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Tres mujeres

En el marco de un Festival de Cine envenenado desde el comienzo por los impulsos erráticos y contradictorios del Estado en materia de cultura, fue presentada oficialmente La ciénaga, la extraordinaria película de Lucrecia Martel cuyo guión ganó el premio del Sundance y que hace poco menos de un mes se llevó uno de los más importantes galardones en el Festival de Berlín. Radar dialogó con los tres motores del proyecto (Graciela Borges, la productora Lita Stantic y Martel) y explica por qué esta historia de tres mujeres llevada al celuloide por tres mujeres amenaza convertirse en la mejor película argentina del año.

Por Daniel Link, desde Mar del Plata

El espíritu de Isidoro Cañones –no podía ser de otro modo– domina esta ciudad como una pesadilla. ¿Cuántos festivales organizó ese simpático canalla, de la mano de su “discípula” Cachorra Bazooka en el rol de productora ejecutiva, durante la década del 70? Este Festival Internacional de Cine bien podría ser producto de su imaginación febril, no tanto por las fallas de organización –que finalmente no fueron tantas ni tan graves– sino por el solo hecho de asociar las políticas globales del Estado en materia de cultura con el “turismo cultural”, en vez de pensarlas como intervenciones en mercados específicos. Una frivolidad populista como la de Isidoro Cañones (cuyo nombre debería incorporarse ya mismo al repertorio de premios que anualmente entrega Mar del Plata) difícilmente pueda ser otra cosa que un cambalache conceptual, y es preocupante que el Estado nacional dilapide sus recursos en un programa de gobierno inventado hace veinte años por un personaje de historietas mientras la “prensa especializada” –haciéndose cómplice del descalabro– sólo atina a rasgarse las vestiduras por la asignación de hoteles y la demora en obtener su credencial. Mucho más pertinente que señalar esas irritantes excrecencias del “ser nacional”, que jamás se caracterizó por sus habilidades organizativas, hubiera sido discutir la utilización de los dineros públicos para promocionar las carnes y los vinos argentinos (sucedió en el Festival de Berlín, sucedió ahora en Mar del Plata), el tango o el Valle de la Luna.
Tensionado entre el academicismo y el populismo (tensión evidente en la mera selección de películas que integraron la muestra), el Festival de Mar del Plata no pudo sino naufragar como un barco sin timón o una hidra de mil cabezas, envenenado por las acusaciones cruzadas y la evasión de responsabilidades. En un contexto semejante no sería difícil interpretar la película de Lucrecia Martel –que inauguró oficialmente la 16º edición de este Festival de Mar del Plata– como un síntoma de la cultura argentina: esa vaca vieja que por estupidez se mete en una ciénaga y a la que, para ahorrarle una lenta agonía, hay que pegarle un par de tiros (como sucede en una de las más significativas escenas de la película).


“Odio la imagen de alegría infantil que se desprende de las publicidades con chicos. Así como me sorprende que se le preste tan poca atención a la sexualidad infantil. Lo que hace ver que la familia de La ciénaga está viva es precisamente lo perverso, la sexualidad incestuosa, todo eso que provoca angustia. ¿Eso constituye una declaración política? Hay que evitar las formas de autoengaño: ésa es mi posición política.”

LUCRECIA MARTEL

“La ciénaga, como Mundo grúa, o Pizza, birra, faso, son películas que mi generación no podría haber hecho. Después de los directores que hoy tenemos entre 50 y 60 años no hubo otra generación de directores. Sí gente que hizo obra, pero no una generación. Esta película es sorprendente precisamente porque marca una ruptura respecto de esa última generación de directores. Si uno busca referentes en el cine argentino para esta película, no los encuentra.”

LITA STANTIC

 

“Muy temprano en mi carrera supe que mi manera de comunicarme era a través de las palabras de los otros. Un guión como el de La ciénaga saca lo mejor de mí porque me obliga a trabajar en los bordes entre lo dicho y lo no dicho. Cuando me llegó, leí diez páginas, paré, fui a ver el corto de Lucrecia (Rey muerto) y cuando lo retomé ya estaba convencida de que, estuviera o no en esa película, el proyecto era muy, muy interesante.”

GRACIELA BORGES

Grupo de familia Tres mujeres sostienen el relato de La ciénaga: Mecha, Tali y Mercedes, que han sido amigas íntimas y compañeras de estudio en su juventud. Ahora, en los bordes de la cincuentena, sólo las unen rencores indecibles y el mismo desasosiego ante una vida que se sienten incapaces de manejar. Tali (Mercedes Morán) es “como una prima” de Mecha (Graciela Borges), vive en La Ciénaga, un pueblo de Salta, con sus cuatro hijos y un marido que se desvela por los chicos. Mecha vive cerca, en la finca La Mandrágora, donde se cultivan pimientos rojos, con tres de sus hijos y un marido alcohólico que se tiñe el pelo. José (Juan Cruz Bordeu), el mayor de sus vástagos, vive en Buenos Aires con Mercedes (Silvia Baylé), con quien trabaja y con quien duerme. Antes, Mercedes había sido amante de Gregorio, marido de Mecha y padre de José. En algún momento Tali (que ignora los últimos pormenores de esa complicada historia de sexualidad endogámica) se pregunta por qué Mecha se emborracha y se abandona a la depresión. “Siempre tomaba, pero había dejado”, dice. Es que Mecha vive obsesionada por esa otra que lleva su nombre y que se acuesta con sus hombres (“Siempre tuvo buen ojo para los inútiles; lástima que no me di cuenta antes”, dice), así como Tali vive un poco obsesionada por su inferioridad social respecto de Mecha, que tiene “pileta de natación” (llena de agua podrida, pero pileta al fin). Es febrero, y al calor agobiante del lugar (hay mucho de Chéjov en el agobio propiamente moral que los personajes sienten ante ese paisaje que no cesa de presagiar una tormenta), hay que sumarle la violencia del carnaval y la visita de José –a raíz de un accidente sufrido por su madre, al comienzo de la película– para que la tragedia se desencadene. La ciénaga bucea en las turbias aguas del erotismo incestuoso con deliberada ambigüedad. “Esas formas de erotismo familiar pueden ser muy aterradoras para la moral media”, dice Lucrecia Martel. “Sin embargo, es una de las cosas más potentes que unen a la familia”. En su película hay ocho primos, dos esposos, tres mujeres, la servidumbre (esas “indias” que apenas si responden a los gritos de Mecha) y el pueblo como vago contexto de la disolución familiar. Con esos datos, Martel realizó una de las más sólidas reflexiones sobre el tiempo y la infancia desde Crónica de un niño solo (1964) de Leonardo Favio.
Tres mujeres son también las responsables de La ciénaga: Lucrecia Martel como guionista y directora, Lita Stantic como productora y Graciela Borges como protagonista y promotora del proyecto. Con ellas conversó Radar en Mar del Plata sobre cómo se hace una obra maestra.

Monstruos con los que vivimos Lucrecia Martel tiene 34 años, siete hermanos que viven en Salta y una elegancia (en el andar, en el vestir y en el decir) inocultablemente “provinciana”. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA, dibujo animado en la Escuela de Cine de Avellaneda y fue alumna, también, de la escuela del INCAA, donde le tocó un período de “gran crisis” institucional (académica y económica), de modo que no tuvo prácticamente clases. Su “formación” consistió, sobre todo, en hacer cortos con otros alumnos y amigos, ver y analizar películas, leer mucho (sobre todo los clásicos libros de Bazin, Eisenstein, Truffaut, además de los libros de medicina antigua, cuya temática y estilo le fascinan). Desde hace tres años (porque la lista a veces se modifica), tiene dos películas encabezando su top ten: El silencio de Ingmar Bergman y El festín desnudo de David Cronenberg. El ascetismo de la primera y la excentricidad de la segunda, podría pensarse, están presentes en La ciénaga combinados de un modo tan sutil que, como señaló Liv Ullman luego de ver la película: “Hacen que el film parezca un documental, como si la cámara estuviera sencillamente ahí, registrando lo que pasa”.
Otras películas de las cuales Lucrecia Martel habla con pasión es la tetralogía Alien. “Por un lado, porque fue el primer relato épico en el cual hay una heroína con la cual era interesante identificarse. Pero además, la primera y la segunda me interesan incluso mucho como cine. En la cuarta (Alien Resurrection, 1997) hay un par de errores imperdonables: combinaron medio monstruosamente el mito de Medea con esa naturaleza doble o ambigua del personaje central (un clon) y además se la dieron a ese director que tiende tanto a lo humorístico (Jean-Pierre Jeunet, el codirector de Delikatessen y La ciudad de los niños perdidos). Alien 5 debería hacerla David Lynch. Y mi guión sería así: Ripley vuelve a la Tierra. El monstruo, aparentemente, ha sido eliminado. Pero de pronto se da cuenta de que el monstruo ha mutado y ahora tiene apariencia humana. Ripley debe descubrir cuáles de los seres humanos que la rodean son en realidad monstruos.”
Sí: todos, a los ojos de Lucrecia Martel, podemos ser un poco monstruos (y allí están los personajes de La ciénaga para demostrarlo). “La especie humana es la única monstruosa porque está totalmente compuesta por individuos. Y lo que me gusta de Lynch y Cronenberg es que trabajan a partir de ese extrañamiento: eso de que la realidad es de un modo y de pronto cualquier cosa insignificante nos demuestra que puede ser de otro.”

Una modernidad periférica Uno de los riesgos que con mayor felicidad sortea La ciénaga es caer en el pintoresquismo, el mero color local, el costumbrismo de provincias. “No sé cómo se haría una película costumbrista”, dice Martel. “En todo caso, la atención fundamental de la película está puesta en los personajes y no en lo que representan de la sociedad”. La historia de deseos, rencores y abandonos que cuenta Laciénaga necesitó de tres personas que hicieran de aquel guión una película. La primera en leer el texto fue Graciela Borges. “Después la conocí a Lita”, cuenta Martel, “que me llamó para hacer unos documentales para televisión (sobre Encarnación Ezcurra y Silvina Ocampo). Le mostré el guión de La ciénaga y le gustó mucho. Ella fue el verdadero motor de la película. Me dijo inmediatamente: Lo mandemos a Sundance” (hay que apreciar esa clase de giros dialectales si se quiere entender algo del cine de Lucrecia Martel). “Yo dudaba, porque el guión era tan ajeno al esquema narrativo del cine norteamericano que pensaba que no iban a entenderlo. Pero lo mandé y gané el premio, en diciembre del 98. Eso facilitó la financiación de la película, que filmamos durante siete semanas y media en enero de 1999”.
Entre aquella versión del guión premiado en el más famoso festival de cine independiente y la película hubo pocas modificaciones. “El origen de escritura del guión define muchas cosas. Yo había escrito una gran cantidad de diálogos familiares. Me parecía atractiva la forma en que el sentido aparece a través de lo que no se dice, algo que recordaba situaciones familiares mías. Quería contar un relato teniendo en cuenta esos códigos en común, y casi secretos para el resto del mundo, que manejan personas que comparten horas y horas dentro de una casa. Todo eso requería de una narrativa que no fuera lineal. No quería forzar una cronología, que no existe cuando lo que uno intenta contar es lo que no se dice: eso que está allí, pero de lo que no se habla y que permanece, por lo tanto, como fuera del tiempo. Cuando terminé la película me di cuenta de que el relato se parece mucho a cómo mi mamá cuenta las cosas: proliferación, digresiones, silencios... Es algo muy común en la forma de contar de provincia. O sea que terminé siendo fiel, en mi relato, a esa manera en que se arma la charla en el interior.”
Otra de las fidelidades que Martel se impuso como guionista fue el respeto del modo de hablar de su región –el uso del artículo (“la mamá”) y del diminutivo, la anteposición del pronombre (“le digamos”), el uso del pretérito perfecto (“ha venido”), todos esas variantes dialectales que la “civilización” de Buenos Aires ha tendido a silenciar desde Sarmiento. “Es increíble el esfuerzo por hacer desaparecer los rasgos diferenciales de pronunciación”, dice Martel. “Tendemos a desconocer la importancia del habla en la constitución de la conciencia. Lo que ha primado mucho en el cine es la visión pajuerana de los porteños”.
La ciénaga es una película dialectal no sólo porque en ella se habla un lenguaje diferente del de Buenos Aires, sino porque la materia y la forma de la narración se desvían respecto del relato urbano impuesto desde hace años como norma de “modernidad” cinematográfica. La importancia estratégica de La ciénaga en el contexto del cine argentino (más allá de la extraordinaria calidad de la película y de haber ganado uno de los más importantes premios en la última edición del Festival de Berlín) es su capacidad para proponer una forma alternativa (dialectal) de modernidad, un punto de vista excéntrico, una forma de contar sin demasiados antecedentes en los últimos años. ¿Seguirá insistiendo Lucrecia Martel en contestar la prepotencia porteña con su cine? “Ahora estoy escribiendo un guión que podría filmar en Buenos Aires, pero todas las locaciones que se me ocurren son de Salta. Esta película cuenta la vida de chicas de parroquia adolescentes, en un momento de exaltación mística, tratando de definir sus vidas entre la vocación (el llamado de Dios) y el pecado (las tentaciones del demonio). Me interesa capturar ese momento que combina exquisitamente la voluptosidad del cuerpo con la moral de la Iglesia. La niña santa se va a llamar la película”.

Ese oscuro objeto de deseo Los chicos son la consecuencia del deseo, pero también su fuente. Su proliferación en La ciénaga es necesaria para entender la familia como una entidad más bien tribal y para desplegar uno de los temas más inquietantes que propone la película alrededor del erotismo familiar. Un erotismo sin sexualidad, difuso, que al mismo tiempo funciona como factor de cohesión familiar. No es propiamente un tópico “edípico” lo que parece estar planteando Martel, sino una forma de erotismo más arcaica todavía. Esos chicos abandonados por sus padres (y ese abandono está marcado en los cuerpos infantiles, atravesados todos por cicatrices) funcionan en manada como si tendieran a la animalidad o el salvajismo. En una de las sesiones de caza a la que los varones se entregan en el cerro, Joaquín fundamenta su rechazo a que “los collas” acaricien sus perros porque “así se amansan”.
Martel insiste en el carácter ficcional de su película: “Que no es ni histórica ni autobiográfica. Traté sencillamente de recombinar elementos que guardaba en mi memoria en una historia coherente”. Muy cuidadosa en el tratamiento de los personajes infantiles, consigue imponerles gran complejidad con unas pocas líneas de diálogo. Ante la incapacidad de los adultos para hacer avanzar el relato (y la Historia, en última instancia), los chicos de La ciénaga son los verdaderos protagonistas del drama. “Odio la imagen de alegría infantil que se desprende de las publicidades con chicos. La noción de muerte es muy fuerte durante la infancia. Cuando uno es chico ve que hasta sus padres están indefensos y en la más absoluta soledad. Eso un chico lo percibe, y lo piensa. Me horroriza que se preste tan poca atención a la complejidad y a la delicadeza de los sentimientos de los chicos, así como me sorprende que se le preste tan poca atención a la sexualidad infantil. Las angustias existenciales no pueden desaparecer porque están ligadas a formas muy antiguas de sexualidad. Lo que hace ver que esa familia está viva es precisamente lo perverso, la sexualidad incestuosa, todo eso que provoca angustia. La pregunta es: ¿cómo se dicen esas cosas? Me pareció que explicitar o hacer declarar a los personajes un saber sobre sí mismos hubiera sido hacer fracasar la película. Si hay una imposibilidad de transparencia de la realidad, es porque todo es inaclarable. El misterio permanece como misterio.”
Según Martel, el problema último de la película –y, en ese sentido, los adultos y los chicos están en un mismo plano– es que el hombre ha quedado desamparado. “Tengo formación católica, pero a esta altura debo decir que no sé si Dios ha muerto pero por lo menos se ha retirado. Lo que me duele de los personajes de La ciénaga es que les resulte tan difícil generar nuevos lazos, que es también lo que sucede con la Argentina. ¿Eso constituye una declaración política? Hay que combatir los artificios que sólo sirven para seguirse mintiendo: ésa es mi posición política. Hay que evitar las formas de autoengaño.”

Actuando se conoce gente El guión de La ciénaga funciona como un delicado mecanismo de relojería. Todo está implícito en las líneas de diálogo que los personajes pronuncian. Todo hay que deducirlo de lo que los personajes apenas sugieren: la mediocridad de Tali, incapaz de sostener un juicio propio y en permanente contradicción consigo misma, o la potencia castradora de Mecha, por ejemplo. Para sostener un guión semejante hacen falta actuaciones formidables. Lucrecia Martel encontró en Mercedes Morán y Graciela Borges dos perfectas encarnaciones para sus personajes. “En la película no hay ninguna improvisación. Cuando está instalado el naturalismo en los actores es muy difícil sacarlo después. Por eso debo agradecer el enorme profesionalismo del elenco, que aceptó ajustarse puntualmente al guión y respetó palabra por palabra lo que yo había escrito o las modificaciones que fui introduciendo durante el rodaje”, dice Martel. “En cuanto a los jóvenes, como hicimos un casting muy largo, tuve la posibilidad de buscar a los actores que más se ajustaran a los personajes.” La impresión es de una solidez inquebrantable. Por supuesto, hacía falta una gran estrella que aceptara el desafío de subordinar su magnetismo a las exigencias de un guión de hierro. Con su actuación en La ciénaga, Graciela Borges (1941) confirma estatuto de diva del cine argentino. Famosa hasta la náusea por sus roles protagónicos en Crónica de una señora (1970) y Heroína (1972), su primer papel acreditado se remonta a 1958, en El jefe (de Fernando Ayala) e incluye duelos actorales con Geraldine Page (en La chica del lunes, dirigida por Torre Nilsson en 1967) y con Roman Polanski (en Afternoon of a Champion, dirigida por Frank Simon, en 1972): razones más que atendibles para prestarle atención cuando alaba la actuación de Mercedes Morán en La ciénaga, en cuyo trabajo descubre, cada vez que ve la película, nuevos matices. Otro tanto podría decirse de su propia actuación (soberbia en casi toda la película, pero sobre todo en escenas como ésa en que su hijo llama a su amante con el nombre de La Madre). Si su carrera reconoce desaciertos o altibajos, ella misma tiene en claro la causa: muy tempranamente (cuando, siendo adolescente, estudiaba declamación) se dio cuenta de que “mi manera de comunicarme con los demás era a través de las palabras de los otros”. Un buen guión, como el de La ciénaga, puede sacar lo mejor de ella. La intensidad de su actuación (en su vigesimo tercer trabajo protagónico), recuerdan a la señorita Plasini que hizo en El dependiente de Favio (1969), tal vez porque, aquí como allí, se vio obligada a trabajar en los bordes entre lo dicho y lo no dicho. “Me preocupaba confiesa, hacer una alcohólica que se notara demasiado, porque los grandes alcohólicos están siempre en un borde: es difícil decir si están un poco achispados o totalmente
borrachos.”
Para la Borges no fue difícil trabajar con debutantes porque, para ella, ahora como siempre, “actuar es un juego sagrado”. Dice que primero leyó diez páginas del guión. “Paré ahí, fui a ver el corto de Lucrecia (Rey muerto, que formó parte de Historias breves II, 1995) y cuando retomé la lectura ya estaba convencida de que, estuviera o no en esa película, el proyecto era muy interesante.” Según cuenta Martel, el rodaje tuvo un clima de diversión permanente gracias al sentido del humor y la vitalidad de la estrella. Muy conocida en San Sebastián, donde ha recibido varios premios, se entusiasma con la próxima participación de La ciénaga allí. “Siempre supe que yo era Concha de Oro”, ironiza para la prensa, en alusión al premio que otorga el festival español. Ella, que esta última temporada hizo teatro de revistas en Mar del Plata, sabe que puede permitirse eso y mucho más porque su relación con el cine argentino es de identidad y pertenencia. Para que quede claro en qué sentido lo dice, cuenta una anécdota. “Fui a ver Un lugar en el mundo con Juan Cruz y algunos amigos suyos. Cuando salí, la gente aplaudía y yo agradecía a todo el mundo. Qué agradecés, me dijo mi hijo, si no tenés nada que ver con esta película. Entonces yo me puse a pensar: Cómo que no tengo que ver con esta película, si yo soy el cine argentino”.

Pierna de reinas La tercera mujer en la historia de esta película es Lita Stantic. Graciela Borges no puede disimular su satisfacción por la unánime aceptación que ha recibido su trabajo. Lucrecia Martel no cabe en sí de alegría por el suceso de su opera prima. ¿Estará igualmente satisfecha Lita Stantic, que motorizó el proyecto desde el comienzo y armó una coproducción adecuada a los requerimientos del guión que leyó? “Yo había visto Rey muerto y me había fascinado”, cuenta. “El guión de La ciénaga es que me parecía fantástico (muy bien escrito, con personajes muy bien construidos, con unos diálogos increíbles de buenos) pero no sabía quién podía dirigirlo. Dárselo a la misma Lucrecia fue un acto de confianza. Y no me arrepiento de haber confiado en ella y en su inteligencia. Como productora no me interesa tener el corte final: cuando un director me inspira confianza, naturalmente esa confianza me lleva a dejarlo expresarse. Por supuesto, me interesa tener una buena relación con el director, hacer sugerencias (y soy muy persistente en mis consejos). Pero la lógica en la que creo es la del trabajo en equipo. En relación con eso, lo único en lo que insistí fue en acortar el libro, porque de otro modo la película hubiera durado tres horas.”
Lita Stantic escribió y dirigió Un muro de silencio (1993). Camila (1984) y Mundo grúa (1999) son sólo dos de los muchos títulos que produjo. “A mí me interesa el cine que propone Lucrecia, lo que no quiere decir que yo pueda dirigir una película como la suya. Mundo grúa, o Pizza, birra, faso, o La ciénaga son películas que mi generación no podría haber hecho. Después de los directores que hoy tenemos entre 50 y 60 años no hubo generación de directores. Sí gente que hizo obra, pero no una generación. Esta película es sorprendente precisamente porque marca una ruptura respecto de esa última generación de directores.” Stantic está produciendo el próximo largometraje de Adrián Caetano (El oso rojo, que comenzará a filmarse en agosto o en setiembre) y dice que no es nada fácil conseguir un buen guión. “De los que he leído últimamente, me gustaría mucho poder hacer El sol verde de Fernando Talló.” Si se trata de evaluar el cine de los últimos años, Stantic es una interlocutora privilegiada. “Uno de los mayores problemas que tiene el cine argentino tiene que ver con los diálogos, que casi siempre son muy farragosos o absolutamente inanes. El guión de Lucrecia tiene de inteligente que los diálogos no son explicativos, sino que de ellos se deduce lo que les pasa a los personajes. Si uno busca referentes en el cine argentino para esta película, no los encuentra. Tal vez podría establecerse una relación con el cine de Torre Nilsson y Beatriz Guido, por la focalización en la decadencia familiar y porque los chicos son muy respetados como personajes, no son mirados desde arriba.”
Lita Stantic es consciente de que La ciénaga puede resultar de lectura difícil en el contexto del cine argentino actual. Pero confía en la reacción del público. Le gusta recordar esa frase que Tali dice en un momento de la película como clave para sentarse a verla en el cine: “Cada uno ve lo que puede”. Igualmente, los productores y distribuidores han sido cuidadosos en el lanzamiento de La ciénaga, que se estrena la semana próxima en Salta, el 5 de abril en Buenos Aires (en aproximadamente 25 salas) y luego, escalonadamente, en otras ciudades del interior. La película participará luego en el Festival de Nueva York, en el de Toronto y en el de San Sebastián. Ya tiene asegurado su estreno en España y se está negociando la venta en Holanda, Suiza, Italia y Eslovenia. “Nos parece que hay que acompañar mucho esta película”, dice Stantic, confiada luego del premio en Berlín. ¿Será La ciénaga uno de esos imprevistos clásicos del cine argentino? Después de ver la película, una espectadora entusiasta confesó a Radar: “A mí me gusta porque deja en evidencia que el cine argentino hasta ahora fue porteño, blanco, masculino y moralista, y porque es anti-gran-relato (un cine menor, en algún punto). También me seduce el efecto documental para una obra tan construida, de un realismo artificial parecido a lo que hace Federico León en teatro. Y el guión es in-cre-í-ble, un engranaje de alusiones cruzadas”.
Contada magistralmente, La ciénaga no es sólo una historia sobre la imposibilidad de la comunicación, el deseo en sus formas más perversas o el terror a la muerte y al envilecimiento de la carne. La película urdida por Lucrecia Martel (que afortunadamente se topó con dos inteligencias como las de Graciela Borges y Lita Stantic) es una apuesta por un cine (exquisitamente político) que los argentinos creíamos perdido para siempre.

 

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