RESEÑAS 
          
        El 
          peor de la clase
        Dennis Cooper 
          es, probablemente, el más controvertido escritor gay. Su obsesión por 
          la violencia, la muerte y el sexo (en la línea de Sade) le ganaron un 
          lugar aparte de la corrección política tan cara a la comunidad homosexual 
          norteamericana. 
        Por Mariana 
          Enriquez
         Dennis Cooper 
          tiene hoy 48 años, nació en California y desde los dieciséis 
          años no sabe nada de su familia: su padre es dueño de 
          una compañía que fabricaba misiles para la NASA y recibía 
          visitas de Richard Nixon. En los 70, cuando conoció el 
          movimiento punk, fundó la revista Little Caesar y más 
          tarde la editorial Little Caesar Press, que editó sus trabajos 
          y los de algunos contemporáneos como el performer masoquista 
          Bob Flanagan. Desde hace varios años trabaja además como 
          periodista en la revista Spin y acaba de editar sus artículos 
          en la recopilación Todo oídos, que incluye obituarios 
          a Kurt Cobain, River Phoenix, ensayos sobre el sida y entrevistas con 
          Leonardo Di Caprio, Keanu Reeves y Courtney Love. Como un chiste perverso, 
          en su novela Guía, Dennis casi asegura que tuvo sexo con Leo 
          en un club, cuando el actor estaba rodando Total Eclipse, la fallida 
          biografía de Arthur Rimbaud, el héroe de Cooper. 
          Dennis Cooper es, además, el único escritor gay que recibió 
          amenazas de muerte de un sector de la comunidad homosexual. Queer Nation, 
          una agrupación norteamericana, lo acusó de sufrir homofobia 
          internalizada, y de ser un virulento anti-gay. El 
          libro que mereció la amenaza fue Cacheo (Frisk, 1991), su segunda 
          novela. William Burroughs, después de leerlo, anunció 
          que Dennis Cooper es escritor por naturaleza y pidió 
          que Dios lo ayude. Cacheo es una larga carta de un personaje 
          llamado Dennis que busca un compañero para realizar su fantasía: 
          asesinar y mutilar a un adolescente durante el acto sexual. La ira de 
          cierto sector de la comunidad gay no pudo evitar que autores políticamente 
          correctos como Edmund White o Michael Cunningham expresaran su 
          admiración por Cooper, pero siempre con cierta reserva. Se duda, 
          en fin, de que su literatura sea responsable y se lo acusa 
          de perpetuar prejuicios. Que en varias novelas el narrador se llame 
          Dennis contribuye a borrar la línea entre lo confesional y la 
          ficción, entre fantasías y actos. Pero a Cooper no parece 
          preocuparle demasiado la opinión de la comunidad. Supongo 
          que soy como una espina en su costado dice, y define su trabajo 
          como parte de un movimiento de anti-asimilación. El arte 
          homo-normal es una prisión. De acuerdo a las leyes no escritas 
          de la comunidad gay, si sos un artista estás obligado a ser vocero 
          de la comunidad. Deja de ser arte y se convierte en propaganda. Personalmente, 
          nunca me sentí cómodo en la comunidad homosexual. Aun 
          antes de que la liberación decidiera que estábamos todos 
          fuera del closet y podíamos tener vidas más convencionales, 
          nunca me gustaron los rituales. No tengo ningún interés 
          en la identidad colectiva. De todos modos, la comunidad gay ya no me 
          percibe tanto como una amenaza. Tiene que ver con que los gays ya no 
          leen. Cuando publiqué mi primera novela, había un boom 
          de literatura gay: estaba de moda. David Leavitt fue promocionado como 
          el ángel y yo como el demonio. Los gays compraban mis libros 
          y se enfurecían porque creían que era un ataque al erotismo 
          o a sus estilos de vida, cosa que nunca fueron. Pero ahora la comunidad 
          mira películas o ve Queer as Folk por TV. Mis lectores de hoy 
          son los gays renegados, y muchos adolescentes. Prefiero eso. 
          Dennis Cooper acaba de finalizar, con Punto (2000), una pentalogía 
          que inició en 1989 con Contacto. El ciclo llevó hasta 
          el límite su fascinación por la violencia, el sexo, la 
          muerte, la cultura joven y la busca de un objeto de deseo. La pentalogía 
          es una repetición obsesiva de las fantasías de Cooper, 
          que siempre culminan en asesinato y espantosa mutilación de jóvenes 
          de un tipo físico muy definido, en general ejemplificado con 
          actores o estrellas de rock reales, como Alex James de Blur o Keanu 
          Reeves. Esos jóvenes suelen estar, en el momento del desmembramiento, 
          en un estupor narcótico, o cercanos a la muerte por cualquier 
          otro motivo. Las obsesiones periféricas de Cooper incluyen violaciones, 
          films snuff (películas underground de las que nunca pudo obtenerse 
          prueba real de su existencia y que se basan en un asesinato real y erotizado), 
          paidofilia, porno infantil, drogas y abuso en general. Todos sus protagonistas 
          son jóvenes norteamericanos de diferentes subculturas, en general 
          asociadas con el rock: punks, rockeros alternativos, artistas plásticos, 
          homeless portadores de HIV, siempre drogados, distantes. Su minimalismo 
          recuerda al Bret Easton Ellis de Menos que cero (Ellis reconoció 
          recientemente que Cooper es una de sus influencias estilísticas), 
          su minuciosa descripción de perversiones lo acerca a Sade y su 
          retrato perfecto de la cultura joven norteamericana lo revela como cronista. 
          Muchos lo comparan con Burroughs, pero Cooper no ve la relación 
          salvo en que somos homosexuales, obsesivos y escribimos sobre 
          sexo. 
          A través de las mentes obsesivas de sus personajes, Cooper parece 
          decir que la conexión sexual-emocional entre la gente es imposible, 
          porque todo lo que el cuerpo puede ofrecer es información fragmentada. 
          Aunque vuelve una y otra vez sobre los mismos temas, cada novela de 
          la pentalogía es distinta en estructura y argumento. Contacto 
          es una semana en la vida de George Miles, un adolescente de secundaria 
          pasivo y permanentemente drogado que es objeto de numerosas formas de 
          abuso, físico y emocional, y que acaba horriblemente mutilado. 
          Cacheo es mucho más brutal, casi un monólogo obsesivo 
          y aterrador, pero en Tentativa vuelve a un formato más convencional 
          para narrar las desventuras de Ziggy, un chico de dieciocho años, 
          hijo adoptivo de padres gay que lo someten a abusos sexuales desde que 
          tiene ocho años. Es una novela que explora las emociones mucho 
          más que los cuerpos. Guía vuelve a estar protagonizada 
          por Dennis y es la novela más fragmentada y cercana a lo confesional: 
          Dennis intenta escribir, durante un viaje de ácido, una novela 
          sobre sus amigos. En realidad, lo que pretende es decidir si puede prescindir 
          de sus fantasías violentas y de la tentación de realizarlas, 
          mientras se debate entre Chris, un heroinómano que fantasea con 
          ser asesinado, y Luke, un amigo más inocente que le propone algún 
          tipo de salvación a través de un amor platónico. 
          
          En Punto, Cooper se parodia a sí mismo: todas sus obsesiones 
          son llevadas al extremo en una novela confusa que incluye sitios web 
          secretos, satanismo, bandas de rock gótico, pornografía 
          y, por supuesto, crímenes. Hay una relación entre forma 
          y contenido en la pentalogía. Si la obsesión es el desmembramiento 
          de un cuerpo humano, el ciclo, explica Cooper, está construido 
          como una lenta tortura y desmembramiento del cuerpo de la primera novela, 
          Contacto. Cada una de las otras es una nueva herida. La novela se desintegra 
          y la estructura por debajo se hace más evidente. Cuando se llega 
          a Guía, es casi un monólogo mental que trata de volver 
          a componer un cuerpo fragmentado. Punto es un esqueleto, un fantasma. 
          Ya no hay nada con que trabajar. 
          Punto es además, afirma Cooper, la última vez que usará 
          sus fantasías como material para su literatura. Escribir acerca 
          de su perversión, dice, lo ayudó a obtener claridad. En 
          las novelas intenté resolver mi interés por el sexo y 
          la violencia. Los libros tienen posturas confusas ante temas terribles, 
          y yo las tenía. Soy más razonable desde que pude poner 
          todo sobre papel. Ya no estoy tan loco. Ni tan sexual: antes no podía 
          siquiera estar con alguien porque tenía demasiado interés 
          en investigar... qué había dentro de ese cuerpo. Fue una 
          psicosis. Pero tuve que hacerlo.
        
        La 
          loca de la revolución
        Tengo 
          miedo torero
          Pedro Lemebel
          Seix Barral
          Santiago de Chile, 2001
          218 págs. $ 14
        Por 
          Cristian Alarcón 
         Podría 
          decirse en confianza, del escritor chileno Pedro Lemebel, que es una 
          marica barroca y popular en lo más clásico del termino 
          en desuso, capaz de calzar tacos altos de vez en cuando y con 
          esos mismos chuteadores golpear con ruda inclemencia la entrepierna 
          de las derechas trasandinas, pero al mismo tiempo presionar lo suficiente 
          la dimensión machista de la izquierda heredera de Neruda y Allende. 
          Al menos como para que al hombre nuevo perimido se le complique justamente 
          la vida utópica con algunos conflictos sobre la sexualidad, la 
          identidad sexual y la lucha de clases totemizada por la izquierda negadora, 
          esa misma que ahora sí lo mira con cariño. 
          Aquel manflorón que, parado en una tarima sobre la Alameda en 
          años de lucha antipinochetista, allá por fines de la década 
          del ochenta, era capaz de escupir en la oreja de los compañeros 
          del PC aquello de yo hablo por mi diferencia se despacha 
          después de que la edición de sus crónicas 
          en España le valiera becas mundiales, la admiración de 
          la academia americana más crítica y la de coterráneos 
          como Roberto Bolaño con su primera novela, Tengo miedo 
          torero, editada por Seix Barral en Santiago. 
          Habiendo inscripto con su crónicas un estilo irruptivo, entre 
          el barroco reflexivo de Perlongher y la respiración brutal de 
          Reinaldo Arenas, con una dosis de pobla santiaguina nunca 
          abandonada, como si allí su piel estuviera en juego, Lemebel 
          sale al ruedo con un libro en el que juega su primer relato largo en 
          su más larga carrera de cronista. Lo hace cuando ella 
          ya ha dejado de ser una Yegua del Apocalipsis, ese grupo 
          de performances artístico-políticas en las que era capaz 
          de tirar cal viva sobre su cuerpo rebelde para demostrar que nada era 
          más doloroso que la existencia del régimen de Augusto 
          Pinochet Ugarte y su continuidad democrática.
          Tengo miedo torero es uno más de los versos que la Loca 
          del Frente escucha entonados por los baluartes del bolero y la 
          canción romántica de la talla de Sarita Montiel y Lucho 
          Gatica. Musical y poética, fuera de los registros oficiales sobre 
          la conveniencia del adjetivo que supuestamente mata, Tengo miedo torero 
          es la historia de esa marica de población seducida, enamorada 
          y utilizada por el muy joven Carlos, militante del Frente Patriótico 
          Manuel Rodríguez, organizador y partícipe del atentado 
          a Pinochet que fracasó en 1986 entre las elevaciones precordilleranas 
          del Cajón del Maipo. 
          Bordadora de manteles, ajuares, y sábanas de la clase alta santiaguina, 
          la Loca es inocente hasta ahí, hasta el punto en que se deja 
          cautivar por el amor sublimado que le ofrece el militante a sabiendas 
          de que algo está entregando por el acceso a ese cuerpo lejano 
          que se le ofrece de a ratos, entre medidas de seguridad que no comprende, 
          y que asume bordándoles carpetitas. Como en El beso de la mujer 
          araña de Manuel Puig, novela en la que una sola escena de sexo 
          se concreta entre tanto cortejo verbal tras las rejas, en Tengo miedo 
          torero la disposición del cuerpo del hombre deseado es también 
          una utopía a la que apenas se accede en una noche de locura etílica, 
          cuando la negación del sopor hace efecto sobre ese miembro que 
          la Loca vuelve a acicatear pero no ya solo para su goce sino para cuestionar 
          la dimensión revolucionaria en la que el goce y la diferencia 
          se niegan bajo los imperativos de las viejas lecturas políticas. 
          Son ellos dos, la Loca y el joven, los protagonistas de esta historia 
          de amor, y otros dos, Pinochet y La Primera Dama, los que encarnan el 
          coprotagónico, más agónico que nunca en una pintura 
          grotesca de la dictadura hecha a partir de la imaginaria vida cotidiana 
          del dictador, su reposo de foca y el parloteo chicharra de su mujer, 
          que lo atormenta como nunca lo hicieron sus propios crímenes. 
          Y hay en Tengo miedo torero hasta una marica de derechas que asesora 
          en el vestir a La Primera Dama, ocupada en decidirse por un Nina Ricci 
          o un conjunto mostaza de Chanel para los festejos del régimen. 
          Porque vestirse equivale a producir subjetividades estéticas 
          que toman posición política, una metáfora de la 
          dominación y de la rebeldía. 
          Así, en una de las escenas más lemebelianas del libro, 
          la Loca atraviesa en micro las grandes alamedas sitiadas por la violencia 
          militar para entregar en el otro extremo de Santiago, allí donde 
          viven los generales, un mantel bordado de ángeles y pájaros 
          encargado para la fiesta del golpe del 11 de septiembre. Y cuando está 
          allí se mete al comedor de la mansión y prueba su obra 
          sobre la larga mesa que parece una ataúd. La Loca enamorada imagina 
          entonces sentados y ya ebrios de alegría (por tanto marxista 
          muerto) a los generales en su tinta. Ve ya no chorrear el vino sobre 
          el mantel blanco, sino la sangre y los coágulos. A sus 
          ojos de loca hilandera, el albo lienzo era la sábana violácea 
          de un crimen, la mortaja empapada de patria donde naufragaban sus pájaros 
          y angelitos. Entonces, la Loca del Frente arría su bandera 
          bordada, pierde la ganancia de su trabajo, y corre de regreso a su barrio, 
          asqueada de las marchas marciales que atronarían en esa cena 
          de la que no quiso ser cómplice. Se sumerge la Loca en el amor 
          esquivo por el muchacho, en la complicidad ahora con una causa que no 
          le quieren revelar, pero que presiente y asume riesgosa, como esa canción 
          cantada por la Montiel: Tengo miedo torero/ tengo miedo que en 
          la tarde tu risa flote. 
        
        Los 
          olvidados
        Pierre 
          Seel: Deportado
          homosexual
          Pierre Seel y Jean Le Bitoux 
          (prólogo de Jordi Petit)
          Bellaterra 
          Barcelona, 2001
          142 págs. $ 12
         Por 
          Sergio Di Nucci
         Por un 
          placer, mil dolores, escribió hace más de quinientos 
          años François Villón, y un raro alsaciano sobreviviente 
          del Holocausto, Pierre Seel, retoma estas palabras para intentar reparar 
          un ultraje de la Historia: el sometido a quienes, por homosexuales, 
          fueron encerrados, torturados y asesinados por el nazismo. Luego de 
          décadas de silencio, y ante la perplejidad por la ausencia de 
          voces, Pierre Seel decidió hablar, testificar, acusar, y contó 
          con la colaboración de Jean Le Bitoux para redactar este volumen 
          que lleva como título Pierre Seel: Deportado homosexual, publicado 
          originariamente en Francia en 1994.
          Un uso ya consagrado exige en los relatos del Holocausto la adopción, 
          inmediatamente premiada, de una perspectiva aleccionadora y práctica: 
          la memoria de la ocupación, persecución y humillación 
          es el estímulo moral para enfrentar el mal. Pierre Seel elude 
          esta casi bíblica compensación, porque en su caso no la 
          hubo: el mal no estuvo condensado exclusivamente en la horda hitleriana 
          sino también en Mulhouse, su pueblo natal, en su familia y amigos, 
          que lo aceptarán de vuelta a cambio de reducirlo a una no-persona 
          (la barbarie empieza en casa). La verdadera liberación 
          fue para los demás, constata Seel, que debió presenciar 
          cómo la sociedad francesa (Europa y el mundo) continuaba dispuesta, 
          tras la liberación, a encarcelar a todo homosexual que se comportara 
          públicamente como tal.
          Si el Holocausto actúa hoy como la objeción más 
          irreprochable en contra del antisemitismo, resulta impermeable a la 
          homofobia. Es conocida sobradamente la saña del régimen 
          nazi en contra de judíos, comunistas y gitanos; mucho menos la 
          que ejerció en contra de personas homosexuales, identificadas 
          en los campos con un tríangulo o cinta rosa (judíos y 
          homosexuales, sin embargo, comparten todavía hoy algunos estigmas: 
          el viejo libelo en contra del judío que bebe la sangre 
          de los niños católicos tiene su eco en la insistencia 
          de la joven madre moderna que asegura no tener nada en contra de los 
          gays pero que prefiere que estén lejos de su hijo. 
          Católico y de padres burgueses, Pierre Seel es enviado a los 
          19 años al campo de concentración de Schirmeck, a 30 kilómetros 
          de Estrasburgo. Dos años antes, y sin saberlo, la policía 
          alsaciana lo había incorporado como homosexual en sus archivos, 
          a los que, por supuesto, accedieron los nazis en junio de 1940. Las 
          redadas comenzaron, y las primeras víctimas fueron los homosexuales. 
          En Alemania venían siéndolo desde 1933, con fundamentos 
          estrictamente raciales: si los judíos contaminaban la raza, los 
          homosexuales perjudicaban su reproducción. El funcionario nazi 
          Heinrich Himmler podía exaltarse en 1937: Los que practican 
          la homosexualidad privan a Alemania de los hijos que le deben. Si este 
          vicio continúa expandiéndose será el fin del mundo 
          germánico. En 1943, Himmler llega a la conclusión 
          de que los homosexuales debían ser castrados. Y a los encerrados 
          se les prometió que una vez castrados volverían a su hogar, 
          aunque fueron enviados al frente de combate. 
          No sólo el ciudadano común alemán acompañaba 
          el ritmo del nazismo sino también las instituciones, entre ellas 
          las psiquiátricas y psicoanalíticas. La sociedad psicoanalítica 
          de Berlín, convertida en instituto Göring, creó comisiones 
          para erradicar, curar, la homosexualidad. Le acercaba además 
          al Ministerio de Guerra perfilespsicológicos de los desviados. 
          El mismo Pierre Seel sufrió experimentaciones médicas 
          en su cuerpo y conoció casos de personas a quienes se quiso modificar 
          su conducta sexual mediante lobotomía. En su relato, sin embargo, 
          pasajes como éste no abundan: Las SS empezaron a arrancar 
          las uñas de algunos de nosotros. Rabiosos, rompieron las reglas 
          sobre las que estábamos arrodillados y con eso nos violaron. 
          Nuestros intestinos fueron perforados. La sangre salpicaba por todos 
          lados. Oigo todavía nuestros gritos. 
          Las cosas tampoco fueron fáciles para Seel una vez acabado el 
          infierno, porque para él, que había sido castigado por 
          homosexual, no había caminos que permitiesen vivir una vida, 
          precisamente, homosexual, y hablar de ello equivalía a 
          recibir una nueva condena. El modernísimo Código 
          Napoleón de 1804 había sido barrido ya antes de la ocupación 
          y, tras la liberación, De Gaulle limpió sólo superficialmente 
          el Código Penal. Desaparecían en Francia las leyes antisemitas, 
          pero no las que concernían a la homosexualidad. Ni siquiera los 
          estridentes años sesenta interpelaban a Pierre Seel: Es 
          verdad que la vida de los homosexuales había cambiado mucho desde 
          hacía algunos años. Una fiebre asociativa había 
          creado mientras tanto los festivales de cine o las manifestaciones a 
          cara descubierta. El kiosco de periódicos de la esquina tenía 
          ahora una prensa de actualidad homosexual. Pero todo ese desbarajuste 
          sólo concernía a la nueva generación del 68. 
          Yo no había conocido más que la clandestinidad.
          El número de homosexuales asesinados por el nazismo oscila entre 
          trescientos cincuenta y ochocientos mil. Y Alemania esperó hasta 
          1988 para reconocer la deportación de un solo homosexual. No 
          sería difícil probar (si el esfuerzo valiese la pena) 
          la continuidad de los movimientos radicales del 68 con los de 
          1990, que hicieron de las políticas de la identidad programas 
          revolucionarios y de la homosexualidad un acto disruptivo, una protesta, 
          un gesto. 
        
        La 
          brasa en la mano
        FIESTAS, 
          BAÑOS Y EXILIOS. LOS GAYS PORTEÑOS EN LA ULTIMA DICTADURA
          Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli
          Sudamericana
          Buenos Aires, 2001
          224 págs., $ 19
        POR 
          CLAUDIO ZEIGER
         Una mezcla 
          de deseo y riesgo, de frivolidad y marginación, de ternura y 
          terror, caracterizaron a una de las napas más secretas y menos 
          exploradas de la vida cotidiana bajo la dictadura militar. A diferencia 
          de otros relatos sobre la época, los avatares de los gays hacia 
          fines de los setenta y principios de los ochenta en la Argentina producen 
          aun hoy (cuando se los puede leer con la supuesta distancia de un mundo 
          que definitivamente cambió) discursos sinuosos, contradictorios 
          y en gran medida, insólitos. Las locas (como llaman los autores 
          del libro, decididos a esgrimir políticamente un término 
          peyorativo, a quienes dieron su testimonio) hablan acerca de sus prácticas 
          con una honestidad brutal, una desmesura literaria y un coqueteo que 
          no termina de extinguirse. Como diría el escritor chileno Pedro 
          Lemebel sobre sí mismo (ver nota en página siguiente), 
          hablan por su diferencia. Y esa diferencia, a la vez, va delimitando 
          los distintos territorios que fueron transitados por los pasajeros del 
          sexo gay bajo la dictadura.
          Las tres partes en las que se divide el libro (las que aproximadamente 
          se corresponden a las tres zonas mentadas en el título: las fiestas, 
          los baños y los territorios del exilio) son las tres zonas básicas 
          que para los gays que pueden ser englobados bajo la categoría 
          minoría sexual operan como círculos 
          concéntricos, que a veces se tocan y otras veces no, en esos 
          típicos movimientos de lo que se dio en llamar una cultura 
          de cruces. De eso trata Fiestas, baños y exilios: de cómo 
          operó esa cultura de cruces (sociales, culturales y estéticos) 
          en unos años tan poco proclives a la mezcla social y cultural.
          Las primeras preguntas que pueden surgir entonces de la lectura son 
          las siguientes: ¿qué tenían en común un 
          habitué de los baños públicos (para tener sexo, 
          se entiende), un plástico de iniciales FK que organizaba exóticas 
          fiestas de disfraces, una mariquita de barrio humilde exiliado en alguna 
          casita del conurbano harto de las detenciones y los maltratos policiales, 
          o un sofisticado militante del Frente de Liberación Homosexual, 
          más allá del deseo orientado hacia su propio sexo? ¿Vale 
          igual la experiencia de un homosexual de doble apellido protegido por 
          la familia, que el de uno ignoto y pobre? ¿Alcanza esa orientación 
          común para agruparlos en un colectivo? ¿La experiencia 
          de algunos, digamos, un tanto superficial, no habría ofendido 
          a la conciencia política de otros? La conciencia de una vanguardia 
          esclarecida que quería mezclar revolución y homosexualidad, 
          ¿no quedaba al desnudo como un disparate mayúsculo, frente 
          a la extrema frivolidad de la masa gay?
          Flavio Rapisardi (escritor y coordinador del área de Estudios 
          Queer de la Universidad de Buenos Aires) y Alejandro Modarelli (escritor 
          y periodista) llevaron este concepto de cultura de cruces al propio 
          entramado del libro. De hecho, Fiestas, baños y exilios no sólo 
          es el resultado del cruce de visiones de dos autores sino 
          que además es el resultado de un cruce de géneros: los 
          testimonios y el ensayo crítico; el peinado de las teorías 
          que reflexionan sobre las minorías sexuales (el genre, 
          los gay studies, y finalmente la teoría queer, más proclive 
          a romper el concepto de identidades y roles sexuales fijos) y la confrontación 
          de tanta conceptualización con la experiencia de vida, de la 
          calle, donde persisten con empecinamiento esos roles fijos y esos prototipos 
          antiguos que se niegan a extinguirse (como el de la marica o elchongo, 
          personajes de muchos de los relatos del libro). Deliberadamente juntaron 
          a todos en una misma fiesta, los obligaron a mezclarse: a la loca travestida 
          y al cuadro político, al poeta neobarroco y a la que imita divas 
          de los años cuarenta.
          Esos cruces son tanto la materia como la forma del libro, y esa íntima 
          coherencia hace que estemos frente a un libro tan curioso como logrado. 
          Además, intrínsecamente honesto: si bien los testimonios 
          son muy duros (a veces por primitivos, a veces por desbordados), en 
          ningún momento los autores vuelcan la balanza hacia el lado de 
          la corrección política ni intentan ajustarlos a la teoría. 
          
          Los testimonios de las locas se acumulan no sin contundencia: cómo 
          eran por dentro las teteras de las estaciones de trenes; 
          cómo había un submundo de sexo entre varones en la comisaría 
          de la Casa de Gobierno, literalmente debajo de Videla; cómo eran 
          las fiestas en el Tigre a hurtadillas de la Prefectura o la realidad 
          detrás del mítico viaje liberador a Brasil. La vida, asociada 
          al sexo, palpitaba entre la muerte y la tortura. En este sentido, hay 
          mucho de sobreviviente en estos gays que quedaron a medio camino entre 
          la primavera del 73 y el golpe militar. Y mucho de picaresca también. 
          Casi podría decirse que las dos primeras partes del libro son 
          el despliegue de una picaresca homoerótica bajo un régimen 
          fascista, un relato novelesco y desbocado, a la manera de ciertas páginas 
          de Reinaldo Arenas.
          La tercera parte del libro (Militancia y exilios) viene 
          a poner un poco de paños fríos en el desenfreno, a la 
          vez que abre la investigación a otras zonas. Es el momento de 
          diseccionar los destinos de la vanguardia militante, de los orígenes 
          más remotos del Frente de Liberación Homosexual y los 
          destinos de quienes lo integraron. Los discursos convocados cobran otro 
          espesor y, desde luego, otra clase de dramatismo. Las relaciones fallidas 
          con la izquierda a través de figuras sumamente atractivas como 
          la de Néstor Perlongher, Adelaida Gigli o el militante comunista 
          Héctor Anabitarte, aportan el segmento de reflexión sobre 
          la experiencia.
          El libro, sin embargo, es el todo: las historias de la masa y la historia 
          de la vanguardia; antropología urbana de los avatares de la minoría 
          sexual y reconstrucción de campo intelectual; así que 
          por un lado, Fiestas, baños y exilios viene a sumarse a los aportes 
          de Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires de Juan José 
          Sebreli y Médicos, maleantes y maricas de Jorge Salessi, y por 
          el otro intenta abrir un camino más personal, arriesgándose 
          en los territorios donde verdaderamente sucedieron y suceden 
          los hechos, entrando en la intimidad de los cuartos y de las conciencias, 
          apostando al cruce entre la teoría y la práctica, y aceptando 
          los resultados que arrojó la mezcla de la siempre esquiva y sorprendente 
          realidad.