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Todo parece indicar que Shakespeare no sólo leyó el Quijote sino que, bajo su impacto, escribió una obra protagonizada por uno de los personajes de la novela de Cervantes. Pero aunque la registró en 1653, el manuscrito de La historia de Cardenio nunca apareció. Radar reconstruye esta búsqueda del Santo Grial literario que lleva siglos de originales apócrifos, pesquisas caligráficas, fervorosas refutaciones académicas, conjeturas de todo tipo y un puñado de detectives literarios recorriendo las más oscuras bibliotecas europeas.

Por Carlos Gamerro

Dos parecen ser los hechos comprobados de esta historia: William Shakespeare leyó el Quijote; William Shakespeare escribió una obra basada en la novela de Cervantes, titulada The History of Cardenio, hoy perdida. En las discusiones sobre historia de la literatura reaparece una y otra vez el tópico de Cervantes versus Shakespeare (con hispanistas y anglófilos pugnando cada cual por demostrar la superioridad de su ídolo). ¿Qué nueva imagen surgiría al unir, en lugar de enfrentar, las fuerzas de uno y de otro? Los desesperanzados intentan, a partir de las pocas noticias que han llegado a nosotros, reconstruir alguna semblanza de la obra perdida; los optimistas se han vuelto detectives literarios lanzados a fervorosas pesquisas en oscuras bibliotecas europeas, y cada tanto surge alguno “descubriendo” que alguna obra anónima a la cual nadie, antes, había prestado la debida atención, no es otra que el Cardenio perdido. El propósito de esa nota es recopilar los pocos hechos y las muchas conjeturas sobre una de las conjunciones más descomunales y desconocidas en la historia de la literatura: la de los dos grandes genios de la literatura española e inglesa.
Cervantes y Shakespeare fueron estrictamente contemporáneos, tanto que sus muertes se recuerdan en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, aunque murieron con diez días de diferencia entre sí (Inglaterra y España se regían entonces por calendarios distintos). No tenemos noticias de que Cervantes haya sabido de la existencia de Shakespeare, o de su obra, pero podemos estar seguros de que Shakespeare sí leyó a Cervantes. En 1611 o 1612, apenas seis años después de la publicación en España del original, se editó en Inglaterra la primera parte del Quijote, en la traducción de Thomas Shelton. El éxito de esta novela fue inmediato no sólo en su tierra natal sino en el resto de Europa, éxito medido no sólo por sucesivas ediciones y traducciones, sino también por la gran cantidad de adaptaciones realizadas, sobre todo en el teatro inglés de la época. Estas adaptaciones solían favorecer los episodios secundarios o “novelas intercaladas” del Quijote: de éstas, la favorita parece haber sido la “Historia de Cardenio”. Sabemos por los registros de la época que una obra titulada Cardenno fue representada en la corte inglesa en el invierno de 1612-1613, y nuevamente a principios del verano de 1613, por los King’s Men, la compañía del propio Shakespeare. En 1653 la obra fue registrada para su publicación como The History of Cardenio, figurando como autores “Mr. Fletcher y Shakespeare”. Aparentemente, la pieza no llegó a publicarse, y el manuscrito original, hasta hoy perdido, constituye para muchos “El Santo Grial del canon literario”: una nueva obra de Shakespeare que, además, daría testimonio del influjo del mayor novelista sobre el mayor dramaturgo de todos los tiempos.
Cómo habrá leído Shakespeare el Quijote? Es difícil sustraerse a la sugestión de que hayan sido las aventuras de los dos protagonistas lo que más capturó su atención: el hidalgo enloquecido ha sido comparado tantas veces a su ilustre contemporáneo, el también demente Rey Lear, Sancho a su predecesor el gordo y bebedor Falstaff –en las inolvidables aunque injustas palabras de Victor Hugo: “Sancho Panza, adherido al asno, forma un solo cuerpo con la ignorancia; Falstaff es el centauro del puerco”. Sin embargo nada parece indicar que hayan ingresado en el Cardenio de Shakespeare. Puede ser que estos personajes de Cervantes estuvieran tan acabados, tuvieran una vida propia tal que ningún otro autor podía apropiársela. También es cierto que sus aventuras, por su naturaleza episódica e itinerante, no se prestan bien al drama: el lector entusiasta de la primera parte, devenido escritor (esta es la prueba de toda obra intensa: no nos alcanza con leerla: queremos también escribirla) tendería, más que a una reescritura dramática, a continuar las aventuras de los dos personajes allí donde Cervantes las había dejado, como haría en1614 Avellaneda en su Quijote apócrifo. Pero un escritor, cuando lee como escritor, no busca lo mejor en un libro, sino lo más útil: es un lector interesado. Shakespeare era no sólo autor, sino actor y empresario teatral, y el teatro de su época se parece más, en su dinámica de producción, al cine que al teatro actual: era un entretenimiento popular, lucrativo y costoso: el público estaba sediento de novedades y había que procurárselas a cualquier precio. La apropiación por parte de Shakespeare de tramas y personajes ajenos puede responder a una preferencia personal, pero también era la única manera de tener siempre lista la nueva obra que el público y las finanzas de la compañía demandaban. Y si no podía servirse de la trama principal del Quijote, las novelas intercaladas, de las que hay tantas en la primera parte, por su concisión dramática, su estructura de personajes y sujeción mayor a las unidades de tiempo y lugar, parecen estar pensadas para ser llevadas a escena. De éstas, Shakespeare pudo elegir la historia de Cardenio y Luscinda y, probablemente también, la novela del Curioso impertinente.

En el Quijote, Cardenio es un joven enloquecido que don Quijote y Sancho encuentran viviendo como una fiera en las estribaciones de la Sierra Morena. A ese estado lo ha llevado la traición de su amigo, el altivo don Fernando, y la debilidad de su amada Luscinda, quien obligada por sus padres a casarse con éste, a último momento en lugar de clavarse un puñal como había prometido, se desmaya. Cardenio asiste impotente e irresoluto a la boda de su amada con su mejor amigo, y huye cuando no puede soportarlo. A través de una serie de peripecias en la que intervienen don Quijote, Sancho, el cura, el barbero y Dorotea, una hija de labradores ricos seducida y abandonada por el mismo don Fernando, y que primero aparece vestida de varón (un procedimiento caro a Shakespeare, recordemos a Rosalind en Como gustéis y a Portia en El mercader de Venecia), Cardenio aprende que Luscinda desmayada llevaba en el pecho una carta donde explicaba su amor por él y su negativa a ser de otro, y las parejas vuelven a armarse correctamente: Cardenio con Luscinda y Dorotea con don Fernando. La dinámica de los encuentros y desencuentros amorosos es constitutiva de la literatura pastoril, que tanto Cervantes como Shakespeare practicaron desde sus mocedades y nunca abandonaron del todo, y es un perfecto ejemplo de la geometría renacentista de las relaciones enmarañadas que se desenmarañan al final (recordemos a las dos parejas de Sueño de una noche de verano). Pero la historia de Cardenio ofrecía, además de esta geometría cómica, un personaje, una psicología. Cardenio es un débil, un pusilánime que no se atreve a defender su honor, a castigar al amigo traidor, que vive instándose a actuar y gastando toda su energía en recriminarse su actitud medrosa: en otras palabras, el personaje de Cervantes que más se acerca al Hamlet de Shakespeare. Y Dorotea, cuya ecuanimidad, decisión y presencia de ánimo son los motores de la resolución final de los problemas, podría perfectamente integrar la galería de personajes femeninos fuertes shakespeareanos, como las ya mencionadas Rosalind y Portia. Quizás en su obra Shakespeare haya decidido mejorar la resolución dramática que la estricta moralidad y el decoro españoles impusieron a Cervantes: todo lector moderno preferiría un final donde Cardenio y Dorotea compartan de por vida su inteligencia y sensibilidad, y don Fernando y Luscinda la fundamental inanidad que los caracteriza.
La otra novela intercalada, vinculada a la anterior por su temática y porque es leída en voz alta en el transcurso de la historia de Cardenio, es la del Curioso impertinente. En ésta, el juego renacentista de enredos en un mismo nivel da lugar a una arquitectura propiamente barroca de planos superpuestos de realidad y apariencia. Anselmo y Lotario son dos amigos inseparables, hasta que Anselmo decide casarse. Lotario empieza entonces a retacearle su compañía, pero Anselmo insiste en que nada ha cambiado. Descontento además con la fidelidad poco fogueada de su esposa Camila, convence a Lotario de ponerla a prueba, seduciéndola. Lotario al principio decide proteger la honra de su amigo, simulando cortejarla cuando en realidad no lo hace, pero Anselmo, espiándolos, descubre el “engaño” de su amigo. Lotario, al enterarse de este descubrimiento, decide actuar en serio, y admirado de la virtud de Camila, que no responde a sus requiebros, se enamora verdaderamente de ella. El amor de Lotario y el extraño comportamiento de su esposo son demasiado para la virtuosa Camila, que se rinde ante aquél. Ahora es necesario volver a engañar a Anselmo, pero esta vez es Camila la que dirige la representación: sabiendo que su esposo los espía hace entrar a Lotario y se hiere con una daga para resguardarse de su acoso. Así se concreta la síntesis barroca: no contento con la fidelidad real, Anselmo había buscado una fidelidad representada, hiperreal; y la paradoja es que sólo está convencido de haberla encontrado en el momento en que le están poniendo los cuernos de la manera más alevosa. El desenlace sólo puede ser trágico: Anselmo descubre la verdad y la revelación producto de su “impertinente curiosidad” lo mata de disgusto.
Shakespeare nunca fue tan lejos como los españoles en su exploración de esta intrincada trenza entre realidad y ficción, sueño y vigilia, vida y teatro, pero es indudable que el autor de Hamlet y La tempestad podía encontrar muy atractivo este material. Ambas novelas intercaladas del Quijote se ocupan del tema del honor y de la venganza, ambas de la lealtad entre hombres y su inevitable contracara de traición (que por la misma época Shakespeare y Fletcher explorarían en Los dos nobles compadres). El único motivo que podía desaconsejar la utilización del Curioso impertinente es que la novela está tan perfectamente acabada, tan cerrada sobre sí misma, que es inimaginable una reelaboración: poco podría hacer Shakespeare salvo versificar la traducción de Shelton. En cambio el episodio de Cardenio es más abierto, ramificado, y deja bastante espacio para desarrollar personajes (el arrogante y bidimensional don Fernando, la llorosa y vacua Luscinda) e imaginar desenlaces alternativos.

Esta historia de la colaboración a distancia de dos grandes genios estaría incompleta sin la inclusión de un tercer personaje: John Fletcher, quien figura como coautor del Cardenio de Shakespeare.
En 1613, cuando la obra se representa, Fletcher tenía 33 años y Shakespeare 47. Shakespeare estaba al final de su carrera, Fletcher acababa de cerrar su famoso período de colaboraciones con Francis Beaumont y necesitaba un nuevo compañero. La escritura de a dos era común en la época, como lo es hoy la colaboración entre guionistas de cine. Beaumont y Fletcher formaron una pareja de escritores que logró acuñar un estilo único, y hoy se habla del estilo “Beaumont y Fletcher” más que de los estilos de uno u otro por separado. Tan estrecha era su relación que la leyenda los coloca viviendo en la misma casa y compartiendo la misma amante: este idilio se truncaría con el casamiento de Beaumont con una rica heredera y su abandono de la casa, la amante, la actividad teatral y el propio Fletcher (lo que evoca sin duda la situación inicial de la novela del Curioso impertinente). Al parecer, la colaboración entre Fletcher y Shakespeare no alcanzó ese grado de fusión que algunos siglos más tarde William Burroughs y Brion Gysin denominarían “la tercera mente” –cuando la personalidad y el estilo de dos colaboradores se funden en una tercera identidad que no es igual, y quizás sea mayor, al aporte individual de cada uno. Los críticos más bien tienden a ver las obras de Shakespeare y Fletcher como un patchwork de escenas escritas por uno u otro (quizás injustamente, las mejores escenas se asignan siempre al primero y las más flojas al segundo). No sabemos cómo colaboraban Shakespeare y Fletcher –si escribían juntos, si se repartían la obra de entrada, si uno (¿Shakespeare?) escribía primero y después le pasaba lo hecho al otro (¿Fletcher?). Pero Shakespeare seguramente apreciaba y respetaba a su compañero, tanto como para hacerlo su sucesor, como autor y como empresario, en el Globe Theatre; y de la colaboración entre ambos sobreviven dos obras: la ya mencionada Los dos nobles compadres y (aunque aquí la opinión de los especialistas se divide) Enrique VIII. Fletcher era un autor que hoy llamaríamos más ligero, o comercial, o de moda: resulta una tentación adicional imaginar que la lectura de Cervantes permeó no sólo la obra que escribían, sino la relación entre ambos, haciendo de Shakespeare un don Quijote cincuentón idealista que vive más en la literatura que en el mundo real y de Fletcher un Sancho apegado al aquí y ahora, con los pies en la tierra. Shakespeare moriría tres años más tarde, regresado a su aldea; Fletcher, su heredero en lo artístico y lo comercial, lo sobreviviría nueve.
Durante esos nueve años Fletcher siguió escribiendo, al menos diez obras, esta vez en colaboración con Philip Massinger. Nunca es fácil determinar hasta qué punto la vida de un autor se entromete en su obra, pero algo parece indudable: de las circunstancias en que una obra es escrita hay siempre un eco, una resonancia (muchas veces sin que el autor lo note), en alguno de sus diferentes planos: en este hábito de la colaboración, más que en la psicología del autor, podría buscarse el motivo por el cual una de las constantes del teatro de Fletcher sea la relación conflictiva entre amigos, la tensión entre lealtad y traición, la pugna por un objeto deseado que en el plano de la vida es la obra y en la obra frecuentemente una mujer (quizá su colaboración con Beaumont fuera la más idílica porque ya compartían a la mujer en la vida real). La relación de Fletcher con el Quijote fue temprana (quizá fue él quien introdujo a Shakespeare a su lectura) y duradera: desde su indudablemente cervantina The Coxcomb (escrita con Beaumont en 1608-1610), subsiguientemente Fletcher haría uso de Cervantes en no menos de trece de sus obras.
Lo que resta es examinar los intentos de dar por hallado el manuscrito perdido. Dos de ellos merecen, si no nuestra credulidad, al menos nuestro interés. En 1727 el dramaturgo y editor de Shakespeare Lewis Theobald estrena una obra titulada Double Falsehood (Doble falsedad), “escrita originalmente por William Shakespeare, y revisada y adaptada para la escena por Mr. Theobald” a partir de un manuscrito original “adquirido a gran costo, y que con gran trabajo y esfuerzo había revisado y adaptado para la escena”. La obra, que incluye la locura, la amistad traicionada y una joven disfrazada de varón, está indudablemente basada en la historia del Cardenio de Cervantes, pero de ahí a admitir que ésta es el Cardenio perdido de Shakespeare hay un largo trecho. Hoy en día, cuando ni siquiera el cine de Hollywood se atreve a alterar una línea de lo escrito por Shakespeare (ningún otro autor, ni siquiera Dios, ha merecido semejante respeto) puede resultarnos chocante que la moda en los siglos XVII y XVIII fuera presentar un Shakespeare “adaptado” (recordemos por ejemplo La tempestad de Dryden y Davenant, que liberalmente otorga a Miranda una hermana, a Próspero un hijastro y a Calibán una hermana melliza). Lewis Theobald no era la excepción: en su adaptación de Ricardo II apenas sobrevive la mitad del texto original escrito por Shakespeare. Pero su Double Falsehood no guarda relación alguna, ni verbal, ni estilística, con la obra de Shakespeare (algo que Pope, feroz enemigo de Theobald, fue el primero en señalar), aunque muchos han visto en la pieza recogida por Theobald trazas de la “leve y dulce habla” de Fletcher. Estos cuestionamientos indujeron a Theobald a “olvidarse” de seguir proclamando la autoría de Shakespeare: no volvió a sacar el tema y nunca mostró el manuscrito, que tampoco fue encontrado entre sus papeles tras su muerte. Algunos, recordando un incidente en el cual Theobald había estrenado como propia la obra El hermano pérfido –que le había sido entregada por un tal Henry Meystayer, relojero, para que la adaptara– ven en Theobald un mero falsificador literario, en la línea de James Macpherson, Samuel Ireland y Thomas Chatterton. Otros, más benignos, lo suponen adquiriendo de buena fe versiones de la obra perdida de Shakespeare ya desfiguradas por esa compulsión a la adaptación tan típica del siglo.
El segundo intento de pasar un Cardenio bajo la puerta sellada del canon shakespeareano es más reciente. En 1994 el grafólogo Charles Hamilton anunció en un libro titulado Cardenio or The Second Maiden’s Tragedy que la obra de autor anónimo hasta entonces conocida como La segunda tragedia de la doncella (no porque a la doncella le hubieran sucedido hechos terribles por segunda vez sino porque ya existía una obra llamada La tragedia de la doncella, de Beaumont y Fletcher precisamente) no era otra que el Cardenio perdido. Hamilton no se arredró ante la comprobación de que ninguno de los personajes de la trama principal de La segunda tragedia llevara los nombres cervantinos: comparando el manuscrito de ésta con el testamento de Shakespeare determinó que ambos habían sido escritos por la misma mano. La evidencia sería irrebatible, si no fuera porque es también el propio Hamilton quien sostiene que el testamento está escrito del puño y letra del moribundo Shakespeare, algo que otros especialistas no dan en absoluto por probado. A lo sumo, lo único que llega a probar este especialista es que el testamento y el manuscrito de la obra fueron escritos, quizá meramente copiados, por la misma persona –no que esa persona haya sido Shakespeare.
De todos modos, lo irrefutable de esas pericias caligráficas (para el lector no entendido al menos) se relativiza al leer la obra en sí: a pesar de ráfagas de buena poesía y erráticos momentos de acción espectacular, La segunda tragedia en su conjunto sencillamente no está a la altura de la producción de Shakespeare (de Fletcher, lamentablemente, lo mismo no puede afirmarse). La trama principal involucra a un innominado Tirano que luego de deponer al legítimo rey Govianus se dedica a cortejar a la Dama que éste amaba. Acosada por el Tirano, la Dama prefiere acuchillarse antes que caer en sus garras (concedamos aquí una semejanza: la Dama hace lo que la Luscinda de Cervantes prometió y no cumplió). El Tirano transfiere su amor al cadáver enjoyado, que roba de la catedral y manda embalsamar. El embalsamador no es otro que Govianus disfrazado, quien corona su obra pintando de veneno los labios de la muerta. El desenlace es ahora predecible: el Tirano besa a la Dama y muere. Govianus vuelve a reinar, acompañado por el cadáver embalsamado sentado ahora en un trono, coronado en muerte como la “reina del silencio”. Para el lector argentino al menos, la trama principal parece tener más relación con la historia del cadáver de Evita –con los roles de Perón, López Rega, el doctor Pedro Ara y Aramburu algo trastrocados y mezclados entre sí– que con el Cardenio de Cervantes. (Quizá por eso seamos, de todos los pueblos del orbe, los más necesitados de mantener viva la llama de la fe en la autoría del insigne bardo de Avon: en el fondo de nuestros corazones siempre supimos que si algún autor de la literatura universal estaba capacitado para ponerle palabras a la historia de Juan y Eva Perón –con la de Isabelita y López Rega de subtrama– no podía ser otro que el mismísimo William Shakespeare.)
Los argumentos de Hamilton parecen más sólidos cuando examinamos la trama secundaria de La segunda tragedia, que involucra a un Anselmus que convence a su fiel amigo Votarius de seducir a su esposa, quien primero le resiste y luego se enamora de él... Paso a paso se siguen las peripecias de la novela del Curioso impertinente, pero aquí surge otro problema, y es que se lo hace ineptamente, a la manera de las remakes de Hollywood, que eligen una obra perfecta para hacer de ella una versión pedestre y vulgar. Charles Hamilton trata de arreglarla sosteniendo que fue Shakespeare quien escribió la historia del Tirano y la Dama, y Fletcher la del marido impertinente, pero pocos lo han tomado en serio: la crítica especializada hace responsable de La segunda tragedia a Thomas Middleton, autor de las nada despreciables The Changeling, Women Beware Women y A Game at Chess.

Todavía puede aparecer el codiciado manuscrito descubierto por azar en alguna remota biblioteca europea, pero hasta entonces todo parece indicar que la obra resultante de la conjunción de los talentos de Cervantes y Shakespeare está, al menos en su versión original, definitivamente perdida. Quizá no haya mucho que lamentar: no siempre la unión de dos genios resulta en una genialidad proporcionalmente mayor. Los cuentos de Borges y Bioy Casares, sabemos, son inferiores a la producción de cada uno por separado; Alfred Hitchock siempre se negaba a adaptar obras de gran prestigio literario: cuando le preguntaron por qué no hacía Crimen y Castigo, su respuesta fue: “Porque Dostoievski ya lo ha hecho”. En su relato “Encuentro en Valladolid”, Anthony Burgess imagina un contacto personal entre Cervantes y Shakespeare, y nuevamente es el español quien influye sobre el inglés: “Dios”, truena en su cuento un Cervantes curtido e imponente ante un Shakespeare humilde y receptivo, “es un comediante. La tragedia es humana, demasiado humana. La comedia es divina”. Shakespeare se inclina ante la superioridad de esta visión y tras el encuentro presenta una nueva versión de Hamlet, una versión de siete horas que aliviana los tormentos mentales y espirituales del príncipe con la compañía terrenal de Falstaff y sus seguidores: Hamlet se olvida del suicidio, Hamlet derrota a sus enemigos y reina en Dinamarca: la comedia se impone sobre la tragedia. Shakespeare, uniendo a dos personajes y a dos géneros que hasta entonces había mantenido separados, descubre el secreto de Cervantes. Los contactos personales entre escritores tienen a veces resultados decepcionantes (Burgess, experto en Joyce como era, debía tener en mente el célebre encuentro de este autor con Proust, del que no surgió otra revelación que el común aprecio de ambos por las trufas). Los encuentros que más han afectado la literatura (como el de Homero y Virigilio, Virgilio y Dante, Shakespeare y Milton, Homero y Joyce) sólo tuvieron lugar en la lectura de sus obras. En sus últimos años, Shakespeare ya no escribió tragedias: Pericles, Cimbelino, Un cuento de invierno, La tempestad, Los dos nobles compadres y sin duda el Cardenio perdido eran todos romances (pastorales, según la clasificación de Polonio; tragicomedias, las llamaría Fletcher), una forma madura, seria, de la visión cómica del mundo; la comedia no de los problemas que se desvanecen como los de un mal sueño en el happy end, sino la de la copa rebosante de sufrimientos bebida hasta el final, para encontrar en su fondo –y sólo en su fondo– el rostro de un Dios misericordioso. Los temperamentos o principios opuestos, en todas estas obras, ya no luchan entre sí hasta destruirse, sino que, al igual que don Quijote y Sancho en el transcurso de la novela de Cervantes, se van influyendo mutuamente, enriqueciéndose, hasta fundirse en una unidad superior. El aliento de las últimas obras de Shakespeare, hará decir Joyce a uno de sus personajes, es el espíritu de la reconciliación. La primera de éstas, Pericles, es de 1608, año en que empiezan a aparecer en el teatro de la época referencias a los personajes de Cervantes. No podemos saber si la lectura del Quijote fue lo que determinó este cambio en la poética de Shakespeare, pero todo parece indicar que no tuvo en él un lugar menor.

El amor es Tirano

A continuación, se reproduce un fragmento del quinto acto de Cardenio o La segunda tragedia de la doncella, la obra considerada por el grafólogo Charles Hamilton el Cardenio perdido de Shakespeare. Aunque para el lector argentino, la trama principal, en la que el protagonista manda a embalsamar el cadáver de su difunta esposa para reinar junto a ella incluso después de muerta, parece tener más relación con el cadáver de Evita que con el Cardenio de Cervantes.

GOVIANUS: Un temblor religioso hace titubear mi mano,
y me impulsa a abandonar empresa tan impía,
pero la venganza llama, y debo seguir adelante.
Ya es hora de que descanse el espíritu de mi amada;
pobre alma, los trabajos y los abusos la han agotado.

Govianus pinta el rostro del cadáver.

TIRANO: Si yo pudiera ahora convocar a uno que renovara
el calor en su pecho, ése sería un buen artesano;
ése sí tendría todo mi amor. Pero ay,
es tan imposible que el fuego de la vida
se encienda allí como que las cenizas muertas
vuelvan a la dura materia que las dejó caer.
La vida la ha abandonado, como el calor
del luminoso sol nos deja cuando el invierno
mata con su severo frío. Eso es lo que le sucede;
una escarcha eterna cubre su cuerpo.
Y así como en esa estación, con el ejercicio
los hombres fuerzan el calor a entrar en su sangre
venciendo al clima extremo, de igual manera
nuestro arte forzará belleza en el rostro de esta dama;
aunque la muerte le arroje tormentas de granizo
se hará nuestra voluntad, serán apartadas.

GOVIANUS: ¡Señor!

TIRANO: ¿Tan rápido has terminado?

GOVIANUS: Eso en tanto vuestra merced
apruebe lo hecho.

TIRANO: ¡Oh, vuelve a vivir!
Está a punto de hablarme. Levántenla;
no soporto su desmayo; es como una traición.
¿No sientes acaso la tibieza de su cuerpo?

GOVIANUS: No mucho, señor.

TIRANO: Entonces el calor necesita cuidado.
Nuestros brazos, y labios
le devolverán la vida. ¡Despierta, dulce señora!
Besa los labios del cadáver.
Soy yo, llamando a las puertas de la muerte. ¡Ah!
De tanto hablarle a la muerte, me siento enfermo,
como si un perfume maligno me siguiera.

GOVIANUS: No debe ser otra cosa, señor, que el color
que le di.

TIRANO: ¿Tan fuerte es?

GOVIANUS: Sí, señor, en efecto,
era el mejor veneno que el dinero puede comprar.

Govianus se arranca el disfraz.

TIRANO: ¡Govianus!
GOVIANUS: ¡Oh, villano sacrílego!
¡Ladrón del descanso, profanador de sepulcros!
¿No eres capaz de dejar que el cuerpo, tras el funeral,
duerma en su tumba? ¿Debe ser alzado de ella
sólo para complacer la maldad de tus ojos?
¿Todo acaba con la muerte, excepto tu lujuria?
¿Has descubierto una nueva manera de condenarte,
más espantosa que el alma de cualquier pecado
que haya pasado entre la tierra y el infierno?
¿Te esfuerzas por merecer un castigo mayor
que el de cualquier otro espíritu? ¿Es tu orgullo tanto
que no deseas compañía en los tormentos?

TIRANO: ¿Qué furia te dio el valor de intentar
algo así? Por ello pagarás con una muerte
peor que los tormentos de los franceses.

GOVIANUS: Me haces reír.
¡Junta todas las muertes que la humanidad ha conocido
en una sola cabeza, para que ayuden a tu imaginación,
y dame un fin tan aberrante como tu pecado
y tan aterrador a los ojos de las mujeres!
Mi espíritu volará cantando hasta su morada,
atravesando esa tormenta. Condéname, tirano.
Si temiera a la muerte, me hubiera faltado la nobleza
necesaria para cometer este acto, que me honra
ante el espíritu de mi señora. Me ama por ello.
Le advertí a mi corazón que nos destruiría a ambos;
y sabiendo que era por ella, me rogó que lo hiciera.


Traducción: C.G.

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