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Alta tensión

Por Juan Ignacio Boido

Pocas veces la izquierda y la derecha coincidieron tanto como en la muerte de Giangiacomo Feltrinelli. El 14 de marzo de 1972, en la noche cerrada de las afueras de Milán, su cadáver apareció desmembrado, junto al poste de alta tensión que pretendía volar, con una bomba casera que terminaría fallando, dejándolo boca arriba y con una de sus piernas a la altura de la cabeza, a un metro del cuerpo. Dos días después, cuando las autopsias, los rumores y el reconocimiento del cadáver confluyeron en el nombre del que todos sospechaban, los diarios de Italia publicaron al unísono el mismo titular: “¡Se trata de Feltrinelli!”. La política italiana recorría, de derecha a izquierda, el espectro que va de la sorpresa al alivio.
La derecha se declaraba pasmada por lo lejos que había llegado uno de los suyos, el hijo díscolo de “nuestra querida Giannalisa”, que en 1940, ya viuda y fabulosamente enriquecida por la muerte del viejo Feltrinelli, había comprado de manos de Il Duce el título de marqués para su único hijo varón, y que, seis años después, había llorado con los reyes la noche en que el referéndum de 1946 desterró a la monarquía, sin por eso conmoverse o denigrarse lo suficiente como para soltar el timón de una fortuna familiar que se contaba entre las cinco más caudalosas de Italia, a la par de los Lancia, los Pirelli, los Crespi y los Puricelli.
La izquierda, o por lo menos buena parte de la izquierda, se declaraba, a través de la tibieza de sus declaraciones, liberada de seguir y temer los movimientos de quien había sido uno de ellos, pero que en los últimos tiempos podía considerarse un militante furibundo, fuera de control, operando desde la clandestinidad como un polo político independiente, denunciando la burocracia y las atrocidades partidarias, financiando acciones terroristas fuera de la órbita del PCI, ajeno incluso al accionar de las Brigadas Rojas, moviéndose de incógnito por Europa y América latina, refugiándose en círculos de militantes, campamentos guerrilleros o páramos alpinos, utilizando una docena de pasaportes falsos, huyendo de algo o alguien que ni él ni nadie parecía saber muy bien qué o quién era.
Para unos y para otros, la muerte de Feltrinelli cerraba, por lo menos en Europa, por lo menos simbólicamente, una forma de militancia, un espíritu partisano de modales terroristas, nacido de la lucha antifascista durante la ocupación alemana de la Segunda Guerra.

Grupo de familia
Son las mismas izquierda y derecha, aunque menos consolidadas y menos expuestas en sus miserias, las que treinta años antes estaban aliadas contra Alemania, cuando Feltrinelli descubre que la política es algo más que recibir a Víctor Manuel a la hora del té. Y contra lo que se podría suponer, esta iniciación ideológica se da, a la vez, dentro y fuera del ámbito familiar. De nada sirve el férreo aislamiento que la burguesía industrial impone sobre sus hijos (mayordomos, institutrices, cotos de caza, lagos en Suiza, suites en el George V, vagones en el Orient Express). Con 18 años, mientras el resto de la familia abandona la Italia ocupada rumbo a América, Feltrinelli se enrola como voluntario en el ejército. Un año después, está en Roma el Día de la Liberación. En el entusiasmo neorrealista de las celebraciones, alguien le hace leer el Manifiesto comunista y El Estado y la revolución de Lenin. La Historia de la literatura latina de Concetto Marchesi le permite aplicar –corrobora– el método de análisis marxista desde la tradición italiana. “Me impresionó especialmente el estudio de la lucha de los Gracos en la antigua Roma”, diría unos años después. “Marchesi se basaba en ella para demostrar la existencia de dos clases sociales enfrentadas: patricios y plebeyos, explotadores yexplotados. Toda mi experiencia se enmarcaba así en este esquema todavía válido, y todos los acontecimientos políticos, el fascismo, la guerra, adquirieron un nuevo contenido social.” El PCI, aunque abriga sus sospechas, encuentra de suma utilidad los servicios del afiliado número 0735668, alguien dispuesto a transmitir los más valiosos secretos de Estado que diferentes comensales discuten semanalmente en el comedor de su casa materna.
Cuando a los 21 años la ley le permite hacerse cargo de la herencia paterna, hasta entonces en manos de su madre, Feltrinelli queda al frente de un emporio con participación en prácticamente todas las industrias italianas y sede en una docena de países. Su eficiente administración, además de convertirlo en el carnet más valioso del PCI, lo muestran como “un rico en busca de un extraño equilibrio, no demasiado comprensible, precario, aparentemente inalcanzable. Con estos antecedentes, lo natural es que se hubiera convertido en un descamisado, en un filántropo o en un empresario encorvado siempre sobre la facturación. Pero no fue nada de esto”.

Cerca de la revolución
El que habla es Carlo Feltrinelli, y que su padre no haya sido nada de eso es lo que lo llevó a escribir Senior Service, un libro que, bajo la máscara de una biografía, esconde un peregrinaje que avanza precisamente en la dirección opuesta a la que recorre el biógrafo: rigurosamente documentado, munido de testimonios, diarios personales, informes de inteligencia y cartas inéditas, cuanto mejor dibuja el perfil de su padre, más inexpugnable parece el motivo que lleva a su padre, en 1969, a abandonar la casa familiar para pasar a la clandestinidad y morir tres años después desmembrado en las afuera de Milán, cuando su hijo tenía sólo diez años.
A los veintipocos, Giangiacomo acaba de conocer a la madre de su futuro hijo y reparte el día entre administrar una fortuna y ponerla al servicio de su norte político. Milita. Financia. Sale a pegar carteles al volante de un Buick azul sobre el que cada tanto tienen que pararse a mear para derretir la escarcha formada en el parabrisas. Conoce a Palmiro Togliatti (fundador del PCI, amigo de Gramsci, exiliado durante el fascismo y secretario del Komintern ruso) y a Secchia (autor del lema “Una agrupación por campanario”); se agiganta en su cabeza la idea de una “justicia laica”. Dueño de medio pueblo de Gargnano, vacía edificios en desuso y manda a construir asilos y casas para chicos. Asiste puntualmente a las reuniones en la librería Einaudi, pasa horas hablando con Pavese, financia la quimera editorial de Giulio Einaudi (otra oveja negra: “el hijo comunista del presidente de la República”, diría la policía milanesa en un informe unos años después). Hasta que a fines de los cuarenta, decide junto a Togliatti el primero de los dos emprendimientos culturales que lo van a sobrevivir: montar una “biblioteca dedicada a la historia del movimiento obrero internacional”.
Los “papeles de la Revolución” ya habían vivido su esplendor durante la primera mitad del siglo y habían llevado al Instituto Marxista Leninista de Moscú a enviar 120 corresponsales por todo el mundo en busca de documentos. Manuscritos, correspondencia inédita, diarios, revistas, originales: todo lo que permitiera reconstruir hasta el detalle y fortalecer la unidad del movimiento obrero, antes de que cayera en manos de fundaciones norteamericanas, Feltrinelli quiere que sea ordenado, catalogado y estudiado en la Biblioteca Feltrinelli de la Via Manzonni milanesa. Son años de entusiasmo y kilometraje: Feltrinelli viaja por Europa tras la pista de manuscritos firmados por Engels, Marx y Lenin, primeras ediciones del Manifiesto Comunista y diarios olvidados de tiradas minúsculas. Recorre Europa a bordo de un Citröen Traction negro junto a Giuseppe del Bo: de la casa de un anticuario de una familia mencheviquelituana a orillas del Sena a una librería en Osnabrück, y de ahí a la casa en Holanda de Herbert Andreas, un alemán que se hace llamar Bert en honor a Brecht, además de los contactos oficiales con el Instituto Marxista Leninista de Moscú. La Biblioteca cuenta con una red de estudiosos, consultores y proveedores de primera línea. Incluso pulsea más de una vez con universidades norteamericanas que, en los albores del macartismo, intentan comprar el mismo material con propósitos mucho más espurios. Ante las primeras incomodidades que delatan el PCI y Moscú ante la fruición con que sirve a la causa sin los filtros previos habituales, Feltrinelli da muestra de su lealtad asociándose con el PCI para todo negocio entre sus empresas y Europa oriental, pero considera que “no es necesaria” la injerencia de la burocracia en el trabajo de la Biblioteca, que en poco tiempo empieza a ganar una reputación legendaria entre los académicos marxistas del mundo.
Pero no pasan cinco años cuando esto ya no alcanza. No alcanza con rescatar y resucitar material histórico: la historia no es sólo historia sino que además es política, y si es política hay que actuar, operar, intervenir sobre ella. Conclusión: en 1955 Giangiacomo Feltrinelli Editore debuta poniendo en circulación El flagelo de la esvástica de Lord Russell de Liverpool y la Autobiografía de Jawajarlal Nehru. El editor tiene 29 años y por ese entonces todavía se cree que los países del Tercer Mundo pueden “salir de una dominación colonial” e insertarse así “con fuerza” en el sistema político mundial. Por ese entonces, ni la liberación tercermundista ni una editorial capaz de desestabilizar a través de la lectura la balanza política son ideas nuevas o disparatadas: ya en el ‘49, la editorial Rizzoli había lanzado su colección Bur y el diario Milano Sera, la Biblioteca Universale Economica del Canguro, una serie de bolsillo que llegó a vender 35 mil ejemplares semanales. El slogan: “Un libro a la semana contra el oscurantismo”. El objetivo: recuperar la “gloriosa tradición italiana de fines del siglo XIX”, cuando algunos editores como Perrino, Barbera y Sonzogno se sumaron al “proyecto humanístico-educativo del incipiente socialismo” editando clásicos de la literatura a precios irrisorios. Es en esa Universale del Canguro donde Feltrinelli hace sus primeras armas, hasta que, del oscuro segundo plano, salta al timón de la gestión administrativa. La colección hace agua por todos lados, pero Feltrinelli se niega a financiar el déficit. Su determinación –quizá producto de un frente mental consigo mismo y su familia– es demostrar que quienes quieren algo mejor no lo hacen por incapacidad para sobrevivir bajo este orden sino por generosidad: Feltrinelli Editore, construida alrededor del espíritu de la Universale del Canguro, va a ser, por lo menos durante la primera década, un ejemplo de eficiencia financiera y política editorial. El objetivo es “superar cierta cultura de escuela, ya sea liberal, católica o marxista, dominante en las principales editoriales”.
Aunque sin esta máxima programática, son varias las editoriales que por ese entonces empiezan a hacer ruido. En París, Olympia Press publica Lolita y, un tiempo después, Hombre de mazapán de J.P. Donleavy. En San Francisco, la librería City Lights de Ferlinghetti gesta el embrión de los beatniks. En Italia, la misma Einaudi sigue publicando, ya sin recurrir a blindajes financieros. Pero el proyecto de Feltrinelli es comercialmente terrorista: para 1956, tiene acuerdos con la mayoría de las mejores editoriales extranjeras y crea Feltrinelli Libra Spa con el objetivo de comprar o administrar pequeñas librerías a lo largo de toda Italia. Ya tiene tomado Milán, Pisa, Roma y Génova. Para Feltrinelli, la revolución armada parece momentáneamente imposible. Una nueva forma de capitalismo se derrama sobre Europa. La relaciones de Italia con el gobierno norteamericano son cada vez mejores; nadie teme una revuelta; las empresas se aggiornan: la Fiat reorganiza el departamento de personal, ficha a susobreros, contrata vigilancia uniformada, paga informantes dentro y fuera de la planta, fomenta la formación de un sindicato “amarillo”, ajeno a la izquierda, corren rumores de automatización, se reagrupa y se despide a los activistas con cualquier pretexto. La apuesta de Feltrinelli es conseguir un circuito unificado: editorial, distribuidora y librerías. El catálogo, piensa, se va ocupar del resto.

El sueño ha terminado
Pero en medio de esta ampliación del campo de batalla que significaba la publicación en Europa occidental de las voces más “disonantes” del Este –Actas de la Octava Reunión Plenaria polaca, el Discurso al círculo Petöfi de Lukács, etc.– , el 23 de octubre estallan las revueltas de Budapest y se abre la primera grieta en la izquierda europea. El diario del PCI censura el manifiesto de los intelectuales italianos, que en cambio sí publican gustosos los diarios nacionales. Son muchos los que, como Italo Calvino, devuelven el carnet. “La pérdida de pequeños sectores marginales de intelectuales no es relevante”, sostiene el PCI. Para Feltrinelli, que va a guardar su carnet por un año más, se ponen de manifiesto las diferencias “hasta ahora encubiertas” con los camaradas “afiliados al partido en la época de la lucha antifascista y de la guerra de liberación o en el curso de las batallas por la paz y la democracia del último decenio”. Aunque no entrega el carnet, Budapest emite para él un mensaje nítido y privado: Moscú se ha endurecido, no existe la menor posibilidad de que alguna vez se edite en suelo soviético el manuscrito del poeta Boris Pasternak, en manos de la editorial estatal moscovita. Feltrinelli había recibido una copia ese mismo año mediante un intermediario, junto con un mensaje en el que Pasternak le agradecía la intención de publicarlo a toda costa fuera de la Unión Soviética a la vez que le aseguraba: “Queda usted invitado a partir de este momento a mi fusilamiento”. De todo el arsenal ideológico en que se estaba convirtiendo el catálogo de la editorial, van a ser dos novelas las que pongan a Feltrinelli Editore en el centro de la escena: El doctor Zhivago y El Gatopardo. Y de las dos, va a ser Zhivago la que marcará el divorcio cada vez más marcado entre Feltrinelli y Moscú.
Aunque nunca saldrá de su boca una palabra antisoviética, Feltrinelli libra contra su voluntad su propia guerra fría. Para él, Moscú ha congelado el espíritu de la revolución y enterrado la esperanza de una justicia laica. Pero tampoco encuentra consuelo en la democracia europea. Por un lado, la Biblioteca empieza a tener problemas al aventurarse en la historia de la Tercera Internacional y el PCI: el Partido sospecha de sus intenciones, se queja, aprieta. Por otro, cuando Zhivago sale a la calle el 23 de noviembre de 1957, la CIA y el servicio secreto al servicio de Su Majestad se disputan el pirateo de un libro que, según dicen las primeras repercusiones y la meticulosa marca personal que la KGB impone sobre el editor, amenaza con herir de gravedad la reputación de la revolución del ‘17. Durante los siguientes doce años, Feltrinelli vivirá haciendo equilibro sobre las redes que abajo le tienden la CIA y la KGB, haciendo avanzar su “atormentada coherencia” política en las aguas del Swinging London.

La marea pop
Durante las páginas que ocupa la década del 60, Senior Service parece seguir la trama desordenada de una película a medio camino entre Bond y Graham Greene. Aunque nunca van a conocerse, Feltrinelli y Pasternak consolidan una amistad epistolar (de la que Carlo Feltrinelli publica extraordinarios intercambios hasta ahora inéditos) que se vale de emisarios, soporta persecuciones y pérdidas, y hasta llega a necesitar del “método del billete”: cada uno sabrá si el mensajero es de fiar si puede mostrarle la otra mitad del billete que tiene en su poder. Pasternak es millonario del otro lado de la Cortina, y su editor un tesorerointachable. Las librerías se vuelven el pulmón de la vida literaria italiana. Feltrinelli recorre Europa firmando contratos, buscando libros y haciendo contactos políticos. Las fiestas alivianan el trabajo: Von Rezzori aparece intempestivamente una noche con la novia de Mick Jagger, Mary McCarthy se emborracha en un rincón, Kerouac también, Nabokov discute con displicencia, María Callas llora por Onassis, llegan de visita poetas rusos que se gastan en una semana en Occidente las ganancias que nunca van a poder cobrar en Moscú. Feltrinelli viaja a Nueva York, conoce a Warhol, a Lou Reed y a Nico. En la librería de Milán aparece Joan Baez. Para la de Roma, compran una rocola y una máquina de Coca-Cola y llena la librería de chicos de catorce y quince años. “Se puede decir que la primera discoteca de Roma fue la librería Feltrinelli”, diría después la librera Franca Fortini. Venden sprays para el pelo, ropa importada de Londres, pelucas. Y libros. Cuando intentan detener la primera edición italiana de Henry Miller por “obscena”, Feltrinelli decide convertir el tema en un caso ejemplar y llevar a tribunales un equipo de especialistas –psicólogos, sociólogos, historiadores– para “definir lo que es la obscenidad”. Pero la idea es demasiado incluso para sus propios abogados y Trópico de Cáncer empieza a circular en 1962 en una edición Feltrinelli impresa en Bellinzona y almacenada en Basilea. El plan es digno de una película con Gassman: contrabandear los libros hasta la Maison du Livre Italien de Niza, donde los recogían en auto para pasar la aduana de Ventimiglia con doscientos o trescientos ejemplares por viaje y venderlos a escondidas en Italia. La única vez que están a punto de ser descubiertos, el que lleva los libros es Bertini, el librero a cargo de las librerías Feltrinelli. Por una vez decide no pasar por Suiza y cruzar por la frontera en Brenner. Pero en la aduana un policía le ordena parar el auto porque iba demasiado bajo debido al exceso de equipaje. “Llevaba el auto hasta los bordes de Trópicos, mezclado con catálogos de editoriales extranjeras. Me hizo abrir el baúl. Le dije que venía de la Feria de Francfort. Creí que me moría. Cuántos libros sobre el cáncer, me dijo. Es una enfermedad terrorífica, repuse yo”.

Por el camino del Che
Pero no todo es Bond. Durante esos años puede registrarse el paulatino desvío que llevará a Feltrinelli a pasar a la clandestinidad un año antes de que termine la década. Junto a las ediciones de Miguel Angel Asturias, Vargas Llosa, Sabato, Fuentes, García Márquez (que no es “demasiado de izquierda pero destila ética del milagro”), Tom Wolfe y James Baldwin, ordena las ediciones de Oración fúnebre por Ernesto “Che” Guevara de Fidel Castro, el Libro rojo de Mao, los discursos de Ho Chi Min, Para leer El Capital de Althuser. Organiza y asiste a conferencias con células militantes en toda Europa. Entre 1964 y 1965 empieza lo que será su derrotero durante los siguientes cinco años: va y vuelve de Cuba, donde entrevista durante horas a Fidel para las Memorias que tiene en preparación, pero las conversaciones se desvían permanentemente y terminan en competencias por ver quién cocina mejores spaghettis mientras discuten el imperialismo norteamericano, la solidaridad entre países del Tercer Mundo y los movimientos de liberación nacional, bases para la plataforma tricontinental que Cuba debería encabezar. Cada vez que vuelve a Milán, la política editorial amenaza un poco más con convertirse en política a secas, hasta que en el ‘67 funda Edizioni della Libreria, una colección destinada a publicar “opúsculos políticos a magras 250 liras”. Feltrinelli ya no cree en lo que alguna vez llamó “la mediación de la cultura”: “¿Puede un editor cambiar el mundo? Difícilmente: un editor no puede siquiera cambiar de editor”, escribe por entonces para la revista King. Sus tareas van quedando en manos de sus subalternos más leales. Él sigue yendo a Cuba, pero ya sin intenciones editoriales. Visita el campo de adiestramiento en Punto Cero, y de ahícombina vuelos que lo llevan hasta los líderes de países africanos. Viaja a Bolivia tras la detención de Regis Debray y le escribe a Lyndon Johnson abogando por su libertad. Se encuentra con Arafat para su primera entrevista pública como líder de la OLP y dicen que, tras las primeras noticias de su detención, ofrece al gobierno boliviano 50 millones en efectivo por el Che vivo. Pocos días después, en su librería de Milán, se cuelga la primera copia de la foto tomada por Alberto Korda: nace el poster del Che. Cuando se aquietan las aguas del Mayo Francés –”esos chicos que salieron a la búsqueda de China y encontraron California”, el mismo año que Warhol recibe un balazo y se produce la masacre de Tlatelolco–, Feltrinelli sólo acelera: toma contacto con dirigentes de grupos de la izquierda italiana (Potere Operaio, Lotta Continua, Grupos de Acción Partisana, Brigadas Rojas), pero siempre con el afán de superarlos en ímpetu revolucionario. Toni Negri, ideólogo de las Brigadas Rojas, recibe una carta en la que Feltrinelli le remarca que lo importante “no es unificar sino buscar puntos de unión para llevar a cabo una acción conjunta”. Mientras tanto, su paso por la Factory warholiana deja su huella, y ese año Feltrinelli posa para la tapa de Vogue con un abrigo de nutria. Pero eso parece, en definitiva, el canto del cisne: finalmente llega 1969, el año en que Milán asiste a 45 atentados y a las primeras de las 520 millones de horas de huelga que van a paralizar al país.

Mi credo
Cuando estalla el atentado de Piazza Fontana y es citado por la policía, aunque no existen pruebas en su contra Feltrinelli se desliza hacia la clandestinidad. Hasta para la izquierda está yendo demasiado lejos. Enrico Filippini diría que “estaba perdiendo el rumbo, se había enamorado de una analogía. Ya no entendía el valor de la mediación cultural, le había ganado la impaciencia. Se volvió atropellado, genérico, fanático”. Toni Negri es un poco más categórico: “Feltrinelli es el editor rico imbuido del mito arcaico de la resistencia traicionada”. Según su hijo, probablemente quien más tiempo haya dedicado a entender la lógica de su padre durante estos últimos cuatro años, Feltrinelli padece “algo que sucede cuando las personas se identifican demasiado con la Historia y la convierten en su religión”. Curiosamente, Feltrinelli hijo no encuentra, o por lo menos no incluye, a nadie capaz de entenderlo: su padre vive en una permanente alucinación, entre revoluciones inminentes, ataques de la ultraderecha, guerrilleros de la Tricontinental, grupos terroristas y agentes de los servicios secretos.
En la práctica, Feltrinelli teme un golpe de Estado del fascismo italiano y considera indispensable la creación de una red clandestina capaz de resistir un primer embate represivo. Salir a la superficie no es una opción: “sería demostrar que confío en las reglas de juego de nuestra sociedad, en la imparcialidad de la magistratura, en los sistemas y en las instituciones del Estado”. Esto recién podrá ser revertido, piensa, cuando Córcega sea finalmente la Cuba del Mediterráneo. Hasta entonces, deja sus empresas en manos de apoderados y exige a sus editores que abandonen la antigua línea editorial, se subordinen a los fines políticos y encaren una propuesta “constantemente terrorista”. Él vive bajo un ramillete de nombres falsos que cambia frenéticamente, falsificando sus propios pasaportes; sabotea transmisiones televisivas con una radio casera; vive con una novia entre Austria, Suiza y el norte de Italia; se suma a células militantes con diferentes seudónimos; la CIA lo busca por ser “el principal agente castrista en Europa”; cuando puede, viaja a Cuba; algunos dicen haberlo visto en Checoslovaquia, Africa, Latinoamérica. Lo único seguro son los encuentros clandestinos que planea para ver a su hijo en una estación de tren, en un pueblo alpino o en el jardín de atrás de la casa familiar. “Nadie puede entenderlo ya. Ni siquiera Del Bo, he’s lost”,escribe su mujer en su diario tras uno de sus últimos encuentros. Hasta sus amigos partisanos barajan la posibilidad de hacerlo detener.
Lleva cuatro años en la clandestinidad la noche que intenta volar con una bomba casera una torre de alta tensión en las afueras de Milán. Al escuchar el estruendo y ver a “Osvaldo” desmembrado en el suelo, sus dos compañeros huyen y nunca más vuelven a militar. Ese mismo año, el fin de la guerra de Vietnam, la descomposición de los movimientos pacifistas, la transformación de la “teoría del foco” en una guerrilla de accionar urbano, el shock del petróleo, el desencadenamiento de una crisis económica y los golpes de estado en Latinoamérica, garantizan que las torres de alta tensión nunca más vuelvan a temblar.

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