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Hermenéutica del cirujeo

Por Laura Isola

Historia del comer y del beber en Buenos Aires. Arqueología histórica de la vajilla de mesa propone una enriquecedora articulación entre la arqueología urbana con la documentación histórica para saber, aunque sea un poco más, aquello que no está en la “gran Historia”. Además, como agregado, la prosa de Daniel Schávelzon se inscribe en la tradición de los buenos libros de divulgación, que sin distraer la calidad (garantizada por un profuso sistema de citas y excelente bibliografía), narra con agilidad y elegancia cómo fueron cambiando los hábitos del comer y del beber como modo de definir los cambios culturales.
Si lo que se busca es el dato curioso, enterarse de que, en el siglo XIX, en Buenos Aires se comía mucho más pescado y aves que lo que las crónicas de los viajeros indican, o que los gauchos eran unos fanáticos de las especies (cuando su dieta pareció ser por mucho tiempo carne y más carne), el lector se sentirá más que satisfecho.
Pero Historias del comer y del beber... logra ir más allá de la anécdota bien documentada, alimento de una curiosidad por lo pintoresco. El texto estimula un estimulante planteo histórico e ideológico: hacer historia de los que no la tienen. “¿Los esclavos comían?” es el nombre de uno de los capítulos del libro, en clara correspondencia con la pregunta brechtiana “¿Quién construyó Tebas de las siete puertas?”. Las fuentes no nos dicen nada de aquellos albañiles anónimos ni de estos esclavos, y es por eso que la pregunta conserva su fuerza inquietante.

UN LIBRO CON HISTORIA Historias del comer y del beber... tiene su propia prehistoria: “Este libro es la primera parte de otro libro: un catálogo muy técnico de 400 fotos destinado a especialistas que necesiten ubicar algún trozo de cerámica. Trabajé con más de 500.000 piezas y lo que ahora es un libro era la introducción de ese catálogo con la explicación sobre para qué y cómo se usaron esos cientos de pedazos de cerámica. Cuando le llevé a la editorial todo el paquete, me dijeron: `De esa introducción podemos hacer un libro, todo lo demás buscáte otro que lo publique’. Ese otro libro lo está publicando una fundación, para especialistas. Por otro lado, la parte que sí interesaba a los editores de Aguilar tenía que estimular una lectura ágil para un público general. No es un libro para tres tipos que están en un tema sino libros de librería para la mayor gente posible. Me pelearon mucho para que la narración fuera ágil. Ni siquiera querían notas a pie de página. Pero yo no puedo perder mi relación con lo académico, y por eso quedaron las notas”.
Pero hay más. Para Schávelzon, arquitecto y pionero de la arqueología urbana en la Argentina, la historia de la gastronomía es la historia del cambio: “En muchos libros sobre este tema se parte de una premisa falsa, que es que siempre se comió igual. `Siempre se comió asado’, por ejemplo, aunque lo que nos muestra la arqueología es que no era así. Se considera el comer como un hecho acrónico, es decir sin historia. Esta publicación coincidió con un par de libros que salieron el año pasado sobre la historia del comer en Buenos Aires. Esos libros desde el punto de vista académico son atroces, no tienen rigor alguno: las citas son inventadas y tienen errores de siglos, no sólo de años. Si no se ve el proceso en términos históricos y se mezclan prácticas del siglo diecisiete con las del siglo dieciocho, no se entiende nada”.

LA ARQUEOLOGíA DEL COMER Practicar arqueología urbana en Buenos Aires es una tarea complicada. Se sabe que la arqueología es un campo de conocimiento que existe desde hace un siglo y opera sobre lugares y restos muy antiguos, como el antiguo Egipto y las momias o la zona andina y los Incas. Por lo tanto, las ciudades parecieron haber quedado fuera de su órbita. Según Schávelzon nada es imposible, o mejor dicho: algo es mejorque nada. “La arqueología considera que las zonas de trabajo tienen que estar poco alteradas. Por lo tanto, las ciudades quedaron como zonas que no podían ser estudiadas porque todo está alterado mil veces: casas sobre casas derrumbadas, cañerías, subtes... desde hace dos siglos se viene alterando el suelo. Mi planteo, dentro de la línea de la arqueología urbana, es que pese a esto se pueden aprender un montón de cosas. Hay que ajustar los métodos y usar otros distintos a los que se usan en la arqueología convencional. Además de que siempre es mejor poco que nada: somos la última generación que podemos hacerlo.”
¿Por qué?
–El recambio urbano es tan grande que, con las probabilidades que manejamos, dentro de unos veinte años no quedará un metro cuadrado para excavar. Sobre todo en la zona de Núñez o Belgrano, donde todos son edificios nuevos. Y cuando entra la topadora, se pierde todo. Estamos perdiendo la zona más antigua de la ciudad, el centro, y que tiene una densidad urbana tremenda. Por eso es que si no lo hacemos ahora, perdemos la posibilidad, como sociedad, de conocer algo de nuestro pasado.
¿Cuáles son esos métodos?
–Por un lado, los arqueólogos tradicionales trazan cuadrículas en el piso y excavan muy cuidadosamente para luego hacer una prospección sobre el lugar. En cambio nuestro problema es que en la ciudad no tenés tiempo, estás trabajando entre obras y con los tiempos de las empresas de construcción, que no son los tiempos de la ciencia. Yo excavo donde me dejan, nada de cuadrículas porque no puedo ir y pedir que tiren tal edificio porque justo ahí tengo que excavar. Por ejemplo, me llaman para que trabaje antes de que empiece una obra en tal lugar, pero la empresa, por cada día de atraso pierde dinero, y no les parece rentable tener parados a los obreros durante un mes porque están los arqueólogos. El empresario no va a perder un centavo, sobre todo en una sociedad que no está acostumbrada a eso. En otras sociedades, investigaciones de este tipo pueden llegar a ser prestigiosas y el empresario se vuelve el gran mecenas que protege el patrimonio cultural. Acá hay una mentalidad quiosco y el prestigio no cotiza demasiado. Por eso hay que adaptarse a lo que hay: falta de recursos y velocidad. Además hay veces que me avisan para ir a excavar cuando ya pasó la topadora. Igual nos sirve y tuvimos que idear un sistema que, de alguna manera, reemplace a la cuadrícula típica de la arqueología de la que hablaba antes.

LA BASURA VALE ORO Ese método de trabajo del que habla Schávelzon, fundador del Centro de Arqueología Urbana (UBA), se volvió altamente eficaz con el descubrimiento de los pozos de basura en las casas particulares.
¿Cuándo los encontraron?
–A principios de los noventa. Eran como pozos ciegos pero mejor construidos. Tenían una tapa de madera y estaban recubiertos de ladrillos. Allí se tiraba la basura y tierra para que no diera mal olor. Cuando se llenaba, se hacía otro y se empezaba a llenar. Lo que significa saber que hay pozos de basura, sobre todo en el tipo de trabajo que hacemos nosotros, es invalorable porque si sabés que hay pozos vas directamente allí y no perdés tiempo. Una excavación con métodos convencionales puede llevar años.
¿Qué es lo que se estudia al estudiar la basura?
–Hay dos tipos de estudios: uno, de la basura moderna, que nace en los ‘70, cuando surge la crisis de la disposición de los residuos, y otro histórico, arqueológico, que no es otra cosa que andar rebuscando en la basura histórica. El primero, se ha puesto de moda porque sirve como estudio de mercadotecnia. Se lo usa para estudiar desde quiénes consumen tal tipo de marca, producto, etc., hasta, para saber quiénes consumendroga. Aquí se ve bien claro: si le toco el portero eléctrico a una persona y le pregunto si consume droga, es poco probable que diga que sí. En cambio, si abro la bolsa de basura a la noche puedo encontrar indicios de ese tipo de consumo. El estudio moderno de la basura ha sido muy útil para los supermercados, las grandes marcas y demás negocios. Analizar el final de la cadena de consumo es infinitamente más preciso que saber cuántas botellas de Coca-Cola se vendieron en el supermercado, y arroja resultados que exceden los meros datos cuantitativos y dice mucho de los distintos niveles sociales: qué se come o utiliza en tal lado. La bolsa de basura no miente. Es más, dice hasta lo que uno no hubiera querido decir. En cambio, mi tema es la basura desde el punto de vista arqueológico porque, como dije, esta disciplina trabaja con basura. Sólo que nosotros llamamos patrimonio cultural a nuestra basura vieja.
¿Toda la “basura vieja” es patrimonio cultural?
–No. Con la cultura material del pasado hay dos actitudes: se conserva o se descarta. Lo que se conserva queda en la casa o en el museo y cuando entra a éste forma parte del mundo del arte. Por lo general, no son cosas de la vida cotidiana de la gente sino manifestaciones del arte. Por otro lado, está lo que se desecha, lo que se fue tirando a la basura. Cosas lindas o valiosas que se rompieron, que pasaron de moda, se pusieron viejas y todas las variantes posibles para que un objeto caiga en desuso. Nosotros trabajamos con lo que la sociedad descartó a lo largo de su historia, que se transforma en la cultura material del pasado.
¿Cuál es la hipótesis de trabajo que puso a funcionar para hacer este trabajo?
–Es verdad que la arqueología, como cualquier ciencia, funciona a partir de preguntas. Nosotros estamos preocupados, por un lado, por la vida cotidiana y doméstica. Por otro, por los grupos que no figuran en la historia, que no están en los papeles.¿Dónde están los trabajadores, los esclavos?¿Qué comía esa gente? ¿Cómo y qué cocinaban? ¿Cómo eran sus casas? ¿Cómo era el patio del fondo de la gran casa dónde vivía la servidumbre? Los habitantes de Buenos Aires, a principios del siglo XIX, eran esclavos en un 35 por ciento. ¿Qué comía y qué bebía esa enorme masa de población? Es una Buenos Aires que no está contada en los libros pero que existió.
¿Entonces esas dos historias confluyen en el pozo de la basura?
–Claro. Al pozo fueron a dar los platos rotos, los residuos de comida, los juguetes de los chicos, los elementos rituales y objetos eróticos. La ventaja que tiene la arqueología histórica es que, además de la información puramente arqueológica, se relaciona con información histórica. Este libro es eso: contrastar las fuentes documentales con los restos arqueológicos. A veces coinciden y otras no. Por ejemplo, la arqueología dice que no había cubiertos y en los documentos, en efecto, no figuran porque todavía no se habían inventado.
¿Qué pasó en esta línea cuando descubrieron los restos de pescado y aves en los pozos de basura de Buenos Aires?
–Esos fueron dos pozos que encontramos en San Telmo, que tenían espinas y escamas de pescado muy bien conservados por la grasa que tiraban al pozo los curas de Santo Domingo. Por otra parte, nuestra historia fue hecha a partir de lo que los viajeros dijeron sobre nosotros. Es lógico que un inglés que comía 16 kilos de carne por año se impresionara con los gauchos que agarraban una vaca entera, la mataban y comían algo. Ni el rey de Francia mataba una vaca. Los textos románticos tenían que exagerar lo exótico y no tenía sentido contar que comían lo mismo que en Inglaterra. Para colmo, acá no había selva ni trópico ni ningún tipo de exotismo. Cuando te ponés a revisar resulta que los gauchos hervían la carne porque era durísima. Era un ganado que se cazaba. Además comían otras cosas, condimentaban con canela y comino.
¿Eso quiere decir que el asado no es tan criollo como se dice?
–Ni tan común. La mayoría de los huesos encontrados no estuvieron expuestos al fuego. Lo que se prefería era la lengua del animal, que resultaba más blanda. Para fines del siglo XVIII e inicios del XIX se contabilizaron 350 ollas y sólo 50 parrillas. Estas están notablemente ausentes hasta muy entrado el siglo XIX.

TODO ES IDEOLOGíA Es interesante notar que en un mismo hecho cultural, como el de la gastronomía, se pueden condensar elementos tan contrapuestos: la ideología y el trabajo histórico con la más absoluta frivolidad, asociada con el bon vivant. Para ello, Daniel Schávelzon tiene una respuesta: “Tomo la frase No hay gastronomía inocente usada por Revel de manera muy política. Su estudio de la gastronomía está ligado a grupos de poder, como en el caso del nazismo. Esto se puede aplicar a campañas del tipo de la de Eva Perón con la papa y otras costumbres relacionadas con el buen comer, como la obsesión actual por la comida light y natural. Yo pienso que todas las comidas están escondiendo una ideología y, además, una estructura social. Desde la producción de materias primas hasta el consumo final de los alimentos hay una larga cadena de explotación e injusticias. Me interesa más saber qué comían los esclavos o los usos políticos de la gastronomía y las preceptivas de los buenos modales. La historia del comer no equivale a una guía de restaurantes o una carta de vinos.
¿En muchos casos hay una visible discriminación a partir de esto?
–En el caso de Vicente Quesada, que incluyo en el libro, es fascinante ver cómo describe la ciudad de Buenos Aires a partir de los olores. Es él quien escribe en el siglo XIX: “puedo trazar la línea geográfica de la mala comida y de la comida criolla. Si voy con el tranway de la calle Cuyo arriba, esta via crucis es la via crucis de la comida de los fondines italianos a peso el plato. ¡Qué olor! No sé, pero me parece que tienen el olfato sucio. Por precaución pongo gotas de agua colonia en mi pañuelo”. En El matadero de Esteban Echeverría hay una descripción de las negras achuradoras que está muy cargada de xenofobia. Esos afroporteños comían las achuras por una cuestión de supervivencia, no por costumbres salvajes. El caso de la inmigración es interesante: el mismo grupo político que impulsa la inmigración se horroriza de que los inmigrantes coman distinto. No sólo había que enseñarles una lengua a la inmigración soñada por Alberdi y Sarmiento, también había que enseñarles a comer.

La hamburguesa y el fin de la historia

Por Daniel Schávelzon

Si de algo se trata este libro, es del cambio cultural. Por eso decimos que si pudiéramos invitar a cenar a Manuel Belgrano, a Mariano Moreno o a Juan Manuel de Rosas, seguramente se sentirían muy mal en nuestras mesas. No hablemos de Juan de Garay, está demasiado lejos; él ni siquiera entendería esos extraños adminículos que son los cubiertos, para qué diablos queremos platos de fondo plano de los que todo se chorrea, por qué el azúcar es blanca, o cómo hacemos para que la sal salga por esos pequeños agujeritos que tiene la tapa del salero.
Los cambios culturales son a veces difíciles de percibir, y hasta de imaginar, si no se tiene una mirada atenta apoyada en la investigación y el estudio. Tendemos a dar por supuesto que nuestros antepasados hacían las cosas de manera similar a como las hacemos nosotros, nos cuesta imaginar la realidad cotidiana del pasado, y tendemos a naturalizar nuestras costumbres y hábitos, es decir, considerar que las cosas son así desde y para siempre, por alguna especie de ley natural. Y nada más lejos a lo natural que la cultura, en este caso, específicamente, la cultura material. Muchas veces es, simplemente, por falta de datos basados en la investigación. ¡Hasta Leonardo Da Vinci ha pecado de ese tipo de ignorancia! Su monumental cuadro La última cena, pintado en Milán en 1483, muestra un error histórico: allí presenta a los comensales rodeando una mesa con bancos. Pero los romanos no comían sentados sino recostados en triclinium.
Cada cultura explica el mundo y la realidad circundante desde ella misma, desde adentro, y nosotros también hacemos lo mismo, por ejemplo cuando pensamos que la cocina de los criollos, de los inmigrantes o de los indígenas eran compartimentos estancos. Eso es un mito. En Buenos Aires se comía según la época, la clase social y la capacidad económica real de cada quien, en una compleja red de relaciones sociales, accesibilidad a productos, imagen de prestigio y consumo por modas. La cocina “de inmigrantes” de 1830 fue considerada “criolla” por quienes llegaron en 1890, y hoy nos resulta tradicional justamente lo que trajeron nuestros abuelos, quienes fueron tan criticados por las oligarquías locales. Un español que llegaba a la ciudad en el siglo XVII traía desde España costumbres gastronómicas diferentes de las de otro español llegado un siglo más tarde.
Hoy nadie consideraría los fideos como un plato de la cocina regional pampeana y, sin embargo, a fines de la Colonia se los despachaba en todas las pulperías de la ciudad, y así ocurrió durante un siglo, hasta que los italianos los asumieron como propios, aunque su origen haya sido China; hemos visto al gaucho preocupado por condimentar con canela y con vinagre, lo que haría que algunos folkloristas se agarraran la cabeza. Y la tradicional polenta italiana, que es maíz molido seco, es en realidad una tradición indígena americana llevada a Italia en el siglo XVI, que volvió para aquí en el siglo XIX tardío con la inmigración.
¿Cuál fue el cambio más importante y significativo? Sin duda, el proceso de privatización del espacio doméstico, y por ende la forma de cocinar y servir, y de comer en la mesa: platos, cubiertos, servilletas, sillas individuales y vasos; el café, el restaurante y los lugares públicos, pero a su vez con privacidad, con el menú del cual cada uno selecciona a su propio gusto. Por otra parte, el surgimiento de la alta cocina, del arte culinario: lo que importa entra también por los ojos; a fin de cuentas, los postres y las tortas son inventos del siglo XVII –cuando se difundió masivamente el azúcar americano en el mundo– y nacieron como platos de comida; debió transcurrir todo un siglo hasta que pasaron al final del servicio, como cierre de la ceremonia.
Otros cambios fueron el logro del punto exacto de cocción, la calidad del ganado vacuno, el sabor fijo de cada alimento; la importancia del sabor, que desplazó a la del olor (se abandonaron las especias del siglo XVI). Las vajillas fueron cambiando y especializándose para los nuevos gustos burgueses: los platos playos, para ser usados con cubiertos, lascopas de pie a partir del siglo XVIII, el abandono de las rústicas cerámicas y los platos de madera para usar la nueva loza, barata e higiénica. El final de la transmisión oral de los misterios arcanos de la cocina para entrar en el mundo de las recetas en libros impresos. La cocina pasó del simple y modesto fogón en el piso a los microondas, la olla de cerámica vitrificada pasó a ser de cobre, de hierro esmaltada en el siglo XIX y de aluminio, hojalata, hierro, vidrio pírex... y no falta mucho para el plástico.

Hemos logrado la hamburguesa
Si lo pensamos bien, la historia humana ha sido la búsqueda incesante y anhelante de la hamburguesa. No es un chiste: imaginemos que podemos regresar a los tiempos de Pedro de Mendoza y sus mil hombres muertos de hambre, que para comer debían –si decidían no robarles a los indios– sembrar sus alimentos, luego cosecharlos, protegerlos de plagas, prepararlos en molinos, cocinar todos los días sin poder guardar casi nada; contando sólo con los productos de cada estación y en unas condiciones en que cualquier cambio de clima destruía cosechas enteras. Imaginemos que les comunicamos que se inventó algo que no requiere nada de eso. Que gracias a Mefistófeles, o a quien sea, hay un producto que alimenta y que se puede conseguir en todas las estaciones no importando climas ni crisis, que se puede congelar y guardar años, que es igual en sabor, calidad y dimensiones en todo el mundo, que es nutritivo, rico en grasas y proteínas, de sabor estandarizado y –para esa época– exquisito; que sólo cuesta unos centavos, se lo compra en cualquier sitio del planeta, que se hace de carne vacuna, que es fácil de transportar... Era el sueño de la raza humana. ¿Cuántas personas murieron de hambre en las sequías de la Edad Media? ¿Podemos suponer que al menos la mitad de la totalidad de esa población europea murió de hambre? Y, ¿qué sucede aún en la India, en Africa, en tantos sitios de América? La esperanza de la humanidad estuvo durante siglos y siglos cifrada en la comida, en la posibilidad de un alimento barato, nutritivo y abundante.
Quizá la cajita de la hamburguesa y la lata de gaseosas sean el ideal que la humanidad buscó durante miles de años; el problema es que ahora que lo logramos, ahora que tenemos garantizada la conservación por congelamiento, el cocinar sin fuego, la posibilidad de conseguir de todo y durante todo el año, la posibilidad de consumir sin cubiertos, la de adquirir todo junto en el mismo sitio incluso de noche y en fin de semana; ahora que logramos el acceso a productos del mundo entero a precios bajos, tampoco estamos satisfechos. Es más, a muchos ni siquiera nos resulta agradable porque todo ello sigue encerrando tremendas injusticias, como las ha implicado la alimentación en todos los tiempos; ya dijimos, parafraseando a Revel, que no hay gastronomía inocente.
Y si bien el refrán dice que antes (¿cuándo fue antes?) se comía mejor que ahora, no por eso todo tiempo pasado fue mejor; salvo porque en el futuro, si seguimos con la hamburguesa, ya no se necesitará vajilla y por lo tanto la historia que narra este libro se habrá acabado. Y como dijo aquel gaucho de la novela Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes: “¡Lástima no tener dos panzas!”, lo cual es siempre mejor que el tradicional: “El día que llueva sopa, seguro que voy a tener un tenedor en la mano”.

 

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