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Todos tus muertos

La estatua de bronce que yace sobre la tumba de Victor Noir es la exacta réplica del cadáver tal como fue encontrado, impecablemente vestido, con los guantes y las botas puestas y con la bragueta abierta: el pantalón había sido desabrochado para que el moribundo respirara mejor. Si el visitante se acerca, no podrá dejar de advertir cierta prominencia al nivel de la entrepierna. La leyenda popular quiere que la mujer que desee tener un hijo debe rozar con la yema de los dedos el bulto metálico o, para estar más segura, depositar un beso en el bronce sobado.

POR ALEJO SCHAPIRE, desde París
¿Por dónde empezar? El dilema del que se dispone a visitar el cementerio del Père-Lachaise es el del lector frente a la biblioteca. El índice de sepulturas que figura en el mapa de la necrópolis abarca una vasta pléyade de autores franceses y francófilos de los dos últimos siglos. Ante tanta celebridad por metro cuadrado, no es de extrañar que la elección de un itinerario suela resolverse como a la hora de escoger un libro: de forma espontánea y arbitraria. Existe, claro, el recorrido sugerido por las guías turísticas, es el trayecto sur-norte que sigue con paso bovino el grueso del millón doscientas mil personas que convierten a este parque en el cuarto sitio más frecuentado de París. Aquí empezaremos al revés, por arriba. Más que por espíritu de contradicción, esta alternativa obedece sobre todo al sentido común: ubicado en el vigésimo distrito, el Père-Lachaise ocupa 44 hectáreas escarpadas repartidas sobre el Mont-Louis, una de las siete colinas que dominan la ciudad. Si tomamos en cuenta esta topografía, surcada por 15 kilómetros de calles y avenidas, lo más inteligente –y menos cansador– es bajar desde la cima, entrando por el acceso Gambetta. Desde este punto, Rastignac, el ambicioso héroe de Balzac en Papá Goriot, lanzó hacia los techos de la metrópoli su célebre desafío: A nous deux maintenant (“Ahora nos toca a nosotros”).
En el siglo XVII, el predio oficiaba de casa de campo de los jesuitas. En este pequeño Versalles pasaba sus vacaciones estivales el reverendo François Aix de La Chaize (1627-1709). Aparte de ser uno de los promotores de la revocación del Edicto de Nantes, el religioso tenía la doble labor de confesar a Luis XIV (que vivió veinte años en adulterio) y la menos católica misión de “catar” las aspirantes al lecho real. Poco después de la muerte del padre, los jesuitas, incapaces de pagar las importantes deudas del terreno, fueron expulsados. Los propietarios se sucedieron hasta 1804, cuando Napoleón encomendó al Prefecto de la Sena, Nicolas Frochot, la construcción de un camposanto. La adquisición de las tierras, situadas en ese momento en las afueras de París, tenía por objeto aliviar los saturados cementerios parisinos, permitiendo a los burgueses del oeste de la ciudad deshacerse de sus muertos en los arrabales pobres del este. Pero como los primeros clientes tardaban en llegar, Frochot lanzó una campaña promocional que incluyó la inhumación de los cuerpos de Heloísa y Abelardo y, bajo la misma cripta, los de Molière y La Fontaine. Los historiadores, sin embargo, concuerdan en que los huesos de estos últimos se hallan en realidad en otra parte.

BOQUITAS PINTADAS
Osvaldo Soriano descubrió probablemente el monumento merodeando por la tumba de Oscar Wilde. En la esquina de la parcela, un inexplicable busto parece vigilar la intersección de las avenidas Circular y Carette. La mirada del escritor marplatense debe haber bajado desde los bigotes en punta de prócer decimonónico, pasado por el moño y seguido por las dos medallas clavadas en el pecho hasta detenerse con incredulidad en la leyenda: “Julio Carrié. Doctor en leyes, inspector general de consulados. Agente confidencial del gobierno argentino. 1857-1910”. Fascinado por esta delación post-mortem, Soriano transformó su hallazgo en El ojo de la Patria, la historia de Julio Carré, un agente argentino de la posguerra fría que no servía ni para espiar. Más allá de confirmar que una buena idea no basta para hacer una buena novela, el libro de Soriano puede explicar por qué, un siglo después de su inauguración, esta lápida está siempre florida.
A unos cinco metros de allí, cuatro chicas italianas muy excitadas, filmadas por su padre con una cámara de video, se embadurnan los labios de rouge y se inclinan para aplicarlos con firmeza sobre un paralelepípedo de veinte toneladas de granito. Grabado en la piedra, el nombre de Oscar Wilde (1854-1900) se pierde en una nube de besos carmesí. Merlin Holland, único nieto del escritor irlandés, pretende que “el lápiz labial es másresistente que los graffitis”, aunque la perpetua lluvia de esta ciudad se encarga de desmentirlo. En todo caso, el bueno de Oscar debe percibir la ironía de ver su última morada convertida en un fetiche para el sexo opuesto. Antes de morir en París, de meningitis y en la miseria, había purgado dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading (Inglaterra) por el delito de homosexualidad. Sin embargo, ni el castigo ni la sociedad victoriana pudieron con el espíritu transgresor del dandy, que siguió generando escándalos más allá de la tumba. En un principio, el cuerpo de Wilde fue enterrado en el modesto cementerio de Bagneux (sur de París). Pero nueve años después fue trasladado a Père-Lachaise gracias a las 2 mil libras donadas por su amiga y admiradora Helen Carrew. Con parte de este dinero, el escultor británico Sir Jacob Epstein realizó la efigie que se erige sobre el bloque de piedra. Se trata de una escultura inspirada en los toros alados asirios del British Museum. El tallista, alumno de Rodin, la describe como un “ángel demonio volador”. El rostro, que asoma bajo la cofia de un faraón, es una máscara hierática donde se adivinan los rasgos mofletudos del difunto. El resto del cuerpo parece proyectado hacia adelante por el impulso tomado por las dos enormes alas que nacen en sus hombros. Desobedeciendo a la tradición, Epstein decidió dotar a su ángel de un sexo. Hubo que esperar diez años para que el prefecto de la Sena levantara su veto contra el ingreso de la obra al cementerio. Pero el fin de la interdicción no sería del gusto de todo el mundo: en 1961, sublevadas ante tanta impudicia, unas señoritas de una liga de virtud mutilaron el viril apéndice. Mientras tanto, y hasta no hace mucho tiempo, la tumba del autor de El retrato de Dorian Gray se había convertido en un lugar donde se daban cita los gays. Hoy, según los ofuscados guardias de seguridad, prefieran la discreción de los caminitos arbolados de las divisiones 19, 26, 27, 28 y 29.
No hace falta caminar demasiado para comprobar que, si el Père-Lachaise es el dominio natural de Tánatos, lo es igualmente de Eros. Los miércoles, por ejemplo, día en que los escolares franceses tienen la tarde libre, los amantes del cercano Liceo Voltaire suelen apretar en la penumbra del columbario, donde se guardan las cenizas de Georges Pérec (1936-1982).
Lejos de la clandestinidad, las parejas oficiales se sacan fotos frente a las rejas de la capilla gótica que encierra los restos de Heloísa (1101-1164) y Abelardo (1079-1142, otro emasculado). Los cuerpos del teólogo y la abadesa han sido esculpidos sobre su féretro. Apoyado contra los pies de Abelardo duerme un perro, símbolo de la fidelidad. Descripta por Henri Bergson como “la primera imagen que nuestra cultura posee del amor novelesco”, la trágica leyenda atrae a quienes buscan el valor para imponer a sus familias un amor prohibido.
Menos recatada es la sensual peregrinación de la que es objeto la sepultura de Victor Noir (1848-1870). La víspera de su casamiento, este periodista republicano fue enviado a visitar a Pierre Napoleón (sobrino de Napoleón III) para invitarlo a batirse en duelo con Pascal Grousset, un colega del diario La Marsellesa. Sin mayores explicaciones, Pierre Napoleón le respondió pegándole un tiro en la cabeza. La estatua de bronce que yace sobre la tumba de Noir es la exacta réplica del cadáver tal como fue encontrado. El escultor Dalou lo reprodujo impecablemente vestido, con los guantes y las botas puestas y con la bragueta abierta: el pantalón había sido desabrochado para que el moribundo respirara mejor. Si el visitante se acerca, no podrá dejar de advertir cierta prominencia al nivel de la entrepierna. La leyenda popular quiere que la señorita que bese los labios de la estatua, habiendo previamente depositado flores en la galera colocada junto al cuerpo, puede esperar una propuesta de matrimonio en los siguientes 365 días. Pero eso no es todo. La mujer que desee tener un hijo, y no lo haya conseguido por los métodos convencionales, debe rozar con la yema de los dedos el bulto metálico o,para estar más segura, depositar un beso en el lugar indicado. Algunas prefieren una fórmula más drástica: se aferran con las manos a las botas de Noir y frotan sus nalgas contra la pelvis de bronce, simulando el acto amoroso... Las huellas de estas prácticas son perceptibles: cada punto solicitado de la anatomía del periodista está gastado, ofreciendo un lustre particularmente brillante.

PORQUE SON ROMANTICOS
El Père-Lachaise no es un sitio romántico únicamente por el ambiente y las escenas que aquí transcurren. Muchos de sus inquilinos fueron figuras de proa del romanticismo. Un recorrido que lleva el nombre de esta escuela serpentea por la parte oriental del cementerio. Entre los literatos, sobresale el busto de mármol del hijo pródigo del romanticismo, Alfred de Musset (1810-1857). De los pintores, merece un alto Eugène Delacroix (1799-1863). Respetando su voluntad, el artista descansa en un sublime sarcófago negro hecho con lava de la región volcánica de Volvic; su forma reproduce fielmente el antiguo modelo de la tumba.
Perdida en una jungla de monumentos de factura clásica, desentona el exótico sepulcro de Miguel Angel Asturias (1899-1974). Antes de morir en Madrid, el Premio Nobel de Literatura guatemalteco había pedido ser enterrado en el Lachaise. Sobre sus restos se alza una estela de hormigón moldeado fabricada en Guatemala. Ornada de motivos mayas, recuerda que Asturias, indio por parte materna, se inspiraba en sus novelas en sus tradiciones ancestrales.
A pocos metros de ahí, pegada a la breve y flamante sepultura del jazzista Michel Petrucciani, el recorrido romántico bordea la última morada de Frederic Chopin (1810-1849). Aquí, las flores son permanentemente renovadas por los estudiantes de música, que suelen depositar tres claveles. Un joven de pelo largo y remera ceñida que oficia de guía improvisado frente a unas atentas norteamericanas –son legión los que pululan alrededor de los sitios más concurridos– interrumpe una explicación para arrebatarles a unos sorprendidos turistas rusos sus latas de cervezas y vaciarlas en un cantero. “Para que respeten”, dice indignado. Luego retoma, cuenta que Chopin había asistido a la exhumación de un conocido. Viendo que la parte interior del ataúd había sido arañada por el hombre, prueba de un entierro prematuro, el polaco, traumatizado, había exigido que cuando le llegase la hora le extrajeran el corazón. Este, efectivamente, se encuentra hoy en la iglesia Santa Cruz, en Varsovia.
Sobre el perfil grabado en el mármol del compositor, se eleva “La música en lágrimas”, la estatua de una musa inclinándose sobre su laúd. La obra pertenece al escultor Auguste Clésinger, que reposa más abajo. En sus últimos años, este artista había acogido en su taller a una modelo recién llegada a la capital con la idea de “conquistar París”. Su nombre era Berthe de Courrière. Excéntrica y mundana, pasó en poco tiempo de las manos del escultor a las de los escritores Huysmans, de Villiers de l’Isle-Adam y de Remy de Gourmont. Su cotizado cuerpo está enterrado, en una misma fosa, entre su descubridor, Clésinger, y su posterior amante, el simbolista Remy de Gourmont –¡cuyo tema principal era la soledad!–, formando así un ménage à trois para toda la eternidad. La anécdota es una de las preferidas de Olivier Comeau-Montasse, que desempeña el muy oficial puesto de agregado cultural del Cementerio del Père-Lachaise. Desde su escritorio, donde se acumulan libros sobre arte funerario, compila datos e historias. Sus fuentes privilegiadas son los viejos y otros necropolitanos que intercambian informaciones como figuritas: “Usted me dice dónde está el padre de Balzac y yo le explico cómo encontrar al padre de Victor Hugo”. Entre sus informantes se cuentan también los cazadores de caracolesque, según los iniciados y los chefs de algunos restaurantes del barrio, son exquisitos.
Volviendo al caso Courrière, el funcionario afirma que la modelo oficiaba misas negras. El cementerio mismo fue durante mucho tiempo el teatro de oscuras celebraciones que incluían misas rojas, que se distinguen de las otras por culminar con un sacrificio. Estos ritos nocturnos habrían desaparecido con las nuevas medidas de seguridad, adoptadas luego de la profanación antisemita del cementerio de la ciudad de Carpentras en 1990. Pese a estas precauciones, los vecinos de los edificios lindantes confirman que pueden ver desde sus balcones, en ciertas noches de luna llena, sobre todo en verano, reuniones clandestinas a la luz de las velas.
Otra de las historias que a Comeau-Montasse le gusta referir es la que circula sobre la tumba del poeta iraní Sadegh Hedayat (1903-1951), fácilmente reconocible por el cerezo que crece frente a una pirámide negra en la que está grabado el dibujo de un búho. El autor de La lechuza ciega había sido un gran amante de los gatos; los felinos del vecindario le retribuirían este afecto reuniéndose por decenas, a medianoche, alrededor de su tumba.
El lugar que ocupa el esoterismo en el Père-Lachaise merece un capítulo aparte. Pero no podemos dejar de mencionar, entre las sectas y sociedades secretas que deambulan sobre estos adoquines, a los adeptos del ocultista Allan Kardec. Nacido bajo el nombre de Léon Denizard-Rival, este antiguo profesor de Lyon, autor de manuales escolares, es el fundador de una escuela de espiritismo. Escribió el Libro de los espíritus, una doctrina filosófica dictada directamente, según él, por Juan el Evangelista, Sócrates, Franklin y Napoleón, ni más ni menos. Su tumba, que se encuentra bajo la sombra de un dolmen de apariencia prehistórica, es la más florida del cementerio. Uno puede sentarse en un banco y observar a esa familia de antillanos que viene a depositar una rosa, o a esas dos mujeres blancas y cincuentonas que apoyan las manos sobre el busto broncíneo del espiritista para entrar en trance mientras murmuran una plegaria. Tres horas después, las encontramos en la misma posición.
Y Jim Morrison, evidentemente. ¿Qué agregar del último escondite del Rey Lagarto que no haya sido mencionado con la conmemoración de los 30 años de su muerte? Ahí están los mochileros del mundo entero con sus guitarras y remeras psicodélicas. Algunos prenden incienso, otros el teléfono celular para decir “¿a que no sabés desde donde te estoy llamando?”; los grupos de jubilados sacan fotos y después preguntan quién es. Frente a la lápida más visitada y vigilada del Père-Lachaise, se acumulan cartas, poemas, letras de canciones, polaroids, velas, flores, girasoles, cigarrillos, remeras, cuartos de dólar, pesetas y, sobre todo, liras. “Las monedas las sacamos todas las tardes y las volvemos a poner por la mañana. Tenemos una bolsa llena, nos alcanza para dar la vuelta a Italia”, se ríe un custodia morocho y barbudo con acento antillano que, de tanto en tanto, grita enfurecido (y con un aliento indiscutiblemente etílico) “no se pare sobre la sepultura”, “no se apoye ahí”. Cuesta entablar una conversación. Desconfía de los jóvenes, dice en voz alta que no entiende tanto alboroto, que él compró una vez un casete del músico y que no le gustó nada, que prefiere el reggae. Odia a los habitués. Y agrega que su trabajo no consiste en cuidar al rockero sino sus alrededores, para que nadie escriba en los monumentos aledaños. Una gordita con cara de presidenta de fan club protesta: “Cállese, somos nosotros los que nos encargamos de limpiar”. Detrás del guardia hay un farol donde, camuflada, una cámara de fotos se dispara cada vez que un dispositivo detecta movimientos. Por la noche, igualmente escondida, una cámara de video graba con luz infrarroja.
En este verdadero Panthéon de sustitución, la popularidad de las tumbas depende de la moda y los aniversarios. En algún momento, el calendarioregalará otro cuarto de hora de gloria también a Balzac, Beaumarchais, Colette, Apollinaire, Éluard, Gertrude Stein, Auguste Compte o Anna de Noailles. Nosotros terminamos nuestro promenade con Marcel Proust (1871-1922). De difícil acceso debido a mapas aproximativos, muchos de los que van en su busca abandonan en el camino. Encontrarían una simple pero impecable losa de mármol negro que, 80 años después de su inauguración, no parece haber visto pasar el tiempo. Tal como había vivido en sus últimos años debido al asma, Proust permanece acostado, una postura que repercutía en la forma de organizar sus relatos y en su estilo. Lo último que escribió, justo antes de morir, fue la palabra Fin.

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