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PERSONAJES

88

gloriosos

Hace nada menos que 63 años que es actriz. Sus primeras presentaciones en público las hizo como concertista de guitarra, con una presentadora increíble: Alfonsina Storni. Después siguieron décadas del mejor teatro, y más tarde la televisión. Hoy, Lidia Lamaison es una señora que a su paso cosecha admiración.

Por Marta Dillon

El beso muere en una mejilla fría. Es un gesto común, darlo en el momento del saludo, pero la señora, antes que nada, marca los límites. ¿Por qué debería besar a una perfecta desconocida? No lo dice, pero su falta de gestos es inequívoca. Ya advirtió que tiene poco tiempo y que no le gusta perderlo. Antes incluso de llegar a la mitad del salón donde la esperan, pregunta si ya está todo listo para las fotos y se enfurruña cuando le proponen un cambio de planes: ¿qué necesidad hay de buscar otro lugar, si en ese salón con aspecto de museo ya le han hecho entrevistas con grandes cámaras de televisión? No, no hay opciones y ella se acomoda en el sillón Luis XV donde se siente cómoda, echa hacia atrás su cabeza coronada por una boina roja y acomoda las manos a los lados, sobre los apoyabrazos, donde las moverá al ritmo de las palabras como si fueran pájaros picoteando alpiste. ¡Ah!, está in-dig-na-da y esta vez el pájaro de su mano se mueve con violencia, como si quisiera destripar un gusano que hay que compartir con otros. “Esto es el colmo ¿qué se creen, que pueden hacer lo que quieren? Ahora va a venir el tiempo de la usura, esto no se sostiene sin un mercado negro.” Se refiere, por supuesto, a las últimas medidas económicas y recita su lamento ante ningún dios, como repitiendo un texto que hay que aprender de memoria. Pero la cita no es para hablar de economía y contiene su enojo espantando las ideas con un gesto sobre la frente. Ahora quiere escuchar las preguntas, pero nada más enunciada la primera la señora Lidia Lamaison hace su segunda advertencia. “Antes que sigas adelante te voy a decir una cosa: mi vida privada es aparte, no la toco nunca, nada, ni donde nací, ni de donde vengo, ni si tengo familia, mi vida privada es mía. Se lo digo a todos los periodistas. Obviamente no nací de un repollo.” Las pupilas azules se cuelgan de sus párpados superiores y la conclusión obvia es que mejor será dejar que ella cuente lo que quiera. No tiene caso convencer a quien durante 63 años como actriz mantuvo una conducta de la que se siente orgullosa, aunque alguna vez se le haya escapado en público un lagrimón por la ausencia de sus seres queridos. Algo que le sucede a cualquiera que ha cumplido los 88, como ella, aunque el dato más claro de su longevidad sea su memoria que entrega fugazmente escenas como destellos en la que habitan personas que hoy nombran calles.

–Me recibí de maestra, sí, pero nunca ejercí. Hasta entré en la Facultad de Filosofía y Letras, dos años estuve, hasta que me di cuenta que era demasiado, que no podía seguir esperando, que mi vocación era el teatro. Eso nació conmigo y era injusto que me exigieran un título que no me iba a servir para nada. Su madre la impulsaba a ir un poco más allá. Quería que sus hijas estudiaran, que se valieran por sí mismas. La docencia era lo que se esperaba de ella, pero la verdad es que nunca la entusiasmó. Dio clases de teatro, sí, pero la cansaba un poco la gente joven que todo lo que deseaba era irse pronto, seguir con su vida. Era el año 1938 cuando dejó las letras y dio una prueba en la compañía Juan B. Justo, un elenco del teatro independiente. Tenía 23 años y tal vez entonces se podría hablar de su pequeña figura para referirse a su escaso metro cincuenta. Decirlo ahora sería una injusticia.
–Era cuestión de decidirme y no me costó. Tal vez me arrepienta un poco de no haber seguido con la música, ahora me doy cuenta que podría haberlo hecho, en paralelo. Pero la música es muy absorbente y para hacerlo en serio tenía que elegir. La dejé. Di mi último concierto de guitarra en el café Tortoni. Allí, abajo, había un reducto que se llamaba La Peña y tuve el lujo de que la primera vez me presentara Alfonsina Storni. En esa peña los mecenas eran Alfonsina, Quinquela Martín, Norah Lange, es decir, un grupo de intelectuales y pintores. Yo tenía una gran admiración por esa gran poeta, me acuerdo cuando dijo que iban a escuchar a una joven concertista, habrá sido en el ‘35. Era un reducto para amantes del arte, había quien recitaba, quien escribía...
Modula la palabra reducto como quien la paladea. Le gusta y la va a repetir, es fácil sentir el olor del tabaco y el alcohol cuando la nombra y hasta vislumbrar los ojos achispados de sus amigos dejándose caer sobre la pequeña figura de esa casi adolescente que a los 20 arrancaba música clásica de su guitarra.
–Sí, éramos bohemios, pero te diría que de un modo un tanto sui generis. En aquel momento era distinto a lo que degeneró la bohemia ahora, no lo digo en sentido peyorativo, sino para figurarte en qué se convirtió. En La Peña había más que todo artistas, amantes del arte. Quinquela en todo caso podría decirse que era un auténtico bohemio, fantástico, que sentía el arte de una manera especial, se desprendía de lo material. Un bohemio es quien desprecia todo lo que sea artificio, frivolidad, está tan imbuido en lo suyo que no especulan con respecto a lo demás, al éxito. He conocido muchos así que tal vez no salieron a la luz como Quinquela o Alfonsina, ella era una mujer fantástica en ese sentido. Pero después la cosa fue transformándose en algo mucho más exterior, todo ese movimiento hippie, se hizo más extrovertido. Aquellos no, se metían en reductos muy cerrados que a mí me encantaban, entrabas allí y te envolvía el clima, se tomaba lo que uno quería y la gente estaba para conectarse. No iban muchos actores, pero estaba Milagros de la Vega que junto a su marido hacían lo que ellos llamaban el “teatro íntimo” y ahí me sentía a mis anchas. No intervenía, pero recuerdo mi desesperación por estar del otro lado.
Lidia cree que fue su determinación la que hizo aparecer la primera oportunidad de actuar. Alguien le presentó a un director, ella lo miró con sus ojos de agua y le pidió que le tomara una prueba. “A ver, hacé algo”, le dijo el hombre y ella leyó un fragmento de una obra que llevaba en la cartera. Enseguida la incorporaron al elenco, y en la primera obra fue también la primera actriz.
–Esos grupos independientes eran especiales porque les encantaba que se acercara gente con ganas de actuar. No pensábamos en la fama, sólo en el teatro, y hacíamos todo, desde barrer el salón hasta armar el decorado. Tuve la suerte de que un día me preguntaran si me animaba a hacer una obra. ¡Claro, cómo no! A esa edad una se anima a todo. Y debuté con Cándida, de Bernard Shaw, un lujo. Y fijate que yo era muy jovencita y ya tuve que hacer de persona mayor, porque Cándida tenía bastante más de treinta. El estreno fue en una casona con un gran patio, todo muy precario, pero para mí era el Colón. Mi mamá y mi hermana fueron a verme, estaban chochos, fue una linda experiencia.

En sólo un año pudo dejar el teatro independiente, le gustaba lo que hacía pero quería más. Y sobre todo deseaba dejar de depender de su familia. Al teatro profesional llegó de casualidad, dice, aunque esa palabra le molesta un poco. “Un día me vio trabajar un peluquero teatral y se quedó encantado, él conocía a Blanca Podestá, ya una vieja actriz en ese momento y me la presentó, más o menos por esta época, diciembre. Y fui con mi mamá, como se iba antes a todos lados, con la madre. Me presenté y me dijo que volviera en marzo, pero en marzo me desilusioné: ‘Qué lastima, porque ya tengo toda la compañía formada, pero déjeme su teléfono por cualquier cosa’”. Y la llamó, a la semana siguiente, antes de que tuviera tiempo de digerir la desilusión del primer día. Faltaba la actriz joven y bonita de la compañía y esa era Lidia. Su primer papel en el teatro Smart –el mismo que hoy lleva el nombre de Blanca Podestá– representando la adolescencia y juventud de Marie Curie le valieron su primer premio, premio Revelación, por supuesto. Desde entonces nunca dejó de trabajar. Jamás tuvo apremios económicos ni tuvo que aceptar un papel que no le gustaba por falta de ofertas laborales. Se dice a sí misma una mujer de suerte, pero no es lo único que le tocó en la vida, su talento no sólo le sirvió sobre las tablas, también supo elegir el lugar en el que quería estar.
–Es cierto, la mayoría de las mujeres de mi generación soñaban con casarse y tener hijos. Yo no, pero no por eso puedo decir que sea trangresora. No era distinta del resto de las mujeres. Además he llevado mi carrera de una forma particular, muy tranquila, sin ningún exhibicionismo, la mía es una carrera limpia, sin alardes, sin grandes notas de tapa ni excentricidades. Me dediqué sólo al teatro. Y a la televisión, desde el primer momento. Fíjese que una vez rechacé una nota, no voy a nombrar la revista, pero me invitaban a hacer una exhibición en un ámbito que no era el mío, con ropajes que no eran los míos, me querían mostrar como alguien muy espectacular y muy frívolo. No me interesó, en las notas quiero que me vean como persona, en el escenario como personaje.
–De todos modos tocar la guitarra por las noches en una peña de intelectuales y artistas a poco de cumplir los 20 y en el año ‘35 habla de una mujer que desafió algunos mandatos.
–¿Por qué? Ni las peñas ni las casas en las que nos reuníamos eran transgresivos. Además tuve una compañera del Normal que también fue actriz. Dejó la actuación cuando se casó, es cierto... yo me casé grande, pasados los treinta. No lo hice antes porque no se presentó la oportunidad. Tenía grandes amigos de joven, sí, y algunos pretendientes. Nos divertíamos mucho con Manuel Peyrou, un gran escritor, y con Alberto Girri. Nos reuníamos en la casa de una señora, Marika Herbstein, donde iba también Ulises Petit de Murat, Borges, hasta conocí a León Felipe, un gran personaje ¡con esa barba! Manolo era mi gran amigo, charlábamos hasta cualquier hora. Y no se crea que hablábamos de literatura nada más, nos divertíamos simplemente. Hasta llegué a conocer a Federico García Lorca la primera vez que vino a Buenos Aires. No me acerqué a él, pero tuve la oportunidad de conocerlo.
–Entonces usted es de las que cree en la amistad entre el hombre y la mujer.
–Por supuesto, aunque no le voy a negar que una vez tuve un amigo que quiso avanzar, lo digo sin sentido peyorativo, en fin, quería otro tipo de relación. Pero los dos supimos que sí lo hacíamos perderíamos la amistad. Seguimos siendo amigos.

Hace casi treinta años que su rol en televisión es ser la abuela de la telenovela. Es un rol que representó aun antes de tener la edad necesaria. Nunca quiso ser la estrellita de ninguna compañía aunque ocupó ese lugar en el Teatro Cervantes –primera actriz entre 1942 y 1949–, en el TeatroSan Martín y muchas de las películas que protagonizó en aquella era dorada del cine argentino. “En un mismo año hice de vampiresa joven y de madre mayor, mi sueño fue siempre interpretar distintas cosas, le repito: no quería ser famosa, quería ser actriz.” La televisión le hizo lugar en los ciclos más prestigiosos –unitarios como “Nosotros y los miedos”, “Compromiso”, “Alta comedia”, etc.-, pero el gran público la conoce por su rol en los culebrones de la tarde. Puede haber sido buena o mala, con esa falta de matices que caracteriza al género, pero siempre ha sido memorable. “Aunque últimamente me llaman nada más que para la buena de la película.” No tiene preferencia por las villanas, pero sabe que se imprimen más fácilmente en la memoria del público. Todavía queda algún taxista que le menciona a la señora Lindsay, su papel en “Muchacha italiana viene a casarse”, esa abuela perversa que quería evitar a cualquier precio que su nieto ¡Rodolfo Ranni! se case con la sirvienta inmigrante. Igual ella siempre quiso pasar lo más desapercibida posible, no le gusta firmar autógrafos ni que la interrumpan cuando va a algún restaurant. Cuesta creer que alguien, a la edad de Lidia Lamaison, quiera seguir desplegando la actividad que esta mujer desarrolla sin una queja, siempre agradecida. Este año grabó la tira “Provócame” –con Chayanne y Araceli González–, hizo dos obras de teatro distintas cada fin de semana en El Andamio y se ocupó de sus tareas como vicepresidenta de la Casa del Teatro, ese hogar para actores y actrices jubilados y sin recursos.
–Es una obra de bien público, siempre me pareció bien que alguien se ocupe de quienes después de tanto trabajo, por diversas circunstancias, no pueden sostenerse. Ahora tenemos 48 pensionados, cada uno en su habitación, con sus cuatro comidas. Viven muy bien, pero a esto hay que sostenerlo y sólo tenemos un pequeño subsidio de la Ciudad. No es fácil pero nos las arreglamos, organizamos funciones, desfiles, ferias, de todo.
Los pensionados son sus pares, por vocación y por generación, pero en los veinte años que lleva en la comisión directiva de la casa del Teatro, jamás pensó que podría servirle a ella misma. De ninguna manera. “Me parece importante ser solidario con los pares, aunque hay que reconocer que todo es obra de esa mujer –dice y señala un enorme cuadro de cuerpo entero–, Regina Paccini de Alvear, la idea fue de ella. Era una cantante de ópera magnífica a quien Marcelo Torcuato de Alvear persiguió por toda Europa para que se casara con él. Y al final ella cedió, se casó y dejó de cantar. No, a ella no la conocí. Pero sí a Marcelo T. del Alvear, yo era abanderada un 25 de mayo y pasé con mi bandera por delante suyo, lo vi de reojo. ¡Si tendré años! Pero la verdad es que ahora que dicen que la gente es más longeva yo quisiera vivir más de cien años, y tengo la impresión de que lo voy a hacer. Pero quiero vivirlos en plenitud y trabajando.
–¿Le teme a la muerte?
–Ni siquiera pienso en ella, no le temo porque no está en mis planes.
–¿No se asusta siquiera cuando siente algún dolorcito?
–Tengo una salud increíble, por eso puedo desplegar tanta actividad, mi salud es un privilegio pero estoy atenta a las señales. Soy obsesiva con mi trabajo, leo los textos hasta que les encuentro la vuelta, nunca me duermo sobre ellos. Mientras tenga memoria y salud seguiré trabajando. Pero cuando me empiece a dar cuenta de que estoy fallando voy a dejar ¿Sabe por qué? Porque soy muy orgullosa y no quiero que nadie sienta lástima por mí, que digan pobre Lydia, tiene que repetir en televisión, pobre, no recuerda sus textos. Ahí me dedicaré a otra cosa.

“Me quedé viuda a los 64 y nunca más volví a enamorarme. Te diré que hubo quienes se me acercaron con ciertos fines especulativos, pero no me interesaba, estuve muy enamorada de mi marido... podría haberme pasado otra vez, ¿por qué no? Pero no sucedió. No tuve hijos, tal vez porque me casé con un actor y no nos dimos el tiempo.” Nada en ella habla de cuentaspendientes, ni de arrepentimientos. Dice y repite que vive el instante, que no habla de proyectos, que el presente es lo único que valora. A pesar de que defiende el género telenovela –”cualquier cosa, desde un streap- tease hasta Shakespeare, valen si están bien hechos”– se quita de encima cualquier asociación libre con la sensiblería.
–Te voy a contestar lo que me preguntás pero primero te voy a aclarar que no soy para nada nostálgica. Pero de mi vida recuerdo con especial cariño esa época del Normal, cuando era una estudiante y mi vocación todavía era un sueño que yo ensayaba armando todos los actos para el fin de curso. Todavía me llaman de la escuela para algún evento especial y me emociona ver ese pequeño tablado en el que hice mis pininos en la actuación. Era un época de una gran libertad para hilvanar proyectos.
La independencia es su bien más preciado. Ella organiza su tiempo, sus días, sus trabajos. Le gusta hacer televisión y es un modo de vida, pero la agotan las grabaciones que acomodaron su reloj biológico para abrir los ojos, cada día, a las seis de la mañana. Y también para desear más que nada ese “whiskicito que tomo mientras me saco la ropa, el maquillaje, me baño... un placer antes de la comida. Que sí, acompaño con un vasito de vino. También pueden ser dos”. Lydia se cuida en las comidas, de hecho es naturista. Pero sabe que los placeres también alargan la vida.
–También me hago mis escapadas. Tengo una amiga que es dueña de Clásica y Moderna, una librería y confitería en la que hay números musicales, Natu Poblet, y cuando voy a verla sí, nos quedamos hasta cualquier hora. Nos quedamos charlando, un grupo reducido, hasta que sale el sol. Pero por eso voy poco, voy cada tanto.
No es que sea desapegada, siente un gran cariño por sus sobrinos, sus sobrinos nietos y bisnietos. Sólo que no le gusta estar encima de nadie, al contrario, lo que más le gusta es la soledad, habitar su casa, estar en silencio.
–Cuando estoy sola por momentos, por supuesto, leo. También cocino, me encanta cocinar, es mi hobby. Veo televisión. Y a veces me siento y no hago nada. Es una forma de estar conmigo misma, de hacer una especie de autoanálisis. De modo que a veces me siento, pienso en algunas cosas, no en todas, ya lo dijo Rainer María Rilke, “a los recuerdos no hay que amontonarlos, hay que seleccionar los mejores”... y revivo esos momentos que me hicieron tan bien...
–¿Por ejemplo?
–No, no puedo contar ninguno, son míos, ya dije que soy muy celosa con mis cosas.

No es una mujer transgresora, ya lo dijo. Tuvo una vida normal, viajando aquí y allá con distintos elencos. Y no le gusta hablar de su vida privada, quedó claro. “Pero hay una confidencia que le voy a hacer: yo me declaré a mi marido.” La picardía le hace bailar un poco los ojos azules, y la mano se abre en un abanico de uñas pintadas y anillos de brillantes antes de taparse la boca. “Fue sin palabras, a veces una mirada, un beso, es más que suficiente...”
–Sólo por tener una pintura de la época me animaría a preguntarle si se casó usted virgen.
–Y justamente por eso no te lo voy a contestar.