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El suicida ejemplar

A los dieciocho años fue destinado al frente oriental de la Segunda Guerra para reconquistar Birmania y Sumatra. Ahí leyó por casualidad un libro de Olaf Stapledon y su vida cambió para siempre. Desde que terminó la guerra y volvió a Inglaterra, Brian Alddis publicó más de 60 libros que los críticos consideran “suicidios comerciales”, que Kubrick y Spielberg no dudaron en usar, y que para sus lectores son el resultado de una de las mentes más brillantes de su generación.

Por Marcial Souto

El siglo XX fue el siglo de la imaginación. Acababa de empezar cuando dos visionarios, los hermanos Wright, con la ayuda de un motor rudimentario, pusieron en marcha un frágil aparato que voló doce segundos y aterrizó cuarenta metros más adelante, iniciando una aventura que poblaría de bombarderos los cielos de las dos guerras mundiales, cambiaría de continente a millones de pasajeros y llevaría nuestros ojos más allá del Sistema Solar. Eso ocurrió una ventosa mañana de diciembre de 1903.
Exactamente ocho años antes, los hermanos Lumière habían mostrado al público las primeras películas de la historia, convencidos de que el medio que acababan de idear no tenía futuro. Un puñado de europeos que no compartían esa idea, empujados por el racismo o las guerras o simplemente buscando un mundo mejor, saltaron al otro lado del nuevo continente y con nombres y biografías muchas veces reinventados levantaron Hollywood, la más eficaz fábrica de sueños que se conoce.
En la década de 1920, un pequeño grupo de agitadores, herederos del movimiento Dadá (que había escandalizado a la sociedad intentando mostrar los horrores que engendraba la guerra), fascinados con los descubrimientos de Freud sobre el inconsciente, pusieron en marcha el movimiento surrealista, preconizando el “automatismo psíquico puro”, por cuyo medio se intentaba “expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento”. Esa línea directa al inconsciente permitió rescatar para la literatura, y sobre todo para la pintura, algunas de las imágenes más libres y memorables del siglo.
No obstante, las verdaderas llaves de la imaginación del siglo están en poder de una forma de arte quizá más modesta, la ciencia ficción, que Borges describió como “la nueva manera de hacer literatura fantástica” pero que quizá es algo más profundo: un instrumento para ayudarnos a pensar en el lugar que ocupamos en el cosmos y no sólo en nuestro barrio, para conjeturar sobre la inmensa escala temporal dentro de la cual nuestros recuerdos y proyectos son apenas un instante.
La ciencia ficción nació sobre todo en revistas populares norteamericanas. Esas revistas, dirigidas por personas tan talentosas como John Campbell, Frederik Pohl, Damon Knight y Anthony Boucher, funcionaban como laboratorios de ideas y experimentación literaria. Al mismo tiempo, ajenos a la existencia de la ciencia ficción, importantes novelistas mainstream creaban obras que enseguida entraron en la historia del género: Un mundo feliz de Huxley, Hacedor de estrellas de Stapledon, 1984 de Orwell, algunos cuentos de Borges.
Al terminar el siglo nos hemos quedado con una serie de libros memorables a los que muchos lectores deben en gran medida su manera especial de ver el mundo. Los nombres de Bradbury, Clarke, Sturgeon, Ballard, Calvino, Cordwainer Smith, Dick, Le Guin, Aldiss evocan imágenes e ideas que enriquecen nuestra imaginación. De algunos de esos escritores sólo están entre nosotros sus libros. Brian Aldiss, que acaba de pasar por Buenos Aires para participar en la Feria del Libro, es uno de los que siguen creando y sorprendiendo con cada obra nueva.
Aldiss nació en Norfolk en 1925 y a los dieciocho años, mientras hacía el servicio militar, fue enviado con su regimiento a luchar contra los japoneses en Birmania y Sumatra, donde pasó cuatro años terribles y fascinantes. Allí, entre otras cosas, descubrió por casualidad uno de los ejemplos más altos del género al que más tarde dedicaría buena parte de su vida. Estaban a punto de reconquistar Birmania: “Había grandeza en aquella situación: la belleza del país, el intenso calor, el horror y la excitación de la victoria; todo eso nos intoxicaba. Yo quería que todo, todos los días, tuviera esa escala grandiosa. Las banales conversaciones que oía alrededor parecían fuera de lugar. Pero yo tenía para leer un libro que estaba sobradamente a la altura de las circunstancias. Mientrasesperaba que me vacunaran contra la fiebre tifoidea, el tétanos y el cólera, encontré en un estante del centro médico Ultimos y primeros hombres de Olaf Stapledon. Ese libro visionario cuenta la historia de la humanidad a lo largo de los próximos dos mil millones de años, su evolución hasta que se traslada a Venus y a Neptuno. Mi espíritu estaba sediento de noticias como las que me daba Stapledon, y sobre todo de su conclusión: Es muy bueno haber sido hombre.”
Al volver a Inglaterra se instaló en Oxford y encontró trabajo en una librería. En los momentos libres empezó a escribir una columna para The Bookseller, la publicación del gremio de libreros. Esas columnas tuvieron un éxito inmediato, y varios editores le ofrecieron publicarlas en forma de libro. Así nació The Brightfound Diaries, su primera obra. “La escritura fue un milagro. En el momento de máxima lucha interior, cuando todo lo que me rodeaba era inaceptable, se me aceptaba como escritor. Era como si un árbol del que nada sabía hubiera echado raíces y florecido de la noche a la mañana.”
Su primera novela, La nave estelar (1958), cuenta la historia de un grupo de seres humanos que viaja en una nave espacial desde tiempos inmemoriales; nadie conoce el origen del grupo ni sabe que está viajando. Su segunda novela, Invernáculo (1962), muestra una Tierra en la que todo crece con desmesura: la temperatura del sol ha aumentado, y también la humedad; la luna ha quedado atrapada en la atmósfera terrestre y un solo árbol cubre casi toda la superficie del planeta; dentro de esa escala, los seres humanos son poco más que parásitos microscópicos a merced de todo tipo de peligros. La tercera novela de Aldiss, Barbagrís (1964), describe una Inglaterra poblada por viejos, en la que no nacen niños desde hace muchos años, y refleja lo que sentía en esa época: acababa de separarse y casi no podía ver a sus hijos. Las tres novelas son ahora clásicos del género y continúan reeditándose.
Una cuarta novela, Informe sobre probabilidad A, escrita en 1962, no encontró editor hasta cinco años más tarde. Era un experimento que tomaba como imagen central un cuadro de Holman Hunt y seguía la técnica de la “novela de la mirada” francesa.
La segunda novela experimental de Aldiss, A cabeza descalza (1969), siguiendo el espíritu de la época en que fue escrita, describe una Europa trastornada tras un ataque con drogas alucinógenas. “En la década de los 60, cualquiera que se lo propusiera podía conseguir un balde de LSD por dos peniques. No parecía nada descabellado que los árabes compraran uno y se vengaran de los ingleses. Con arrojar unos galones de LSD en el depósito de Staines el país quedaría fuera de combate. Me pareció que todo eso conformaba una historia interesante y me senté a escribirla. La novela suscitó comentarios furiosos. Supongo que los reparos de los lectores viejos no eran menos interesantes que los elogios de los lectores jóvenes. Hubo una carta calculada para alarmarme, firmada nada menos que por Dios, en la que se amenazaba con fulminarme a mí y a mi familia. Por el matasellos de Su sobre supe que en ese momento Dios vivía en Reigate.”
El siguiente proyecto de Aldiss fue, como todas sus obras anteriores, una sorpresa para sus lectores: una trilogía sobre la vida y las andanzas de un joven llamado Horatio Stubbs que pasa por la escuela y el servicio militar celebrando “las delicias del autoerotismo”. A pesar del clima liberal de la década de los 60, tuvo algunas dificultades para publicar esos libros, que por primera vez lo llevaron al tope de la lista de bestsellers en Inglaterra.
Después escribió El tapiz de Malacia (1976), una de sus mejores novelas, inspirada en grabados de Tiépolo, sobre una misteriosa ciudad en la que nada parece cambiar. Antes había preparado una historia de la ciencia ficción (Billion Year Spree), donde postula el Frankenstein de Mary Shelley como la novela fundadora del género. De esa investigación nacierondos novelas-homenaje a Shelley y a Wells: Frankenstein desencadenado (1973, filmada por Roger Corman) y La otra isla del doctor Moreau.
La obra principal de Aldiss es la trilogía de Heliconia (1982-85), sobre la vida en un planeta que gira alrededor de una estrella que a su vez forma parte de un complejo sistema binario. En el planeta algunas estaciones son cortas y otras inimaginablemente largas. Las culturas nacen en primavera, florecen en verano y mueren en el invierno interminable.
Después escribió con el matemático Roger Penrose una utopía llamada White Mars que postula un “Marte blanco”, destinado sólo a la ciencia como la Antártida.
Aldiss publicó de más de trescientos cuentos. Uno de ellos, “Los superjuguetes duran todo el verano”, atrajo en 1973 la atención de Stanley Kubrick, que enseguida quiso hacer con él una película. “Superjuguetes” transcurre en un futuro donde hay un riguroso control de natalidad. Mientras espera la autorización para concebir un hijo verdadero, un ejecutivo de una empresa que fabrica androides (seres humanos artificiales de carne y hueso) lleva a casa uno de sus productos, un niño llamado David, junto con su osito de felpa androide, para que haga compañía a su mujer. Ni el lector ni David, que se queja a su osito de que la madre no lo quiere, sabe hasta el final del cuento que es artificial. Kubrick compró el cuento e invitó a Aldiss a trabajar con él en el guión. Una de las tantas excentricidades de Kubrick, en el momento de firmar el contrato, fue incluir una cláusula en la que se especificaba que Aldiss no podía salir de Gran Bretaña sin su autorización. Aldiss no dio mucha importancia a ese detalle, y cuando Kubrick suspendió el trabajo en “Superjuguetes” para preparar El resplandor, aceptó una invitación para participar en un congreso en Florida. Allí tuvo la pésima idea de mandar una postal a Kubrick. Al regresar recibió una asombrosa llamada telefónica en la que se le anunciaba que había incumplido el contrato y estaba despedido. Durante cinco años Aldiss y Kubrick no se hablaron.
En 1990, Kubrick llamó a Aldiss. Como al pasar dijo: “Me parece que tuvimos alguna diferencia de opinión, pero eso fue hace mucho años”. Volvieron a trabajar en el proyecto, que ahora se llamaba A.I. (Artificial Intelligence). Como seguían sin entenderse y el trabajo no avanzaba, Aldiss decidió aceptar un par de invitaciones para viajar, y eso terminó de deteriorar la relación. Kubrick contrató entonces a Bob Shaw y después a Ian Watson. Tampoco ellos lograron escribir lo que quería Kubrick, que cambió de película y empezó a filmar Ojos bien cerrados, que terminó en febrero de 1998.
“Pasaron los años y Kubrick murió”, dice Aldiss. “Steven Spielberg se hizo cargo de sus cosas y yo empecé a pensar si no podría recuperar mi cuento. Pero al mirar el contrato vi que la expresión a perpetuidad aparecía un indeseable número de veces. Entonces pensé: ¿Por qué no continuarla? Es muy interesante. ¿Qué pasa después con David? Así que escribí otro cuento, ‘Los superjuguetes cuando llega el invierno’. Por una extraña coincidencia recibí entonces una llamada de Jan Harlan, el cuñado de Kubrick, que manejaba sus negocios y produjo muchas de sus películas. Un tipo muy agradable. Quería verme porque está haciendo una película sobre Kubrick. Le mostré el cuento que acababa de escribir, porque Spielberg había heredado la historia original y anunciado que iba a filmar A.I. ‘Se lo mandaré a Spielberg’, dijo. ‘Quizá le guste.’ Spielberg se mostró interesado y quiso comprar el cuento. Entonces pensé un poco más y escribí una carta a Steven para sugerirle un final. Spielberg me contestó a través de Harlan: ‘Hay un párrafo en la carta de Aldiss que me gusta de verdad y que quisiera utilizar.’ Me encantó la idea de vender un solo párrafo por una buena suma de dinero, por más de lo que se suele pagar como anticipo por una novela. Cuando me recuperé me dije: ¿Qué es eso de vender un párrafo? ¿Por qué no escribir otro cuento incorporando esematerial? Lo escribí y se lo envié a Jan. Jan se lo envió a Spielberg y Spielberg lo compró también.”
Un crítico describió la obra de Aldiss como “un suicidio comercial”. No tiene dos libros iguales, y esa experimentación continua desconcierta a los lectores que buscan más de lo mismo. Quizá por eso su obra sigue viva y gozando de buena salud. Un editor inglés está reeditando veinticuatro de sus primeros libros.
“¿Por qué tanta gente detesta la ciencia ficción? Para entenderlo tenemos que compararla con su competidora más cercana, la fantasía heroica, donde todo es muy estable y de repente aparece algo que quiere acabar con el mundo. La gente lo combate y finalmente vence y todo vuelve a ser como era antes. La ciencia ficción es muy diferente. En ella algo altera el estado del mundo. No necesariamente algo malo, sino algo bueno o neutral, como un accidente. Pase lo que pase en la novela, al final el mundo ha cambiado para siempre. Esa es la diferencia. ¡Y vaya diferencia!”.

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