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Crímenes imaginarios

Anagrama distribuye en estos días la traducción de Cuando fuimos huérfanos, de Kazuo Ishiguro. Radarlibros fue el único medio argentino al que el escritor concedió una entrevista. A continuación Ishiguro cuenta lo que piensa de esa novela y de su colocación en el contexto de las letras contemporáneas.

Por Rodrigo Fresán, Desde Barcelona
Kazuo Ishiguro está de buen humor. Ese buen humor al que sólo se accede habiendo cumplido la misión. Estuvo en Barcelona presentando la traducción al castellano de su nueva novela: Cuando fuimos huérfanos (Anagrama). Una suerte de summa ishiguriana, un policial clásico que se resiste a ser un policial clásico, donde se codean elementos y motivos de todos sus libros anteriores, donde el fantasma de Japón conversa con el espíritu del Imperio Británico y donde el orden de la deducción detectivesca se funde en el caos de la guerra. Ishiguro pasó por una rueda de prensa, una presentación de la novela en la que una maestra emocionada le rogó que leyera en voz alta parte del libro para así “poder comprender a su héroe” (Ishiguro se negó con una sonrisa de acero y un “no creo que mi voz pueda solucionar algo que no ha solucionado mi escritura”) y muchas entrevistas a medios españoles donde le preguntaron demasiadas veces sobre el atentado al World Trade Center. Radarlibros .-único medio argentino con el que el escritor conversó a solas y en exclusiva-. es lo último que le quedaba por resolver antes de subirse al avión de vuelta a Londres.
Ishiguro sonríe feliz y satisfecho en el bar del Hotel Alexandra, junto a las Ramblas, y hasta parece feliz y con ganas de conversar y divertirse un poco. Está mucho más relajado que la última vez que lo vi (en la Universidad de Iowa, durante el tour de presentación de Los inconsolables –esa magistral, surrealista, amnésica e inasible novela centroeuropea escrita por un japonés educado en la Universidad de Kent– cuando, recuerda, “tuve que cambiarme en un baño donde la mierda de los estudiantes me llegaba hasta las rodillas: parecía ese personaje de
Trainspotting”) y dispuesto a conversar “de lo que sea”, lo que incluye una pasajera mención a un guión que acaba de terminar para la dupla James Ivory e Ismael Merchant (“Se titula The White Countess y todo parece indicar que no se filmará nunca, ya veremos... Es un proceso interesante, educativo, escribir para el cine o la televisión. Sales de ahí con ganas de escribir novelas que sean imposibles de filmar”), o su próxima novela (“Por ahí dije que tratará de un songwriter judío que llega a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, pero son cosas que digo para distraer la atención, por cábala, quién sabe... No, no estoy escribiendo esa novela, ja”.)
Para empezar, le menciono una novela a la que me recordó mucho Cuando fuimos huérfanos e Ishiguro lanza un grito casi samurai que hace que varias personas en el bar se den vuelta para ver qué pasa, si está todo bien, esas cosas. Ishiguro habla y no deja de hablar y yo decido que a la hora de transcribir todo esto dejaré afuera las preguntas para hacer más y mejor sitio para las respuestas.

EL BUEN ESTILO
–¡Ah! ¡Ya sabía que alguien iba a mencionarlo tarde o temprano! El buen soldado, de Ford Madox Ford. Mi amigo Julian (Barnes) durante años me dijo que tenía que leerla porque era uno de sus libros favoritos y, además, según él, la novela más cercana a lo que yo hago. Otro escritor con el que siempre me relacionan es Henry James, en general, y en particular su relato “The Beast in the Jungle”. O la novela The Go-Between de L. P. Hartley. Ya sabes: el narrador poco confiable, lo que se dice y se deja de decir, todo eso. Al final le hice caso, la leí después de terminar Cuando fuimos huérfanos y lo cierto es que no me interesó tanto. Puedo ver, sí, los puntos de contacto, los agujeros negros en la trama, los rodeos... pero no mucho más. Quién sabe. El tema de las influencias es mucho más extraño de lo que parece y llegado a un punto de su carrera una comprende que lo que más le gusta, sus autores favoritos, no tienen por qué ser necesariamente los que más inciden en su estilo y sus argumentos. Todo esmucho más sencillo. O raro. A mí me han celebrado, por ejemplo, la pericia a la hora de elegir los apellidos germanos en Los inconsolables, alguien trazó paralelos con otras novelas centroeuropeas, filiaciones, y lo cierto es que salieron todos de una revista de fútbol alemán. Banks, el apellido del héroe de Cuando fuimos huérfanos se lo robé al escritor Russell Banks: tenía un libro suyo sobre mi escritorio y me pareció un buen apellido para un buen detective. Al final todo es un poco así, y la crítica tiende a relacionarme con autores que no me interesan en absoluto. O tiende a esperar cosas de mí que yo no puedo ni me interesa darle. El éxito de la adaptación fílmica de Los restos del día me colocó en ese pedestal de escritor clásico inglés de clásicas historias inglesas y entonces, cuando llegó Los inconsolables, reinó el desconcierto. Pero se habían olvidado que yo había escrito también Pálida luz de las colinas y Un artista del mundo flotante, dos novelas exageradamente japonesas... Por eso hay que preocuparse lo menos posible por lo que los demás piensen de uno, porque a menudo están equivocados. La crítica tiende a celebrar la exactitud de mi prosa y a mí es lo que menos me interesa. No pienso en eso cuando escribo. No sé: a mí me gustan los escritores aluvionales y caóticos como Dostoievsky, quien probablemente sea el escritor que más me ha impactado. Y me gusta mucho Chejov. Pienso que estos dos rusos configuran un poco el Ying y el Yang de mi sistema literario. Me interesa encontrar un balance entre esos dos extremos. Y leo también a Ellroy, una especie de Dostoievsky americano. Y a Ballard, aunque nunca leí El imperio del sol; la primera mitad de Crash me parece admirable. Y me gustan algunas cosas, las más breves y románticas, de Murakami. Y Proust, claro. El capítulo “Combray” fue un descubrimiento cuando lo leí de joven. El comprender que una novela no tenía por qué ser como una película y que podía abarcarlo todo al mismo tiempo y... lo cierto es que nunca pasé del segundo tomo. Me dicen que el séptimo es el mejor y algún día llegare allí, pero... Si algo tienen en común todos los escritores que me interesan (por otro lado muy diferentes) es su ambición paisajística a la hora de narrar lo que ocurre adentro de un personaje además y más allá de lo que ocurre afuera. Volviendo a lo anterior, a mí me preocupa más el modo en el que piensa, siente, se mueve y habla el personaje que el modo en el que pienso yo como escritor. A mí siempre me pareció un error el concentrarse demasiado en las palabras, en la técnica, en el andamiaje del asunto. Siempre me han divertido mucho esos artículos que, cuando yo empecé a publicar, hablaban de mi “estilo tan japonés”, cuando yo sólo quería escribir algo que se entendiera. La idea de que “dejar ciertas cosas afuera” es una actitud oriental: los silencios, el rigor. Yo, claro, decía “sí, por supuesto, exacto”. Pero la verdad es que no fue sino hasta Los restos del día cuando me propuse explorar de dónde podían llegar a venir ciertos rasgos de mi estilo. En ese sentido, la figura de un mayordomo -.donde se concentra tanto lo británico como lo oriental-. era la ideal para semejante propósito. Y, ya que estamos, me gustaría ser recordado más por Los inconsolables que por Los restos del día.

EL BUEN COMIENZO
–El punto de partida de mis novelas me es muy difícil de precisar. Cada vez que termino de escribirlas intento comprender de dónde han salido y se me hace casi imposible. Puedo, sí, vislumbrar dos o tres puntos, lugares. Uno de ellos es que mi nuevo libro siempre tiende a salir del libro anterior, o a reaccionar contra el libro anterior. Nunca me quedo en blanco pensando “¿y ahora qué hago?”. En el caso de Cuando fuimos huérfanos, uno de esos alfileres en el mapa tuvo que ver con la figura del detective inglés. Cuando yo era chico lo cierto es que no leía demasiado. Me la pasaba viendo películas de cowboys en la televisión. Mi único vínculo con la lectura eran las novelas de misterio. Conan Doyle, AgathaChristie, Dorothy L. Sayers, esas cosas. Después del difícil proceso que fue la escritura de Los inconsolables, una novela de algún modo “terminal” y al mismo tiempo liberadora luego de Los restos del día, decidí que lo mejor a la hora de desintoxicarme era mirar un poco para atrás. Así fue que, en mi madurez, me puse a recordar con gran cariño todos esos libros y descubrí algo que me pareció muy interesante en todas esas lecturas de infancia. Me interesó particularmente lo que se conoce como la Edad de Oro de la literatura detectivesca británica, que tuvo lugar durante los años 20, y donde se presenta siempre un paisaje idealizado de la sociedad británica donde sólo una cosa anda mal: alguien está asesinando a alguien. Hay una serpiente suelta en ese paraíso y, a diferencia de lo que ocurre con la Serie Negra norteamericana, donde el detective es un elemento más destructor que reconstructor y donde el Mal está siempre en el Sistema, el policial inglés siempre busca a un único pecador. Una oveja descarriada. Un dedicado pero solitario criminal arruinándolo todo y dejando cadáveres en la biblioteca o en la vicaría. Alguien que se esconde. Y ahí entra el detective y resuelve el asunto y todo vuelve a ser perfecto y hermoso. No me pareció casual que este tipo de thrillers hubiera surgido inmediatamente después del fin de la Primera Guerra Mundial, cuando toda una generación se enfrentó por primera vez a una inconmensurable forma del horror. De ahí que estas novelas de detectives funcionaran como una forma de escape hacia un mundo donde la figura del detective era como la del ángel de la guarda, un ser infalible y todopoderoso. El género, además, me obligaba a alejarme de todo lo que había hecho hasta entonces y, a la vez, me ofrecía una lógica alternativa que es, claro, la lógica detectivesca.

EL BUEN DETECTIVE
–Así que la génesis de mi detective en Cuando fuimos huérfanos, el origen de la figura de Christopher Banks, un investigador de la alta sociedad londinense en los años 30, fue preguntarme qué pasaría si yo tomaba a un detective convencido de su propia infalibilidad y lo ponía en una situación de máxima incertidumbre. ¿Cómo se comportaría? ¿Qué sentiría un detective al comprender que él se ha convertido en su propio enigma? Yo tenía esta imagen de un detective investigador de crímenes en la alta sociedad, empuñando una lupa, concentrando toda su atención en un punto, en una pista, súbitamente trasladado al paisaje de una guerra, a Shangai (ciudad que yo no conozco, no me gusta ir a los sitios sobre los que escribo), rodeado de cadáveres y fuego y, aún así, inmutable y negador, todavía empuñando su lupa, procurando ser ajeno a todo lo que lo rodea, buscando desentrañar el misterio de sus padres, su propio misterio. Me gustaba eso: un detective investigándose a sí mismo. Y sufriendo por ello, porque nadie es más vulnerable que quien dedica todo su interés a una sola cosa. Holmes y Poirot son detectives perfectos a la hora de resolver los problemas de los otros pero siempre parecen esconder alguna perturbación secreta. Son seres emocionalmente dañados, pero ni Conan Doyle ni Christie hacen mucho hincapié en ello, prefieren ocuparse de la técnica y de las artes deductivas. Tal vez por eso yo le saqué más de cien páginas a la novela, en las que narraba con minucioso detalle un caso magistral de Banks. En la versión final ha quedado reducido a apenas una líneas que no cuentan nada de lo ocurrido. Borré de un plumazo un año de duro trabajo. Fue difícil tomar esa decisión. Pero me interesaba que quedara claro que Banks también está herido. Y yo no hago otra cosa que hundir más el cuchillo en esa herida, ¿no?...
EL BUEN PERSONAJE
–Yo no pienso en si me gusta o no me gusta un personaje de una de mis novelas. Los considero como si fueran parientes, ahí están, vienen en el paquete. A muchos de mis lectores el detective Christopher Banks lespareció un ser insoportable. No me molesta. Me gusta que alguien que no existe pueda irritar a alguien que sí existe. Es una forma de elogio y es algo que, por suerte, distingue a las novelas de buena parte del cine que se hace en Hollywood: no es obligatorio un personaje querible. La literatura es uno de los pocos lugares que quedan para relacionarse con gente a la que uno jamás le dirigiría la palabra en la vida real.

EL BUEN TONO
–El tono de un libro es un misterio. Uno puede pasarse meses buscándolo o puede encontrarlo en cinco minutos. Es algo que está ahí, a la vista y bien escondido al mismo tiempo. Para mí, el tono es esa línea delgada que separa a la comedia de la tragedia o a la ironía de lo oscuro. Tiendo a subrayar los libros de los otros, nunca subrayo los míos.
EL BUEN TRADUCTOR
–Lo cierto es que a mí me cuesta un poco pensar que los libros que yo escribo serán leídos por personas en diferentes partes del mundo, en otros idiomas. Y no deja de ser raro el hecho de que yo paso buena parte de mi vida viajando a países para hablarle a gente que ha leído mis novelas en traducciones. Y esto produce un extraño efecto en el modo en que yo escribo. No estoy seguro de que sea algo bueno o malo. Ocurre. Viajas por todas partes presentando tu libro y al final vuelves a casa y te sientas en tu escritorio y empiezas a escribir. A menudo empiezas a escribir algo y, entonces, te detienes... y piensas en esa gente en Dinamarca con la que estuviste conversando la noche anterior y piensas: “Ellos no entenderían esto”. Piensas eso por diferentes razones: porque lo que escribiste suena tan bien en inglés que es imposible que sobreviva a la mejor de las traducciones; o porque hay referencias sociales incomprensibles para un extranjero por más que hable un inglés perfecto. Y me preocupa pensar así, porque creo que este proceso de universalización, de tener que pensar tanto en todos acabará perjudicando mi escritura. Pero también me consuela pensar que hay un lado bueno en esta situación: la idea y el desafío de ser un escritor internacional que no por eso traicione sus intereses privados, su estilo, su forma de pensar y de ver las cosas.

EL BUEN FREAK
–Yo tuve la suerte de comenzar a publicar a comienzos de los 80, cuando en el mundo editorial en inglés, y en Inglaterra en particular, surgió un gran interés por lo que se estaba escribiendo en otros países y culturas. Pero lo cierto es que yo era y me sentía más británico que más de un nativo, por más que yo hubiera nacido en Nagasaki. Mi nombre y mis rasgos me convirtieron en alguien muy conspicuo y de inmediato se me consagró como una suerte de autoridad en lo oriental. El hecho de ser japonés era mi principal atractivo para los ingleses. Y en Japón yo no era nadie. Recién con Los restos del día fui conocido en mi país de nacimiento. Conocido, es cierto, como una especie de aberración: un japonés que escribía sobre mayordomos ingleses y, ahora, sobre detectives ingleses. Dos de las más grandes y reconocibles instituciones británicas, ja. Tiene gracia: en Japón yo soy considerado un extraño fenómeno social más que como una fuerza literaria. Recién ahora los japoneses comienzan a abrirse al mundo, a viajar desde jóvenes, y me divierte el hecho de que una criatura como yo represente algo extraño para ellos. Un prototipo para las generaciones venideras. Niños japoneses creciendo lejos de casa, educándose en colegios extranjeros. Hijos de padres con trabajos en multinacionales. Me lo han dicho varias personas: para muchos japoneses yo soy, antes que un escritor, la prueba palpable de que se puede triunfar en otro idioma y en otro país. Y al mismo tiempo, en ocasiones, represento sus miedos más profundos. Me miran y piensan: pobrecito freak, carajaponesa, apellido japonés, y qué mal que habla nuestro idioma y qué malos modales, pobrecito, pobrecito...

EL BUEN TEMA
–Al final, todos mis libros tratan sobre lo mismo. Una y otra vez. Más que novelas son variaciones sobre un solo tema, sobre el acto de hacer, o des-hacer, memoria.

Un samurai inglés

Por R. F.
Kazuo Ishiguro, nacido en Japón pero producto inequívocamente británico (alcanza con cerrar los ojos mientras habla para compaginarle a su voz el rostro de cualquier flemático actor británico estilo Masterpiece Theatre), es un escritor de la exactitud. Y es también un “realista irreal”. Como la de John Banville, Ian McEwan, o Pat Barker, su cuidadísima prosa parece moverse en un determinado territorio equidistante del despojamiento de Beckett o de las florituras de Nabokov, pero jamás traicionando la voz de sus personajes. Sus primeras dos novelas –Pálida luz de las colinas (1982) y Un artista del mundo flotante (1986)– lo mostraron investigando la condición japonesa con flema inglesa mientras que la consagratoria Los restos del día (1989) invertía la ecuación injertándole a un perfecto mayordomo inglés los modales de un samurai dispuesto a cualquier cosa por su amo. El éxito de esta novela (ganadora en su momento del prestigioso Premio Booker, sumado al impacto de su versión cinematográfica con Anthony Hopkins y Emma Thompson) llevó a Ishiguro a una suerte de callejón sin salida del que se escapó por la rendija más inesperada. Los inconsolables (1995), su mejor y más arduo libro, se apoyaba en la figura de un pianista amnésico moviéndose por un mundo donde el tiempo y el espacio y la memoria aparecían sutilmente alterados hasta conformar una de las mejores y más eficaces distopías literarias jamás escritas. La novela –con una atmósfera que le debía tanto a Kafka como al Barton Fink de los hermanos Coen– desconcertó a sus fans, a la crítica y, muy especialmente, a todos esos lectores que sólo habían leído Los restos del día y que no vacilaron en etiquetar a Ishiguro como un eficaz y más ligero Henry James de fin de milenio.
Cinco años se tomó Ishiguro para hacer su siguiente movida: Cuando fuimos huérfanos es un brillante producto que combina el rigor formal de Los restos del día con la experimentación de Los inconsolables. La novela comienza pareciendo una novela detectivesca clásica –por momentos bordeando el pastiche– para, cerca de su centro, presentar una grieta por la que, una vez más, la realidad se altera con la excusa de la guerra. Londres muta a Shangai, el té de las 5 al opio de cualquier hora y el extraño héroe –el célebre detective Christopher Banks que nace en Inglaterra, crece en Shangai y quien de tanto perseguir la verdad tal vez se haya convertido en un mentiroso patológico– se adentra en su caso más importante, el misterio de su propia infancia, la “traición” de sus padres y de cómo se convirtió en huérfano mientras acumula pruebas y evidencias. Cuando fuimos huérfanos –al igual que la reciente e igualmente magistral Atonement de Ian McEwan– es una de esas exploraciones tan inglesas (y tan japonesas) sobre lo que fue, lo que pudo haber sido, lo que ha dejado de ser. Como decía L.P. Hartley al principio de The Go-Between: “El pasado es un país extranjero: allí hacen las cosas de manera diferente”.

 

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