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SOCIEDAD

Un agujero
en la pared

No es lo mismo decir cachufleta, raja, concha, desde un butaca del Complejo La Plaza que tras un corralito de guardiacárceles. Ni ubicarse en una platea desde donde se divisa la salida que en un gimnasio que es la única salida posible de quienes están detenidas. Lo saben las actrices que terminaron su gira de un año de Monólogos de la vagina, en la cárcel de mujeres de Ezeiza, donde hasta el encierro pareció diluirse cuando las carcajadas amenazaban correr los muros.

POR MARTA DILLON

El camión, no podía ser de otra manera, es rosado. Intenso rosa viejo que destella en la avenida Corrientes, el martes 13, cuando el gris del cielo parece apoyarse directamente sobre los hombros. El motor está encendido, dispuesto a recorrer el último tramo de una gira que desanduvo 40 mil kilómetros de rutas argentinas. En este día de brujas, las tres actrices que dieron voz a las vaginas de los famosos monólogos en casi todas las provincias, van a dar su última función de la temporada. Pero esta vez el viaje es hacia adentro, van a una cárcel de mujeres, un lugar que quienes lo habitan llaman tumba porque allí la vida parece suspenderse, desligarse del tiempo que rige las cosas, conservar sus funciones, pero aun así, quedar estática. “¿Alguien más tiene una pata de elefante presionando acá?”, dice Betiana Blum con una mano en el pecho, ahí donde reina un enorme cuarzo blanco engarzado a una amatista. Está vestida de negro, como sus compañeras Alicia Bruzzo y Andrea Pietra, pero cada una agregó sus propios detalles. Pietra, unos lunares fucsias en su vestido escotado. Bruzzo, unas motas de dorado en la chalina que le cubre el cuello y un arnés de bijutería dorada que suena como caireles empujados por el viento. La pata de elefante es propiedad exclusiva de Betiana, no es que sea una novedad, siente la cosquilla de la adrenalina antes de cada función, pero esta vez, esta vez podría ser distinto. “Miedo no, para nada. Pero me preocupa ir a hablar de vaginas, de sexo, de libertad a gente que está privada de todo eso: ¿no será un poco agresivo?”, se pregunta Alicia Bruzzo haciendo temblar la estantería de sus adornos.

La pesadilla del corset de la cárcel aprieta las fantasías. Las actrices se alivian de que ellas, al menos, están seguras de que van a salir. Pero la repetición delata un miedo infantil, desprendido de lo concreto. “Siento un poco de vértigo –admite Pietra–, es otro mundo que una no conoce. Aunque son mujeres como nosotras”. La función se dará, entonces en otro mundo, y un ánimo vouyerista por esas otras reglas domina el ánimo dentro del camión. En el mínimo espacio, entre las mesas y las camas montadas para la gira, las actrices se dejan cubrir por el parpadeo de las lentes fotográficas y contestan, obedientes, las reiteradas preguntas de los cronistas. “¿En esa cárcel están las asesinas?”, pregunta uno de los productores del evento y alguien contesta que es un penal para internas con buena conducta y para las que están alojadas con sus hijos menores de cuatro años. “Es donde está la Rímolo”, dice alguien más aludiendo a esa falsa doctora, Giselle, la mujer de Silvio Soldán, una estrella que mordió el polvo del policial más comentado de la farándula. “Yo tengo un monólogo para ella –se ríe Andrea Pietra– ‘si viviéramos en una cultura en la quelos muslos gordos fueran considerados hermosos... vos no estarías presa”, recita cambiando la letra de un texto, que por supuesto, sigue de otra manera. Ninguna de las tres actrices estuvo nunca en una cárcel, en contacto con sus habitantes. Betiana y Alicia, sin embargo, hicieron de presas en películas y telenovelas, nada que alcance para prever lo que sucederá en las próximas dos horas.

Como en un charter de turistas, periodistas, actrices y productores ven pasar los edificios del Complejo Penitenciario de Ezeiza. Un conjunto de edificios como manchas que interrumpen el verde parejo de un descampado festoneado en sus límites por un barrio de emergencia. En esa zona hay cuatro penales, dos hombres, dos de mujeres. En la primera parada un agente penitenciario sube al camión y toma lista. El peinado con gel del muchacho desentona con el uniforme gris como un charco de agua sucia. Está un poco incómodo recitando nombres famosos para que levanten la mano y digan presente como en la escuela. Betiana Blum sigue nerviosa, no tiene documentos, se los robaron en Córdoba, fue parte de las anécdotas de la gira. Pero nadie va a dudar de su identidad, cuenta con sus personajes como carta de presentación. Además, las estrictas reglas que organizan la “visita común”, como se llama en el lenguaje de la cárcel a ese transitar de familiares por requisas y controles, hoy son laxas como elásticos viejos. Ninguno de los integrantes de este charter permitiría que lo desnuden y le pidan que se agache para que un uniformado mire entre sus piernas. Una exhibición que las visitas digieren como un mal trago necesario.
No es mucho lo que los extranjeros en el mundo carcelario verán detrás de los muros. Pasarán la doble fila de alambrados coronados por gruesas ruedas de alambre de púa, enganchados como cardos que atraviesan el desierto; y una reja automática les abrirá el camino directo al gimnasiosala de visitas, ahora escenario de Los Monólogos de la vagina. Eso es todo, esto no es una visita guiada y la libertad de circulación de los medios de prensa queda relegada al fondo del salón. La advertencia, repetida al infinito, desilusiona a muchos periodistas: no se podrá hablar con ninguna de las internas, tampoco fotografiarlas de frente. Más adelante se sabrá que ni siquiera está permitido convidarles un cigarrillo o decirles buenas tardes o qué tiempo tiene el bebé que lleva en los brazos. Si éste es otro mundo, sus límites parecen ser esa fila ordenada de guardiacárceles que forman un corralito alrededor de las internas. Ellas controlan el intercambio de sonrisas entre las de adentro y los de afuera, esa podría ser la señal de una conversación en ciernes. Prohibida.

El camarín de las actrices se ubicó en la sala de requisas, donde habitualmente las visitas se desvisten y se despanzurra la mercadería que llevan a las internas y no puede ingresar al penal en su envase original. Una maestra de delantal blanco y distintivo del Servicio Penitenciario Federal se emociona cuando ve caras famosas. Se queda en la puerta, espiando como una niña, “¿no son divinas?”, le pregunta a una mujer de uniforme con una cámara de fotos colgando del cuello. Ella también quiere su recuerdo del día especial. Andrea Pietra también espía, por una pequeña ventana que da al pasillo por el que las mujeres detenidas, casualmente, avanzan en fila india. Ella esperaba ver los uniformes grises con que la televisión suele vestir a los presos de ficción. Pero las mujeres llegan recién bañadas, con el pelo ordenado en distintos peinados, maquilladas, con sus carteritas colgando o con los cigarrillos y el papel higiénico en la mano como cuando “bajan” a la visita. Escritos bajo la piel, en trazos gruesos y tinta de birome, o estampados artesanalmente sobre remeras, muchas mujeres llevan los nombres de sus hijos o de algún amante extra muros. Promesas de amor eterno que pueden romperse, como todo, como la piel cuando se la tajea en señal de protesta. Cuando de lo único que se dispone es del propio cuerpo, la rebelión suele dejar marcas tangibles.

Hay algunas chicas muy jóvenes entre las que se acomodan sobre los bancos de madera ubicados en la posición que los teatros destinan a las plateas. Cuesta pensar que tienen la edad suficiente para estar allí dentro. Una de ellas entra de la mano de una mujer mayor; no es posible preguntarles, pero viéndolas caminar como madre e hija parecen darle cuerpo a ese entramado familiar que las mujeres privadas de su libertad tejen entre ellas con roles bien determinados, tal como lo describen las pocas investigaciones que miraron sobre este tema. Hay madres, abuelas, hijas y parejas cumpliendo su papel mientras dura el encierro, aliviando el abandono de esas visitas que suelen espaciarse hasta desaparecer. En las puertas de los penales de mujeres no es necesario pasar la noche para entrar temprano a la visita, como sucede en los que encierran varones. Este, de todos modos, no es momento de pensar en abandonos. Sólo dos mujeres de las 241 que habitan el penal eligieron quedarse en el pabellón, una de ellas, obviamente es Giselle Rímolo, para decepción de los cronistas de programas de espectáculos que montaron sus personajes tal como se los exige la pantalla y confesaron por lo bajo lo que las mujeres presas mascullaban con malhumor mientras se tapaban la cara como podían. “Si te descuidás estos te escrachan –decía una de ellas a su compañera–, además están todos acá para ver a la mujer de Soldán. Dicen que le pegamos, pero ella está perfectita con sus uñas esculpidas”. Las cámaras de televisión cerraban el cerco ya bastante apretado por las guardias, ese ojo delator podría acercar alguna imagen de ellas mismas en la cárcel y más de una escribe a su familia sin develar desde dónde lo hace. Igual, la ansiedad por escuchar lo que las vaginas tenían para decir hacía estirar los cuellos hasta el límite para esquivar las cabezas de quienes tenían delante. Pararse no estaba permitido. Tampoco estaba bien visto que charlen demasiado o se pasen cigarrillos que se comparten de a cuatro de una fila de bancos a la otra. Al menos eso era lo que parecía decir el gesto enfurruñado de una de las penitenciarias que tamborileaba los dedos sobre su costado en señal de impaciencia.

Cada una de las mujeres presas recibió el mismo programa que se entregó en las funciones tradicionales, en 29 ciudades del país. Leyeron los nombres de las protagonistas, del equipo técnico, la dirección del website, algún destacado de prensa y los avisos publicitarios de marcas que jamás escucharon como Rosita Lazo, Natalia Antonlin o Sepia make-up. La palabra vagina calada sobre una banda roja terminó, en muchos casos, en la boca de algún bebé que asistió a la función con su madre. El programa resultó un gran entretenimiento para madres e hijos. “En un mundo de hombres, éste es un día de alegría”, dijo a modo de introducción Ruiz Moreno, subsecretario de asuntos penitenciarios, organismo que promovió el evento junto al Consejo Nacional de la Mujer. Fue su directora, Carmen Storani, la que habló de los derechos de las mujeres de uno y otro lado de las rejas y después siguieron las actrices, ovacionadas de pie por el público. Y un silencio que sólo interrumpían las quejas de los bebés.
No fue fácil acortar la distancia que hacía más pequeño el improvisado escenario. La obra empezó con su hit, decir vagina tantas veces como para perderle el miedo a una palabra que, según el texto “se diga como se diga, siempre suena a infección”. Pero si con esta frase que recita Andrea Pietra el público suele estallar en carcajadas, aquí nadie le encontró la gracia. Tal vez porque estas mujeres no encuentran la metáfora en ese recurso. Las risas subrayaron las palabras que habitualmente modulan las bocas de las internas: la primera mención a una prostituta, cachucha, cachufleta, concha. Tajo desató algún grito, raja obligó a las mayores a taparse la boca para ocultar la ausencia de dientes en una carcajada. Argolla arrancó aplausos. Las guardias no aflojaron una sonrisa hasta bien pasada la primera mitad de la obra, aun cuando las comisuras se estiraraninvoluntariamente, la voluntad las volvía a su gesto adusto. Pero algo de esa corriente de complicidad femenina mezclaba a unas y otras, sobre todo cuando las actrices se preguntaban ‘si tu vagina hablara ¿qué diría?’, para enhebrar respuestas que casi todas hubiéramos dicho alguna vez: ¡más despacio!, quedate un rato más, ¿todo eso para mí?, o un Jorge, ¿sos vos? que movía los cuerpos sobre los bancos como una ola involuntaria. Aunque la estrella fue “chupame un poquito”, que no sólo recibió carcajadas sino también aplausos y hasta ovaciones.

“Celadora, ¿puedo ir al baño?” No. No podía ir al baño. Los movimientos más allá de las sillas no estaban permitidos. La chica insistió, pidió por favor, y nada. “No voy a aguantar más”, dijo la joven y se resignó a medias. Al rato volvió a insistir, pero ya eran tres con el mismo pedido. Un cónclave de guardias finalmente dio positivo, justo cuando una de las actrices contaba como había aprendido a gemir mientras orinaba, en un baño mugriento, en una estación de servicio, en medio del campo. “Ahí descubrí que los gemidos verdaderos llegan cuando se demora eso que una desea”, dice el texto antes de dar paso a una serie de demostraciones prácticas sobre los distintos modos del gemir. A esa altura no importaba la mirada de las guardias, ni de los periodistas, ni de las autoridades penitenciarias. En algunos brazos se podía ver desde el otro lado del corralito la piel de gallina que erizaba algún recuerdo, algún eco conocido. Las actrices habían dejado su miedo en el suelo, junto con los zapatos y disfrutaban del modo particular que este público tenía de reír. El encierro parecía diluirse con los textos más reivindicativos, como el que exige que se calienten los espéculos antes de permitirles la entrada en la vagina, que se inventen bombachas de algodón con vibrador incluido para el placer de las mujeres de todas las edades o que se lubriquen los tampones, un invento que, según la obra, sólo puede haber sido imaginado por un hombre. A esa altura las mujeres estaban de pie, si el espacio de libertad permitido eran los diez centímetros que las separaban de quien tenían al lado, todas estaban dispuestas a usarlo, aunque sea para pararse y gritar lo que ellas también merecen.

Carmen Storani había tenido alguna duda con respecto al texto, desde que decidieron auspiciarlo desde el Consejo Nacional de la Mujer, y usarlo como tema de debate; pero más cuando se planteó hacerlo dentro de una cárcel. “Decir que sólo las mujeres de bajo recursos son violadas no es cierto, pero además podía ofender a este auditorio. Pero no se podía modificar la obra, el texto original está tal cual y hay que respetar a la autora”. Nadie se quejó por esa introducción al monólogo de una mujer que recuerda haber sido violada a los cinco y a los nueve años, pero fue en ese momento cuando al menos seis mujeres se levantaron y pidieron permiso para irse. En fila india dejaron el gimnasio convertido en teatro y precedidas y seguidas por mujeres de uniforme volvieron a su pabellón. La historia de la violación, sin embargo, tiene un final feliz. La niña que recuerda se hace adolescente y encuentra una mujer que le enseña “todo lo que hay que saber para no tener que depender de un hombre”. Todo lo que estas mujeres aprenden, a diario, separadas de los hombres por las rejas. Para las actrices fue una sorpresa escuchar las risas como un alud cuando el personaje dice “yo no sabía que había chicas lindas a las que les gustaba chupar cachu-cachus”. No es algo que divierta al público tradicional. ¿Qué podría importarles eso a esas dos mujeres que escuchan arrobadas, la cabeza de una apoyada en el hombro de la otra, lo que suceda en otras salas a las que seguro no irían aún en libertad? Ellas escucharon embelesadas ese relato de iniciación entre una cajera de supermercado y una adolescente lastimada por los hombres.

Después de las ovaciones, las ganas contenidas de pararse sobre los bancos para seguir aplaudiendo, la reivindicación de la palabra concha que golpeó con su eco contra los muros como si pudiera ampliar un poco los límites del encierro, después de todo eso seguiría el debate. Era lo que se suponía. Era lo que esperaban con ansiedad las actrices que siempre tratan de evitar ese paso por “plomo” pero en el que ahora estaban interesadas. Pero ellas tuvieron que cubrir otras ansiedades, las de los cronistas de televisión que necesitaban alguna palabra, la de los fotógrafos que les pedían que posen con la cárcel de fondo. Y las mujeres detenidas volvieron a acatar lo que se espera de ellas en la tumba: el silencio. Carmen Storani y Leonor Vain, especialista en violencia intrafamiliar, intentaron abrir algún diálogo, ya conocían muchas caras: Este años se dieron en esa cárcel de mujeres y en la unidad 3, muy cerca de allí, doce talleres sobre violencia y salud sexual y reproductiva. ¿Pero cómo hablar ellas también de sus vaginas, de lo que habían sentido, con las guardias chistando para pedir, otra vez silencio, y los periodistas grabando sus palabras pegados a los parlantes que amplificaban las voces? Todo lo que se diga puede ser usado en su contra, eso ya lo aprendieron y el mandato no se desarma con un acotado alivio. Igual agradecieron ese respiro. Usaron la palabra para condolerse de la situación de las mujeres afganas y de las africanas, a quienes se les mutila el clítoris. Alguien se atrevió a defender la educación para el placer, no sólo para tener hijos, algo de lo que se apropió en uno de esos talleres. “Yo soy bastante viejita y sin embargo en la obra aprendí cosas que no sabía. Ahora voy a tener que explorarme”, dijo una audaz frente a la impaciencia de las guardias que en cada bache de silencio preguntaban si ya era suficiente. Y otra mujer dijo, como final, eso que los organizadores querían escuchar: “Lo que nos dejó es un mensaje de libertad, porque aunque estemos tras las rejas nosotras sentimos y decidimos. Y tenemos que seguir luchando, por nosotras, porque así de a uno en uno, sigue la vida”. Para ella, en esa fila india que las devolvió al encierro. Para el resto de los que compartieron ese gimnasio, el alivio de volver a la calle, a ese horizonte amplio que rodea el complejo penitenciario de Ezeiza, que aun bajo un cielo de plomo, aun en martes 13, prometía todo tipo de delicias, sólo por poder decidir el próximo destino.