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25 AÑOS DE GOLPE

En esta entrega especial, escritores, críticos y colaboradores de Radarlibros recuerdan un día de la dictadura militar y el modo en que la represión atravesó sus cuerpos y sus conciencias.

22 de marzo de 1976

Por Laura Ramos Mi valijita sólo contenía Artaud, el disco, un fabuloso raído saco de terciopelo violeta, Doktor Faustus, el libro, y una poción de talco que oficiaba de cosmético para ir de caza. El gótico flamígero de tal jovencita, en una pensión de estudiantes de la ciudad de Córdoba donde se cantaban letanías escatológicas que comenzaban “una vieja y un viejo”, no tenía destino. Era un equívoco, un error. El día 22 de marzo de 1976 llegó mi padre (Jorge Abelardo Ramos, historiador y político, líder del Frente de Izquierda Popular) al pensionado. Me pidió que lo acompañara al campo, su refugio desde que lo echaran de la Universidad de Buenos Aires y prohibieran sus libros, un año atrás. Allí, en Despeñaderos, una zona tan infértil y desafortunada que mi abuela rebautizó como Desamparados, me enteré de que al día siguiente, 23 de marzo, habría golpe de Estado. La misma noche del 22 –y nunca fue tan páramo del Yorkshire como esa noche-, mi padre se despidió de su esposa y de mis tres hermanitos, y con un apresurado saludo me dijo adiós. Se fue en un auto conducido por un camarada de la Orden a la que pertenecía, rumbo a un escondite en la ciudad. A la mañana siguiente, el golpe no se produjo. Esa noche me fui a dormir con alivio, sin saber que el campo ya estaba rodeado por el Ejército. Me despertaron en la madrugada; mientras un teniente requisaba nuestros documentos, pude ver una larga fila de soldados arrodillados, con sus armas apuntando hacia el cielo, que se extendía a lo largo de la llanura. Los dos camaradas que habían quedado con nosotros fueron arrestados. Esos meses en que viví en Desamparados, mientras en nuestra patria corría el Mar Rojo y mi padre se mantenía escondido en algún lugar de la ciudad, dejé de usar talco en el rostro, que a su pesar tomó un repugnante tinte rosado. Los dos camaradas fueron devueltos unos días después. Fue un invierno dickensiano en el que leí bastantes novelas, ejercité mis músculos sacando agua del aljibe y, por sobre todo, acuñé muchísimo material para mis futuras historias de huérfanos y madrastras; una temporada sin caza, entre otras cosas.

6 de septiembre de 1976

Por Alan Pauls El seis de septiembre de 1976, diez minutos después del mediodía de un día fresco pero radiante, uno de esos páramos de sol y aire completamente diáfano con que el invierno imita, rencoroso, a la primavera, un chico de diecisiete años, recién salido del colegio francoargentino donde cursaba quinto año, más exactamente de la clase de Filosofía donde, como todos los viernes, Jean Poutet, un profesor bajito, de pelo lacio y ralo, con las yemas de los dedos blanqueadas por la tiza, había glosado una vez más, ante un rebaño de cabezas distraídas, dos o tres páginas entusiastas de El manifiesto del Partido Comunista, caminó solo, porque sus compañeros, como todos los viernes, habían decidido quedarse a comer en el comedor escolar, contentos de prolongar un poco la felicidad grupal, pero envidiosos, también, del programa que todos los viernes, día corto, lo llevaba directamente del colegio hasta un puesto de panchos escondido en una galería moribunda de la avenida Córdoba entre Florida y San Martín, donde se encontraba desde hacía años a almorzar con su padre, la cuadra larga que lo separaba de la parada del colectivo 42, frente a la Fiat, a pocos metros de donde habían ametrallado, o secuestrado, a Oberdán Salustro, un nombre que había quedado oscilando en su cabeza como un extraño talismán, más brillante que las circunstancias sangrientas en las que lo había oído por primera vez, y desde allí, reclinado contra el paredón del Instituto del Lisiado, que esa vez, como tantas otras, dejaría en su espalda un rastro blanco del que su padre, media hora más tarde, volvería a burlarse, vio cómo un Ford Falcon que venía a toda marcha por Echeverría se adelantaba a un Renault 6 amarillo, exactamente igual al que en esa época seguía manejando su abuela, y después de forzarlo a doblar a la derecha por Ramsay y encerrarlo, escupía a dos hombres armados que arrancaban literalmente del asiento delantero del Renault 6 a un hombre bajo, casi tan bajo como el profesor Poutet, vestido con un pulóver bordó, y, arrastrándolo de las axilas por la calle, lo metían en el asiento trasero del Falcon, donde esperaba un tercer hombre, y después, con la misma rapidez de cine mudo con que había sucedido toda la operación, desaparecía doblando en la esquina siguiente, Ramsay y Sucre, desde donde los ojos del chico volvieron, lentos, para posarse en el Renault 6 que había quedado abandonado en medio de la calle, con la puerta delantera abierta y el motor, del que ahora le llegaba el rumor ininterrumpido, todavía en marcha, un auto andando pero quieto, sin nadie, tan nítido bajo el sol del mediodía que parecía enceguecer, o volverse irreal, o empequeñecerse, hasta quedar tatuado en su memoria, menos como un recuerdo que como un espejismo, la clase de visión que, imaginó, sólo debía experimentarse en el desierto, donde no hay nada que ver, y que, conservada a través de los años por la perplejidad, le dice todavía hoy, un veinte de marzo, casi un cuarto de siglo después, que el mundo es una morada que puede quedar vacía.

21 de septiembre de 1976

Por Raúl Antelo En el invierno de 1976 todavía daba clases de Lengua en un instituto militar. Un papel, sostenido por un clip en el libro de asistencia de profesores, nos invitó un día a elegir, el 21 de septiembre, cuál era la ventana florida más bonita de la escuela. Conocía ya el ensayo de Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproducción multiplicada: me fui del país. Ignoraba, sin embargo, que tres años después volvería a la ciudad y que una nueva moldura –otra ventana– me reiteraría el horror pasado. En el otoño de 1979 se presentaba un libro mío en Buenos Aires. Después del cóctel en una institución cultural de Ayacucho y Las Heras, me fui con algunos amigos a cenar a Corrientes. Tomamos un colectivo: éramos media docena o poco más. En las dos cuadras por la avenida, hasta llegar al restaurante, mirar a la gente, ser mirado por ella, me hizo toparme con lo abyecto de lo real. El grupo se reía y yo reía con el grupo. Tras tanto tiempo de separación, nos habíamos reencontrado y había voluntad para suspender el tiempo. Las miradas externas, sin embargo, eran aterrorizantes. “¿De qué se ríen? ¿Qué conmemoran? ¿Che vuoi?”, parecían decirnos. En ese instante, mi mirada descubrió la ambivalencia. Jugaba, al mismo tiempo, en el sentido del poder, como señora de la situación, tratando de observar cómo era la vida cotidiana en mi propio país, que me era tan ajeno, y sin embargo trabajaba también en el sentido de mi impotencia, como objeto de una mirada censora, maniatado a la condición de testigo pasivo de una invasión de intimidad. Como la reina de “La carta robada”, veía que me robaban, pero debía disimular. Cualquier gesto me delataría ante la autoridad que, estando presente, filtrada, diseminada, entre tantos ojos, nada sabía ni debía saber sobre los intercambios de las miradas. Pero el cruce inquietante no era simplemente dual. No era la observación inocente versus el control censor. Había un tercero implicado, anónimo y colectivo que, obnubilado entre la normalidad de los actores locales y la anomalía del observador imparcial, podía ver la escena, aunque no captase su sentido. Y el observador impotente, esa nada que era yo, aun cuando se daba cuenta de las consecuencias probables y efectivas de cualquier acto suyo, permanecía condenado a la pasividad testimonial toda vez que cualquier acción de su parte llamaría a la sospecha y reacción del Otro ignorante. En esa nueva e insospechada ventana se contenían, se contendían, una apuesta de sobrevivencia, la de que el otro no debe saberlo todo, y el semblante de un saber neutro, bajo el cual se ocultaba el agente obsceno de una voluntad omnímoda.

12 de octubre de 1976

Por Daniel Link Como tantos otros, me di cuenta tarde del golpe. En marzo de 1976 yo tenía 16 años, empezaba quinto año de la escuela secundaria y era secretario general del Centro de Estudiantes (cuyo presidente era José Luis López Ibáñez, actual funcionario de Turismo –creo– en el disoluto o inexistente Gobierno nacional) y creía que el golpe de Estado era uno más de la larga lista de sublevaciones militares que habían acompañado mi infancia (“Me acuesto con Illía –así acentuado–, me levanto con Onganía”, era un versito que había aprendido de mi abuela). Ese año nos tocó organizar el acto del Día de la Raza. Yo fui designado para hacer el guión de esa pieza con la cual nos despediríamos del colegio. Entre los textos que se leyeron, había fragmentos del Canto general y de Confieso que he vivido de Pablo Neruda. Entre las canciones que tocaron y cantaron mis amigos músicos de entonces, incluimos ese fragmento de la Cantata Sudamericana que dice: “Otra emancipación, otra emancipación/ les digo yo/ les digo que hay que conquistar/ y entonces sí/ y entonces sí mi continente acunará/ una felicidad, una felicidad/ con esta gente chica como usted y como yo”. La profesora de Historia, la Sra. Silveyra, y otras esposas de coroneles y capitanes responsables de nuestra educación abandonaron el salón de actos de inmediato (lo que, a nuestro juicio, fue un insulto a la bandera de ceremonias). La profesora de Literatura, a quien secretamente yo le dedicaba mis estúpidos poemas de entonces, me convocó para decirme que todos los que habíamos participado de esa conmemoración corríamos, entre otros riesgos, el de ser expulsados del colegio. Nos habíamos transformado en “rojos” que hacían “propaganda subversiva”, no ya por los textos y canciones que elegimos, sino también por el uso del color del telón del teatro de mi colegio. Entonces me di cuenta de que algo más grave que Lanusse estaba sucediendo. Yo era buen alumno y mi beligerancia política se había canalizado hasta entonces en el reclamo de más papel higiénico en los baños y cosas por el estilo. No entendía lo que pasaba. Tampoco entendía lo que pasaba en mi familia, angustiada y dividida por la desaparición de mi primo Fernando Rizzo, con cuyos libros, que le compré años antes a precio de saldo, había armado mi primera biblioteca. Ese 12 de octubre, mis amigos y yo empezamos a entender lo que había pasado, yo empecé a entender lo que significaban los enloquecidos viajes de mi tía a los cuarteles y las cárceles de todo el país tratando de encontrar sin suerte a su hijo, y lentamente nos fue dominando la tristeza de una pseudo-vida vivida a escondidas y el horror de la realidad, que empezaba a atravesarnos. O mejor dicho: nosotros, que abandonábamos el colegio, empezábamos a circular a través de una realidad horrible con la tristeza del testigo de algo de lo que nunca podrá hablar con dignidad.

31 de diciembre de 1976

Por Roberto Jacoby Probablemente lo abismal del terror no reside en el riesgo de ser capturado por el enemigo, sino en no saber quién es el enemigo y quién el amigo. En lo más hondo del terror está la incertidumbre. La oscuridad. En la comida del 31 de diciembre de 1976, uno de los familiares telefoneó desde el “chupadero” (la palabra retrata la moral de una época, pero entonces no se hablaba de “desaparecidos”) donde se hallaba cautivo. En la sobremesa de Pascua, en 1977, otros parientes negaron la existencia de los campos y respaldaron la eliminación de subversivos. Una madrugada, por la calle Ayacucho, me cruzó un “chupado” con un maletín oscuro. Yo sabía que sus captores habían visitado su departamento y dormido bajo el mismo techo que su mujer y niños, tiempo atrás. La tecnología de la “desaparición” lleva la incertidumbre al paroxismo. No hay rostros, no hay cuerpos, nada ha sucedido, todo es duda y sospecha. Invisibilidad e impotencia. Pero de esos años atroces también puedo evocar recuerdos simétricos y opuestos. Un día de 1978 o 1979, mi hermano me invitó al Teatro de la Cortada en la calle Venezuela (más tarde, el Parakultural). Vi, oí, por primera vez, a Patricio Rey y su circo maravilloso, actuando entre el público, asientos en semicírculo, colores brillantes y disparate. Otras noches, en el Estrellas, la troupe del Plauto de Roberto Villanueva abría un espacio de alegría y belleza o Jorge Bonino ayudaba a vivir; a veces, eran los shows de Virus o los dibujos de Daniel Melgarejo. Supe de los escritores, poetas, filósofos, analistas que daban cursos o talleres en sus casas; leí las revistas que increíblemente aparecían, vi las muestras de Pablo Suárez o Ricardo Carreira, compartí la vida con investigadores que seguían incluso publicando. Luz, sonidos, cuerpos y voces en el momento de manar. Potencia. Es extraño que toda esa vida resistente no ocupe un lugar trascendental en “la memoria y el imaginario” colectivos. La cultura “del Proceso”, ¿será otra desaparecida?

30 de abril de 1977

Por Carlos Gamerro Busqué (y encontré) una fecha que representara el primer momento de luz en una tiniebla que parecía hasta ese momento absoluta y triunfante. Ese día puede ser el sábado 30 de abril de 1977, cuando un grupo de madres cuyos hijos habían sido secuestrados –todavía no se los llamaba desaparecidos– fue a Plaza de Mayo a pedir audiencia al presidente; o el viernes 6 de mayo, cuando ya eran tres docenas, o alguno de los jueves siguientes, preferentemente aquel en el cual un policía les dijo que circularan y, tomándolo literalmente, empezaron a caminar en círculos alrededor de la Pirámide de Mayo. En mi calendario personal, el Mayo de 1810 es un mes mucho menos trascendente para la historia argentina que aquel de 1977. Hasta ese momento, los militares habían logrado todo lo que se propusieron: que los periodistas dejaran de informar la verdad, los abogados de defenderla, los jueces de hacer justicia, los militantes de luchar, los trabajadores de reclamar sus derechos. Nada ni nadie podía detenerlos. Eran omnipotentes. Cada tanto a alguno hasta se le daba por creerse Dios. La matanza desatada por la última dictadura fue una tarea exclusivamente de machos —casi no hay registro de mujeres que hayan participado en las tareas de la represión—. Con todo lo que entrara dentro de su lógica masculina del poder, con eso podían. Pero con esas mujeres no supieron qué hacer. Algo les había fallado en los cálculos. No habían contado con las madres. No había manera de convencerlas de que desistieran en sus reclamos, ni siquiera la amenaza de muerte alcanzaba. Lo único que podían hacer para pararlas era matarlas a todas, y no pudieron. Hasta ese día no habían hecho sino avanzar; ese día empezaron, al principio imperceptiblemente hasta para ellos, a retroceder. Los pañuelos blancos de las madres fueron ese primer destello de luz en una oscuridad hasta entonces impenetrable. Una tradición de la época talmúdica dice que en cada generación hay treinta y seis justos de los que depende la existencia del mundo. Éstos pueden ser ignorados por sus coetáneos, pueden no conocerse entre sí, pueden incluso ignorar cada uno su valor, pero juntos son los pilares que nos justifican a todos ante Dios, y quizás ante nosotros mismos. A Borges le gustaba jugar con esa idea, que recurre en varios de sus textos. No sabía (no podía saber, ya que no lo sabía ninguno de nosotros, ni siquiera ellas lo sabían) que a pocas cuadras de su casa, ese 6 de mayo de 1977, esos treinta y seis hombres justos eran en realidad mujeres.

Invierno de 1977

Por Juan Forn Tiene que haber sido en el invierno de 1977. Una noche entre semana. Lo sé porque yo estaba con uniforme del colegio y ella también. Ella era un par de años más chica que yo, se llamaba Verónica y era la hija de Héctor Viel Temperley, el poeta. Estábamos ahí, en la puerta del BarBaro, para que yo conociera por fin a un poeta de verdad. Había poca gente adentro, y Héctor no estaba. O todavía no estaba: eso pensamos, y por eso esperamos afuera. Hasta que nos pareció peor estar afuera que adentro. Las calles del centro, de noche, daban miedo –aunque yo ni sospechara el motivo real–. Cuando Verónica vio entrar a su padre, nos presentó y, por lo menos en mi recuerdo, nos dejó hablar a solas. Durante la hora que siguió, por primera vez en mi vida yo pude escuchar cómo pensaba –y ver cómo vivía, al menos por ese ratito– un poeta de verdad: eso que secretamente quería ser yo también, algún día. En mi recuerdo, Héctor es el primer adulto que me habló como un igual. No es culpa de él que yo no entendiera nada; que creyera que me estaba hablando de poesía cuando hablaba de riesgos. Necesité casi tres años más para empezar a entender cabalmente (recién a los veinte, cuando desemboqué casi por azar en una comuna de exiliados en Sitges y una noche escuché, de boca de ellos, varias de esas historias atroces que hoy todos conocemos). Sé que no voy a ser nunca un poeta, pero igual trato de no olvidar eso que me dijo Héctor Viel aquella noche en el BarBaro.

Noviembre de 1977

Por María Sonia Cristoff Un día no me dejaron ir a dormir más a lo de Tamara. Yo estaba desconsolada: Tamara era mi amiga-novio, mi conexión con el mundo que estaba más allá de mi vida de pueblo. Fue en el 77, porque me acuerdo que cursábamos el último año de la primaria y a mí esa prohibición me sonó a mal final. Las excusas que ese día me dieron mis padres fueron vagas, confusas. Con los años supe que lo que ellos temían era que una noche de ésas entraran a la casa de los padres de Tamara y se llevaran a alguien. Tamara había llegado a Trelew en el 71, venía de Buenos Aires. Ya entonces, cuando yo tenía un muñeco que se llamaba Toto, ella tenía uno que se llamaba Garibaldi. Al año siguiente, cuando las dos teníamos siete, veintiséis militantes del ERP, de Montoneros y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias se escaparon del penal de Rawson. En la casa de Tamara, en esos días, no se hablaba de otra cosa. Se debatía, por ejemplo, la identidad de la persona que a último momento había avisado al avión de Aerolíneas que no aterrizara y había impedido así la huida de diecinueve de esos presos políticos. Las hipótesis alternaban con los chismes. Después, se sabe, se rindieron en el aeropuerto de Trelew y cinco días más tarde fueron fusilados en la Base Almirante Zar, aunque los comunicados oficiales dijeron que habían perecido en un intento de fuga. Eso fue un 22 de agosto del 72. Tamara no vino al colegio en toda la semana, y las dos veces que fui a tocar el timbre de su casa encontré todas las ventanas bajas. Con el tiempo, esos dos hechos –el del 77 y el del 72– quedaron asociados en mi memoria. Los asesinatos impunes del 72 como prenuncio de la vida amenazada por el terrorismo de Estado que en el 77 ya estaba desperdigado como sistema. No me acuerdo en qué momento la asociación tomó esa forma. Antes, durante la infancia, mi mente incauta sólo los había registrado como dos períodos de distanciamiento en mi relación con Tamara.

Abril de 1978

por Beatriz Sarlo “Querida Beatriz: Prometo carta más extensa. Desconozco la situación real en la que te encontrás. Te pido me hagas saber cómo estás, qué necesitás, o qué querés que te haga llegar, siempre que esté a mi alcance lo haré. Con mucho cariño y recuerdos, Manuel”.
La carta no tiene fecha, pero sé que la recibí, casi por casualidad, en abril de 1978. Manuel Gestal había trabajado en la librería Galerna, calle Tucumán entre Uruguay y Paraná. Antes de que allanaran la oficina que tenía al lado, yo pasaba un rato, todas las tardes, para usar el teléfono, hojear algún libro y conversar. Cuando vino el Ejército y se llevó todos los contenidos de mi oficina, naturalmente dejé de ir. Le contesté a Manuel, le di la dirección de una casilla de correo y le pedí que me mandara diarios y revistas. Durante dos años, hasta que se fue de México a España –de allí volvió a México, y luego de nuevo a España, donde le perdí el rastro–, me llegaron unos cilindros envueltos en papel madera que eran casi mi única ventana al mundo. Desde España, Manuel enviaba catálogos (para el ejercicio de la imaginación y el deseo desesperado) y El viejo topo, la revista de los marxistas críticos que estaban convirtiéndose en socialdemócratas; desde México, Nexos y Vuelta. Nadie que no haya vivido esos años de miseria puede saber lo que significaba una página de cualquiera de esas revistas. Poco después, desde Inglaterra, llegaron unos números de la New Left Review. Me pareció que casi no necesitaba otra cosa. Destellos de felicidad durante la dictadura: nunca tan intensos como en la oscuridad de esa noche.

25 de junio de 1978

por José Pablo Feinmann Argentina acaba de ganar el Mundial de Fútbol y todo el mundo sale a la calle a festejar. Estoy viendo la tele con mis hijas. Vemos caravanas de autos luminosos que hacen sonar sus bocinas. Es la algarabía, el desborde de la patria victoriosa. Mis hijas son pequeñas, tienen cinco y siete años. Les gusta el espectáculo. Tanto, que le piden a papá que saque el coche y se sume a la caravana de la alegría, del júbilo triunfal. Papá les dice que no, que es tarde, hasta les dice que el auto está sin batería, algo así. Pero las nenas insisten. Queremos ir, están todos, mirá cuánta gente, dale, una vueltita. Papá acepta. No es un papá alegre. Hace ya dos años que vive no sólo entristecido, sino con miedo. Y ahora tiene más miedo. Ahora, con este Mundial que la junta acaba de ganar, papá sabe que la mano se pondrá más dura, ya que para la junta ganar poder, consolidarse, sólo significa una cosa: tener más espacio para seguir matando. A papá le resulta increíble que sus conciudadanos no lo adviertan. ¿Tan seguros se sienten? ¿Tan ajenos a los círculos siempre expansivos de la represión? ¿Qué festejan? ¿No ven que festejan un triunfo que es de la junta y sólo de la junta, que habrá de capitalizarlo para cubrir sus crímenes y para cometer otros? Papá saca el coche y se suma a la caravana alegre y triunfal. Todos gritan “Argentina, Argentina”. Llevan banderas y tocan sus bocinas. El bochinche es arrasador. Las dos nenas le preguntan a papá por qué no toca la bocina. Papá les dice que no, que no va a tocar la bocina, que las sacó a ver el espectáculo, que no quiere que mañana en el colegio se sientan como marcianas, que cuenten que estuvieron, que festejaron y todo eso. Pero (insiste papá) él no va a tocar la bocina. Las nenas no entienden por qué. Pero lo entienden años después. Porque las nenas se vuelven mujeres y saben todo lo que hay que saber, y activan en derechos humanos, y van a las marchas de las Madres y un día cualquiera, comiendo en algún lugar, lo miran a papá y dicen que ahora sí entienden, que entienden eso, que entienden por qué, viejo, no tocaste la bocina esa noche, aunque nosotras te lo pedíamos vos no lo hiciste, y lo miran a papá y papá, que es un boludo sentimental, siente que, entre otras cosas, les deja eso a sus hijas, un gesto, ni grande ni chico, ni heroico ni efímero, les deja algo que los tres, papá y las dos mujeres en que las nenas se han convertido, saben y comparten. Saben que papá, esa noche, no tocó la bocina, no adhirió a la fiesta de los asesinos.

Invierno de 1979

por Guillermo Saccomanno En esa época me había separado y alquilaba un departamento de un ambiente en la 9 de Julio. Era un departamento interno en un piso once. Sombrío y silencioso. El único departamento que funcionaba como vivienda en un edificio cuyas cincuenta y pico de unidades eran oficinas. Las noches y los fines de semana, el edificio era un panteón. Tenía pesadillas. Venían a buscarme. Las pesadillas me despertaban. Creía escuchar ruidos, voces. Venían. Otra vez era impresión mía. Entonces cambiaba el colchón de lugar. Una y otra noche, todas las noches lo mismo. Una mañana desperté durmiendo junto al horno de la cocina. En esa época consulté un psiquiatra. Me pesaba la separación, me pesaba la enfermedad de mi padre, empleado municipal, sumariado por los militares y afectado por problemas neurológicos. Un editor me ofreció trabajo en Italia, pero yo tenía una hija y no aguantaba la idea de la distancia. El psiquiatra me medicó. Empecé a tomar pastillas. Plidan, Trapax, Lexotanil, Mogadan, Mandrax, Dormicum, Valium, Rohypnol. Además bebía demasiado. Al anestesiar la angustia, me hice adicto. Al recordar ese período me parece que aquello le pasó a otro, no a mí. Ahora, me digo, es fácil adoptar un cierto heroísmo aun en la victimización. Como si presentar credenciales de héroe o de víctima, lo uno por lo otro, garantizara un prestigio revolucionario. En mi caso, nada de eso. Me llevó unos cuantos años abandonar las pastillas. Recién a partir del ‘83 creí volver, parcialmente, a parecerme al que había sido antes del ‘76. Sin embargo, ya no podía ser ése. Sin heroísmo alguno, debía admitir que me había ocurrido algo más simple, de la índole del milagro: estaba vivo. Y quería contarlo.

Febrero de 1980

por Claudia Gilman Me parece que el destilado del miedo ya había depositado su nube más negra y furiosa y que entonces era más como una polución, densa por cierto, pero más parecida a una neblina la que rodeaba el aire. El cuerpo se había acostumbrado a la furtividad, eso creo. Con un instinto de superviviente que aún hoy me asombra, ya no formaba parte del alumnado del colegio Carlos Pellegrini. El expediente de mi partida había sido confuso pero contundente. Se empezó a tramitar a finales de 1976, cuando una compañera que andaba con un celador franquista alucinó a las autoridades y los padres de mis compañeros (que fueron convocados) al acusarme de proporcionar marihuana a mis compañeros. La cosa no llegó a mayores, pero al año siguiente, después de dos o tres semanas de clase, decidí emigrar al Carlos Pellegrini Incorporado, conocido entonces como el Charlie. En ese universo desprendido casi totalmente de la realidad, formábamos bandas dedicadas a la realización de sutiles intervenciones vanguardistas. Recuerdo especialmente nuestra vandálica asistencia a unas jornadas de algo así como “arte para todos” organizadas en el teatro San Martín en las que arrojamos bolitas de cerámica y otros objetos entre los presentes, copamos los baños del teatro y nos escondimos de la policía en el bar que funcionaba en el subsuelo. En aquel momento yo había perdido (y tratado de perder) todo contacto con personas a quienes conocía por sunombre y apellido. Casi no había casas en donde estar, así que circulábamos casi exclusivamente por la calle y por los bares. En los teatros se daba Ubu Rey y los que íbamos nos sentíamos versiones ennegrecidas, los topos de dadá. Un poco más tarde me fui a recorrer una porción del mundo con un chico. Empezaba el verano del año 1980 y parecía que la neblina alrededor del aire era menos densa que al principio, menos furiosa. Pero lo cierto es que la impresión era más un dato de la costumbre que una genuina pérdida del miedo. En Perú gobernaba Belaúnde Terry. Las paredes estaban pintadas con leyendas políticas, incluso en los pueblitos más alejados. Había otros libros en las librerías, que por supuesto compramos. En algún momento nos dimos cuenta de que dejamos de cuchichear. Cada palabra pronunciada con un tono de voz que hoy consideraría normal nos parecía un grito. Y de pronto descubrí que llevaba la dictadura en las cuerdas vocales y en los oídos. Que la dictadura, además de todas las nefastas y deleznables palabras que pueden y deben predicarse de ella, era fundamentalmente un silencio ominoso y enloquecedor que llevaba adherido a la garganta.

1 de mayo de 1980

por Rodrigo Fresán El golpe lo vi de lejos y por televisión. En blanco y negro y en Venezuela, a donde habíamos llegado después de salir corriendo sin siquiera tiempo para apagar el televisor. En mi televisor nuevo y extranjero, la gente en la calle y el helicóptero flotando sobre la Casa Rosada que, en la pantalla, se veía gris. Raro. La Argentina y los argentinos lejos y adentro de un noticiero. Y las noticias llegaban más rápido al Caribe que al Río de la Plata: quien apenas había desaparecido en Buenos Aires, en Caracas ya estaba muerto. Volví a Buenos Aires a mediados de 1979 y –lo más extraño de todo– la realidad me seguía pareciendo como filmada en blanco y negro. Leí que hay algo conocido como acromatismo o “ceguera a los colores”. Pero lo mío no era una enfermedad. Era otra cosa. Así, si los sueños son en blanco y negro, los recuerdos de esa época –pesadillas despiertas– también niegan y seguirán negando la posibilidad del technicolor. Recuerdo la noche en que ATC –o tal vez era Canal 13, da igual– comenzó a transmitir en colores. Pinky presentó My Fair Lady, pero, ah, mi televisor era en blanco y negro y, entonces, apenas hubo una sutil vibración en la piel color marfil de Audrey Hepburn. Recuerdo que la gente se lanzó a la caza al televisor color, pero yo seguí fiel a mi viejo Sony porque me daba igual, porque no cambiaba nada. Recuerdo esos noticieros con conductores que se emocionaban ante el paisaje de la gente aplaudiendo a Videla volviendo a su casa por la Avenida del Libertador luego de años de haber hecho lo que Dios y la Patria le mandaron hacer. Recuerdo que algo habrían hecho. Recuerdo que estábamos ganando. Recuerdo que había pocos canales y que todos decían y mostraban lo mismo. Una y otra vez. Adentro de una caja idiota. En blanco y negro. El mismo blanco y negro de un episodio de “Dimensión Desconocida” o de La invasión de los Usurpadores de Cuerpos. Serie y película que los argentinos trinitrón fulminaban con un disparo zapping de sus controles remotos, porque no tenían gracia, porque no eran en colores. Porque todo estaba bien aunque Rod Serling dijera que no era cierto. Porque no eran creíbles esos aliens idénticos a los humanos y, por favor, lo importante no era mantenerse despierto sino todo lo contrario: cerrar los ojos y dejarse invadir por la señal de ajuste y ser derecho y humano y campeón mundial.

Diciembre de 1980

por Laura Isola Cuando se supo que The Police iba a venir a la Argentina, algo pasó entre los que por esa época transitábamos los primeros años de la adolescencia. Los casetes que escuchábamos y los pasos que copiábamos en los asaltos podían tomar forma de recital. Ir a verlos a Obras fue un objetivo que tenía que pasar por unos cuantos escollos. En los casos de las niñas de doce años, fundamentalmente, pasaba por el permiso de los padres que no tenían la menor idea sobre qué cosa estaban prohibiendo o aceptando. Porque el aislamiento cultural que se vivía no repercutía únicamente en la información y en el acceso a los bienes culturales por parte de los interesados. Tampoco los mayores sabían muy bien cuáles eran los gustos de sus hijos y cuando irrumpían en sus hogares, en el mejor de los casos, eran ignorados o evaluados con categorías sorprendentes para estos tiempos. Que The Police fuera inglés, en el seno de una familia militante, lo decía todo. Que la nena quisiera ir a verlos podía poner en crisis años de educación que iban desde la estimulación temprana con móviles de colores y música clásica hasta la iniciación a la lectura y el incentivo para que las redacciones escolares fueran las mejores del grado. El recital de los ingleses se volvía una amenaza a un tiempo amorosamente dedicado entre tantas pesadillas. Pero The Police vino igual, cuando estaba en un momento de ascenso, a presentar Zennyatta Mondatta. Cuando a Argentina no venía nadie para que Obras se llenara de la heterodoxia de sus seguidores. Estaban los primeros punks argentinos que, por esos años, eran unos de los últimos del mundo. Estaban “los chetos”, que compraban sus discos carísimos en disquerías especializadas y que los irían a ver una vez más a la inauguración de la discoteca New York City. Algunos podían oler marihuana por primera vez; otros, fumarla. En escena: Stewart Copeland, tocando la batería como poseído para finalizar dando imponentes saltos del tamaño de su altura. Sting, cantando las canciones que todos conocían. Y Andy Summers, tocando la guitarra, pateándole la cabeza a un policía que maltrataba a una fan y provocando la gigantesca aprobación del estadio. Así fue esa noche. Mejor dicho: éste es mi recuerdo del recuerdo de los que fueron.

Noviembre de 1981

por Claudio Zeiger Las anécdotas del colegio secundario que yo viví son piezas formidables de un género en sí mismo que se podría llamar “anécdotas de secundario bajo la dictadura”. Eran los años 1979, 1980, 1981. Este último año, por ejemplo, fue pródigo en anécdotas buenísimas que a más de un alumno le costaba la expulsión o la pena inmediatamente anterior a la pena de muerte que era “quedarse libre”. Bueno: en el Normal Mariano Acosta había dos chicos medio raros, medio apartados, que funcionaban como un tándem. Uno hacía dibujos y el otro, guiones. No eran muy populares, pero gracias a eso que hacían lograron una fama súbita que, como no podía ser de otro modo, terminó arruinándolos. El asunto fue así: los pibes habían inventado una revista que se llamaba Inter FC porque hacía referencia a un club de fútbol también inventado por ellos, y que si no recuerdo mal era una mezcla de Inter y Ferrocarril Oeste. La revista empezó a cobrar un vuelo inesperado porque se centraba en pullas y burlas a lo que sucedía en las aulas. Recogían frases bestiales de profesores, de esas que circulan de boca en boca, hacían caricaturas, etc. Alumnos y preceptores se disputaban los primeros ejemplares del fanzine (eso era aunque no se utilizara la palabra) ni bien llegaban a la escuela. Todo explotó cuando la revista decidió dar su versión de un hecho que sucedía todos los años en la escuela. Había un sector de aulas (ignoro si todavía existe) al que se denominaba Siberia porque era un pasillo muy frío, que podía quedar aislado del resto del colegio si se bajaba un pesado portón de madera (que supongo ya no debe existir). Año tras año los alumnos del último año cumplían la ceremonia de aislar a Siberia del colegio bajando la cortina, lo que daba pie a un aquellarre liberador en el sector aislado hasta que terminaba la función. Una vez que sucedió, la revista (que, ahora me doy cuenta, era a las autoridades de la escuela como la revista Humor a las autoridades del país) dio su peculiar versión de los hechos en una historieta. El rector y un profesor de biología entraban de noche a la escuela para “sabotear” la cortina y hacer que luego la culpa recayera sobre los alumnos. ¿Hace falta imaginar el final? Los alumnos afectados fueron sospechados de conformar una peligrosa célula de combatientes de la tinta y el plumín y se barajó la expulsión lisa y llana. Finalmente se los dejó libres, lo que implicó el traslado a otro colegio. Así solían terminar las anécdotas de secundario bajo la dictadura. Quedarse libre era una retorcida metáfora que elegía darle a la condena el nombre de la libertad, pero de lógica irrebatible. Para la educación de los militares, quedarse libre (ser libre, en el fondo) era lo peor que te podía pasar.

2 de abril de 1982

por Silvia Fehrmann La madrugada del 2 de abril de 1982 tomé conciencia de que vivía en una burbuja. Volvía de un recital de Los Violadores; desayunar con mi familia después de un evento punk siempre era raro, entre la resaca y la necesidad de retomar mi papel de niña prolija en uniforme de colegio bilingüe. Recuerdo un desayuno interminable y una creciente sensación de absurdo: no podía concebir cómo en un par de horas pasaba de escuchar a Pil Trafa cantando un cover de “Anarquía en el Reino Unido” a enterarme por radio de que estábamos en guerra con Gran Bretaña. Es la única fecha que logro recordar de los años de la dictadura, que hasta el día de hoy, en San Isidro (mi burbuja natal), siguen siendo los años del Proceso. Recuerdo que después del ‘76, la teoría de conjuntos desapareció de los cuadernos de castellano, pero subsistió en los de alemán. También recuerdo que desaparecieron los hippies colorinches y los krishnas naranjas que tanto me gustaba ver en las plazas; la otrora galería hippie de Martínez se hizo célebre por la boutique Kill, la preferida de las conchetas. Recuerdo que me daba miedo que un negocio del barrio se llamara Farmacia del Pueblo –me parecía una osadía inexplicable–. Supe de alguna manera que algo raro había pasado con la madre de un vecinito, pero como era divorciada, parecía una consecuencia más de romper con el mandato del matrimonio vitalicio; sólo años después reconstruí que había desaparecido. Cuando el Mundial 78, en el colegio escribíamos esas postales de Para Ti contra la “campaña antiargentina en el exterior” ante la mirada azorada de una profesora joven recién llegada de Europa. Esa mañana del 2 de abril –yo tenía dieciséis años– comencé a darme cuenta de que en la burbuja vivían los cómplices y los complacientes. Me dio miedo: eran mi gente.

Mayo de 1983

por Gabriela Massuh “La mejor dictadura es la que no se nota”, fue el comentario de una escritora danesa cuando decidió visitar la Argentina en 1981. Claro, Buenos Aires era en apariencia una ciudad de superficie ordenada, la habían limpiado de voces disidentes, nadie hablaba, las víctimas habían desaparecido y las listas que engrosaban los archivos internacionales se vendían aquí como un complot internacional. Yo había vuelto de Alemania a fines de 1980, después de los cinco años de ausencia que me tomó hacer un doctorado. No fui una damnificada ni mucho menos. Debo admitir que, contrariamente a lo que muchos hoy ocultan, sentí alivio cuando asumieron los militares. No creo en la estigmatización de la memoria porque el árbol nos impide ver el bosque. Pero hoy no sentiría alivio sino terror. Como si fuera un proceso educativo desfasado, fui reconstruyendo los años de plomo recién a partir de mi llegada a Buenos Aires. Paso a paso, como un chico retardado, até todos los cabos y me di cuenta de que había vivido en el limbo. Me lo enseñaron, entre otros, amigos entrañables como Lita Stantic o Emiliano Bustos. A través de ellos, aunque no me contaran nada, sentí lo que se siente cuando el terror es el Estado.
En 1983 invitamos al cineasta alemán Werner Schröter a dar un taller en el Instituto Goethe. Amenazas telefónicas, que duraron dos días y, sobre todo dos noches, nos obligaron a meterlo compulsivamente en un avión: lo acusaban de homosexual. Schröter es homosexual. Entendí, otra vez a destiempo, el terror de tantos durante tanto tiempo. Ya feneciente, la dictadura podía hacerse notar hasta en la banalidad de un taller de cine. Una vez, hace muy poco, un memorioso de profesión me dijo que él tenía su holocausto propio: un hermano desaparecido. Cuál era mi holocausto, quiso saber. La pregunta me dio fastidio. Es verdad, no fui una víctima, pero esa jactancia me impedía tenerle piedad. No era la pregunta de una persona, sino la de alguien que se siente monumento.

20 de marzo de 2001

por Eduardo Grüner Todos los que escribamos esta semana sobre el aniversario del golpe de 1976 tenemos un problema: estamos escribiendo en la semana en que se ha producido otro golpe. Es sabido que los tiempos han cambiado: los golpes ya no los dan los generales de uniforme sino los de traje, corbata, celular y laptop conectada a los mercados financieros locales y globales; y ya no matan y hacen desaparecer a punta de fusil sino con transferencias bursátiles y “recontraajustes”; y ya no necesitan sacar a empellones de la Casa Rosada al Presidente, sino que éste les ruega de rodillas que entren, asegurando la “continuidad republicana”; y los procesos ya no son de reorganización nacional, sino de unidad nacional alrededor de la city; y ya uno no se pregunta quién le volteará su puerta a las cuatro de la mañana, sino quién le volteará su vida en cualquier momento de “racionalización” (no se lo pregunta, al menos por ahora: cuando un ministro del Interior se va diciendo que no quiere ser el “ministro de la represión” –aunque debió decir que no quiere seguir siéndolo, pero dejemos eso–, sería insensato no mantener aquella pregunta); y ya no se dice “suma del poder público” sino “facultades especiales”; y ya no se ocupan militarmente las universidades, sino que se las liquida presupuestariamente; y al frente de los patrimonios nacionales ya no hay interventores sino rematadores; y ya no se proscriben los partidos políticos sino que se los contrata como servidumbre de los “mercados”; y ya no hay “subversivos” sino egoístas antipatrióticos; y, en fin, ya no hay un terror con causas bien materiales e identificables, sino un miedo larvado, ubicuo, “microfísico”: un miedo que no es al presente, sino sobre todo al futuro. Una impotencia que no es la del que perdió la batalla, sino la del que teme la inutilidad de la lucha. Sí, veinticinco años de historia no es nada, y tampoco son nada –parece– los diecisiete de –¿cómo llamarla?– “democracia”. Pero –japonesadas aparte– la historia no se terminó. La historia continúa. Y está todo bien, porque, como decía célebremente un personaje de Samuel Beckett, ya no tenemos nada que temer: lo peor ya pasó.

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