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Visitando a Mr. Amis

Por Empar Moliner, de El País
Los periódicos británicos han hablado muchas más veces del dinero que cobró Martin Amis por su novela La información (Anagrama) que de su argumento. Ese dinero sirvió para pagar una operación dental de su autor. Amis fue muy criticado por gastar tanto en lo que todo el mundo consideró un problema estético. Lo cierto es que los dientes de Martin Amis (o la ausencia de ellos) se han convertido en el centro de su vida y de su obra. El convulso y cambiante interior de su boca lo hace sentirse muy unido a otros dos escritores con problemas dentales: Nabokov y Joyce. Por el dinero de La información Amis sustituyó a Pat Kavanag, su agente literario y esposa de su amigo, el escritor Julian Barnes. Después de eso no han vuelto a hablarse. Los británicos no le perdonan que el nuevo agente, apodado El Chacal, fuese norteamericano. “Papá, El Chacal está al teléfono”, cuenta que le chillaban sus hijos cuando llamaba.
Por encima de todo, Martin es hijo del escritor Kingsley Amis. El hijo de Kingsley publicó muy joven su primer libro, El libro de Raquel, y ganó el Premio Somerset Maugham. Había crecido como el hijo de un escritor de éxito, con la biblioteca de un escritor de éxito, y se convirtió también en un escritor de éxito.
Como es preceptivo, a su exasperante y conmovedor padre, nunca le gustaron sus libros. En las cartas que le escribía lo llamaba “mierdecilla” y sólo pudo terminar de leer su novela La flecha del tiempo. Dinero, considerado por muchos como la obra maestra de Amis, la novela de los 80, una novela donde la ciudad hostil es un personaje más, fue una historia que Kingsley no soportó.
Ahora, el hijo publica un libro de memorias: Experiencia, donde ajusta cuentas con algunos, y donde repasa sus problemas dentales, sus peleas con Barnes y su amistad y admiración por Saul Bellow. Pero por encima de todo, el libro es la historia de su padre.
Y aquí estamos, frente al número 36 de Regent’s Road, la misma calle del mismo barrio residencial donde vivió Kingsley.
La casa de Amis es de madera, estrecha, de cuatro plantas, y –por decirlo como él– “debió costar el precio de un secuestro”. Llamamos al timbre, un poco conmovidos. Nos recibe Isabel Fonseca, su última mujer que también es escritora. Él todavía no ha hecho su aparición. Ni por un momento lo habíamos soñado. En las obras de teatro, el actor principal jamás sale el primero.
En la entrada hay maletas sin deshacer y unas zapatillas Nike. Acaban de llegar de Estados Unidos. Isabel nos conduce a una especie de salón, con muchos sofás y sillas, libros, cuadros, y una mesa que sirve para colocar los libros nuevos todavía no clasificados. Los cuadros (perros tristes) están firmados por B. Fonseca. Pueden ser de Bruno Fonseca, el hermano de Isabel, que murió de sida.
Lo miramos todo. En la casa de un escritor que uno admira, cada objeto tiene sentido. Hay fotos y una matrícula de coche: Montevideo 1572.
“¿Quieren algo?”, nos pregunta Isabel en inglés, “¿un té o un café?”. Pedimos un té. Nos sentamos. Y dos o tres minutos más tarde llega él. Lleva puesto un chándal viejo. No se ha vestido para recibirnos, o tal vez sí. La clase alta inglesa a veces practica el dressing down, vestir de manera descuidada. Tiene los ojos muy azules, de un azul intenso de traje, aunque algo enrojecidos.
“Ayer volvimos de Estados Unidos y todavía tengo jet lag”, dice, con un acento que jamás denotaría que de pequeño vivió en Swansea, Gales. Los ingleses detectan al momento la clase social de la persona con la que hablan por el acento. “Además –prosigue– acaba de estropearse mi coche. Puede que nos interrumpa el mecánico durante la entrevista”.
Se da cuenta de que llevamos el libro. Quiere verlo.
“Ah. Mmm. Este es el ejemplar en catalán”, dice señalando el acento abierto en la e, de Experiència. Es un hombre observador. Mientras vemos cómo lo hojea, complacido, pensamos que es un hombre bajo y atractivo. Tuvo una novia, de joven, con la que pactó que jamás estarían de pie al mismo tiempo, así nadie descubriría que él medía unos cuantos centímetros menos.
“Veo que beben té. Yo beberé cerveza. ¿Quieren cerveza?”
Queremos cerveza. Le hemos traído una botella de vino. Sonríe. Son las dos del mediodía y aquí ya ha terminado todo el mundo de comer. Hablamos del alcohol.
“Mi padre ha escrito tres libros sobre el alcohol. On Drink (‘Sobre la bebida’), How is Your Glass (‘Cómo está tu copa’) y Every Day Drinking (‘Beber cada día’). ¿Bebió para escribir sobre la bebida o escribió sobre la bebida para beber? Probablemente lo segundo. Le dedicaba mucho tiempo a la bebida y tenía que amortizarlo. Kingsley me dio un consejo (lo explicó en el libro) sobre la bebida a la hora de comer: `Imagínate que todo lo que bebes al mediodía se multiplica por dos y te lo bebes a la hora de la cena’. Creo que no es bueno beber mientras escribes. Es bueno beber después, no durante. Para mí, la droga ideal para un escritor es la marihuana, es lo mejor para atrapar las ideas que flotan a tu alrededor, pero tienes que fumarla cuando tomas notas, no durante la redacción definitiva del texto. Sí. En todos mis libros he utilizado la marihuana, porque deja volar el inconsciente. El inconsciente es muy importante para escribir.”
Hable de eso. Del inconsciente del escritor.
–Escribes sobre cosas que te preocupan, pero todo viene del inconsciente. No es que debas buscar el inconsciente, es que el inconsciente, sin poderlo evitar, viene hacia ti. Como decía Nabokov, “escribiendo sientes una especie de throb”, es decir, un impulso, una vibración, un latido del corazón. Para escribir Experiencia he usado mi lado consciente, claro, porque es una memoire, pero para redactar mis novelas dejo que el inconsciente llegue hasta mí. Mi amigo Saul Bellow, por ejemplo, aunque no tenga la conciencia, no puede evitar tener a Israel en la sangre, y el Holocausto, sus partículas son eso.
En Experiencia habla de Israel, pero cuando redactó el libro la situación no se había agravado como ahora.
–Fui a Israel a mediados de los 80. Es un Estado militar rodeado de países que quieren verlo desaparecer. Esa sensación tiene un efecto sobre cualquier persona que lo visite, porque no puedes dejar de pensar que estás rodeado, tú también, de personas que quieren verte muerto. Hace que no hagas otra cosa que estar pendiente de ellos, y tus reacciones son extremas, no siempre lógicas. Pero tengo simpatía por Israel, me siento solidario con los judíos, comparto sus sentimientos, porque perdieron la identidad a mediados de siglo, fueron totalmente destruidos. Esa sensación me toca, me conmueve.
Usted fue acusado de “antisemita” por su novela La flecha del tiempo. Es una de las muchas acusaciones que le han hecho: machista, homófobo...
–Escribí un cuento llamado “Narrativa hétero” (en Agua pesada) en el que se suponía que lo “habitual”, lo “correcto” era ser gay, y la gente andaba preguntándose si ése o ése otro “era o no era heterosexual”. Ese cuento no era homófobo, al contrario, era un cuento en el que se hablaba de lo absurdo que es que todo el mundo se pregunte por la “narrativa gay”. Por Dinero me acusaron de machista, pero era el personaje protagonista el que era machista, y ése no soy yo. El personaje es también amante de la comida basura y de la pornografía. Sólo un estúpido confunde al protagonista con el autor, pero a veces hay una minoría de lectores tan politizados que no pueden interesarse por la calidad literaria, por la libertad del autor, y yo, lo siento, pero no estoy interesado en esos lectores. Sobre La flecha del tiempo, el crítico y también novelista James Buchan me acusó de aprovecharme de Auschwitz.
¿Le parece que es bueno ser crítico al mismo tiempo que escritor? ¿No es como ser juez y parte? –Antes se suponía que todos los escritores eran también críticos. Mi padre lo fue. Fue un crítico muy bueno. Los escritores que también hacen de críticos son mejores críticos que los que sólo son académicos. Nabokov, Updike... Entienden la escritura de otra manera. ¿Ha visto mi último libro de ensayos? No estoy seguro de que se traduzca a ninguna de las lenguas de España. A lo mejor una pequeña selección...
Va a buscarlo. Si alguien quiere y puede leerlo en inglés se llama The War Againts Cliché. Nos lo entrega pero no sabemos si es un regalo o sólo quiere enseñárnoslo. Prosigue:
–Creo que es bueno ser escritor y crítico. Tendría que ser posible que los escritores hicieran las dos cosas, pero los hay que no soportan ser críticos por razones de carácter. Mi padre decía que hacía las críticas para mantener sus estándares.
Alguien podría pensar que algunos críticos que también son escritores lo que hacen es apartarse la competencia.
–(Se ríe.) Puede ser. Puede que algunos sólo quieran apartarse la competencia. Pero ésos son los mediocres. En el caso de Bellow o Nabokov, es ridículo hablar de competencia. Dios no tiene competencia.
Bueno, los críticos no fueron generosos con el último libro que publicó su padre: El bigote del biógrafo.
–Ah, mmm... No. Fueron muy poco generosos con él. Lo de mi padre no fue justo. Mi padre cosechó un montón de enemigos, y ¿sabe por qué? Porque tenía posturas muy poco populares. Los críticos tendrían que ser generosos con los escritores que llegan al final de su vida y que han producido una obra tan grande. Es poco generoso criticar a un hombre cuando flaquea, cuando está a punto de morir.
Su padre tenía un biógrafo con el que al final, la familia, ustedes, tuvieron profundas discrepancias.
–Escribir biografías es una profesión de muy poca categoría. Es muy bajo ser biógrafo. No sólo le ha pasado a mi padre; en la biografía de Saul Bellow, por ejemplo, tienes la sensación que los que estaban trabajando en ella decidieron que era mejor ponerse en su contra. Es una profesión llena de amargura y envidia. Como si el biógrafo quisiera que en realidad se hiciera una biografía de él.
¿Por eso ha escrito usted mismo su biografía?
–(Se ríe.) Sí, lo he hecho para adelantarme. Y para hablar de los temas que me interesan y me preocupan. Y porque la muerte de mi padre supuso un shock muy grande para mí y mi familia. Mi vida no ha sido convencional. Mi padre..., mi relación con él. Mi relación con la prensa. Mi prima Lucy Partington...
La prima de Martin Amis fue asesinada. Un caso presente en la memoria de todos los británicos. La prensa lo bautizó como “La casa de los horrores de Gloucester”. La policía excavó el jardín de la casa del asesino, Fred West, en busca de una víctima y entonces encontró los huesos de todas las demás, entre ellas Lucy. Había desaparecido en 1973 y su cadáver se recuperó 20 años más tarde. Amis asegura que la muerte de Lucy marcó profundamente su vida. West se suicidó en la cárcel.
El tren de la noche, la última novela de Amis, trata de un suicidio. Es una novela de detectives, de corte existencial.
En castellano se ha publicado recientemente un libro sobre la “casa de los horrores”, se llama Felices como asesinos, del periodista Gordon Burn (Anagrama). Ya que usted ha leído la mayoría de libros sobre el caso, ¿qué opinión le merece éste?
–Desde luego se ha escrito mucho sobre la casa de Cromwell Street, incluido el libro Inside 25 Cromwell Street, de dos de los hijos vivos de West: Stephen y Mae. Este libro, en concreto, me merece un profundo respeto, por ejemplo. Otros son basura. Creo que es intolerable que alguien especule sin pruebas. “Se dice que pudo pasar...”. “Lo que parece claro es que debió hacerle...”. El de Gordon Burn me parece el libro más inteligente de los que se han escrito, pero precisamente a causa de estono es lo más emotivo. Seguramente el problema del libro es que es demasiado inteligente.
Volviendo a sus relaciones con la prensa: para el público no británico todavía es un poco extraño que los escritores sean noticia por el dinero que han cobrado por su novela, aunque pensándolo bien, parece lógico que sea así, porque en otros trabajos, como el fútbol, todos opinamos sobre primas, traspasos y sobre si ese jugador o ese otro valen el dinero que han costado.
–De eso se hablará en todas partes, no lo dude. Mi caso es un poco diferente, de todas maneras. Los medios son muy grandes, hubo un día en que hablaron de prostitutas, de estrellas de cine, de travestis, y hoy es el turno de los escritores. A mí no me han perdonado que me dedique a escribir, siendo hijo de Kingsley. Hablan como si al ser hijo suyo yo estuviera genéticamente preparado para escribir y por tanto lo hago sin ningún esfuerzo. Eso es completamente falso. Además yo tuve una infancia privilegiada. Tenía cinco años y estaba en las rodillas de los mejores escritores del mundo. Veraneaba en la casa de Robert Graves, en Mallorca. Lo que una pequeña minoría de críticos no me perdonan, creo, de Experiencia es la infancia feliz. En cuanto a lo de mi boca no fue una operación de estética. Fue un implante de hueso de vaca, la extracción de un tumor, dientes postizos... Mis dientes son una ridícula obsesión sobre la que escribo por el simple hecho de que es a mí a quien le ha sucedido.
En su novela Dinero, Amis inventa un argot especial para hablar de la dentadura. Al personaje protagonista le duele siempre tanto, y deben hacerle tantas extracciones e implantes, que imagina que dentro de la boca tiene un barrio de Nueva York, con sus obreros trabajando. Lo llama el Upper East Side. “Me duele otra vez el Upper East Side.”
¿Qué opina de los escritores sin sentido del humor?
–Para mí el sentido del humor es muy importante. Y en este caso, la marihuana también es muy importante para dejarlo salir. Cuando estás volado es cuando sale el humor. De todas formas es muy difícil encontrar escritores que no lo tengan. Uno de los pocos, y el más famoso, es Milton. Alguien dijo que si no tienes sentido del humor es como si te faltara alguna parte del cuerpo, o alguno de los sentidos. Que si no tienes sentido del humor es como si no tuvieras tampoco sentido común. Y dijo también que el humor es “como el sentido común bailando”. Fue Cecil Day Lewis quien lo dijo. (Se ríe.) Y por supuesto yo no dejaría a mis hijos a solas con un tipo que ha dicho algo así.
Si nos dejaran elegir los dos lugares de la casa de Amis que nos gustaría ver, diríamos su estudio y su cuarto de baño, donde podríamos robar su cepillo de dientes. No nos atrevemos a ir al baño, pero a pesar de su seriedad sí que nos arriesgamos a pedirle que nos muestre el estudio.
–Tendrán que subir muchas escaleras –advierte.
Y empezamos a subir. Lo de las escaleras no era una broma. La casa es estrecha y alta. El suelo es de tablas de madera.
En el segundo piso, en el suelo, vemos un ejemplar del The New Yorker. Quién sabe si el baño está cerca, o si ése es el lugar donde guardan revistas. Le preguntamos cómo ordena sus libros.
–Mis libros están divididos en dos áreas. Ficción y no ficción. Luego los ordeno por autores. Mi padre y yo, sin embargo, estamos juntos en un estante.
Si alguien tiene que escribir sobre un padre y un hijo escritores, no falla: llega un momento en que sale Freud para explicarlo todo. Nabokov, sin embargo, se burlaba de Freud, a quien llamaba “escritor cómico”.
Llegamos a un rellano y vemos una de esas vallas de madera que se colocan para que los niños no puedan pasar. Hay juguetes por todas partes. Y al lado de la valla una escalera metálica de peldaños separados entre sí por medio metro aproximadamente. Es el tortuoso camino al estudio. –No es extraño que no beba alcohol mientras trabaja –bromeamos–, podría morir desnucado.
El estudio no es demasiado grande. El centro de la habitación está libre pero la mesa bordea las cuatro paredes. Tiene una computadora de ultimísima generación, de esas de pantalla plana, pero no lo ha colocado de forma apaisada, sino vertical, como hacían antes los diseñadores de los diarios y revistas, para ver mejor la página que compaginaban.
–No uso demasiado la computadora –explica–. Sin embargo, es más cómoda: corto y pego, y si usara máquina de escribir perdería bastante tiempo.
Un sonido de la infancia de Martin Amis era el teclear continuo de la máquina de escribir de Kingsley.
–Voy a mudarme allí –dice señalando un cobertizo del jardín–. Donde mis hijos no puedan llegar.
En la mesa hay libros sobre la Unión Soviética.
–Estoy escribiendo sobre Stalin. Ahora estoy leyendo sobre él. Creo que tendré listo el texto en un año o dos.
¿Cuántas horas pasa aquí arriba?
–Unas seis horas diarias. Pero no son seis horas escribiendo. Leo, escribo, miro por la ventana, pienso. Lo importante es estar solo, preocuparse por las cosas. Es decir, que me preocupo seis horas al día por las cosas. Hago tres borradores de cada cosa que escribo. No tardo demasiado tiempo entre un borrador y el siguiente, pero durante ese espacio de tiempo leo algún libro contundente que me sirva de inspiración, como Joyce o Shakespeare (pronuncia Shakespiar y no Shecspir).
Algunos escritores dicen que uno debe escribir como si la sombra del escritor que uno admira estuviese detrás suyo, leyendo cada una de sus palabras.
–Entonces yo tendría a Saul Bellow, sin duda, y a Nabokov. Estaría muy bien que ellos dos estuviesen a mi espalda, pero creo que al final hay que aprender a ser uno mismo. Uno tiene que gustarse. Yo creo que un escritor está hecho de tres escritores: el inocente, el común y corriente y el literario. Por ejemplo, en la narrativa de Saul (Bellow) me parece que domina mucho la inocente, aunque como todos los grandes escritores, tiene las tres. Si no tienes las tres no eres un novelista completo.
Una de las cosas que los críticos le reprocharon a su padre es que sacaba escenarios reales en su último libro: bares que existían de verdad (el mismo problema, por cierto, al que tuvo que enfrentarse Joyce). Lo que su padre dijo es muy interesante: “Desde el momento en que algo sale en un libro, de alguna manera deja de ser real”. Kingsley es el centro de Experiencia. ¿Cree, entonces, que usted también lo ha convertido en personaje de ficción?
–El libro no es una novela, pero tampoco lo he escrito empezando por mi nacimiento y terminando de forma cronológica en nuestros días. Eso es algo muy aburrido para mí y para los lectores. Ya que el material es mi vida, puedo reordenarlo, descomponerlo como me parezca. Incluso cuando escribo sobre mí (y por tanto no estoy haciendo otra cosa que decir la verdad) no puedo evitar tener costumbres de novelista. Por supuesto, mi padre es una figura tremendamente real, pero he tratado de aplicarle las técnicas de la novela.
Bajamos los escalones. Ahora es el turno de las fotos. El fotógrafo ha visto sillas, butacas, ventanas y cuadros que pueden servirle de fondo. Amis sabe posar, se coloca pensativo y desafiante.
Tiene más lectores que lectoras, aunque puede que las lectoras sean más devotas.
–Sí, me han dicho que en Europa la cosa es así, aunque despacio se está igualando. Y en Estados Unidos casi están llegando al 50 por ciento.
–¿Podría sonreír, señor Amis? –le pregunta el fotógrafo. –¿Para qué? –contesta él. Y para tratar de ayudar, le decimos que no podemos creer que cenando con su admirado John Travolta se creyera el hombre más feo del universo.
“La cuestión de escribir sobre escritores es más ambivalente de lo que normalmente se admite en el producto final”, escribió Amis a propósito de Saul Bellow (página 199 de Experiencia): “Como admirador y como lector, quieres que tu héroe sea verdaderamente inspirador. Como periodista tienes la esperanza de encontrar locura, resentimiento, indiscreciones deplorables, una crisis nerviosa en toda regla a mitad de la entrevista. Y como ser humano, deseas el nacimiento de una amistad halagadora”.
Nadie lo habría definido mejor.
Lean Experiencia. No se arrepentirán.

Martin Amis en Radarlibros

Martín Schifino entrevistó a Martin Amis el 17 de enero de 1999 a propósito de Heavy Water, libro cuya traducción (Agua pesada) reseñó Rodrigo Fresán el 6 de junio de 1999. El 4 de junio de 2000, Fresán reseñó la edición en inglés de Experience, que ahora aparece en castellano, y el 8 de julio de 2001, The War Against Cliché.

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