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Jueves 27 de Septiembre de 2001

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V8 Y SU LEYENDA METALICA SOBREVIVEN AL TIEMPO

LA RESISTENCIA, SIEMPRE

La edición de una caja deluxe que recopila los cuatro discos más un quinto con rarezas y tomas en vivo, y un tributo de bandas del interior impulsado por Ricardo Iorio, reavivan –si es que hace falta– el mito alrededor de la gran banda del metal pesado argentino. A continuación, amigo/a jevi, una producción que incluye un intento de explicación al fenómeno de pertenencia, recuerdos y testimonios de los protagonistas.

POR FERNANDO D’ADDARIO

En el furgón del tren que une las estaciones Villa Ballester y Zárate, un sábado a las dos y media de la tarde en el norte profundo del conurbano, ser (o estar) underground excede las limitaciones de una declaración de principios. Underground es ese matrimonio que se baja en Bancalari, cargado de bolsos, piel curtida, mirada ausente, ayudado por dos bicicletas que, una vez arrancado el tren, se internan en callecitas y pasadizos sin lógica urbanística alguna. El aparente desorden edilicio se “corrige” un par de estaciones más adelante, en Pacheco, donde un arroyo y un basural separan a la villa miseria de una “ciudad” que parece sacada de otro planeta (pero que está en éste), cercada por una muralla digna de un regimiento, que apenas disimula lo que hay dentro: mansiones diseñadas con ciertos parámetros “a la” Beverly Hills, canchas de golf, garitas de seguridad. Desde afuera –o desde abajo, en este caso es lo mismo–, Claudio, 15 años, remera de V8 con la inscripción “Un paso más en la batalla”, encara su rutina de todos los sábados a la tarde. Bajar del tren, caminar cuatro cuadras hacia la izquierda, bordear el barrio cerrado, encontrar a sus amigos, olvidarse de su trabajo salteado en un corralón de Benavídez, y escuchar siempre los mismos discos, de los mismos grupos, mientras apuran los pasos hacia su propio –y siempre postergado– debut como banda de heavy metal. Dicen llamarse “Brigadas metálicas”, en homenaje a una de las canciones más famosas de V8. Dicen hacer “thrash sudaca”.
“Brigadas metálicas” fue escrita hace casi veinte años, cuando ni Claudio ni sus compañeros de grupo habían nacido. Poco saben de aquellos tiempos. Saben, sin embargo, que los versos “si estás tan cansado de llorar/ éste es el momento de gritar/ que estás sediento de liberación/ y estás muy lleno de represión” se ajustan con precisión de relojería a su realidad cotidiana. La analogía no alcanza para justificar la leyenda. V8 es hoy, catorce años después de su agonía material, un fantasma que se pasea con éxito por el inconsciente de miles de pibes pesados. Años y décadas de decadencia económica mediante, los pibes pesados son hoy muchos más que en 1982, y el fantasma resulta redituable, tanto que se multiplican los homenajes y las ediciones póstumas. Entre todos estos souvenirs sobresale nítidamente Antología, la caja de cuatro discos que editó el sello Fogón. Incluye los tres álbumes que editó V8 (Luchando por el metal, Un paso más en la batalla y El fin de los inicuos) más un cuarto cd apto para coleccionistas: tiene dos temas inéditos (“Maligno” y “Voy a enloquecer”, este último versión primitiva del posteriormente evangelizado “No enloqueceré”), versiones demo, hasta ahora inconseguibles, de clásicos del grupo (“Vomitando heavy metal” y “Asqueroso cansancio” predecesores de “Tiempos metálicos” y “Muy cansado estoy”, respectivamente) y temas en vivo, grabados en Obras (un legendario concierto que compartieron en 1983 con los españoles Barón Rojo) y en la rockería Midnight. Acompañan estos discos una rigurosa reseña histórica escrita por el periodista Frank Blumetti y testimonios de un combo heterogéneo de “allegados” y/o testigos de la banda, desde Eduardo de la Puente hasta Mariskal Romero, pasando por el Ruso Verea y Quebracho. Una edición cuidada, fotos hasta ahora desconocidas, sonido remasterizado, en fin, mucho más de lo que V8 recibió en vida.
Las preguntas son, entonces, dos: ¿por qué pasa esto con V8 hoy? ¿Qué representó V8 ayer? El primer interrogante parece más sencillo, porque admite una posible respuesta a partir de la realidad 2001 y de la perspectiva histórica del género. La banda que integraron Ricardo Iorio, Beto Zamarbide, Osvaldo Civile y Gustavo Rowek, entre otros músicos, fue la piedra fundamental de uno de los ejes por donde transitó el heavy metal en los ‘80, ‘90 y lo que corre de este siglo. La devoción a la saga V8-Hermética–Almafuerte va más allá del culto a la personalidad de Iorio.Representa un modo de recluirse en el ghetto metálico frente a “las otras maneras de ser heavy”, que se reciclan en función de las variables de consumo de la clase media. V8 es la biblia de los que asumen ser metaleros como una cuestión de pertenencia social y un legado de resistencia. En carácter de tales, defienden la pureza del género de contaminaciones que hoy podrían encuadrar en el target nü metal. Para los fans de V8, Limp Bizkit es equiparable a Britney Spears, del mismo modo que en los ‘80 el glam metal californiano era asimilable al pop. La lucha –eterna, según parece– sigue siendo: los del palo vs. los caretas. Y no pasarán.
Lo cierto es que el actual juicio crítico sobre las posturas recalcitrantes de un –digamos– Ricardo Iorio, cambia de tono cuando se desanda el tiempo y se llega a 1982. Hoy casi todos los que tienen que ver con el rock coinciden (desde Daniel Melero hasta Andrés Giménez de A.N.I.M.A.L.) en ver a V8 como uno de los pilares de la rebeldía rockera. Pero en aquellos años, los V8, es decir la banda y sus centenares (no miles) de fans, estaban aislados, eran perseguidos por portación de rostro, cadena y tacha, y se movían en los márgenes del “ambiente” como lobos enjaulados, aunque con la libertad que sólo otorga la realidad de estar “jugados”. Si en los ‘90 ser alternativo pudo ser una decisión, en la época de V8 no era más que una situación impuesta desde la realidad cotidiana. Argentina siempre fue un país jevi metal.
Los V8 fueron punks sin saberlo. Escribían cosas como: “Ya no creo en nada/ ya no creo en ti/ ya no creo en nadie/ porque nadie cree en mí/ no dejan pensar/ no dejan crecer/ no dejan mirar/ pero por suerte puedo ver/ que la decisión del juicio final/ será la solución, destrucción” (“Destrucción”, El Himno Heavy por excelencia), pero no pertenecían a la intelligentzia punk, ni estaban enterados de que existían los Dead Kennedys ni los Clash, ni se compraban discos importados de Londres. Su nihilismo místico, un auténtico invento argentino, abrevaba musicalmente en Motorhead y Black Sabbath y se ubicaba temáticamente en la realidad nacional de la dictadura post-Malvinas y de la primavera alfonsinista, que para ellos, como para tantos, era una primavera negra. Siguieron, con la desprolijidad del caso, los pasos naturales del ideario punk: dieron lo mejor de sí en su primer disco, Luchando por el metal, pésimamente grabado, peor tocado, plagado de errores, pero inolvidable por su carga de adrenalina, por su odio y su resentimiento contra el rock establecido. Su carrera posterior dibujó una fugaz e implacable pendiente autodestructiva, que tocó fondo (o salió del abismo, según quien lo interprete) y estalló en mil pedazos cuando dos de sus integrantes (Zamarbide y Miguel Roldán, este último reemplazante de Walter Giardino, a su vez reemplazante de Civile) se redimieron en el evangelismo y pretendieron arrastrar al resto.

Semejante espiral de energía inmanejable significó, en su momento, una brasa ardiente en el rock nacional. V8 estuvo siempre fuera de foco. Escupió su heavy acelerado, desprolijo y antihippie en el BA Rock manso y tranquilo de 1982 (con Piero a la cabeza, más Miguel Cantilo, Raúl Porchetto y demás). No aggiornó su propuesta en el momento en que tuvo la oportunidad de hacerlo, cuando Riff, el ala moderada del género, pretendió mostrarse más presentable y reclutó al “blando” Danny Peyronel en los teclados, prometiendo archivar las cadenas. V8 redobló la apuesta con una atormentada autoafirmación: Un paso más en la batalla, que a la distancia es valorado como una suerte de compilado de himnos metálicos (“Deseando destruir y matar”, “Ideando la fuga”, “Lanzado al mundo hoy”, entre otros), pero que en su momento no fue más que un milagro de supervivencia para un grupo diezmado por los excesos. La grabación de ese disco, que se demoraba indefinidamente, fue la excusa que dio el marco justo para madrugadas salvajes en un estudio del Bajo Flores, donde los músicos descontrolaban las madrugadas y, en los ratos libres, registraban como podían las canciones. Dos anécdotas, subsidiarias de la realidad de la banda, abonan el culto a V8. Una de ellas refuerza ese extraño y caprichoso encanto que emana de los perdedores. A V8 nunca le fue bien. Y cuando le fue bien, no pudo o no supo aprovecharlo. Festejó su mejor momento de convocatoria –que coincidió con la primera caída de Riff, en 1983– con un megashow en la cancha de Platense. Por primera vez parecía que irían a cobrar un buen billete, después de haber padecido giras en las que se llevaban de caja la equivalencia a un dólar (sí, un dólar) por show. Bueno, en Platense todo salió bien, salvo el detalle de que su productor, José Ben, desapareció con toda la recaudación, sin pagar ni el alquiler de la cancha, ni las luces, ni el sonido. La dispersión se agudizó tiempo más tarde, cuando viajaron a Brasil con diferentes motivaciones. Algunos fueron a ver Rock in Rio, la cumbre rockera de este lado del mundo con los héroes del otro lado del planeta (AC/DC, Ozzy Osbourne, Iron Maiden, etcétera). Otros fueron de colgados que estaban. Subyacía la fantasía de penetrar en el mercado heavy brasileño. Algunos paulistas todavía recuerdan las correrías de los integrantes de V8 en la ciudad de Santos, y para un puñado de metaleros locales son, todavía hoy y a la distancia, una banda de culto. Pero a Civile se le enfermó la mujer y debió trabajar de cualquier cosa para solventar los gastos, Rowek se enganchó mal con el tema drogas y quedó varado, y el tándem Zamarbide–Iorio volvió como pudo, arruinado y con la banda partida al medio.
Rara paradoja: la pendiente de V8 coincidió con la solidificación del “movimiento” (en aquel momento se hablaba del heavy en esos términos, como si se tratase del peronismo o algo así). Ellos, sin querer, se habían convertido en el núcleo de una movida con códigos exclusivos e intransferibles. De todas las tribus urbanas y suburbanas que más tarde armarían el rompecabezas cultural del rock masivo en los ‘90 (rock chabón, rock estón, punk ramonero), los heavies fueron los primeros en exponer sus diferencias a partir de la imagen. Patentaron el uso de remeras con inscripciones de sus bandas favoritas: Iron Maiden, con su monstruo-emblema, Eddie, llevaba la delantera en las preferencias metálicas, pero también se multiplicaban las de Judas Priest, Black Sabbath y Motorhead. Ya por entonces, la portación de remera implicaba una declaración de principios. Los “menos duros” se ponían la de Whitesnake, o la de Scorpions. De todos modos, a unos y otros los igualaba el insobornable color negro, y la toma pacífica de lugares clave de la ciudad, que iban rotando en función de las represalias policiales. Así, la zona del Obelisco fue copada por los metaleros durante un tiempo, del mismo modo que un sector del Parque Rivadavia y un par de galerías de Cabildo y Juramento. En todos esos sitios, los jevis se juntaban para enterarse de qué pasaba en “su” mundo. Circulaban grabaciones piratas, se pasaban casetes, se vendía o intercambiaba bijouterie pesada, se tomaba vino en cartón y, fundamentalmente, se establecía una barrera tan clara como irreversible: de este lado los heavies de verdad, los que iban a ver bandas como V8, Nepal, Dr Jeckyll, Cerbero, Legión, agrupados en las llamadas “brigadas metálicas” que, más allá de su nombre amenazante, limitaba sus actividades a la organización de festivales o al simple hecho de juntarse para ir todos juntos (si era caminando, mejor) a ver a sus grupos favoritos.
Del otro lado estaban todos los demás: los sucesivos programas de TV y radio “dedicados al rock”, desde los ingenuos “Música prohibida para mayores” y “Música en libertad” hasta –más acá en el tiempo– la Rock & Pop (salvo por el Ruso Verea) y la MTV (a excepción de “Headbangers”, aunque con las reservas del caso). Los heavies, en los ‘80, buscaban en los videobares su música favorita, y canonizaron lugares inaccesibles para los no–heavies, como el pub Cotorra’s. La aparición del boliche Halley, en 1986, subdividió las aguas, y en “la otra vereda”, al menos desde ladoctrina de seguridad impuesta por los fans de V8 y afines, pasaron a estar bandas más glamorosas, como Hellion, Whisky y LZ2, entre otras, cercanas estéticamente al heavy americano.
El paso del tiempo, con gente como V8, acelera sus etapas. V8 no podía sostener sobre sus hombros lo que había generado. Se disolvió sin pena de gloria en 1987, después de un concierto para el olvido y peleas “religiosas” entre sus integrantes. El ala evangelista, que renegaba de las viejas letras de furia pesimista, acusaba a Iorio de tener buenas relaciones con el demonio, y Satán, se sabe, siempre hace buenas migas con el caos. Cada cual se llevó las esquirlas que le correspondían. Iorio se autoadjudicó la herencia mística de la banda, y multiplicó los panes a través de Hermética. Zamarbide, Roldán y Adrián Censi (baterista que tuvo un breve paso por el grupo) continuaron su viaje evangelista en Logos. Rowek integró Rata Blanca. Civile arrastró el karma loser de V8 a Horcas, una agrupación que sufrió todo lo que puede sufrir una banda, inclusive el suicidio de su líder, hace dos años (ver aparte).
El heavy metal no es lo que era, claro. Ya no hay brigadas metálicas, las tachas dejaron de integrar el uniforme reglamentario y nadie habla de movimiento. V8, sin embargo, administra su vigencia con la tranquilidad de lo inmutable. Como el recorrido de ese tren suburbano, que en la estación Pacheco permite ver la vida sólo de dos maneras: lo que está más allá y lo que está más acá del arroyo y el basural. Claudio y sus amigos saben (y lo canalizan a través de sus riffs de “thrash sudaca”) que su lugar está de este lado.

ROWEK, EL QUE VOLVIO AL PASADO

Social mas que musical

Como baterista de Rata Blanca, Gustavo Rowek llenó estadios, calentó bailantas y recorrió el continente, pero todo el mundo lo define como “el batero de V8”, aunque eso haya durado menos tiempo y redituado económicamente casi nada. Rowek carga con orgullo semejante medalla, y de hecho fue el único sobreviviente del grupo que colaboró en la Antología. Para involucrarse en el trabajo, debió volver sobre grabaciones, videos y prensa de la época. “Me recagué de risa”, cuenta Gustavo, mientras ultima detalles del segundo disco de Nativo, su banda actual. “No hubo lugar para la melancolía.”
–¿Por qué creés que, a esta altura, sigue habiendo fanáticos de V8?
–Es muy sencillo: porque pasó el tiempo y nada ha cambiado. Antes vivíamos en una dictadura militar, ahora estamos oprimidos por una dictadura económica. Por eso la gente sigue identificándose con las consignas. Esos fueron muchos años de botas sobre la cabeza, y de una necesidad enorme de gritar un montón de cosas. Hoy la cosa no es diferente.
–¿Qué te parecieron los discos tributo que se hicieron?
–Todo me parece bueno, mientras se haga con corazón y seriedad. No hay que convertir esto en La vida de Brian (la película de Terry Gilliam), donde se dividían entre los seguidores de la sandía y los seguidores de la sandalia. Todos son productos dignos, aunque esta caja es la historia real de V8, técnicamente mejorada.
–¿Qué cosas te impresionaron al reescuchar los discos?
–La evolución que hay entre el primero y el segundo, cómo que aun en medio de la peor de las demencias fuimos siempre para adelante. Una banda plenamente contestataria. Más social que musical. Y una locura en crecimiento permanente.
–Y de lo musical, ¿con qué te quedás?
–V8 estaba inventando el trash sin saberlo. Su influencia abarca desde grupos como Sepultura (que nos agradece en su primer disco) hasta los Dead Kennedys. Aunque todo eso se vio después: en ese momento éramos nosotros y 200 fisurados.
–Hablabas de la evolución del primero al segundo disco, y sin embargo es el primero, Luchando por el metal, el que quedó como el clásico.
–Más vale... Al primer disco lo considero un himno: ahí está toda la furia y todo lo que representó la banda. Es increíble. Lo que pasa es que en el segundo se experimentó con más cosas. Pero Luchando por el metal quedó como una consigna histórica.
–¿Cuáles fueron los momentos malos?
–La verdad es que prefiero acordarme de los buenos. Además, casi no los hubo: estuvo todo bárbaro hasta que dejó de funcionar. La propia demencia de V8 fue su destrucción, que la llevó por un camino del que no había vuelta atrás. Pero eso también lo llevó a ser un mito, el ser la banda que llegó para patear culos. Así se cerraron muchas puertas, pero también se forjó la leyenda. P.P.

 

CIVILE, EL QUE SE FUE

Muertos de hambre

–Si V8 hubiese tenido la mitad de la fama que tiene ahora, ustedes serían millonarios.
–Y encima vos me lo hacés recordar. ¿Querés que me ponga a llorar? Si me pongo a pensar eso, no puedo tocar más...
–¿Cómo era la escena metálica hace 15 años?
–Era un bardo. No es que hubiera más gente sino que había menos bandas. Y el público era más heavy, porque el país era más pesado. En Rafael Castillo subías al escenario y era agarrarnos a garrotazos todo el tiempo. Pero había un clima de rebelión por las cosas que pasaban, por la represión que se vivía. Nadie se bancaba ninguna. Ponerse una campera de cuero representaba mucho más que ahora. Nosotros, en medio de eso, éramos unos boludos.
–¿Por qué?
–Porque siempre nos cagaron. A V8 le cagaron la vida. Claro, también nosotros vivíamos todo el tiempo arruinados y muertos de hambre. Siempre estábamos divididos, nos mirábamos de costado por los chusmeríos de los demás. Pensábamos que el de al lado nos iba a cagar.
–¿Cómo fue aquella anécdota en Platense, cuando el manager se llevó toda la plata de la recaudación y se fue de vacaciones a Brasil?
–Y fue así. El tipo se llevó la guita, y yo nunca cobré. Pero eso pasaba siempre. Los productores se sentaban haciéndose los honrados y decían: “Uno para vos, uno para vos”, y la bolsa la tenían encanutada, y nosotros contentos, qué buenos son, y éramos unos boludos... Igual nos siguen cagando con cosas que no entendemos, como la publicidad. No digo que todos sean igual de ladrones. Conozco un par que parecen ser buenos... pero no están con nosotros.
–En la última etapa de la banda se fueron a Brasil. ¿Qué pasó allá?
–Venía todo mal por problemas de dinero, yo no podía vivir tranquilo, exploté y me fui a Santos, me fui con guita para alquilar, 300 dólares que conseguí vendiendo mi viola Les Paul, la idea era juntarnos allá y tocar. Pero eran tiempos muy locos. Los cuatro estábamos con un montón de gente que, bueno... cuando llegaron Ricardo y Beto, yo ya no tenía un mango y estaba arruinado. Ya había pegado la vuelta, de vivir en pensiones y todo eso. Una mañana me desperté, y Ricardo y Beto se habían ido. Agarraron todas las pilchas y se fueron, nos dejaron ahí en pelotas. Yo debía un mes de alquiler y tuve que vender hasta las botas de cuero.

Extracto de una entrevista publicada a Osvaldo Civile el 4 de abril de 1996. Tres años y un par de semanas después, Civile se quitó la vida, el 29 de abril de 1999.