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RESEÑAS

Rojo sangre

El placer de la cautiva
Leopoldo Brizuela
Temas
Buenos Aires, 2001
94 págs. $ 10

POR GUILLERMO SACCOMANNO Leopoldo Brizuela (1963) escribió El placer de la cautiva, un cuento largo (o una novela corta, si se prefiere) que combina el placer de la lectura con la puesta en escena de tópicos de nuestra historia política. Los antecedentes en los que Brizuela parece buscar una filiación, corridos del sistema de prestigios canónicos, son, entre otros, El ejército de ceniza de José Pablo Feinmann, Historias imaginarias de la Argentina de Pedro Orgambide y La patria equivocada de Dalmiro Sáenz. También podría aportar en este encuadre la lectura de El género gauchesco, el ensayo de Josefina Ludmer sobre las relaciones entre marginalidad campera y literatura. Porque esa franja en la que Brizuela inscribe su relato tiene su antecedente también en las incursiones en lo gauchesco de César Aira. Si se plantea este marco como referencial, se debe a que en el mismo se cifra una forma justamente “marginal” de leer radiografiando la pampa.
A propósito, podría arriesgarse, Brizuela emplea como epígrafe de El placer de la cautiva un fragmento de la novela de Dalmiro Sáenz y rescata ese gesto de la épica criolla donde el interés por la historia, su desarrollo y cuidadoso entramado, supera toda premisa ideológica a partir del impulso “bárbaro” hacia el goce literario puro en una “patria” de literatura rubia. Es decir, del mismo modo que en el relato de Brizuela lo que importa es una persecución, un juego de simetrías y atracciones a cada página más tenso, lo que cuenta por debajo del iceberg narrativo es la recuperación del gusto por la aventura, un rasgo descalificado habitualmente por “popular”. Pero a la preocupación por la intriga sostenida, Brizuela le incorpora el pathos de la relación indio/cautiva, el toque de sexualidad que convierte lo gauchesco ya no en un género de la nostalgia paródica o la violencia espontaneísta, sino de neto tinte erótico. Lo gauchesco, pues, ya no solamente como expresión de una toma de partido reivindicadora de la barbarie como concepto de clase, de estrategia de oposición a un discurso oficial. Lo gauchesco, ahora, sumado a lo anterior y alquimizándose con lo erótico para plantear, en y desde lo corporal (casi en un plano de genitalidad), la barbarie como estrategia erótica que legitima su razón de ser en el paraíso perdido pampeano preexterminio y pre-progreso alambrador.
Brizuela señala el espacio de la civilización como condicionante y tabicador de eso que la historia de un indio y una cautiva vienen a cuestionar con su calentura. Pero, ¿de qué habla este texto de Brizuela? Más que del deseo de la protagonista, de cautivar al salvaje (¿educar al soberano?), se trata aquí de la seducción que ejerce lo salvaje, cautivando. Y aquello que cautiva al pensamiento civilizado es lógicamente la libertad animal (infantil) de los cuerpos desnudos en la intemperie del desierto.
Pero cabe además señalar otra guía de lectura de El placer de la cautiva implícita en la dedicatoria, un homenaje a Griselda Gambaro que, puede pensarse, excede el plano de la amistad y se transforma en guiño. Como el teatro de Gambaro, la novela de Brizuela es a la vez la dramatización de un absurdo. En la pampa, donde los fortines son avanzadas, un viejo y una chica cabalgan perseguidos por dos indios. La trama organizada por Brizuela se centra casi exclusivamente en esta persecución que dura días ynoches, un tiempo que se torna becketiano, tan largo como impreciso. En este transcurso, la chica se descubrirá mujer y el indio deberá admitir, con sufrimiento, el advenimiento de un amor cuya cara es la pasión. Aún cuando en la prosa de Brizuela pueden surgir algunos anacronismos que distraen de la atmósfera de época (el verbo “evaluar”, el prefijo “hiper”, la palabra “estrategia”, términos correspondientes más a nuestra contemporaneidad que a la época en que sucede la trama), la historia fluye sin tropiezos erigiéndose no sólo como una ficción erótico-épica, sino además como cuento religioso (lo uno por lo otro). La pampa no sólo es el paraíso adánico. También es el escenario del ojo de Dios observando los cuerpos, lugar donde se reproducen de modo blasfemo el fin de la inocencia y el pecado terrenal. “Cubilete de Dios”, define magníficamente Brizuela el paisaje.
Cielos arrolladores, bandadas de pájaros, la presencia imponente de soles y lluvias parecen empujar el relato hacia alguna subvertiente del realismo fantástico, pero no. Lo que a Brizuela parece importarle, como se dijo, es otra cosa: una pampa donde lo violento no es únicamente constitutivo del exterminio roquista, sino también condición de la erotización de este territorio manchado de rojo federal (que cautivará a Echeverría), también el rojo de la sangre menstrual con que la protagonista se pinta la frente fingiendo ser una apestada temible.


Carta a la patria

Si la Argentina fuera una novela
Arnaldo Calveyra
Simurg
Buenos Aires, 2001
188 págs. $ 16

POR DIEGO BENTIVEGNA Si la Argentina fuera una novela no se parece tanto al género que su título convoca, sino más bien a un denso e intrincado poema. En este sentido, la estrategia de Arnaldo Calveyra (escritor entrerriano nacido en Mansilla en 1929 y radicado en París desde 1961) parece dar vuelta la de uno de los más grandes poetas del siglo XX: Pier Paolo Pasolini. Si Pasolini versifica sus demoledoras diatribas a las vacuas sirenas del neocapitalismo y construye de esa manera la matriz poética de sus grandes poemarios de los ‘60 (La religione del mio tempo y Poesia en forma di rosa), Calveyra parece prosificar en largos párrafos los versos de una extensa reflexión en torno a eso que ha constituido la obstinación de la ensayística argentina: la dilucidación del misterio inextricable de lo argentino o, más vagamente, de “lo nacional”, que permanece abierto desde las primeras, amargas palabras del Dogma socialista de Esteban Echeverría.
Calveyra intenta abordar la cuestión con respuestas que son, no hay duda, obvias y poco innovativas y que mantienen un tono de indignación y de extrañamiento con respecto a ciertas constantes nacionales: la continuidad dudosa entre rosismo y peronismo, las relaciones entre peronismo, fascismo y nazismo, el paternalismo del patrón de estancias espejado en un modo de entender lo político en términos de prerrogativas de caudillo, el patrioterismo malvinero de banderitas de plástico y escarapelas de cotillón. En pocas palabras, la horrible utilería nacionalista. Estos tópicos se abordan a partir de la indeterminación genérica, esa misma indeterminación desde la cual se genera el discurso ensayístico entendido como un discurso de la conjetura y de la duda (Montaigne, Decartes), de la desestabilización.
En Si la Argentina fuera una novela esta indeterminación no se plantea entre novela y ensayo, sino entre ensayo y una matriz genérica que se encuentra ligada de manera indisoluble con éste: la carta. El libro se plantea, en efecto, como una extensa carta dirigida a una pariente de Entre Ríos, descendiente de un antepasado común emigrado de Buenos Aires en los años de Rosas. Incrustadas en esa carta mayor, pululan otras cartas menores, por ejemplo la que se dirige a Hudson (que, como Calveyra, que ha publicado la mayor parte de su obra en francés, es un escritor que se instala en la bisagra entre dos literaturas, como lo hará un siglo después el polaco Gombrowicz, que también encuentra su espacio en este libro).
Todo epistolario surge de una distancia y de una falta. En el de Calveyra, la distancia es doble: distancia con respecto al espacio, distancia con respecto a la lengua materna. La voz de los recuerdos infantiles y de adolescencia de Calveyra es una voz expatriada, es una voz que mantiene una relación de lejanía sobredeterminada con la lengua que, como postuló de manera impecable Martínez Estrada (el autor más citado y elogiado por Calveyra a lo largo de todo el texto) en Muerte y transfiguración de Martín Fierro, ha sido sentida siempre como un bien importado, extraño: una capa simbólica refractaria que mantiene una relación endeble con unos objetos y con un territorio ajenos, un discurso que despliega, trabajoso, sus recuerdos de provincia, del Entre Ríos natal, entre las corrientes acuáticas salvajes, las cañas y el riguroso sol pasoliniano.
En el fondo, dice Calveyra, lo que permanece de ese pasado argentino son los crímenes fundacionales de “lo nacional”: la mazorca, el exterminio de la población indígena, la anulación de las jergas y las tradiciones inmigratorias en el abominable “crisol de razas”, los campos clandestinos y la muerte absurda en las islas del Atlántico. Lo que permanece son esas formas criminales y culposas de una nación raquítica que, como el imperio chino de Kafka, está siempre al borde de la disolución, de la fuga descontrolada en la planicie interminable.


Escrito sobre un cuerpo

Noticias del extranjero
Alberto Manguel
trad. Eduardo Hojman
Norma
Bogotá, 2001
228 págs. $ 25

POR WALTER CASSARA Ésta es una novela escrita originalmente en inglés y publicada en Canadá en 1991. Con anterioridad a la traducción (a cargo de Eduardo Hojman) que Editorial Norma acaba de lanzar al mercado, Noticias del extranjero circuló en España bajo el infortunado título de La puerta de marfil. Aunque Alberto Manguel es argentino, reside desde hace tiempo en el extranjero, alternativamente en Canadá y Francia. Ha compilado una excelente antología de relatos fantásticos, Aguas negras, y otra de narraciones legendarias sobre el Canadá, The Ark in the Garden. Su obra crítica y de ficción está escrita mayoritariamente en lengua inglesa. A partir de la repercusión editorial que tuvo Una historia de la lectura (1999) su nombre ha trascendido entre los lectores de América Latina.
También la trama de Noticias del extranjero podría pensarse como otra historia -.privada– de la lectura. Una historia antibovarista, que se confiesa “culpable” desde el principio y no escamotea el otro lado de las palabras, la maquinaria de crueldad con que éstas se inscriben en el cuerpo. Una historia en la que el rumor de la barbarie se insinúa por todas partes; se lee, se sigue leyendo por hábito, para matar el tiempo, conjurar fantasmas; se lee, pero ya no se comprende nada.
En los libros, en la ciudadanía solitaria y pérfida que suelen fundar, un viejo capitán del ejército francés, Antoine Berence, purga un pasado tortuoso, escindido entre el ejercicio de la crueldad y el hábito civilizado de la lectura; lo que al comienzo se nos presenta como el ocio saludable, apenas trastornado por una misantropía “natural”, que un militar en retiro dedica a las letras, pronto se nos revela con un carácter atroz. Detrás de los empeños humanistas de Berence hay un ideólogo del colonialismo más extremo, un apóstol de lo sanguinario, que ha puesto su erudición al servicio del mal, divulgando técnicas de tortura entre los ejecutores del genocidio en la Argentina. A la soledad del Capitán, su ascetismo cargado de iniquidades, las palabras acuden
como restos fáusticos del naufragio de la Historia; acude también el silencio maníaco, el reposo sin calma de Marianne, la mujer de Berence, cuyo viaje secreto hacia la voluptuosidad concluye en un mutismo penitente que señala, en su cuerpo, como un sismógrafo la intensidad de la catástrofe. El relato está contado desde la perspectiva de este personaje femenino. Aunque su voz material nunca se oye, su experiencia interior se confiesa todo el tiempo, organizando y dictando el tono de los hechos; de ahí que el registro histórico adquiera un tratamiento subjetivo y se disuelva en la materia elaborada por la ficción.
Con un clima próximo al exotismo pesimista de Conrad, la narración se desplaza desde un retiro apacible en las playas de Canadá al Argel violento de los fedayin, pasando por París durante mayo del ‘68 y Buenos Aires en los tiempos más crudos de la represión. Ciudades del “extranjero”, es decir de lo distinto y adverso; escombros, puntos álgidos sobre el mapa de un sismo histórico del que ambos protagonistas dan cuenta con su vida privada y sus convicciones más íntimas, y del cual, por supuesto, ninguno puede salir indemne.

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