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Un grito oscuro
(pieza breve destinada al susurro)

Por Alejandro Tantanian
QUIEN SUSURRA no necesita ser definido como hombre o mujer. Cualquiera de los sexos permite su encarnación. Aquel que escucha puede ser, también, un hombre, una mujer. Después de todo no hay rasgos distintivos para aquellos que gritan en la oscuridad. QUIEN SUSURRA se acercará lentamente a un otro que escucha y desgranará con violencia lo que sigue.

Ahora veo con claridad lo que asoma en la superficie de tu cuello. La piel se abre ante mi vista y quedo yo atrapado en ella. Tu perfume se desprendecuando hago así con esta mano. ¿Sabés quién soy? Claro que sí. Lo sabés muy bien. Todas aquellas noches me llamaste mientras tu cuerpo se hundía entre las sábanas. Antes que tus ojos se cerraran gritabas mi nombre y yo escuchaba. Todas aquellas noches yo escuchaba.
Pero no acudo rápidamente. No me lanzo sobre los cuerpos cuando escucho por primera o segunda o tercera vez mi nombre. Dejo que el tiempo realice su obra desesperada en quien me llama. Y cuando el deseo o la desesperación se agigantan, entonces sí, me precipito a este tiempo y abandono mi descanso para acercarme al oído de quien llama para susurrar estas palabras.
¿Querés gritar? Probá. ¿Lo ves? Nadie puede oírte.
El silencio se apodera de los hombres cuando yo me acerco a ellos.
Estás, ahora, condenado a escuchar.
Tu piel es suave, los pliegues de la carne se enroscan entre mis dedos.
Las caricias son mi primer acercamiento. Y estas palabras vertidas en tu oído.
¡No te muevas! No hay lugar para el arrepentimiento. Sos esclavo de mi voluntad. Todas aquellas noches, mientras me llamabas, espiaba tu cuerpo desde mi escondite. Lentamente fui tomando forma en la oscuridad de tu cuarto.
Primero mis manos, que ahora acarician tu piel; luego mis ojos, que se abisman en tu cuello; y cuando fue el turno de mi pecho me posé sobre el tuyo mientras dormías.
Fueron las noches en que creíste haber soñado una negra pesadilla. Pero era yo, simplemente yo, quien pesaba sobre tu cuerpo y te oprimía el corazón. Abrí tu boca mientras dormías y precipité en ella las imágenes horrorosas de tu sueño.
Así y todo no dudaste en llamarme.
Y yo acudí.
Siempre acudo.
Tarde o temprano llego a la cita.
Dicen que las estacas clavadas en nuestros corazones terminan con nuestra existencia. Nada más falso.
Intentaron deshacerse de nosotros durante siglos. Sin embargo aquí estamos.
La estaca en el corazón no es más que una estúpida imagen raptada a la imaginación. Llevar una estaca en el corazón: metáfora del amor. Nosotros descubrimos cuál es la forma de esa estaca. Pero no somos tan torpes como ustedes.
¿Adónde vas? No es la hora todavía. La noche es larga.
Tu prisión son estas palabras que yo susurro en tu oído. Sólo cuando haya terminado serás libre.
Decía que nosotros eliminamos la torpeza en el arte de amar. Desde la noche oscura de los tiempos estamos observando el comportamiento de tu raza y ahora, después de haber sacado inconfesables conclusiones, sabemos cómo proceder.
Podemos eludir hábilmente cualquier trampa, cualquier artificio: conocemos la forma de la estaca. Nos llaman seres de oscuridad. Somos, aunque cueste creerlo, seres de luz.
Ahora, entonces, echá tu cabeza hacia atrás. Eso. Apartá el pelo de tu cuello. Así. Oigo a tu piel angustiada pidiendo el filo de este beso.
¿Alguna vez te besaron así?
Tu cuerpo se está sacudiendo. Es placer. No tiembles. Así. Eso es.
Mis labios se posan sobre esta superficie muda.
Ahora veo con claridad lo que asoma en la superficie de tu cuello. La piel se abre ante mi vista y quedo yo atrapado en ella. Tu perfume se desprende cuando hago así con esta mano. Mi mano sobre tu piel. Mis labios sobre tu piel. Mi aliento espesándose en la herida que mi beso crea en tu piel. Así. Relajá los brazos. A los costados del cuerpo.
Ahora puedo abrazarte. Puedo tomarte entre mis brazos. La cabeza más atrás. Eso. La sangre fluye por los dos tenues orificios abiertos en la tensa superficie de tu cuello. Bebo la sangre. Me crucifico en tu líquido. Mana la sangre como manó por el costado de Cristo. Mi boca es el cáliz que la recoge. No intentes escapar. El dolor va cediendo. Y tuyo es el orgasmo. Así.
Sobre mi cuerpo dejá descansar el tuyo. Se te concede el deseo. El último. Tu deseo. Mi grito se ahoga en tu sangre. Bebo tu sangre. Oscura. Mi grito se oscurece. Soy ahora un grito oscuro envuelto en tu sangre. El soldado que recibe la sangre de Cristo. El soldado que atravesó el costado del cuerpo. Soy, siempre soy, aquel soldado recibiendo en mi paladar inundado de tinieblas la sangre de todos los hombres crucificados.
Hay que esperar. La sangre paralizará su camino dentro de tu cuerpo. El pulso se acelerará hasta el silencio. La noche se hará día y entonces todo habrá concluido.
Repetí: Ahora veo con claridad lo que asoma en la superficie de tu cuello. La piel se abre ante mi vista y quedo yo atrapado en ella. Tu perfume se desprende cuando hago así con esta mano.
Bien. Ahora dirigirás tus pasos hacia aquel hombre, o hacia aquella mujer. Pasaron las últimas noches llamándonos. Sí. Aquel. O aquella.
Y ahora es tiempo. Te acercarás y acariciando el cuello desgranarás con violencia lo que oíste. Es tu hora. Adelante.
Que así sea


La espera de una ola

Por Guillermo Saccomanno
Al terminar la temporada, cuando la playa se vacía de veraneantes, aparecen los surfistas. Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Entonces se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando.
Ahora el mar les pertenece como nunca. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aun contra el presagio de una sudestada. Hay algo que llama la atención al verlos achicados en la distancia, asomando apenas en la magnitud del océano.
Observarlos desde acá, desde la playa, en lo que dura esa espera, la espera de esa ola, tiene mucho de misterio y revelación.
A veces los surfistas están desde la mañana temprano. A veces, si el día empezó tormentoso, recién llegan al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. Sin embargo, entran en el mar, se quedan un tiempo largo. Quien los observa se pregunta por qué no aprovecharon esa ola. Pero la ola que el observador calcula apropiada no es, con seguridad, la que está esperando ese surfista que sujeta la tabla. Esa ola esperada es como un sueño personal, privado, inaccesible. Sólo el surfista sabe lo que está esperando. Sólo él.
Hay momentos en que el mar está demasiado calmo. La superficie se aquieta, es una extensión de sosiego. Y esa calma, se advierte, es una premonición. Después de un rato, indolentes, empiezan a formarse algunas olas. Entonces los surfistas se preparan. Aun desde lejos puede advertirse ese suspenso del cuerpo sobre la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola.
Con suerte, y no sólo con destreza, el envión puede durar unos segundos largos. Acá, en esta costa atlántica, las olas suelen ser engañosas en su duración, quizá interminables para el observador, pero nunca lo bastante para el surfista. Si se quiere una ola adecuada hacen falta entonces, además de reflejos, ese golpe de suerte que convertirá en proeza ese tiempo tan corto del equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Pero para que ese golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua, siempre, esperando.
Uno puede preguntarse cómo se explica ese misterio y esa revelación que está y no está en la ola. Quizá el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento.
¿De qué estoy hablando?
De escribir.


Carpe diem

Por Arturo Carrera
¿Te arrojaste desde el avión
en un paracaídas leve y desde allí
soñaste y exigiste
que el viento no te llevara
a patrias que no coincidieran
con el sentido de la palabra patria?

¿Pisaste un campo minado?
¿Atravesaste pantanos?
¿Hiciste salto de rana?

¿Te arrastraste entre piedras
bajo un viento tan veloz que las pulía
y desollaba tu cara hasta sangrarte?

carpe diem

¿Te durmieron y arrojaron dormido,
en un paracaídas más grave que tus pesadillas,
hasta el légamo de un río que no llamabas patria
pero su sentido en tu inmovilidad
todavía la reclama, la señala, grita
con memoria de agua quieta
y la confirma?

carpe diem

El pícaro poeta Horacio dice lo que los poetas
quisiéramos repetir pero tenemos miedo:
“la parte más noble de nuestro ser
triunfará de la Parca”

Pero la Parca triunfará en su anhelo de desconocer
la dulce intermitencia de su memoria, de su
Bondad.

II
Carpe diem

Tu ambigua vanidosa variedad
como un rey en tres reyes pequeñísimos magos
que sólo en la escritura parece un trazo intermediario
(de ideograma entre el cielo y la tierra,
y barro común plateado
como la luna).

Y como sombra está firme y
como nieve
cae...
lo que viene a negarnos

–Tu extraña paternidad,
–tu “vacilante” deseo;

Y lo que Mamá nos dio por ímpetus:
la nostalgia,
la incierta gravedad de los afectos...

Todavía en el futuro aquí el instante
como un nacimiento que
no podríamos explicar,

empuja, expulsa:

el “sí” en el que serás un juguete concedido;
el “no” por el que sí concederías tu verdad.


¿Dónde estás, mi amor?

Por Jorge Baron Biza
¿ Cómo podría jamás dudar de tu amor? ¿Podrías acaso dudar del mío? Amo sin vacilaciones tu pelo de un color tan rico, con esos matices rubios, castaños y hasta algún destello oscuro. Por las mañanas, después de tu partida, he recogido unos pocos cabellos tuyos que quedaban sobre la almohada y los he guardado, como una limosna de tu esplendor. De tus fotografías, aunque todas sean testimonio de lo perfecto, prefiero los perfiles, por ese dibujo de la nariz, que sube primero y baja después, por esa frente tan grande que permite que tu cabellera vuele libre y alta, independiente de la alegría de tus ojos.
¡Y tus ojos! Como el pelo, tan ricos en matices que nadie se atreve a afirmar que sean celestes, pardos o negros. Son como una totalidad, como un universo del cual nada puede estar ausente.
Tan rica tu imagen que desborda mi pobre imaginación. Ahora ya no bastan las palabras. Busco tus fotos. Están en la carpeta azul. Busco la carpeta azul... No está. ¿Puede ser que la haya tirado junto con las carpetas de archivos periodísticos? ¡Tan chico el bulín y tan grande mi amor por vos!
Te necesito desesperadamente. Ya aparecerán las fotos. Pero tengo tus pelos de la almohada. Los guardé en el cubilete de los lápices y biromes, para que me inspires... No están. La muchacha que limpia es una obsesiva, no se le escapa nada... ¿Hasta qué punto eran rubios, cuánto tenían de morochos?
Necesito algo tuyo. Hace tan poco que te vi y no puedo recordar exactamente dónde empieza a curvarse tu nariz. Estas dudas me ponen nervioso y los nervios me hacen dudar más todavía. Tu frente se agranda hasta el abismo. Tus cabellos vuelan y se pierden más allá. No me abandones de esta manera cruel.
Hay una certeza: ¿te acordás de los garabatos que hacías en una hoja de bloc mientras hablabas por teléfono con tu amiga Marta? Vos no lo sabés, ¡pero los guardé, los atesoré! Los uso como marcador. Están en la novela que leí anoche.
No me vas a abandonar. No te me vas a escapar. Hasta recuerdo la página: 147. ¿Ves?: 90, 102, 136, 145, 146, 147. Aquí están... No son garabatos tuyos, son garabatos de Mirta. No puede haber duda. ¡Mirta! ¿De qué color tan complejo, matizado y teñido era el pelo de Mirta?
Tiene que haber existido alguna diferencia entre vos y Marta. La existe: vos sos el amor de mi vida, el motivo de todo lo que hago. Mirta fue una aventura maligna tramada por ella misma. Además, nada de Mirta es comparable a vos.
El espíritu de Mirta es rastrero. Siempre está escuchando la conversación de al lado, no como vos, que mirás de frente, con esa sonrisa sin tácticas. No pueden ser iguales; no deben ser iguales. Me impongo como obligación diferenciarlas. Es una necesidad ética. Pero si ahora entrase un extraño no podría decirle que Mirta es rastrera y vos franca: lo tomaría como una declaración de simpatía y antipatía, no como una diferencia real. Apenas una diferencia arraigada en mi mirada y en ningún otro terreno sólido.
Siempre, la mirada, sospechosa. Qué foco de vagabundajes, metamorfosis; qué vía de escapes, qué vómito de lo que creemos ser. El lunar en el omóplato: ¿tuyo, o de Mirta? Aunque lo sepa, qué importa. No lo puedo demostrar.
Tendría que haberte amado delante de testigos. Por tu bien: para que las verdades quedasen establecidas... ¿Testigos que establecen las verdades como en los Tribunales?: da risa. Testigos que también tienen miradas, por donde se escapa y transforma todo lo que supieron.
Quizá la culpa sea tuya. ¿No debiste dejar alguna certeza? ¿No debiste ocuparte muy especialmente de dejarla? A mí ya no me queda otra solución que la indiferencia. Da lo mismo que el lunar sea de Mirta, la indigna, o tuyo, la sublime. Así, la sublimidad es una indignidad. Es un alivio.
Las dejo confundidas: una pierna con ese vello rosadito que brilla al sol de tu cuerpo perfecto y otra con esos pelos negros y gordos que a Mirta se le escapan cuando se depila; un pezón afrutillado, otro arrepollado. Frankenstein es la única identidad posible. La confusión tampoco debe ser simétrica, ni por piezas completas: no una pierna enteracon vello adorable. Eso todavía no sería confusión: parte de una pierna con vello adorable y siempre la posibilidad de encontrar entre la pelusa rosada el pelo gordo... Me hallo a mí mismo descreándolas a ustedes, mis amores imposibles. Eso es lo que soy.
Y en última instancia, ¿esa cualidad inasible tuya y de Mirta no es una identidad común? Ya sé que no son la misma persona, pero se reúnen en ese prefijo maldito “in”: inasibles, inidentificables, indiferenciables. ¿No se merecen ustedes un enamorado como yo?... Es un largo camino para la amada inmortal, pero lo hemos recorrido los tres. Que nadie quiera retroceder. No es el tiempo de los nombres. Si nos hubiésemos librado del tiempo también nos habríamos librado de todo este laberinto; todo, entonces, recién creado: todo indudable, indiscutible, intransferible... in... in... in... todo inasible, inidentificable, indiferenciable.


Te dice vení

Por Ana Becciú
“pueblo mío, el que te alaba te engaña”
Isaías, III,12

te dice vení que vamos a hilar juntos
pastitos y ramitas conque tejer allá
hacerlo de una vez lugar de nosotros
acaso vela del estar acaso ámbar ausente
–pero yo pedía ánfora, sitio, no casa no casa–
desenredala a la violencia a la violenta
me hizo prometer que haría versos con todo eso,
pero se fue. no está. aquí ya no está.

pueblo mío, alabás al que te engaña

y yo te engaña,
no es inocente, palabras no dice, pronuncia,
se le escapan como expiaciones húmedas
como concha que se abriera sola
sin vos que ahí vaya a puro pensarte.
mal de madre le dirán que tiene
mal de madre. ay, sórbeme, mojada y piel

y eso no es todo
“hame expuesto sus quejas y su dolor”
y no es todo, no,
cómo se hace entonces para decir que no estamos
que nos fueron, que nos pusieron
un paréntesis entre nos y otros
y nos chiquéandaron
vos, yo, nosotros perdiste,
¿acaso nos mira ella
la chica ésa? la rompían, la rompían,
le salía mamá, mamá, de eso que fue boca
–boca bella para mí que beso tu boca y beso–
y ellos de eso hicieron hueco aterrado hueco
y ahí están ahora
y se mecen en el aire puro y próspero
que abrió tu vientre, pequeña, ya ves


Freud

Por Tamara Kamenszain
“Me voy hacia la luz”
me decía en un sueño mi padre muerto.
Su sonrisa esfumada en doble lejanía
acercaba sin embargo una tranquilidad luminosa:
había un mensaje literal
enunciado clarísimo donde la luz es la luz es la luz es la luz
y donde irse es replegarse en eco
como sólo un padre sabe hacerlo
envuelve el alma en blanco tiende una fundita
y apoya de los hijos en blanco la cabeza
ahí escribe premoniciones futuras
un destino de grandeza una vía regia
que él firma y confirma como médico
dejándonos en una cura formidable
su desaparición.

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