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              El 
                cielo entre          las 
                manos 
               
                  
              Por 
                Diego Fischerman 
              Fotos: 
                Nora Lezano 
             
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            Aunque rara vez da una nota, Luis Alberto Spinetta 
            se sentó frente a los alumnos del CEAM y dijo lo que casi nunca 
            dice: Pregunten lo que quieran. Radar estuvo ahí 
            y tiene el honor de publicar lo que casi nunca se publica: Spinetta 
            hablando de sí mismo, de su relación con la música 
            clásica, de sus fobias, de los años, y de los esfuerzos 
            desmedidos que hace por encontrar el sonido capaz de traducir lo que 
            hay adentro de su cabeza.  | 
           
         
        
       
        En el aula central del Ceamc (Centro de Estudios Avanzados de Música 
        Contemporánea) ya no cabe nadie más. El piano fue llevado 
        a otra parte. Los atriles están amontonados en alguna otra sala. 
        Toda la superficie posible está ocupada por sillas y, en los resquicios, 
        hay aún más gente parada. Detrás del escritorio está 
        el conferencista. Un trompetista de jazz, Américo Bellotto profesor 
        en esta especie de universidad privada de música acaba de 
        presentarlo. El sonríe y dice que los halagos, viniendo de 
        un master como él, quizás excedan la realidad. Pero, 
        agrega, estoy dispuesto a asumir esa irrealidad para tratar de aportar 
        las mejores ideas posibles en esta charla. Los estudiantes de música, 
        familiarizados con el análisis de partituras de Stravinsky, Stockhausen 
        o Johann Sebastian Bach, están sencillamente derretidos frente 
        a él. Y él, que no da entrevistas, que se reivindica como 
        músico de rock al mismo tiempo que niega la dinámica del 
        espectáculo de rock, está frente a esa multitud de músicos 
        y pide que pregunten lo que quieran. Es que Luis Alberto Spinetta 
        también está fascinado con su auditorio y con el aura que 
        rodea, para un músico popular, a la música clásica. 
        Disparen sobre el artista. No sé de qué hablar; si 
        quieren, invento, bromea Spinetta. Las risas festejan como 
        en cada uno de los chistes que irá haciendo durante la noche 
        más que la ocurrencia, el propio hecho de que el músico 
        admirado esté frente a ellos. Como en uno de esos programas del 
        Actors Studio que pasan por televisión, unos y otros tratan 
        de seducirse mutuamente. De mostrar que comparten, aunque sea de oído, 
        cada uno los códigos del otro. Los estudiantes de composición, 
        de piano, de armonía y de estética preguntan sobre discos 
        y canciones; Spinetta habla, sobre todo, de la impresión que le 
        causa la música clásica. Cuenta que vio a Daniel Barenboim 
        junto a Itzhak Perlman en un video. Y dice: La música que 
        tocan esos tipos. Cómo la tocan. Los que somos rockeros, que la 
        vemos con catalejo y no podemos leer ni el Patoruzú (si tuviera 
        notas nunca me hubiera enterado ni quién era Patoruzú), 
        ¿cómo vemos eso? Yo lo veo como el cielo. Con la complejidad, 
        la magnificencia y la sencillez del cielo. Simplemente, uno trata de tocar 
        el cielo. Y a veces, la única manera es conseguirse algo así 
        como una rasqueta fabricada por Disney, con una manito, que ya venga hecha, 
        para suplir la técnica impresionante que se necesita y que uno 
        no tiene. Para tocar esa sustancia de esos maestros que te pasaron la 
        onda. Porque sería imposible para mí realizar algo parecido. 
        Eso se forma desde chico con una bocha de laburo y una disciplina que 
        yo no hubiera aceptado nunca. Lamentablemente. No es que no se me ocurran 
        cosas. Yo busco todo el tiempo y algunas cosas se me ocurren. Por ejemplo, 
        tengo un programa en el teclado que le agrega cuartas a las notas que 
        uno toca y a veces, buscando, se encuentran unos acordes extrañísimos. 
        Pero cuando quiero saber qué es lo que hice y necesito pasarlo 
        a la viola, le tengo que preguntar a Javier Malosetti porque yo no tengo 
        ni idea. Yo ésa me la perdí. 
        El enigma Spinetta En El enigma de Kaspar Hauser, Werner Herzog sitúa 
        al hombre puro, al hombre sin lenguaje, frente a las leyes de la ciencia 
        y la filosofía. El personaje, que ha pasado su infancia y adolescencia 
        encerrado y sin contacto alguno con ningún otro ser humano (salvo 
        la mano que a través de una rendija le alcanzaba la comida), encuentra 
        otras leyes. Frente al famoso dilema de cuál es la única 
        pregunta que podría hacerse a dos hombres, provenientes uno del 
        pueblo donde todos mienten y el otro del pueblo en que todos dicen la 
        verdad, para saber de qué pueblo viene cada uno, Kaspar dice que 
        le preguntaría: ¿Es usted una lagartija?. Los 
        filósofos replican que ésa no es la solución al dilema 
        y Hauser argumenta que sí: Si dice que es una lagartija, 
        miente. Si no, dice la verdad. Ante la explicación de que 
        los objetos no tienen intención, ejemplificada por su maestro con 
        una manzana (si yo hago rodarla manzana, la manzana viene hacia 
        mí; si no se queda quieta aunque la llame), la respuesta 
        de Hauser es que ésa es una manzana muy rebelde. Spinetta, como 
        Kaspar Hauser, llega a las respuestas desde otro lado. O, simplemente, 
        tiene otras respuestas. Spinetta, por ejemplo, empieza hablando de los 
        metrónomos, de su parecido con Dios (todo lo ve, todo lo 
        prueba, todo vale igual y tiene una medida impenetrable). Y desemboca 
        en La Consagración de la Primavera de Stravinsky: Subdivide 
        el ritmo hasta crear el plumaje de las aves; hasta lograr múltiples 
        filigranas con cantidades de instrumentos. Describe un vendaval. Una parte 
        no es nada y el resultado total es una bola de bichos que van para todos 
        lados. Y eso, cuando se suma, es el paraíso. Mejora, todavía, 
        las condiciones del paraíso. Pero atrás, hay un hijo de 
        puta que cuenta los tiempos como un soldado. 
        Sus palabras (no sólo las lúcumas de las letras 
        de sus canciones) son enigmáticas. Algunos dicen que son pretenciosas. 
        Sin embargo Spinetta no transmite una gota de impostura. Podría 
        decirse que algunas cosas le producen una impresión desmesurada 
        y que esa impresión la traduce, a su vez, en palabras desmesuradas. 
        Sin embargo, ése no es el único enigma. Ni siquiera el mayor. 
        La gran incógnita es cuál es el efecto de verdad que poseen 
        esas palabras. Y, sobre todo, qué es lo que hace que ese músico 
        que se confiesa disminuido técnicamente frente a su auditorio, 
        que debe recurrir a otros cuando quiere fijar algo que se le ocurrió, 
        que se perdió la posibilidad de tocar ese cielo, 
        sea escuchado con veneración por estos estudiantes de música. 
        O, dicho de otra manera, qué es lo que hace, en todo caso, que 
        Luis Alberto Spinetta sea un gran artista.  
        La explicación populista tradicional recurriría al viejo 
        clisé del genio iletrado. A esa fantasía abonada por las 
        biografías hollywoodenses acerca de que cuando alguien es un artista 
        en serio, su mensaje se impone a la falta de técnica. 
        De que talento y saber son cosas no sólo distintas sino, en general, 
        opuestas (y hasta contradictorias entre sí, se aventuraría 
        algún maximalista). La realidad es distinta. Entre otras cosas 
        porque Luis Alberto Spinetta tiene una técnica notable, como acompañante 
        en la guitarra, como cantante de rock y como compositor de canciones. 
        La manera en que adquirió esa técnica esa manera de 
        resolver de maneras poco esperables las melodías, de usar acordes 
        extrañísimos, de rasguear acentuando siempre 
        más lo débil que lo fuerte no fue a través 
        de la lectoescritura ni del análisis de partituras sino del oído, 
        de la curiosidad estética, de absorber como una esponja. Él 
        mismo encuentra parte de la explicación al hablar de la tecnología: 
        Para Beethoven, la única grabación era la partitura. 
        Las críticas más reaccionarias recibidas por los Beatles 
        hablaban de que quienes no sabían música (es decir, no sabían 
        escribirla y leerla) no podían ser considerados como músicos 
        en serio. Y el reparo hubiera tenido sentido unos años antes. Sin 
        posibilidad de fijar y transmitir, los desarrollos posibles de una materia 
        musical son escasos. En efecto, alguien que no supiera leer y escribir 
        música antes de la aparición de la cinta de grabación 
        estaba seriamente limitado. Spinetta, como los Beatles, encontró 
        otra manera de escribir. Invirtiendo su propia frase, para él, 
        la única partitura es la grabación. Y, desde ya, es una 
        partitura altamente eficaz. 
        
        La 
          luz de tus ojos 
          Lo que diga, tómenlo con mucho amor, dice Spinetta. 
          Nunca me sentí en una posición de superioridad. 
          Por ahí sí viví, a veces, con un sistema de helicóptero, 
          sobrevolando las cosas y con un deseo nunca alcanzado de tocar el piso. 
          Soy fundamentalmente ala delta y lo que más me interesa es poder 
          jugar dentro de eso y, humildemente, desde mi lugar de orejero violento, 
          tratar de crear cosas que sean significativas para mí. Encontrar 
          nuevas cadencias. Encontrar nuevos pasajes con los mismos acordes de 
          siempre. Silver Sorgo tiene un contenido más localista, encuanto 
          a ritmo. Aparece por ahí algo que suena a vidala. Alguna melodía 
          medio apunada, más que puneña. Este es un disco con temas 
          que surgieron enteros desde su nacimiento. Los Ojos era un disco más 
          osado, en algún sentido, porque ya de pique arrancaba con un 
          tema que está compuesto absolutamente sin saber. Sin saber pero 
          escuchando bien. Ya arranca con una cosa que es un invento. E inventar 
          es maravilloso. Porque tenemos esa gran posibilidad de descubrir algo 
          y volverlo ciento por ciento efectivo, como decía John Cage. 
          Lograr el máximo de utilidad de una materia sonora que originalmente 
          no fue pensada como instrumento. Cuando no hay catálogo, cuando 
          uno desvirga una materia, todo se inventa y al no haber con qué 
          comparar lo que hacemos, eso es el máximo hasta que venga otro 
          y le saque otro juguito. La materia, en esa primera vez, da todo de 
          sí. La creación, para Spinetta, es una colisión 
          entre uno y los materiales y un milagro. Y ensaya 
          más definiciones a lo Kaspar Hauser: La música es 
          la decoración sublime del evento de nacer. Es la representación 
          más similar al milagro que nos mantiene estupefactos durante 
          la existencia. 
          La palabra más usada por Spinetta en sus canciones es, sin duda, 
          luz. La que le sigue (o una de ellas) podría ser 
          mirada. O, claro, ojos. Sin embargo uno de sus 
          sellos de fábrica y de todo el rock argentino a partir 
          de él es la utilización de palabras inusualmente 
          largas (desenvolverás, por ejemplo, en Abrázame 
          inocentemente, de su último disco). Palabras que obligan 
          a usar varios acentos o, directamente, a desplazarlos. En una tradición 
          que, en el español, se remonta a Juan de Mena y a Francisco de 
          Quevedo y, más cerca, a Rubén Darío, Spinetta (y 
          curiosamente, casi al mismo tiempo Juan Gelman, en Fábulas) ya 
          desde el primer disco de Almendra fuerza la prosodia. O, mejor, la colisiona. 
          Usa, por otra parte, sonidos más que palabras. La cereza 
          del zar impulsada por él no parece ser otra cosa, para 
          Spinetta, que el Turquestán de González Tuñón 
          (quisiera ir allí porque es una bonita palabra). 
          El músico, hablando de músicos, dice que están 
          los que inventaban otras notas porque no les alcanzaba con las que existían. 
          Habla de los dodecafonistas. E inventa otras palabras (otros sonidos) 
          porque los que existen no le alcanzan. Metronomismo, vacíofobia, 
          dice. Y es todo el tiempo lo mismo: alguien queriendo hacer que lo que 
          dice se parezca a lo que hay adentro de su cabeza. 
         
          El buen salvaje Spinetta habla 
          de las músicas étnicas. La música de los 
          salvajes tiene una importancia fundamental, propone. En 
          ese hueso de, qué sé yo, de tapir, golpeando un parche 
          de lince, hay un cielo. Y últimamente me interesa mucho más 
          ese cielo que ponerme a ver cómo es mi propio cielo. Sus 
          discos, cuenta, los puede evaluar después, alejado en el tiempo. 
          Recién entonces puedo darme cuenta en qué acerté 
          y en qué no. Y entonces dice una de sus grandes frases 
          de la noche: Es muy difícil conmoverse con la obra de uno. 
          Los momentos de emoción, asegura, son muy íntimos 
          e indescriptibles. Cuando descubre una idea, cuando se acerca 
          a ese instante en que la música puede enmudecerlo a uno, 
          se emociona. Y después, la emoción pasa. Salvo que se 
          trate de música de otros. Allí, Spinetta es mucho más 
          abierto. Lo único que importa, creo, es que una música 
          tenga swing y que no haya mezquindad. No me importa mucho en qué 
          formato venga. Puede ser cuando escucho a Bill Evans, o al bebote Malosetti, 
          o a Grace Cosceri cantando en vivo. Ahí me emociono siempre. 
          Luis Alberto Spinetta confiesa que no tocar en vivo no obedece a ninguna 
          decisión cerrada. Me gustaría ser tan maduro como 
          para haber decidido eso, como para decir me dedico a grabar y no toco 
          más en vivo. Pero no. Simplemente se trata de que soy muy exigente 
          con las condiciones que tiene que haber para tocar. Cuando empezamos 
          cantábamos cosas como Veo mares de algodón, sin mareas, 
          suaves son (y canta, por supuesto) y vendíanchorizos. Otra que 
          mares de algodón. Venían con una pátina de grasa. 
          Era muy contradictorio el amor de la audiencia, que estaba descubriendo 
          bandas como Almendra, con las condiciones en que teníamos que 
          tocar. Convivían el Marshall y el sandwich de chorizo. Fuimos 
          la banda que primero usó humo en el escenario. Entonces todo 
          depende del lugar desde el que se lo mire. Yo tengo 51 años y, 
          la verdad, me cuidé todo lo que pude, pero la edad, el cuerpo, 
          tiene que ver con lo que uno puede hacer en el escenario. Hoy, para 
          hacer un show como a mí me gustaría tengo que hacer seis 
          meses de colimba. No fasos, no esto, no lo otro. Vitaminas, ejercicios. 
          Practicar escalas. Practicar canto. Me tendría que preparar como 
          Mike Tyson. No es un gesto de mezquindad pero no quiero hacer tanto 
          sacrificio. Si no, después de esos solos todos duros que hago 
          yo, me van a tener que llevar en una camilla a mi casa.  
        Miedo 
          a volar 
          ¿Cómo no voy a querer tocar, si tengo una banda 
          que es un lujo?, se pregunta Spinetta. Siempre tuve bandas 
          de la hostia, donde todos aportaron lo mejor y ha sido buenísimo. 
          Lo que pasa es que tengo montones de fobias: miedo a las alturas, a 
          viajar en avión. Cuando llego al escenario, soy nada. Por los 
          nervios, por mi personalidad. En realidad no entré en ninguna 
          etapa de no tocar ni nada por el estilo. Simplemente me cuesta un huevo 
          tocar. Acá (y se refiere a su propio cuerpo) echaron a mucha 
          gente. Hay muchos menos para hacer el trabajo que antes hacían 
          un montón. A veces la monada se tilda. La neurona chasqui va 
          a caballo gritando (y pone tonada de gaucho) Eh, dice Don Luis que te 
          duele. Es todo así, uno trata de romperse pero el cuerpo ya no 
          da como antes. Yo tengo una especie de ciclo metabólico al tocar. 
          Yo toco y la excitación que me queda, sin necesidad de que me 
          ponga ninguna boludez encima, me dura como dos días. Después 
          de shows importantes me quedo con un período de irrealidad. La 
          entrega mía es inmensa; haya salido bien o mal, haya puteado 
          porque me salió como el tujes o todo lo contrario, el costo físico 
          es terrible. Recién al tercer día empiezo a descansar 
          como corresponde. Tal vez la solución sea irse de gira y reventar. 
          Pero, ¿quién te la organiza? ¿La NASA? Si hoy por 
          hoy no se puede organizar ni un cumpleaños. El problema es el 
          ego. El artista tiene que tener deseos de exponerse. Yo ahora estoy 
          hablando muy cómodamente pero si tuviera que cantar una canción, 
          me arrugo. Yo ahora estoy en una etapa mucho más interior en 
          donde no necesito responder a esos requerimientos de mi ego. Qué 
          músico no sintió alguna vez que tenía algo buenísimo 
          y que quería mostrarlo y que mataba. Uno hasta puede poner su 
          número de teléfono en la viola a ver si lo llama alguna 
          mina. Es todo un juego de seducción al que hay que estar dispuesto. 
          Pero si uno está en un plan de ahorro, porque el ego es como 
          el riesgo país y, por ahí, baja, entonces no se produce 
          el escenario. Esa es otra parte de la música y, a veces, no está. 
        
      El 
        arte 
        Es para el aire, dispara Spinetta. No puedo evaluar 
        lo que hago con el aplausómetro. Me importa un belín. La 
        pregunta es, si un pintor que sabe que es bueno sabe también que 
        no va a poder mostrar sus cuadros, ¿los pintaría? Más 
        bien. Le chupa un huevo. Un novelista, un poeta que es capaz de escribir 
        versos, ¿qué necesita? Nada; va a Pippo, se pide un fresco 
        y batata, se sienta y en el mantel, nomás, escribe LAS palabras. 
        ¿Tecnología? Nada ¿Costo? Cero. Si uno hace música 
        y sabe que suena bien, no importa si otro cree que no es tan buena. ¿Qué? 
        ¿La voy a parar y no la voy a componer? No. Me importa un pito. 
        Es el aire para quien yo la estoy haciendo y es el aire el que me va a 
        devolver lo que yo quiera sembrar allí. ¿Acaso una novela 
        se aplaude? Se lee en soledad. El arte es un trabajo individual y suena 
        dentro del recinto en el que se lo trabaja. De ahí a que se crea 
        que es una necesidad que otro lo escuche hay un largo espacio. Y, por 
        otro lado, cuando la música es buena, cura. Cura. Sóloeso. 
        Entonces, ahí sí hay que difundirla. No hablo de mí, 
        por supuesto. Yo no sé qué curo. Más bien a alguno 
        le debo desvirular el bocho, por los tonos que uso, ¿no? La música 
        es algo que va más allá de si uno da recitales o no. Hay 
        que librarse de todo eso y quedarse con la naturaleza del sonido, como 
        para ver bien a qué jugamos con este lenguaje tan maravilloso. 
        Y a mí, que me siento un pequeño músico, frente a 
        músicas que son el cielo, me encanta poder difundir algunas ideas 
        que creo que son válidas. Me encanta poder hablar de lo sagrado 
        que tiene el sonido. De esa arcilla con la que, si se tiene la visión 
        del cielo, se puede elaborar el cielo. 
        
        
      
        
        
        
        
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