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ANTICIPO

Tucumán ardía

Ya está en librerías la monumental investigación de Andrea Giunta sobre el arte argentino en los años sesenta que lleva por título Vanguardia, internacionalismo y política (Paidós). A continuación, reproducimos algunos fragmentos del libro sobre uno de los más radicales experimentos estético�políticos realizados en el país.

POR ANDREA GIUNTA 1968 fue un año incandescente. Todo hacía sentir que en distintas ciudades del mundo se estaba jugando una partida crucial, capaz de determinar el curso ulterior de la historia. Las acciones de estudiantes y obreros se encadenaron en las insurrecciones urbanas que estallaron en las calles de París, Berlín, Madrid, Río de Janeiro, México, Montevideo y Córdoba. En la Argentina, distintos aspectos permitían prever que el entusiasmo sesentista estaba llegando a su fin. El golpe militar que había colocado al general Onganía en el gobierno, al mismo tiempo que intervenía coactivamente en el campo intelectual y cultural, extremaba en el terreno económico el mesianismo modernizante precedente, basándose ahora en una estrecha asociación entre Fuerzas Armadas y gran capital. El proyecto de modernización del capitalismo argentino, administrado ahora por el Estado represor, agudizó la crisis social, cultural y política, y creó las condiciones para que, en 1969, la sociedad avanzara decididamente contra el gobierno con la insurrección popular conocida como Cordobazo.
La obra colectiva que en ese año realizaron un grupo de artistas de Rosario, Buenos Aires y Santa Fe, con el título Tucumán arde, se inscribió en una zona de múltiples fracturas. Por una parte, las provocadas por las profundas escisiones del campo político, social y económico, producidas por la inviabilidad de un modelo de país en pos del cual se habían invertido inmensas energías. Por otra, aquellas que marcaron los sucesivos quiebres que se produjeron en la avanzada artística de la vanguardia, generados por el conjunto de acciones encadenadas que, durante 1968, hicieron del campo artístico y de sus instituciones un virtual campo de batalla.
A comienzos de 1968 era evidente que si la vanguardia quería seguir siendo un elemento perturbador, si pretendía trastornar el orden de las cosas, no podía ya actuar dentro del marco de las instituciones. En este sentido, un punto de extrema fricción lo había marcado el acto colectivo protagonizado por los artistas el 23 de mayo, cuando ante la clausura policial de una obra en las “Experiencias 68”, organizadas por el Instituto Torcuato Di Tella, destruyeron sus obras en la puerta del instituto. La acción implicaba una ruptura pública (e intensamente publicitada) con la institución que había sido el escenario privilegiado de la vanguardia en los años anteriores. Lo destacable es que la represión policial no se había originado en las obras claramente políticas, que aludían en forma directa a la guerra de Vietnam, presentadas por artistas como Jorge Carballa o Roberto Jacoby. Lo que en este caso se había censurado, más que la obra, era la respuesta del público, el acto espontáneo que había llevado a quienes asistían a las experiencias, a escribir leyendas de contenido erótico y político en las paredes del baño simulado que había realizado Roberto Plate. El público, que en el transcurso de la década había sido un elemento central en el diseño de las estrategias institucionales del Di Tella, era considerado un elemento activo y que podía llegar a ser determinante para quienes estaban decididos a hacer del arte un factor capaz de intervenir en la realidad.
El momento más conflictivo de esta ruptura escalonada fue el Premio Braque organizado por la embajada francesa en el Museo Nacional de Bellas Artes. En una abierta reacción ante los condicionamientos del gobierno francés, tendientes a evitar proclamas o posicionamientos alusivos a los hechos de Mayo, los artistas –entre ellos, muchos de los participantes– invadieron el 16 de julio las salas del museo y terminaron en la cárcel después de lanzar una proclama en favor de “los estudiantes franceses en lucha contra el régimen fascista” y del pintor argentino Julio Le Parc, expulsado de Francia por su solidaridad con el movimiento francés.
Lo cierto es que, para los distintos grupos que buscaban una intervención más radicalizada, el conjunto de enfrentamientos con lasinstituciones los había llevado a un punto frente al cual no podía plantearse un tranquilo retorno a las mismas. Para estos sectores lo prioritario fue, de ahora en más, establecer puntos de acuerdo y una forma de trabajo. En agosto se reunieron en Rosario artistas de esta ciudad y de Buenos Aires para discutir, en lo que llamaron I Encuentro Nacional del Arte de Vanguardia, los puntos centrales de la acción futura: entre éstos, “la renuncia a participar de las instituciones establecidas por la burguesía para la absorción de fenómenos culturales” (premios, galerías de arte) y “la inserción de los artistas en el campo de una ‘cultura de la subversión’ que acompañara a la clase obrera en el camino revolucionario”.
Si la urgencia pasaba por hacer un arte colectivo, que actuara directamente sobre la realidad, y que denunciara las situaciones políticas, sociales y económicas que aquejaban al país, un lugar propicio para comenzar parecía ofrecerlo la candente crisis que afectaba a la provincia de Tucumán. Sus problemas fueron leídos como un paradigma del desparpajo con el que desde el gobierno se instrumentaban proyectos tendientes a favorecer a los grandes monopolios. Con el plan de “saneamiento” que promocionaba el gobierno militar, lo que en verdad se proponía era “racionalizar” la producción destruyendo la pequeña y mediana empresa y protegiendo a los grandes industriales azucareros. Estas políticas redundaban en el cierre de ingenios y en un creciente aumento del desempleo. En tanto, y como un tragicómico componente de ironía, el gobierno publicitaba el “Operativo Tucumán” como un proyecto de acelerada industrialización: en verdad, la sustitución de la burguesía nacional por el capital norteamericano. El objetivo central del proyecto de los artistas era denunciar la distancia entre la realidad y la publicidad y para esto concibieron su acción como un instrumento de contrainformación.
Desde la publicación de Understanding Media de Marshall McLuhan, en 1964, el poder de los medios de comunicación se había instalado como problema. La importancia y el poder de los medios, su capacidad para construir acontecimientos que todos podían aceptar como reales, aunque no hubiesen existido, habían sido tematizados por el happening realizado por Eduardo Costa, Raúl Escari y Roberto Jacoby. Ellos habían difundido información en los periódicos acerca de un happening que nunca se había realizado y que, por lo tanto, sólo había existido en los medios. Esta obra de investigación dio lugar al manifiesto “Un arte de los medios de comunicación” que firmaron en julio de 1966. Roberto Jacoby, reflexionando sobre la opción de un arte que utilizara las posibilidades de los medios de comunicación de masas, escribía un texto en el que prenunciaba el programa de Tucumán arde.
Sin vinculaciones con las instituciones artísticas, y buscando desarrollar su trabajo en el lugar en el que pudieran obtener la máxima eficacia, los artistas decidieron realizar su acción en la sede de la CGT de los Argentinos. Esta elección implicaba posicionarse en un campo de conflictos y fracturas aún más intensos que los que atravesaban el campo de las artes. Desde el momento en el que lanza el “Programa del 1º de Mayo”, en 1968, la CGTA pone en claro su enfrentamiento al sector vandorista del sindicalismo peronista, que depositaba su confianza en una renovada alianza militar–sindical. Esta nueva CGT, antiverticalista y combativa, además de repudiar abiertamente al régimen militar, proponía apoyarse en esa nueva fuerza social que se generaba en la alianza entre movimiento obrero, estudiantes universitarios y clero activista.
En Tucumán arde se mezclaron, en forma conflictiva, los datos e informes proporcionados por las ciencias sociales, los recursos de la publicidad y una organización de la acción cuyas pautas provenían de las prácticas políticas de los sectores de izquierda. Con esta experiencia, los artistas buscaban reinventar un concepto de vanguardia que se nutriera de las técnicas y los procedimientos desarrollados por todo el experimentalismo de la década, recurriendo a los nuevos materiales que le proporcionaban los medios de comunicación y a su poder para reconfigurar, incluso, elconcepto de cultura popular existente hasta entonces.
En la discusión acerca de cuáles eran los medios adecuados para lograr estos objetivos había términos que ya no entraban en el debate. Aquel paradigma modernista que en la crítica local había consolidado la reflexión estética de Jorge Romero Brest o de Julio E. Payró a comienzos de los cincuenta ya no constituía un término activo en el debate. A esta altura no era posible sostener que el fundamento de la legitimidad artística pasaba por la autonomía del lenguaje. Por el contrario, ahora la realidad misma era la arcilla en la que debían hundirse las manos sin prejuicios esteticistas. La vanguardia, entonces, ya no debía renovarse sólo en sus formas sino también en sus significados. En este sentido, León Ferrari escribía: “El arte no será ni la belleza ni la novedad, el arte será la eficacia y la perturbación. La obra de arte lograda será aquella que dentro del medio donde se mueve el artista tenga un impacto equivalente en cierto modo [al] de un atentado político en un país que se libera”.
Los contenidos del arte tenían que ser claros y definidos. Lo que urgía no era el reemplazo de un estilo por otro sino cuestionar la organización del campo artístico, sus instituciones y las estrategias simbólicas de las clases dominantes. Desde ahora, según afirmaban los artistas en el texto con el que se presentaban, la creación estética se postulaba como una acción colectiva y violenta.
Tucumán arde se desarrolló en varias etapas. En primer lugar, la investigación y recolección del material que realizaron en la misma provincia de Tucumán. Un equipo del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales (Cicso) realizó un informe preciso sobre la economía tucumana, que les sirvió de punto de partida para la investigación. Antes de partir montaron un operativo de difusión que organizaron en dos instancias: en la primera cubrieron las paredes de las ciudades de Rosario y de Santa Fe con la palabra “Tucumán”; poco antes de salir, le agregaron el verbo “arde”.
El propósito del viaje era producir el material testimonial que en la muestra funcionaría como prueba. En esta etapa de investigación y documentación, a fin de lograr el apoyo que necesitaban para llevarla adelante, los artistas articularon su accionar recurriendo a un juego entre lo oficial y lo clandestino. En tanto, unos establecían contacto con los sectores oficiales de la cultura (a los que les decían querer producir “información artístico–cultural” sobre la provincia de Tucumán), otros fotografiaban, filmaban y grababan entrevistas a trabajadores y dirigentes sindicales a fin de penetrar en el mundo real de los ingenios y de los trabajadores.
El 3 de noviembre se inauguró la primera exposición, en la sede de la CGTA de Rosario. En la calle, los afiches la anunciaron, con cierta ironía, como la “Primera Bienal de Arte de Vanguardia”. Además de citar a las prestigiosas bienales que organizaban las instituciones importantes, llamar así a la muestra llevaba implícita la disputa por el sentido del término “vanguardia”: la auténtica vanguardia artística no era la que se ubicaba junto a los poderosos sino en los sindicatos, al lado de los trabajadores. Los materiales que se habían logrado con el trabajo de campo –filmaciones, grabaciones, fotos– se desplegaron junto a los afiches, las bandas y los cuadros explicativos en la planta baja y en los distintos pisos de la central obrera.
En la forma de presentación de la información reunida para los espectadores –no los espectadores tradicionales del arte sino losmilitantes y trabajadores que acudían al edificio de la CGTA– hubo dos preocupaciones centrales: desenmascarar a la prensa oficial, contraponiendo los datos que ésta aportaba con los que ofrecía la realidad y, por otra parte, proporcionar garantías suficientes acerca de que lo que ellos exponían era la verdad. La intención era atrapar a los asistentes en un bombardeo de imágenes y sonidos, apelar a sus sentidos y a su conciencia, provocar en ellos una toma de posición. Entre sus recursos utilizaron la insistencia y la reiteración de las campañas publicitarias: los carteles con la palabra “Tucumán” que habían cubierto las calles ahora tapizaban uno junto a otro, desde el piso hasta el techo, el pasillo de ingreso al edificio. En uno de estos muros también se desplegaba un montaje de recortes periodísticos (realizado por León Ferrari) con el que se demostraba que, si se confrontaban las noticias que diariamente aparecían en distintas secciones del periódico, la verdad estallaba entre sus páginas: en tanto, la auspiciosa campaña oficial, que celebraba como un éxito la conversión económica de la provincia, afirmaba: “Esta revolución la podemos hacer en Libertad” o “Una de las Preocupaciones de la Revolución Argentina es la Buena Administración de la Justicia”, otras secciones del diario informaban sobre la muerte de un obrero en manos de la policía. Con este montaje de noticias, Ferrari quería demostrar la falacia del discurso oficial. A la luz de estas confrontaciones, la información debía tomar una dimensión nueva y reveladora. El propósito de este choque entre imágenes y palabras era provocar un cambio en la conciencia de los espectadores. En el piso (que necesariamente tenían que pisar quienes concurrían) se desplegaron cuadros sinópticos para revelar los nexos entre el gobierno y los ingenios. Se proyectaron las filmaciones y las diapositivas tomadas en los ingenios, se transmitieron las entrevistas por altoparlantes, y también se requirió la opinión de los espectadores sobre lo que veían. Al mismo tiempo, sus expresiones se retransmitieron y se incorporaron como material vivo y activo al circuito informacional; el objetivo era retroalimentarlo con los efectos que la exposición producía en el público entrevistado. “Visite Tucumán, jardín de la miseria”, “No a la tucumanización de nuestra patria”, “No hay solución sin liberación”: el discurso de los carteles saturó el espacio con la reiteración, con los cruces de imágenes y de palabras, con la retórica del afiche político, del estandarte y de la valla. Finalmente, para que al salir los asistentes confirmaran que todo lo que allí habían visto era la “verdad”, grupos de trabajadores y de estudiantes universitarios entregaron a los asistentes un folleto de 18 páginas realizado por los sociólogos en el que se explicaban las causas de la situación tucumana.
Expuesta durante dos semanas en Rosario, la muestra de Buenos Aires, montada en el local de la Federación Gráfica Bonaerense, fue rápidamente cancelada por la presión del gobierno y de la policía. Como máxima expresión del quiebre que se había producido en el campo artístico, no fue el discurso de un crítico el que sirvió de apertura sino la voz y la figura carismática de Raimundo Ongaro, secretario general de la CGTA.
El conjunto de experiencias que había agitado el medio artístico de Buenos Aires y de Rosario durante los años sesenta representaba un capital de recursos que los artistas no podían ignorar. Y no era sólo aquellas experiencias que requerían la participación del espectador en los environments y happenings realizados en Buenos Aires, o en obras como las de Le Parc, presentadas en el Instituto Di Tella en 1967. Había que considerar también el impacto que estas obras habían producido en el público, en los medios de comunicación e incluso el poder que estos medios habían demostrado en relación con el arte.
Por otra parte, cuando analizamos la abundante producción de textos y de manifiestos que acompañaron a esta obra–acción, resulta sorprendente la confianza absoluta que los artistas tuvieron acerca de la posibilidad de incidir en la conciencia de los espectadores. Las acciones que, cada vez con mayor intensidad, emprendieron las organizaciones armadas, prueba que su convicción no estaba al margen de aquellas que movilizaba a otras fuerzas sociales.
Con Tucumán arde, la vanguardia estético–política radicalizó todas sus opciones. La experiencia fue tan intensa y, en algunos casos, traumática, que condujo a muchos de sus participantes a la conclusión de que ya no era posible pensar en la transformación de la realidad a través del arte, aun cuando éste fuese de vanguardia. Para algunos artistas, la opción fue abandonar el arte para transformar la sociedad en el terreno de la lucha política. Las acciones colectivas y violentas que protagonizaban las multitudes demostraban que era en las calles donde diariamente se realizaban y se llevaban al extremo las aspiraciones máximas de sus programas.

 

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