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EL HOMBRE QUE
SABIA DEMASIAD
O

Pasó buena parte de su vida consumiendo anfetaminas y alimentándose a base de comida para perros. Llegó a escribir cuatro novelas por año. Juró haber sido visitado por extraterrestres. Murió en la pobreza justo antes de que el estreno de Blade Runner lo convirtiera en millonario. Hoy, de sus libros abrevan películas como Matrix, The Truman Show, eXistenZ y El sexto día. Fue comparado con Borges, Kafka y Joyce. Con una diferencia: Philip K. Dick es el único que vio a Dios.

Por RODRIGO FRESAN

El año es el sagrado año de 1974. Es el 20 de febrero, aleluya, aleluya. A los 46 años, ahí mismo, el autor norteamericano de ciencia-ficción Philip Kindred Dick –luego de años de consumo de anfetaminas y comida para perros– está a punto de tener una revelación divina. Todavía dolorido por una contundente operación odontológica, Dick abre la puerta de su departamento en Fullerton, California, y se encuentra con una chica de pelo oscuro. A Dick –sobreviviente del naufragio de varios matrimonios, divorciado serial– siempre le gustaron las chicas de pelo oscuro, sonríe con la escasa capacidad de sus encías castigadas y, entonces, repara en el colgante que la chica lleva al cuello: un dije en forma de pez, el símbolo de los primeros cristianos. Brilla. Dick experimenta la sensación de ya haber estado y de ya haber sido. Nuestro mundo “real” desaparece para revelar la verdad debajo de nuestra fachada: todavía estamos en el año 70 después de Cristo, todo lo demás es ilusión y esa chica es una cristiana gnóstica y rebelde que viene a comunicarle un mensaje urgente: “La rebelión está en marcha”. Ya nada volverá a ser igual para el escritor de ciencia-ficción Philip Kindred Dick del mismo modo en que ya nada vuelve a ser igual para cualquiera que abra por primera vez un libro del escritor de ciencia-ficción norteamericano Philip Kindred Dick.
La verdad está ahí adentro.

UNO
Philip K. Dick –P.K.D. a partir de ahora– puede ser considerado de varias maneras. Para muchos fue y sigue siendo uno de los más grandes escritores de ciencia-ficción de todos los tiempos: “el Borges norteamericano”, “el Charlie Parker del género”, “el Thomas Pynchon de la clase trabajadora”, etc. Para muchos –varios de ellos colegas en el oficio de redactar cohetes y robots– P.K.D. no fue más que un paranoico de cuidado, adicto a las anfetaminas y con delirios mesiánicos y una preocupante propensión a hacer el ridículo en público. Para muchos –en especial para franceses y japoneses– P.K.D. es uno de los artistas claves del siglo XX y está a la misma altura que Proust, Joyce, Kafka y punto. Para muchos P.K.D. trascendió las fronteras del género convirtiéndose en mesías underground y proponiendo a través de sus novelas y cuentos una suerte de alternativa filosófica y religiosa a la hora de discernir entre lo que es real y lo que no lo es, entre lo que está cuerdo y lo que no lo está, entre lo que fue en realidad y lo que creemos que fue. Es posible que todos y cada uno de ellos tengan algo de razón pero los tres grupos, seguro, se ponen de acuerdo en algo: P.K.D. hubo y hay uno solo y es más que probable que nunca haya otro. P.K.D. como ese tipo al que las buenas películas inspiradas en su obra –Blade Runner y El vengador del futuro– apenas le hacen justicia y, por su dificultad a la hora de ser adaptado a la pantalla, otros prefieren robar y no dar crédito a la hora de The Truman Show, Dark City, ExistenZ, Matrix, El sexto día, Abre los ojos y su próximo remake norteamericano dirigido por Cameron Crowe con el título de Vanilla Sky.
Los datos incontestables: P.K.D. fue uno de los gemelos sietemesinos que nacieron el 16 de diciembre de 1928. Jane -.su hermanita y replicante.- moriría un mes más tarde. P.K.D. siempre creyó que Jane seguía viviendo adentro suyo. P.K.D. crece tímido y solitario y pobre en Berkeley y lee revistas como Astounding, Unknown Worlds, Amazing y a los trece años decide que lo suyo es escribir. A los quince años entra a trabajar como ayudante en una tienda de reparación de radios y, después, en una disquería especializada en jazz, ópera y música folk. Deja el hogar materno, posesivo y divorciado para acometer la empresa de fundar el primero de varios hogares junto a mujeres maternales, posesivas y de las que se divorciaría hasta contar cuatro o cinco, da igual. Empieza a tragar las primeras pastillas y escribir sus primeras novelas. Novelas “realistas”, porque en principio P.K.D. no quería ser un escritorfantástico. En cualquier caso, su noción de lo realista –a través de varios libros que, con la excepción de Confesiones de un artista de mierda, se publicarían recién después de su muerte– produce cierta inquietud. Basta con leer la sinopsis de la novela El hombre con todos sus dientes exactamente iguales que hace Andrew M. Butler para su guía The Pocket Essential Philip K. Dick: “El empleado de bienes raíces Leo Runcible pierde una buena venta porque su vecino Walter Dombrosio invita a un negro a su casa. Leo decide telefonear a la policía para advertirles de que Walt conduce su auto borracho. Walt pierde su licencia. Sherry lo lleva al trabajo a la vez que comienza a buscar algo en qué ocupar su tiempo. Poco entusiasmado con la idea de trabajar juntos, Walt renuncia a su trabajo y la viola. Mientras tanto, Leo ha desenterrado del jardín de su casa lo que piensa son restos de un hombre de Neanderthal y se entusiasma al imaginar cómo aumentará este hallazgo el valor de sus terrenos. En realidad, el cráneo ha sido puesto ahí por Walt y no es más que la calavera ligeramente modificada de uno de los chuppers, familia conocida en el barrio por sus maxilares deformes a partir de la constante ingestión de agua contaminada. Sherry descubre que está embarazada y quiere abortar. Walt se niega aunque le preocupa la idea de que su hijo salga parecido a un chupper. Leo, mientras tanto, compra la compañía local de agua y se arriesga a la bancarrota”.
P.K.D. escribe ocho novelas por el estilo, todas desbordantes de discusiones matrimoniales (una constante casi estética en su obra) y disquisiciones sobre el diafragma y otros métodos anticonceptivos (de vez en cuando aparece un ovni) y, claro, todas ellas puntualmente rechazadas por las editoriales. P.K.D. conoce a Tony Boucher –editor de la revista The Magazine of Fantasy & Science Fiction– y decide, muerto de hambre, probar suerte. El primer cuento publicado por P.K.D. se titula “Roog!” y tiene como protagonista a un perro tal vez porque por esos días P.K.D., muerto de hambre, sólo tiene dinero para comer comida para perro. P.K.D. empieza a escribir y publicar cuentos con velocidad anfetamínica. Les salen rápido y fácil y comienzan a ser comentados por el gremio y por los lectores. Son cuentos raros con robots que no saben que son robots, con naves espaciales que siempre se rompen en el momento menos indicado, con realidades alternativas, con sufridos protagonistas a los que todo les va bien hasta que descubren que todo está mal. Alarga cuentos y los convierte en novelas. Firma contratos leoninos y –entre 1958 y 1959– publica sus dos primeros clásicos: Eye in the Sky (“Ojo en el cielo”) y Time Out of Joint (“Tiempo desarticulado”) donde ya se vislumbra cabalmente lo que será su gran Tema: “¿Qué es eso que entendemos por La Realidad y no lo es tanto?”. Sigue con hambre, sigue tragando pastillas, sigue siendo explotado. No importa. Para 1961, y coincidiendo con el derrumbe de su segundo matrimonio, P.K.D. entra en lo que se considera su Edad de Oro con la publicación de la fundamental The Man in the High Castle (“El hombre en el castillo”) novela ucrónica que narra los días de unos Estados Unidos vencidos en la Segunda Guerra Mundial y ocupados por fuerzas nazis y japonesas. El libro –escrito a golpe de hexagramas y monedas– fue el primero en mencionar al I-Ching y tuvo bastante que ver con su popularización dentro de la próxima cultura hippie. The Man... le valió a P.K.D. el Premio Hugo –la más alta distinción dentro del campo sci-fi– y, con treinta y cinco años, lo lanzó de cabeza a una de las más asombrosas y envidiables rachas de fertilidad jamás experimentadas por escritor alguno donde llega a publicar hasta cuatro novelas por año, entre las que aparecen varios de sus mejores trabajos. En 1963 escribe We Can Build You (“Podemos construirle”) donde aparecen los primeros replicantes en el contexto de una extraña historia de amor psicótico. En 1964 Martian Time-Slip (“Tiempo de Marte”) narra las penurias de un planeta rojo colonizado para 1994 y en manos de un perverso sindicato de plomeros. En1965, Dr. Bloodmoney; Or, How We Learned to Love the Bomb (“Dr. Moneda Sangrienta”) presenta uno de los mejores, sino el mejor, exponente de novela post-apocalíptica combinándola con rasgos del universo campesino de Thomas Hardy. El mismo año sale The Three Stigmata of Palmer Eldritch (“Los tres estigmas de Palmer Eldritch”), uno de los libros que John Lennon quería llevar al cine y donde comienzan a pasar a primer plano las preocupaciones religiosas de Dick fundiéndose con sus apetencias lisérgicas: hombres y mujeres aburridos por la vida pionera en las colonias interplanetarias consumen la droga Can-D para así matar el tiempo trasladándose a los muñequitos tipo barbie llamados Perky Pat y Walt. Mientras tanto, el resucitado magnate Palmer Eldritch regresa de la muerte y desde los confines del espacio convertido en una especie de androide listo para comercializar la vida eterna. Ay. En 1967, Counter-Clock World (“El mundo contra reloj”) propondría el concepto de novela marcha atrás que Martin Amis robaría descaradamente un par de décadas después para su La flecha en el tiempo. 1968 es el Annus Mirabilis de P.K.D. Primero llegaría Do Androids Dream of Electric Sheep? (“¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”) que no sólo serviría de inspiración para el film Blade Runner sino que, además, fundaría de un plumazo el subgénero que años más tarde daría en llamarse cyberpunk. Después aparece Ubik, para muchos la obra maestra de P.K.D. donde se nos cuenta que, quién sabe, tal vez Dios –el producto definitivo– venga en un envase de aerosol, ¿no? Enseguida P.K.D. decide que ya es suficiente, que ya escribió bastante, que ha llegado el momento perfecto para tener la mejor y más grande crisis psicótica de toda su vida y de comprender que a la duda hamletiana del ser o no ser él sólo puede ofrecerle una respuesta un tanto extraña: ser y no ser al mismo tiempo.

DOS
Para los años 70 está claro que P.K.D. no es el típico escritor de ciencia-ficción. Para él, el espacio exterior no es más que una excusa para explorar el espacio interior; sus novelas pueden ser leídas como variaciones capitulares sobre una inmensa trama en constante estado de escritura; nada le preocupa menos que la pulsión anticipatoria del asunto (“la mala ciencia-ficción se la pasa prediciendo, la buena ciencia-ficción parece que predice”, suele decir), y mucho menos le interesa el aspecto entre mafioso y fundamentalista que practican varios de sus colegas más cnservadores. P.K.D. piensa que la ciencia-ficción “es el campo ideal para la discusión de las ideas puras”. P.K.D. es un outsider, un francotirador, un tipo peligroso. P.K.D., aseguran, está loco y P.K.D. no hace nada por negarlo: se presenta en convenciones balbuceando insensateces, asegura ser víctima de una conjura gubernamental-nixoniana en la que se lo utiliza como agente propagador de una rara forma de sífilis, dice que la canción “Strawberry Fields Forever” de los Beatles le “comunicó que mi hijo tenía una hernia inguinal que no había sido diagnosticada por los médicos” (esto último, conviene aclararlo, resultó ser cierto para asombro de los doctores), explica cómo los científicos soviéticos lo están utilizando telepáticamente para matar gatos con su potencia mental, insiste en que alguna de sus novelas fantásticas ha revelado una verdad escondida y por eso su estudio fue asaltado y dinamitado por un comando especial del ejército. P.K.D. es un paranoico sin retorno, un replicante de sí mismo, que entonces ofrece sus servicios al F.B.I. O tal vez P.K.D. es un sabio al que las drogas le abrieron las puertas de una realidad conspirativa donde Watergate es, apenas, la punta del iceberg de un estado policial y alienígena. Da lo mismo. P.K.D. –rodeado de dealers, Panteras Negras, músicos de rock, fanáticos religiosos, policías encubiertos y groupies– se hace tiempo para escribir dos novelas sobre lo que le pasa, sobre lo que le está pasando. Flow My Tears, The Policeman Said (“Fluyan mis lágrimas, dijo el policía”, de 1974) y A Scanner Darkly (“Una mirada a laoscuridad”, de 1977) son novelas comparables a Bajo el volcán o Viaje al fin de la noche donde sus héroes se hunden cada vez más profundo en las arenas movedizas de la esquizofrenia. El primero descubre que no existe, el segundo descubre que le han encargado que se persiga a sí mismo. Y entre uno y otro, alguien llama a la puerta de P.K.D. y P.K.D. va y abre una puerta que ya no volverá a cerrar.

TRES
Desde entonces y hasta su muerte en 1982, víctima de un ataque cardíaco, P.K.D. se dedica a procurar entender lo que le ocurrió durante febrero y marzo de 1974, cuando abrió la puerta y, jura, fue invadido por una entidad extraterreste con forma de “rayo rosado” y de nombre VALIS -siglas de Vast Active Living Intelligence System– y que le revela la Verdad de las Verdades. Nuestro mundo no existe y es apenas el eco gemelo del Imperio Romano, Nixon es el Mal Supremo, Dios es imperfecto y dual y muchas cosas más como, por ejemplo, que su hijo está enfermo y necesita próximo tratamiento y que él no es otro que una nueva encarnación de San Pablo. Todo esto –a lo que un dibujante de comics le dedicó varias de sus mejores páginas en The Religious Experience of Philip K. Dick– es explorado en el colosal tractat y diario místico Exegésis (partes del mismo se reproducen en la excelente recopilación de ensayos The Shifting Realities of Philip K. Dick editada por Lawrence Sutin, también autor de la muy buena biografía de P.K.D. Divine Invasions) y en una tetralogía de novelas que no se parecen a nada de lo escrito hasta entonces y a nada de lo que se escribió desde su publicación. Es más que probable que esta situación no vaya a cambiar ya que Valis (“Sivainvi”, 1981), The Divine Invasions (“La invasión divina”, 1981), The Transmigration of Timothy Archer (“La transmigración de Timothy Archer”, 1982) y Free Radio Albemuth (“Radio Libre Albemut”, escrita en 1976 pero no publicada sino hasta 1985 después de muerto P.K.D.) son una de las más originales muestras de autobiografía, lucubración mística, consideraciones filosóficas y, ya que estamos, ciencia-ficción de todos los tiempos. Y, ya que estamos: todo suena perturbadoramente lógico, inteligente, posible, verosímil. En alguna parte P.K.D. explica: “Yo soy un filósofo ficcionalista, no un escritor de novelas; mis novelas y cuentos son empleados como medios para formular mis percepciones. El centro de mi obra no es arte sino verdad. De ahí que lo que yo narro no es sino la verdad y no puedo hacer nada por evitarlo. Por suerte, esta actitud mía parece ayudar de algún modo a ciertas personalidades sensibles y problemáticas a las que me dirijo. Creo entender cuál es el ingrediente que tengo en común con ellos y que me une a mis lectores: ni ellos ni yo sacrificaremos jamás nuestras ideas en cuanto a lo que es racional o irracional, auténtico o falso dentro de la misteriosa naturaleza de la realidad. Para mis lectores lo que yo escribo no es más que una interpretación alternativa pero amorosa de sus vidas privadas y sus pensamientos más íntimos”.

CUATRO
Vivimos vidas extrañas, tiempos interesantes, noches perfectas para descubrir o releer a P.K.D. Desde su muerte –coincidiendo con el estreno de Blade Runner y lo que podría haber significado el fin de años de penurias económicas– la figura y la importancia de P.K.D. no ha dejado de crecer y aquel que siempre despreció el futuro hoy descubriría que el presente se parece bastante a sus libros. Internet, Gran Hermano, el turista espacial y millonario, los video-games y los tamagotchis de turno ya aparecían en sus novelas y cuentos y, seguro, nos aproximamos a un redescubrimiento de P.K.D. obligado por el próximo estreno, en el 2002, de Minority Report, film basado en uno de sus relatos que por estos días filma Steven Spielberg con Tom Cruise de protagonista. Mientras tanto, acaba de aparecer el libro de entrevistas What If Our World Is Their Heaven?: The Final Conversations of Philip K. Dick (complementario delindispensable Only Apparently Real: The World of Philip K. Dick); se han publicado en Inglaterra –como avanzada de un ambicioso programa de reediciones– Three Early Novels: The Man Who Japed, Dr. Futurity, Vulcan’s Hammer; se ha estrenado en un cine de Nueva York el documental de Mark Steensland The Gospel According to Philip K. Dick; y, lo más importante, por fin, la editorial Minotauro se propone retraducir y ordenar toda su obra dispersa en demasiadas editoriales devoradas por agujeros negros.
Y, por supuesto, cada vez hay más sites en la red donde se asegura que P.K.D. está vivo, en otra parte, y que cualquier día de estos volverá para reclamar lo que es suyo por derecho propio y porque a él se le ocurrió primero.
Un año antes de morir, en una carta, P.K.D. especificó cuál debía ser su obituario: “Tomó drogas. Vio a Dios. ¡Gran cosa!”.

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