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Rusia, La vanguardia literaria


La literatura se escribe con sangre

La muestra �Vanguardias rusas� que se exhibe actualmente en el Centro Cultural Recoleta es una buena excusa para recordar los deslumbrantes brotes de la literatura soviética de vanguardia que transformó, en la década del 20, la concepción de la oesía y de la crítica literaria.

POR MARIO GOLOBOFF

Menos conocida que la vanguardia pictórica, aunque no menos singular y trascendente, la vanguardia literaria rusa dejó huellas fundamentales en la producción poética y en el análisis de la lengua y de las formas. Las rupturas de los jóvenes poetas con el Simbolismo trajeron de la mano, además, una exaltación de las “correspondencias” entre las artes: con la pintura, naturalmente; con la música (como lo manifiestan las tempranas “Sinfonías” de André Biely, quien con Alexandr Blok perteneció a la segunda ola de los simbolistas y fue autor, según Esenin, de “la obra más genial de nuestro tiempo”); con la arquitectura y hasta con el reciente cinematógrafo, al que Maiakovski atribuyó las cualidades de “conductor del movimiento”, de “innovador de la literatura”, de “destructor de estéticas”.
Todo ello, además de alentar los trasvases propios del siglo entre las distintas producciones, será también la expresión de un trabajo en común, fundado primordialmente en una similar concepción anti-mimética del arte: ya no será la realidad la que deberá reflejarse en la obra; la obra misma será la realidad. Esta tendencia a la transformación imaginaria del objeto, a su borramiento, a su entera sustitución –tendencia que llevará a la abstracción en plástica–, se manifestó en obras poéticas también abstractas, con palabras destruidas, cortadas, combinadas, y hasta en un lenguaje “transmental”, el célebre Zaum de los futuristas rusos, una lengua detrás de la lengua que hace aparecer planos jamás percibidos. La simultaneidad de lo diverso, los desplazamientos, la distorsión de la figura y del espacio alcanzan entonces a la poesía y van destacando algunos elementos (antes ocultados por los temas) que hoy asumen un papel fundamental en la consideración de la obra literaria, especialmente el ritmo y los procedimientos de composición.
Aunque también obedeciendo a su propia evolución, los críticos y los estudiosos de los fenómenos literarios se sintieron impulsados por ese florecimiento y esa diversificación de la práctica poética. Sus inspiradores fueron, sin duda, los poetas futuristas, y muy especialmente Velimir Klebnikov, “una personalidad magnética, uno de los más grandes poetas del siglo (que) influyó de manera decisiva sobre Maiakovski y Pasternak” (según Tzvetan Todorov). Tempranamente, orientaron sus miradas no hacia los asuntos sino hacia las formas (lo que les valió el mote peyorativo de “formalistas” con que hoy son conocidos), y en 1917 fundaron en Petrogrado el Opoiaz (Sociedad para el estudio de la lengua poética), que más tarde colaboraría con el Círculo Lingüístico de Moscú. Integraron ambos grupos quienes a lo largo del siglo fueron quedando como sabios de esa ciencia de la literatura que en muchos sentidos iniciaban: Roman Jakobson, Víctor Shklovski, Iuri Tinianov, Tomashevski, Vinogradov... Tal rechazo de la práctica artística como representación, tal privilegio del significante sobre el significado, coadyuvaron para que el arte moderno alcanzara el desarrollo que conocemos. Y para que otras ciencias, desde el psicoanálisis hasta las matemáticas, se enriquecieran con los aportes del estructuralismo, heredero de esa vanguardia teórica rusa.
La otra gran fuerza que mantuvo unidas a las vanguardias rusas fue su vocación revolucionaria. Si, como sostiene Peter Bürger (Teoría de la vanguardia, 1974), lo que distingue a los movimientos de las primeras décadas del siglo XX de cualquier ruptura estética anterior es “el intento de organizar, a partir del arte, una nueva praxis vital”, ellas vieron en las revueltas contra el zarismo, y finalmente en la Revolución de Octubre, la concreción de esa posibilidad. El embanderamiento de la mayoría de sus componentes, su acalorada y entusiasta participación en la construcción de una nueva sociedad, representaron la razón, el ápice y el drama de esas vidas.
Alentados en los primeros tiempos del poder soviético por la tolerancia de Lenin (quien había visto el nacimiento de Dada desde el departamento de la Spiegelgasse durante su exilio en Zurich y era enemigo de consagrar oficialmente cualquier corriente estética) y por las cultas diferenciaciones de Trotski, tuvieron en el Comisariado de la Educación y de las Artes (Narkompros) un apoyo respetuoso, y en Anatoly Lunacharski, el sutil y cultivado “comisario de la ilustración”, a un impulsor y protector.
Pero la burocracia fue fortaleciendo sus criterios pedagógicos y conservadores hasta imponer las recetas realistas de Zdanov y los extremos de represión que después se conocieron. Unos pocos quedaron trabajando en las sombras, muchos huyeron, otros se suicidaron (entre los otrora más fervientes, “el gigante de la camisa amarilla” Maiakovski y, antes, Esenin, que escribió con su sangre “Adiós, amigo, siento enferma el alma. Es tan duro enfrentarme con la gente...”). Se cerraba así un período fecundo en la producción cultural rusa y se abría, ciertamente, uno de esos capítulos terribles de las siempre dolorosas relaciones entre los artistas y el poder.

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