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Ciudadano Chomsky

por Daniel Link Noam Chomsky (Filadelfia, 1928) puede o no ser un genio pero su nombre es uno de los diez imprescindibles para comprender el siglo veinte. Sus investigaciones en lingüística no sólo provocaron un salto cualitativo en los estudios sobre el lenguaje sino también en la psicología y, de manera indirecta, en todas las ciencias sociales.
Chomsky se doctoró en Lingüística en la Universidad de Pennsylvania en 1955. En 1957 publicó su primera contribución fundamental a los estudios sobre el lenguaje, Estructuras sintácticas, donde define la “competencia lingüística” como la capacidad creativa del hablante e identifica esa capacidad con la gramática. La tarea de los lingüistas será, de allí en adelante, explicitar y formalizar las gramáticas del lenguaje que los hablantes (por el mismo hecho de serlo) interiorizan y conocen. En 1959, Chomsky publica un durísimo informe sobre los devastadores efectos del conductismo en lingüística, rechazando el funcionalismo hegemónico hasta ese momento, encarnado por Leonard Bloomfield. De ahí en más, sus investigaciones estarán cada vez más comprometidas con la gramática universal (definida como un mecanismo innato de la mente humana) y la busca de universales lingüísticos y reglas explicativas sobre el funcionamiento de las lenguas (que, en última instancia, permitirían construir una teoría psicológica completa sobre el funcionamiento de la mente).
En Aspectos de la teoría de la sintaxis (1965) llama a la capacidad creativa del hablante language acquisition device (dispositivo de adquisición del lenguaje). Esa capacidad innata permite a los individuos deducir, en los procesos de aprendizaje del lenguaje, las reglas globales que gobiernan el funcionamiento de las diferentes lenguas a partir de experiencias incompletas y parciales. Hay un saber sobre el lenguaje que todo hablante (de cualquier lengua, de cualquier grupo étnico y con total independencia de su capital cultural o de su “inteligencia”) interioriza en forma de reglas. Se trata, pues, de organizar esas reglas en un modelo de funcionamiento. El modelo de 1965, que se conoce como “teoría standard”, revoluciona de inmediato los estudios del lenguaje, la psicología y la pedagogía y pone a trabajar a los lingüistas en direcciones hasta entonces insospechadas.
Chomsky puede o no ser un genio. Lo cierto es que siempre supo sortear las objeciones teóricas que se le formularon con un modelo más explicativo. Muy criticado por otros lingüistas (sobre todo por la preeminencia que las reglas sintácticas parecen tener en el modelo de 1965), Chomsky presenta en 1968 un artículo que aparentemente resume sus investigaciones teóricas previas, que lleva el título de “Estructura profunda, estructura de superficie e interpretación semántica”. Lo que hace, en realidad, es corregir la teoría standard dejando atrás (muy atrás) a sus críticos. El modelo del 68 se conoce como teoría standard extendida.
Chomsky sabía que lo que estaba defendiendo era más que el éxito de una teoría. Su propia existencia como intelectual era lo que estaba en juego: su posición en el célebre, exquisito y extremadamente competitivo MIT (Massachusetts Institute of Technology de Boston), la posibilidad para intervenir en los asuntos públicos de su país a través de la crítica radical del “aparato de propaganda” mediante el cual el imperio norteamericano legitimaba sus acciones en política internacional, entre otras preocupaciones obsesivas.
En 1975 publica Reflexiones sobre el lenguaje, donde la lingüística queda definitivamente incorporada a la psicología y el saber sobre el lenguaje (la capacidad creativa del hablante) es un mecanismo cognitivo. Entender ese mecanismo cognitivo no es entender todos los mecanismos cognitivos pero sí, en cambio, entender la estructura de la mente humana. En ese libro, a la vez que defiende un racionalismo de corte cartesiano (Chomsky ha declarado su admiración por los gramáticos franceses del círculo de Port Royal), define el empirismo como el fundamento filosófico del racismo. “Quizá no sea insensato pensar que el gran éxito de las tesis empiristas, en ciertos círculos al menos, puede estar asociado al hecho de ofrecer una posibilidad de formular una doctrina racista en formas difícilmente conciliables con las concepciones tradicionales de la esencia humana.”
Chomsky tal vez sea un genio y tal vez no. En todo caso, es un ciudadano responsable y preocupado por el estado del mundo, a la vez que un experto en teoría lingüística. Y es, además, un ciudadano coherente que desarrolla su punto de vista, y su posición filosófica, tanto en el campo en el que es el “patrón” (la lingüística) como en el campo de las intervenciones públicas, donde es apenas un peón. La gramática universal y el antiestatismo militante como dos formas del racionalismo. Dos caras de la misma moneda que lo llevan tanto a proponer modelos explicativos cada vez más sofisticados sobre el funcionamiento del lenguaje como a criticar sistemáticamente la política exterior (“genocida”) de los Estados Unidos y los devastadores efectos del “aparato de propaganda” en la opinión pública (ver los fragmentos reproducidos en estas páginas).
Cualquier ciudadano puede pensar lo que piensa Noam Chomsky. Pero no cualquier ciudadano puede decir públicamente lo que Chomsky dice. No importa si es o no un genio. Lo que es importante es que use la posición de poder que le ha dado su lugar en la historia de la lingüistica para defender (con una persistencia machacona en los últimos cuarenta años) la causa de los pobres.


Medios y propaganda *

Por Noam Chomsky El papel de los medios de difusión en la política contemporánea nos obliga a preguntar en qué clase de mundo y en qué clase de sociedad queremos vivir, y en particular cómo concebimos la democracia cuando decimos que queremos que ésta sea una sociedad democrática. Me permitirán que empiece por contraponer dos concepciones diferentes de la democracia. Una concepción de la democracia sostiene que una sociedad democrática es aquella en la que el público
dispone de los medios necesarios para participar de forma significativa en el gobierno de sus propios asuntos y en la que los medios de información son abiertos y
libres. Si buscan la palabra “democracia” en el diccionario, encontrarán una definición parecida a la que acabo de hacer.
Otra concepción de la democracia dice que debe impedirse que el público gobierne sus propios asuntos y que los medios de información deben someterse a un control estricto y rígido. Puede que parezca una forma extraña de concebir la democracia, pero es importante entender que es la que impera. De hecho, lleva mucho tiempo imperando, no sólo en la práctica, sino también en la teoría. Hay una larga historia que se remonta a las primeras revoluciones democráticas modernas en la Inglaterra del siglo XVII y que expresa en gran parte este punto de vista. Voy a limitarme al período moderno y a decir unas cuantas palabras sobre cómo evoluciona esta idea de la democracia y por qué y cómo entra en este contexto el problema de los medios de difusión y la desinformación.
La primera operación de propaganda gubernamental moderna tuvo lugar durante la presidencia de Woodrow Wilson, que fue elegido en 1916 con un programa electoral cuyo lema era “Paz sin victoria”. Ocurrió en plena primera guerra mundial. La población era sumamente pacifista y no veía ningún motivo para intervenir en una guerra europea. En realidad, la administración Wilson estaba comprometida con la guerra y tenía que hacer algo al respecto. Con tal fin, creó una comisión de propaganda gubernamental, la Comisión Creel, que en el plazo de seis meses logró convertir una población pacifista en una población histérica y belicista que quería destruir todo lo alemán, despedazar a los alemanes, ir a la guerra y salvar al mundo. Fue un logro importante que dio origen a otro. En aquel tiempo y después de la guerra se emplearon las mismas técnicas para provocar una alarma histérica ante la Amenaza Roja, como la llamaron, que casi logró destruir los sindicatos y la libertad de pensamiento político. La campaña recibió mucho apoyo de los medios de difusión y del empresariado, que, de hecho, organizó e impulsó gran parte de esta tarea, y fue, en general, un gran éxito.
Entre los que participaron de forma activa y entusiasta en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey, que se enorgullecían mucho, como se nota en sus escritos de entonces, de haber demostrado que lo que llamaban “los miembros más inteligentes de la comunidad”, a saber, ellos mismos, podían empujar a una población pacifista a la guerra por medio del terror y provocando un fanatismo patriotero. Los medios que se utilizaron fueron abundantes. Por ejemplo, se dijeron muchas mentiras sobre supuestas atrocidades cometidas por los “hunos” (nombre despectivo que los aliados daban a los alemanes en la primera guerra mundial): arrancaban los brazos de los bebés belgas y perpetraban toda suerte de cosas espantosas que todavía se leen en los libros de historia. Gran parte de estas historias la inventó el Ministerio de Propaganda británico, cuya misión en aquellos momentos, como se dijo en sus deliberaciones secretas, era “dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo”. Pero más importante era el deseo de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la comunidad en Estados Unidos, que luego, al diseminar la propaganda que inventaban los ingleses, harían queel país pacifista fuera presa de histeria bélica. Dio resultado. Dio muy buen resultado. Y enseñó una lección: la propaganda estatal, cuando recibe el apoyo de las clases cultas, y cuando no se permite ninguna desviación respecto de ella, puede surtir un gran efecto. Fue una lección que aprendieron Hitler y muchos otros y que todavía se sigue.
Otro grupo al que impresionaron estos éxitos fueron los teóricos democráticos liberales y figuras destacadas de los medios de difusión como, por ejemplo, Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas norteamericanos, importante crítico de la política interior y exterior y también importante teórico de la democracia liberal. Lippmann tomó parte de estas misiones propagandísticas y reconoció sus logros. Arguyó que lo que él llamaba “revolución en el arte de la democracia” podía utilizarse para “fabricar consenso”, esto es, para lograr que el público estuviera de acuerdo con cosas que no quería, utilizando a tal efecto las nuevas técnicas de propaganda. También pensaba que era una idea buena, de hecho, necesaria. Era necesaria porque, como dijo, “los intereses comunes están totalmente fuera del alcance de la comprensión de la opinión pública” y sólo puede comprenderlos y dirigirlos una “clase especializada” formada por “hombres responsables” que tienen la inteligencia suficiente para resolver los asuntos. Esta teoría asevera que sólo una pequeña elite, la intelectualidad de la que hablaban los partidarios de Dewey, puede comprender los intereses comunes, lo que nos importa a todos, y que estas cosas “no puede comprenderlas el público en general”. Es un punto de vista que se remonta a centenares de años. También es un típico punto de vista leninista. De hecho, se parece mucho a la idea leninista según la cual una vanguardia de intelectuales revolucionarios tomará el poder del Estado, utilizando las revoluciones populares como la fuerza que los lleve al poder estatal, y luego conducirá a las masas estúpidas hacia un futuro que dichas masas son demasiado tontas e incompetentes para imaginar por sí mismas. Tal vez habrá una revolución popular que nos colocará en el poder estatal: o tal vez no la habrá y en tal caso sencillamente trabajaremos para la gente con verdadero poder: el empresariado. Pero haremos lo mismo. Conduciremos a las masas estúpidas hacia un mundo que no pueden comprender por sí mismas porque son demasiado tontas.
En el decenio de 1920 y comienzos del de 1930, Harold Lasswell, el fundador del moderno campo de las comunicaciones y uno de los principales científicos políticos norteamericanos, explicó que no deberíamos sucumbir a “dogmatismos democráticos que afirman que los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses”. Porque no lo son. Nosotros somos los mejores jueces de los intereses públicos. Así pues, por una sencilla cuestión de moral normal y corriente, debemos asegurarnos de que no tengan la oportunidad de actuar basándose en sus errores de juicio. Esto resulta fácil en lo que hoy día se llama un Estado totalitario, o un Estado militar. Te limitas a amenazarlos con una cachiporra y, si se desvían, los atizas en la cabeza. Pero esto deja de ser posible cuando la sociedad se vuelve más libre y democrática. Por consiguiente, tienes que recurrir a las técnicas de la propaganda. La lógica es clara. La propaganda es a una democracia lo que la cachiporra es a un Estado totalitario. Es un sistema sabio y bueno porque, como he dicho, el rebaño desconcertado no comprende los intereses comunes. No los entiende.r

* Tomado de “El control de los medios de difusión”, incluido en Actos de agresión.


Crítica de libros *

Por Noam Chomsky La crítica de los medios se ha concentrado en general en cómo las secciones de noticias y de opinión aseguran que se piense correctamente. Las reseñas de libros son otro elemento misterioso del sistema de control doctrinal. En particular la New York Times Book Review funciona como guía para lectores y bibliotecarios con recursos limitados. Los editores deben no sólo seleccionar los libros correctos sino también a los reseñistas que se adhieran a las normas de la ortodoxia política.
En el estudio de cualquier sistema suele ser útil considerar algo radicalmente diferente, para destacar características esenciales. Empecemos entonces por observar una sociedad que es casi el polo opuesto de la nuestra: la URSS de Brezhnev.
Considérese la elaboración de una política. En la URSS de Brezhnev la política económica era decidida en secreto por un poder centralizado; no había participación popular salvo en forma marginal, a través del Partido Comunista. Las decisiones políticas estaban siempre en las mismas manos. El sistema político no tenía ningún significado, porque prácticamente no había flujo de abajo hacia arriba.
Considérese después el sistema de información, inevitablemente constreñido por la distribución del poder político-económico. En la URSS de Brezhnev había un espectro limitado por desacuerdos dentro del poder centralizado. Es cierto que los medios nunca eran suficientemente dóciles para los commissars, y en consecuencia fueron duramente criticados por minar la moral pública durante la guerra en Afganistán, trabajando en favor de los agresores imperialistas y sus agentes locales contra los cuales la URSS estaba defendiendo valientemente al pueblo de Afganistán. Para la mente totalitaria ningún grado de servilismo es nunca suficiente.
Había disidentes y medios alternativos: samizdat clandestinos y radios extranjeras. Según un estudio de 1979 financiado por el gobierno de Estados Unidos, 77 por ciento de los trabajadores manuales y 96 por ciento de la élite media escuchaban transmisiones del extranjero, y la prensa alternativa llegaba al 45 por ciento de los profesionales de alto nivel, el 41 por ciento de los dirigentes políticos, el 27 por ciento de los administradores y el 14 por ciento de los trabajadores manuales. El mismo estudio encontró que la mayoría de la gente estaba satisfecha con las condiciones de vida, era favorable a la atención médica proporcionada por el Estado y en su mayoría apoyaba el control estatal de la industria pesada. La emigración se debía a razones personales más que políticas: “refugiados económicos”, para usar con exactitud el término que se usa regularmente para excluir de nuestras costas a las víctimas indignas que huyen del terror instaurado por gangsters apoyados por Estados Unidos.
Los disidentes eran duramente criticados como “antisoviéticos” y “partidarios del imperialismo capitalista”, como lo demostraba el hecho de que criticaban los males del sistema soviético y sus políticas en lugar de marchar en manifestaciones contra los crímenes de los enemigos oficiales. También fueron castigados, si no al estilo de los dependientes de Estados Unidos como El Salvador, sí con bastante rigor.
El concepto de “antisoviético” es particularmente notable. Encontramos conceptos similares en la Alemania nazi, en Brasil bajo el gobierno de los generales neonazis y en las culturas totalitarias en general. En una sociedad relativamente libre ese concepto no merecería otra cosa que el ridículo. Imagínese la reacción que habría, digamos, en Milán o en Florencia si algún crítico del poder estatal fuera criticado por ser”antiitaliano”. Conceptos como el de “antisoviético” son el distintivo de una cultura totalitaria; sólo el más devoto y ceñudo de los commissars es capaz de emplear semejantes términos con seriedad.
Los escribas profesionales del partido nunca fueron culpables de antisovietismo. Su tarea consistía en aplaudir al Estado y sus líderes, o mejor aún, criticarlos por alguna desviación ocasional de sus grandiosos principios, para inculcar así la línea partidaria por presuposición antes que por afirmación, que siempre constituye la técnica más eficaz. El commissar puede decir que los dirigentes erraron en su defensa de Afganistán contra “el ataque desde el interior, que fue manipulado” por Paquistán y la CIA. Deberían haber comprendido que “era una guerra afgana, y si la convertíamos en una guerra del hombre blanco seríamos derrotados”. Del mismo modo un ideólogo nazi podría haber admitido que el “encuentro” entre germanos y eslavos en el frente oriental “no provoca entusiasmo”, aunque en compensación debemos recordar que era “una guerra total entre naciones rivales por el control de un territorio por el que los dos grupos estaban dispuestos a morir”; y para los eslavos “los términos del conflicto” eran “menos mortales” que para los alemanes necesitados de Lebensraum, “que apostaban no sólo sus fortunas sino sus vidas mismas a la esperanza de construirse nuevas vidas en un país nuevo”. Los eslavos, después de todo, podían irse a Siberia. La fuente de estas citas se verá más adelante.
Hechas estas observaciones, volvámonos a nuestra libre sociedad. Empecemos nuevamente por la creación de política. La política económica es decidida en secreto; en la ley y en principio, la participación popular es inexistente. Los 500 de la revista Fortune son más diversos que el Politiburó, y los mecanismos del mercado producen mucho más diversidad que una economía dirigida, pero una empresa, una fábrica o un negocio son el equivalente económico del fascismo: las decisiones y el control van estrictamente de arriba hacia abajo. No se obliga a nadie a comprar productos ni a alquilarse a sí mismo para vivir, pero la mayoría de la población no tiene otra opción.
El sistema político está estrechamente vinculado con el poder económico, tanto a través del personal como por las mayores limitaciones políticas. Los esfuerzos del público por penetrar en el terreno político deben ser bloqueados: para las élites liberales esos esfuerzos son peligrosas “crisis de la democracia”, y para los reaccionarios estatistas (los “conservadores”, en la nueva jerga contemporánea) resultan intolerables. En el sistema político prácticamente no hay flujo de abajo hacia arriba, aparte del nivel local; el público general parece considerarlo como algo casi sin sentido.
Los medios presentan un espectro de opiniones, que en gran parte reflejan divisiones tácticas dentro del nexo entre el Estado y los empresarios. Es cierto que para los commissars nunca son suficientemente obedientes: fueron duramente criticados por minar la moral pública durante la guerra de Vietnam, trabajando en favor de los agresores imperialistas y sus agentes locales contra los cuales Estados Unidos estaba defendiendo valientemente al pueblo de Vietnam; hay un estudio de la Freedom House que ofrece un ejemplo espectacular (véase, para más detalles, Herman y Chomsky. Manufacturing Consent). Para la mente totalitaria, de nuevo, ningún grado de servilismo es suficiente.
Hay disidentes y otras fuentes de información. Prácticamente nadie escucha transmisiones de radios extranjeras, pero existen medios alternativos, aunque sólo tienen una fracción mínima del público de los samizdat. Los disidentes son duramente criticados por “antiestadounidenses” y “defensores del comunismo”, como lo demuestra el hecho de que critican los males del sistema estadounidense y sus políticas en lugar de marchar en manifestaciones contra los crímenes de los enemigos oficiales. Pero no son severamente castigados, por lo menos si son privilegiados y del color correcto. Los “intelectuales responsables” nuncason culpables de crímenes como ser “antiestadounidense”; más bien cumplen su tarea aplaudiendo al Estado y sus líderes, o mejor aún, criticándolos por alguna desviación ocasional de sus grandiosos principios, para inculcar así la línea partidaria por presuposición antes que por afirmación.
Una vez más, el concepto de “antiestadounidense” es particularmente notable, el distintivo de la mentalidad totalitaria.
La edición del 15 de marzo de 1992 de la New York Times Book Review contiene la reseña de Morton Krondacke del libro de Paul Hollander Anti-Americanism. Tanto el autor como el reseñista son leales apologistas de las atrocidades del gobierno de Estados Unidos y sus clientes. Kondracke aplaude esta meritoria denuncia del crimen en cuestión, aunque cree que Hollander podría ir demasiado lejos cuando cita los beneficios para los minusválidos como ejemplo de la desviación izquierdista del Congreso.
Los antiestadounidenses, explica Kondracke, son impulsados solamente por “el placer de luchar contra el mundo en que viven”. No es necesario presentar pruebas. ¿De qué otro modo podría explicarse su “disposición generalmente crítica hacia el orden social existente”? Pero, concluye en tono triunfal, “por todo lo que protestan contra Estados Unidos, pocos de ellos se van del país”. Amalo o déjalo, pero no te atrevas a decir que su magnificencia tiene fallas. Las culturas totalitarias pocas veces llegan a esas alturas. r

* Fragmento de “La policía del pensamiento del PC”, incluido en Cartas de Lexington.

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