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FUTURAMA
Todos somos cyborgs

Por Daniel Link

Los amos del año 2001 son los hombres de cuarenta. No es extraño, por lo tanto, que la única verdadera revolución que tengamos ocasión de presenciar en los próximos años sea una revolución farmacológica destinada, precisamente, a contrarrestar los procesos de senescencia de los varones maduros. El Viagra y sus efectos milagrosos (no tanto sobre el cuerpo, sino sobre la conciencia que de sí adquieren sus entusiastas usuarios) no es sino la avanzadilla de lo que vendrá: las terapias de sustitución hormonal, que serán las llaves maestras para garantizar tanto la esperanza de vida, que los cálculos más pesimistas llevan a 120 años como promedio y los más optimistas o delirantes –por ejemplo, los de la novela de anticipación Marte azul de Kim Stanley Robinson– hacen llegar hasta más allá de la bicentena, como la “calidad” de ese delicado soporte que es el cuerpo humano envejecido.
Las terapias de sustitución hormonal de las que el libro El hombre 2000 hace abierta propaganda y que ya utilizan los sectores más privilegiados de la sociedad –incluso en Argentina– tienden a mantener los marcadores hormonales de los hombres mayores de cuarenta años en los niveles de un varón de 20, con todo lo que eso implicaría (y el uso del potencial se vuelve de rigor en este caso) en relación con los procesos de envejecimiento del cuerpo.
Sería por completo inútil aventurar algo sobre los efectos físicos a largo plazo de esos tratamientos experimentales. Sabemos, de todos modos, que la revolución química a la que asistimos –la segunda, según los historiadores, que localizan la primera en las décadas del cincuenta y del sesenta, con la invención de la píldora anticonceptiva, los alucinógenos sintéticos, los antibióticos y la universalización de los planes de vacunación– nos convierte definitivamente en cuerpos conectados con la máquina farmacológica: los verdaderos Terminator y Robocop del futuro próximo. Resta saber qué clase de conciencia (y esto es lo que nos vuelve sujetos en crisis: críticos y experimentales) será la “adecuada” (si tal cosa fuera posible) en relación con esos cuerpos radicalmente novedosos. Son tiempos de releer a Foucault y, naturalmente, a Deleuze.
Los doctores Siegfried Meryn, Markus Metka y Georg Kindel han realizado en el libro El hombre 2000 un esfuerzo ingente para llevar a oídos del lego (es decir, del público; es decir, del mercado) las palabras necesarias para calmar la desazón que la madurez física provoca. Justo es decir que lo consiguen. Prescindiendo –sin demasiada elegancia, es cierto– de todo marco filosófico o moral, los autores definen lo que debe entenderse por proceso de envejecimiento y proponen, además de una “historia de las hormonas”, una serie de premisas para sobrellevar “la edad crítica del hombre” y garantizar la potencia sexual, el equilibrio energético y, en síntesis, la salud tanto física como mental. Luego de recorrer estas optimistas páginas, el lector sólo querrá volverse joven en la dirección que el libro promete. Cualquiera que pueda comprar las drogas adecuadas –o reclamárselas legítimamente a un Estado cada día menos benefector y cada vez más clasista– podrá disfrutar de la ilusión de eterna juventud a la que la publicidad nos tiene acostumbrados.
Lejos quedará, ya, pues, aquel glorioso reclamo de Luis Buñuel en Mi último suspiro, cuando ansiaba la vejez como ese momento en el que la llama de la carne dejará de torturar nuestras mentes, que quedan así libres para fines más nobles: la gloria del pensamiento o del arte. Tal vez por eso, un poco conscientes de la catástrofe cultural que significaría convertir a tanto percherón cansado de las fatigas del mundo en potrillos ansiosos para siempre, Meryn, Metka y Kindel insisten también en los benéficos efectos de los tratamientos hormonales en los procesos cognitivos: seremos viejos (en el sentido de sabios) en cuerpos de muchacho.
Imposible será, entonces, comprender El banquete de Platón y, sobre todo, el abismo que separaba tanto física como emocionalmente al socarrón Sócrates y al desbocado Alcibíades, y que constituye uno de losfundamentos de la cultura occidental, tal vez perdido para siempre. Habrá que revisar (dicen los doctores Meryn, Metka y Kindel) la filosofía oriental para encontrar el lugar en el mundo de los nuevos hombres.
No es sólo un problema sanitario o psicológico lo que se pone en juego a partir de las hipótesis que desarrolla El hombre 2000 sino, sobre todo, un problema político. En los próximos veinticinco años el porcentaje de personas mayores de 65 años respecto de la población total aumentará en un 82 por ciento mientras que la tasa de natalidad únicamente sufrirá un incremento de un 3 por ciento. Los “nuevos viejos” que auguran los autores de este libro permitirán resolver la crisis de los sistemas previsionales y de salud que el envejecimiento de la población podría provocar. La vejez se volverá, pues, un problema de Estado.
Habrá que revisar también, por lo tanto, esos campos donde se cultivan las más bellas flores de las teorías de la subjetividad –el psicoanálisis, el marxismo y los posmarxismos encierran las mejores variedades de ese jardín de las delicias– para encontrar los nuevos nombres para esos nuevos hombres.

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