciones católicas me fueron transmitidas por distintos canales. Por una parte, estaba el catolicismo que aprendí de mi madre y de los sencillos sacerdotes y monjas de mi parroquia en Minneapolis que, en términos generales, era una religión de belleza y bondad, pese a que no practicara con la debida perfección. Pero, por otra parte, estaba el catolicismo del salón de mi abuela McCarthy y del hogar que nos dieron, que era una doctrina amarga y siniestra, en la que viejos odios y rencores se habían cosido en su propio jugo durante generaciones, mientras la ignorancia revolvía orgullosamente el contenido de la olla. (...) A veces he pensado que el catolicismo no es religión conveniente para los seglares, o, al menos, para los seglares norteamericanos, en quienes saca a la superficie los peores rasgos de la naturaleza humana y los inviste de una especie de falsa santificación. En el curso de la publicación de estos recuerdos en revistas, he recibido muchas cartas de seglares y también de sacerdotes y monjas. Las cartas de los seglares –principalmente de las mujeres– son todas parecidas y las tengo archivadas bajo el título de Correspondencia soez. A menudo, estas cartas están repletas de faltas de ortografía, a pesar de que los autores aseguran que son gente educada. Y todas ellas, sin excepción, son amenazadoras. “Falsedad”, “deformación”, “mentira”, “hipocresía”, “odio”, “veneno”, “inmundicia”, “basura”, “vulgaridad”, son palabras del vocabulario común a todas estas cartas. Los autores amenazan con cancelar la suscripción a las revistas que publicaban mis recuerdos, hablan de “muchas otras personas que usted sabe que piensan igual que yo”, es decir, intentan constituirse en grupo de presión. Algunos exigen respuesta. Una señora escribió: “Tengo la impresión de que esto está prohibido por la ley”.
Contrariamente, los sacerdotes y las monjas que me han escrito acerca de los mismos recuerdos dan una nota que casi parece herética. Muchos dicen que mi “sinceridad” los ha conmovido; algunas monjas rezan por mí y los sacerdotes celebran misa a la misma intención. Un joven jesuita me dice que ha pensado en mí, en ocasión de visitar el convento de Forest Ridge, en Seattle, y mirar las filas de muchachas: “Y he caído en la cuenta de que la sorprendente brillantez de aquella esbelta huérfana corría pareja con su altiva resolución e impetuoso empuje. Y no era fácil la vida para ella, en aquellos tiempos. Supongo que tengo el deber de pensar que, técnicamente, es usted una apóstata, que se encuentra fuera de recinto...” Un sacerdote de más edad escribe que estoy salvada, tanto si lo sé como si no: “No le digo dónde encontrará usted su hogar espiritual, sino que lo encontrará, y de esto estoy seguro, puesto que el Espíritu lo llevará a él, incluso diré que, desde mi punto de vista, ya lo ha encontrado, aun cuando debe seguir buscando”. Una monja de Maryknoll me invita a visitar su misión. Ninguno de estos corresponsales se siente obligado a convertirme; todos parecen dejar este trabajo en manos de Dios. Algunos han pasado también por un período de dudas y me lo dicen para demostrarme su comprensión y simpatía. Cada carta tiene su propia individualidad. Loúnico que tienen en común es que todas ellas comienzan así “Querida Mary”. (...)
No lamento haber sido católica y no lo lamento, en primer lugar, por razones prácticas. Me dio ciertos conocimientos de latín y de vidas de santos, que no todos tienen la suerte de poseer. En cuanto al latín diré que, cuando me puse a estudiarlo, me pareció fácil y ameno y, gracias a aquellos conocimientos, como un viejo amigo. En cuanto a los santos, es extremadamente útil conocer su personalidad y la modalidad del martirio que sufrieron, cuando se contempla pintura italiana. Por ejemplo, es útil saber que un diente es el símbolo de Santa Apolonia, patrona de los dentistas, que a Santa Inés se la representa siempre con un cordero y a Santa Catalina de Alejandría, con una rueda. Para leer a Dante y a Chaucer, a los metafísicos ingleses, e incluso a T. S. Eliot, el haber recibido una educación católica es algo más que una simple ayuda. Tener que aprender un poco de teología, siendo ya adulto, a fin de comprender un poema de Donne o de Crashaw es algo parecido a estudiar la Biblia, en concepto de Gran Literatura, en un curso universitario de humanidades. No se pega al riñón. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes, en Norteamérica, no tienen más remedio que recibir estas inyecciones de vitaminas para compensar su deficiencia cultural.
Quien nace católico y es educado como tal absorbe buena parte de la historia mundial y de la historia de las ideas antes de cumplir los doce años. Es como aprender un idioma a edad temprana. Produce efectos indelebles. Ningún otro grupo, en Norteamérica, se encuentra en tan afortunada situación. La historia católica es tendenciosa, ciertamente, pero no es seca ni muerta. Desde el punto de vista del estudiante, la principal virtud de la historia católica estriba en que se le ha infundido vida, gracias al violento partidismo que la informa. Además, este partidismo actúa como imán que atrae desperdigados saberes que no suelen enseñarse en las escuelas norteamericanas. Mientras los alumnos de las escuelas públicas estudiaban historia de América, nosotras, en el convento, en octavo grado, estudiábamos historia de Inglaterra, hasta los tiempos de Lord Palmerston. La razón de ello era, naturalmente, que la historia de Inglaterra, hasta los tiempos de Enrique VIII, fue historia católica, y después con uno o dos paréntesis, pasó a ser historia anticatólica. Como es natural, nos enseñaron a sentir simpatía hacia María la Sangrienta (nunca la llamamos así, en el convento), María Reina de Escocia, Felipe de España, los mártires jesuitas, Carlos I (casado con una princesa católica), Jaime II (casado primero con una protestante y luego con María de Módena), el viejo Pretendiente, Bonnie Prince Charlie... El interés por la historia de Inglaterra desaparecía con la llegada de Peel y la Emancipación Católica. Para mí, carece de importancia que esta historia fuera tendenciosa (siempre se puede remediar, más tarde), puesto que lo importante es haber aprendido las batallas y los soberanos, sus cónyuges, sus amantes y sus primeros ministros, conocer el pasado de un país extranjero con tal detalle que se convierte en el propio país. Si hubiera seguido en el convento, habríamos pasado al estudio de la historia de Francia, y hoy sabría la lista de los reyes de Francia, de sus esposas y de sus ministros, ya que la historia de Francia, hasta la Revolución, fue historia católica, y Carlomagno, Juana de Arco y Napoleón fueron destacados católicos.
Y no es solamente cuestión de saber más, a una edad temprana, de manera que los conocimientos pasen a formar parte de uno mismo, sino que también es una cuestión de sentimientos, de interesarse por las querellas del pasado, de identificarse con una causa que, políticamente hablando, se transformó en causa perdida con el nacimiento del mundo moderno. Hacer esto es experimentar cierta clase de resistencia a la realidad, un rebelde inconformismo que, también, es insólito en Estados Unidos, donde los niños reciben lecciones acerca de las virtudes del sistema bajo el que viven,como si la historia hubiera tenido un feliz final con la clase de civismo norteamericano.
Y no voy a hablar más de los aspectos prácticos. Pero quiero poner de relieve que, para un pedagogo norteamericano, mi educación católica seguramente sería carente de utilidad. ¿De qué sirve, diría el pedagogo en cuestión, oír el zumbido de una lengua muerta todos los días, o saber que Santa Ursula, princesa bretona, sufrió martirio en Colonia, juntamente con diez mil vírgenes? Ya he dicho que tales conocimientos me resultaron de cierta utilidad más tarde, de una utilidad que, sin embargo, no estaba prevista en el momento en que impartieron estas enseñanzas, debido a que nos estudiamos las vidas de los santos a fin de contemplar pintura italiana y a que no recitábamos el catecismo con la idea de leer a John Donne. Pensar lo contrario sería una atroz blasfemia. Aprendíamos estas cosas para mayor gloria de Dios y lo demás se nos daba por añadidura, como se suele decir. Y tampoco hubiéramos estudiado con más ahínco si nos hubieran asegurado que lo aprendido nos sería útil más adelante, de la misma forma que los niños no estudian más intensamente la aritmética por mucho que se les diga que, después, les servirá en el desarrollo de sus negocios. Para un niño, nada hay más aburrido que el principio de la utilidad. La última utilidad de mi formación católica fue darme a conocer, juntamente con muchas otras cosas que han resultado de utilidad práctica, el concepto de algo que está por encima y más allá de lo útil (“Fijaros en los lirios del valle, que no se afanan ni hilan”), concepto de puro y simple derroche que siempre escandaliza a los no católicos quienes, por ejemplo, no pueden soportar el contraste entre las riquezas de las iglesias y la pobreza de la gente en el sur de Europa. Estas iglesias, estoy de acuerdo, son una insensatez. Y también lo es la vida del sucio anacoreta o la de una monja de clausura que no se dedica a la enseñanza; vidas socialmente estériles y malas para quienes la viven. Prefiero pensar en ellas de esta manera antes que imaginar que son inversiones, acciones compradas en nuestra futura salvación. Nunca me gustó la doctrina de las indulgencias, la idea de que con rezar cinco avemarías uno se quita de encima un año de purgatorio. A mi juicio esto formaba parte de la clase de catolicismo de mi abuela McCarthy. Lo que me gustaba de la Iglesia, lo que recuerdo con gratitud, es el sentido de misterio y maravilla, la ceniza en la frente el Miércoles de ceniza, la bendición de la garganta con candelas en el día de San Blas, las fundas moradas con que se cubrían las imágenes después del Domingo de Pasión, lo cual significaba que las imágenes ocultaban la cara en señal de duelo porque Jesucristo iba a ser crucificado, el sonido de la campanilla en el santus, los lirios de Pascua, me gustaba estos ritos que me parecían un tanto raros y carentes de utilidad práctica (salvo la bendición de la garganta), que superaban la conmemoración de una Persona muerta largo tiempo atrás. En estos exaltados momentos de altruismo, la reverencia inflamaba el alma.
Ahora, en mi calidad de católica relapsa, no me preocupa en absoluto la posibilidad de que, a fin de cuentas, Dios exista. Si existe (lo cual me parece más que dudoso), lo pasaré mal en el otro mundo, pero no estoy dispuesta a negociar, no estoy dispuesta a creer en Dios con el fin de salvar el alma. La apuesta de Pascal –apostó consigo mismo a que Dios existía, incluso en el caso de que no pudiera demostrarse racionalmente– me parece en exceso prudente. ¿Qué podía perder Pascal al comportarse como si Dios existiera? Nada en absoluto por cuanto no había un principio opuesto en cuyos méritos Pascal se condenara, caso de que Dios no existiera. En cuanto a mí hace referencia, prefiero no ser tan prudente, y no pediré que llamen a un sacerdote ni recitaré el acto de contrición en mis últimos momentos. No me importa que quede condenada eternamente. Si el Dios que existe es un Dios capaz de condenarme por no pactar con él, me parece muy lamentable. No me gustaría pasar la eternidad en compañía de semejante persona.