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  grandes putas del cine
          
       de Greta Garbo a Nicole Kidman

El impacto de Nicole Kidman en Moulin Rouge ha despertado en Feinmann un mundo de sensaciones, pero sobre todo una imperiosa necesidad de rendir homenaje a las más célebres cortesanas del celuloide. Urgido por recordarlas a todas, Feinmann va de Garbo y la Taylor a Julia Roberts y Kidman, para descubrir el destino que Hollywood le depara a las más putas: la simpatía de la Academia y una muerte que las vuelve puras.

 

 

 

theresa russell en prostituta, marlene en el ángel azul, elizabeth shue en adiós a las vegas, nicole en moulin rouge

 

 

Por José Pablo Feinmann

Greta Garbo
en La dama de las camelias
“Puta sin tuberculosis es puta, pero no tanto”, suele decir un amigo mío y piensa, siempre que lo dice, en La dama de las camelias y en el tango “Griseta”. La divina Garbo instala ese modelo de mujer pálida, consumida por la cruel enfermedad del romanticismo, pero acaso más consumida por sus pecados que no han cesado ni cesarán hasta el día del escupitajo final, si se me permite decirlo así. Uno la ve a la “divina” y muy prostituta no da. Era un poco gélida la Garbo. Le salía mejor decir “Quiero estar sola” que “Quiero coger”. La primera frase la dice asiduamente en Grand Hotel, la segunda no la dice en La dama de las camelias, pero se supone que debía decirla pues era ese oficio, el de coger por dinero, el que ejercía. Sin embargo, antes que una puta, antes, incluso, que una prostituta, la Garbo se ve aquí como una cortesana. Una exquisita mujer de mundo, que sabe vestir los colores blancos que le diseña Adrian (el gran diseñador de la Metro) y juega durante los cien minutos del film a ser un cisne que agoniza.
Pero Garbo era Garbo, sabía hacer las cosas, les entregaba cierta eternidad. Su modelo de prostituta ha permanecido. Es la mujer que desborda sabiduría, conocimiento de la vida. Es protectora y capaz de enamorarse. Es frágil pero soporta en secreto su condena. Tose y se lleva el pañuelo a los labios, disimulando. Así, su enamorado, Armand (Robert Taylor), no se entera de esa condena y la ama como si ese amor fuera a durar siempre. La historia es triste y establece la dura condena que la ficción descarga sobre las prostitutas: el verdadero amor les está vedado. Garbo muere en brazos de Armand y su muerte es uno de los instantes más sublimes del cine. Ella se desvanece, hace algo con los ojos, arquea levemente su cuerpo tísico y Armand comprende que ahora lo que tiene entre sus brazos es sólo un cadáver.
No es casual que Dumas hijo le haya endilgado el mal del siglo XIX a su heroína. Las prostitutas son personajes que se llevan bien con el romanticismo. Son pasionales, tormentosas, ajenas a la razón, dionisíacas y no apolíneas, desafían los dogmas, lo clásico, lo establecido. Son el Sturm und Drang entre sábanas agitadas. De este modo, han nacido para la pasión, el pecado y la enfermedad, que es su castigo.
Para el tango son, además, francesas. Puta, francesa y tuberculosa son casi lo mismo. “Ando con una francesa”, expresaba clase y poder para un porteño. Francesa era sinónimo de cortesana. Y una cortesana es una puta fina, es decir, una puta francesa. La historia de Griseta no es la de Camille, pero su enfermedad sí. “Mezcla rara de Museta y de Mimí”, dice ese tango de González Castillo y Enrique Delfino. Y también: “Era la flor de París/ que un sueño de novela trajo al arrabal/ Y en el loco divagar del cabaret/ al arrullo de algún tango compadrón/ alentaba una ilusión/ soñaba con Mimí/ quería ser Manón”. Y por fin: “Francesita, que trajiste pizpireta/ sentimental y coqueta/ la poesía del Quartier/ Quién diría que tu poema de Griseta/ sólo una estrofa tendría/ la silenciosa agonía de Margarita Gauthier”. Pobre Camille. Pobre Margarita. Pobre Griseta. Pobres prostitutas. Condenadas a morir sin conocer el amor verdadero, o a sufrir -.si lo encuentran– la condena de no poder gozarlo.

Marlene Dietrich
en El ángel azul
La película de la Dietrich es de 1930, es anterior a la de Garbo, pero no me interesa la cronología sino el diseño del personaje en cuya búsqueda estamos. Ese personaje es la prostituta y pocas lo encarnaron con la agresividad de Marlene en la película de Josef von Sternberg. Ella, Marlene, se llama Lola Frohlich y le dicen Lola-Lola. Tumultuosa y sexual, habita entre la niebla decadente del cabaret de la República de Weimar.(Bob Fosse, con talento, recreará el personaje en la Sally Bowles, Liza Minnelli, de Cabaret.) Cierta noche, la ve y la escucha cantar un profesor que tiene el mismo nombre que Kant, pues se llama Immanuel, Immanuel Rath. Todo el film gira en torno al conflicto entre lo racional y lo irracional. Es esquemático, y tal vez de aquí provenga algo de su formidable efectividad. Es, además, una de esas obras que se instalan en una coyuntura tan densa de la historia que todo las resemantiza. El ángel azul se filma tres años antes del ascenso de Hitler al poder y narra la humillación de la inteligencia, de la cultura, de la razón por lo irracional, lo vital, lo corporal, lo sexual. Parecieran Descartes, Kant (no en vano Rath se llama Immanuel) o el Iluminismo sometidos por Nietzsche. Y ésa es una de sus lecturas. Lo racional cede ante lo dionisíaco. Lola-Lola es bellísima, tiene lujuria para cantar, para moverse y –como si fuera poco– se mueve con las piernas de Marlene Dietrich, que, lo sabemos, son maravillosas. Rath cae literalmente a sus pies. Pero ella –que es mala como el pecado– lo desprecia, lo somete, infinitamente lo humilla. En el final, el profesor llega al aula vacía de la Universidad, se sienta al pupitre desde el que dictaba sus clases, se aferra a él y queda así, muerto. Recuperar su dignidad fue morir.
¿Cuál era el “mensaje”? Las lecturas son muchas. Una que suele hacerse es que Immanuel Rath representa los valores del espíritu que están a punto de ser arrasados por el barbarismo nazi. Ahí, en ese pupitre, es el último símbolo de la República de Weimar, que muere sin desprenderse de sus ideales, del sentido racional de la existencia. Pero esta lectura no agota el film. A mí siempre me pareció que Lola-Lola era demasiado linda como para ser el nazismo. También siempre lo vi algo ridículo y petulante al profesor Rath. Para decirlo claramente: Lola-Lola no es el Mal, es el Pecado. Que no son lo mismo. Los nazis fueron el Mal, sin vueltas; el Mal en estado puro y también el Mal sin pasión, la “banalidad” del Mal. LolaLola es la tentación, la lujuria, la exaltación de la corporalidad, el sexo como libertad y como júbilo. Lola-Lola es, en suma, más fascinante que el profesor Rath. O encarna cosas sin las cuales (sin la experiencia de las cuales) no puede decirse de ningún hombre que sea inteligente.
Así de complejo es el film. Puede leerse también por medio de la antinomia civilización-barbarie. Y desde aquí entender que esa cabaretera, esa cantante que dice “estoy hecha para el amor de la cabeza a los pies”, expresa la eterna seducción que la barbarie tiene sobre la inteligencia. La seducción del vértigo, de lo irracional, de lo prohibido, de lo que se niega, de lo que se teme, de lo bárbaro entendido como lo Otro, como lo ajeno a la conciencia. Así, en su figura final, Lola-Lola es el inconsciente freudiano y el racionalista profesor Rath prefirió morir antes de enfrentarlo, antes de asumirlo, antes de admitir que Lola-Lola era él. (En 1959, la muy rubia y desabrida sueca May Britt, que supo ser célebre por protagonizar un matrimonio interracial con Sammy Davis Jr., cometió una remake del film de von Sternberg. Con cierta crueldad pero indiscutible exactitud, suele decirse que May Britt haciendo de Marlene Dietrich fue como si Shirley Temple hiciera de Mae West.)

Madonna en Evita
La interpretación tradicional de las prostitutas es la que las perdona -purificándola– por medio de la muerte. Pensemos en el musical Evita o (ya que aquí hablamos de cine) pensemos en la película de Parker-Madonna. Nadie duda de la unidireccional lectura que el film hace de Eva Perón: una chica de pueblo que utiliza su cuerpo para arribar al poder. En suma, una prostituta tramada por la ambición. Su primera “conquista” es la del cantante Agustín Magaldi, a quien usa para llegar a Buenos Aires. También se insinúa que la madre de Eva (Doña Juana) regentea un burdel en el originario pueblo de Junín. Evita creció en un prostíbulo. (El film, talcomo el musical, sigue fielmente el libro de Mary Main, La mujer del látigo, que era un rejunte de los peores chismes que decían las clases altas sobre Eva y el peronismo en general.) Evita llega a Buenos Aires y su ascenso inescrupuloso sigue su rumbo. Su cuerpo es siempre su instrumento. De esta forma, conquista a empresarios radiales para hacerse actriz y a militares para acercarse a su meta más ansiada: el coronel Perón. En una fiesta, junto a uno de estos militares (un peldaño más en su carrera vertiginosa e impúdica), la encuentra Agustín Magaldi, quien ha animado la reunión con algunas de sus viejas canciones. Evita le dice: “Veo que tu número no ha variado demasiado”. Magaldi le echa una ojeada al milico que la acompaña, luego la mira y dice: “Veo que el tuyo tampoco”. O sea: “Nena, seguís siendo la misma puta de siempre”. Todos estos episodios están subrayados por un curioso personaje que interpreta Antonio Banderas. Equivale al Che de la versión teatral. Aquí sería una especie de Juan Pueblo. El tipo habla pestes de Evita durante todo el film: es una arribista, una ladrona (se roba la plata de la Fundación), una represora, una dictadora, una demagoga, una enemiga de la gente decente y de la democracia. No obstante, la acusación que permanece del principio al fin es la de “prostituta”. Es mala porque es puta. Y se acabó.
Pero Evita (como adecuadamente deben hacerlo las putas en los folletines) se muere. No de tuberculosis, de cáncer. Y no sólo se muere, sino que agoniza. Largamente la vemos morir. Tan largamente como a la Garbo en La dama de las camelias. Y ya se sabe: la muerte purifica todos los pecados. Hasta los de las prostitutas. Hasta los de Eva Perón. Así, durante la escena del sepelio, Banderas o Juan Pueblo, se acerca respetuosamente al féretro y... lo besa. El Pueblo ha perdonado a la Evita-Puta porque la Evita-Puta –tal como corresponde a una puta hecha y derecha, que sabe saldar sus deudas– sufrió como una perra y al final se murió. Que descanse en paz. Ahora es buena. La puta buena es la puta muerta.

Lo que el viento se llevó
y El Gatopardo
Nadie recuerda a Ona Munson. En un mundo que no recuerda a Kafka o a Melville o a Berg puede aceptarse sin mayor dolor el olvido de Ona. Sin embargo, hizo la prostituta de Lo que el viento se llevó. (También trabajó con Josef von Sternberg en La pecadora de Shangai: se dio sus gustos.) Así, es posible que todos recuerden a Ona Munson ya que nadie (o casi nadie o, al menos, no tantos como los que olvidaron a Kafka, Melville y Berg) ha olvidado Lo que el viento se llevó. Ona Munson hace Belle Watling, la rumbosa prostituta de Atlanta, amiga de Rhett Butler, el amor imposible de Scarlett O’Hara. Belle Watling es la prostituta buena, generosa, que ha hecho dinero y sabe dar cobijo. Rhett Butler (Clark Gable) busca en su destellante prostíbulo satisfacción a sus desbordes vitales. Porque Rhett es el espíritu del Norte industrialista. Siempre se ha dicho que Lo que el viento se llevó sostiene una “óptica sureña”, pero no es así: la mayoría de los episodios (o muchos de ellos y decisivos) se ven desde el punto de vista mercantil y pragmático de Rhett, cuyo cinismo y desencanto prefiguran el de otro enamorado perdedor que llevará las iniciales de su nombre: Rick Blaine (Humprhey Bogart) en Casablanca. Rhett nunca puede tener a Scarlett: ella siempre amará a Ashley Wilkes (el soñador caballero sureño). Rick nunca tendrá a Ilsa Lund: ella se irá con otro soñador, con Victor Laszlo, el heroico luchador antinazi. Pero ahora hablaremos de Belle Watling. La prostituta que se ennoblece por la caridad.
Rhett se divierte en el prostíbulo de Belle. Hasta le regala uno de sus hermosos pañuelos de bolsillo. Belle es abundosa, vital, se desborda una y otra vez. Nadie la quiere, nadie la acepta entre la gente decente de la aristocrática ciudad de Atlanta. Cierta noche, en medio del inminentedesastre, de la inminente derrota, Belle se allega al Hospital donde agonizan cientos de soldados sureños. Quiere dar dinero. La desdeñan, la echan. Alguien, sin embargo, la llama: es Melanie Hamilton (Olivia de Havilland). Melanie no sólo representa la exquisitez de la mujer sureña, también está urdida por una bondad infinita. Le pregunta a Belle para qué ha venido. Belle dice que quiere ofrecer una suma de dinero para el hospital. Alguien, coherentemente, le grita: “¡No queremos su dinero!”. Melanie impone silencio y le dice a Belle que sí, que ella aceptará su dinero, y que aprecia su bondad. Belle dice que no lo hace porque es buena sino porque es una buena confederada. Sujeto por un pañuelo blanco entrega el dinero y se va. (La “más pura” de las mujeres del film ha sido la que ha aceptado, comprendido a la “más impura”.) Melanie abre el pañuelo: son muchos dólares en oro. No en papel, en oro. Melanie exclama: “¡Qué buena mujer!”. Y proviniendo de la santa de Melanie ésta es una absolución para Belle. Scarlett agarra el pañuelo y ve las iniciales RB: Rhett Butler. Así, descubre que Rhett -.además de todos los defectos que odia en él y le impiden y le impedirán amarlo– es un putañero. Scarlett se enfurece: “Si esa mujer fuera una dama... se las vería conmigo”. Pero no es una dama. Es Belle Watling, la prostituta de Atlanta.
Belle diseña otro aspecto de la prostituta en el cine: se la termina aceptando porque es generosa, porque contribuye a una buena causa y porque, también, entrega diversión y vitalidad a un Rhett Butler que no puede encontrarlas en otro lado. Es la prostituta que consuela a un héroe solitario, que sufre de amores no correspondidos. Belle prefigura a otra entrañable prostituta que entregará (en un film tan inolvidable como Lo que el viento se llevó, pero superior) Luchino Visconti. Todos sabemos que -.en El Gatopardo, 1963– el príncipe Fabrizio Salina (Burt Lancaster) besaba, todas las noches, en el lecho matrimonial, a su muy católica esposa. Todos sabemos que luego ella se santiguaba. Todos nos hemos reído en esa escena pero lamentamos también que un hombre tan pleno como el príncipe Fabrizio Salina estuviera casado con mujer tan marchita. Sin embargo, cierta noche, amparado por un cura cómplice, el príncipe sale de su casa, recorre algunas callejuelas, se separa del cura y continúa su marcha hacia una puerta en la que golpea imperativo. La puerta se abre y aparece una mujer hermosa, sensual, con un pelo negro que le cae en cascada y unos ojos que brillan desbocados de lujuria. Echa sus largos brazos al cuello del príncipe y con una voz susurrante y espesa dice: “Principone mío”. El príncipe Fabrizio entra a la casa y todos sabemos que esa noche nadie se va a santiguar por causa de sus besos.

Elizabeth Taylor
en Una venus en visón
La Taylor tiene una gran escena en este film. La escena es grande porque es valiente, porque es inusual que una estrella se anime a hacerla. Pero Liz quería ser mala en esta película. Acaso el negocio de la película radicara en eso y todo estaba planeado, cómo no. Liz había hecho cosas terribles en la realidad. Había destruido a la pareja ideal del Hollywood de los cincuenta. Le había robado el marido a Debbie Reynolds, que estaba casada con Eddie Fisher y hasta habían hecho (en 1956) una horrible película llamada Bundle of Joy, cuyo nombre en español desconozco, y que trataba sobre un niñito que Debbie tenía que cuidar y Eddie la ayudaba y había alguna complicación, en fin, no sé, una idiotez. Pero “ellos” (Debbie y Eddie) eran “la” parejita de los yanquis en esos cincuentas arrasados por la moralina de clase media y el macartismo. Bien, Liz los aniquiló. Lo volvió loco a Eddie y Eddie dejó a Debbie y se fue con ella. Entonces Liz hizo dos cosas: se enfermó (siempre estaba enferma la Taylor), le hicieron, creo, una traqueotomía y luego filmó Butterfly 8 (Una Venus en visón), film que dirigió Daniel Mann basándose en una novela de John O’Hara. Liz, aquí, se llama Gloria Wandrous y está en busca de esoque las mujeres yanquis llaman “Mr. Wright” y parece que no existe. En tanto busca a “Mr. Wright”, Gloria Wandrous se entretiene como call girl. La gran escena es esta: enfrentada a Laurence Harvey (quien intenta ser “su” hombre en la peli, sin conseguirlo), le narra un hecho de su infancia. Su padre la violaba. Tenía un padre obstinado por el incesto que la violaba sin cesar. Todos creemos que Liz llorará con inabarcable dolor. Así también lo espera Harvey, dispuesto ya a abrazarla y darle consuelo. Entonces Liz grita: “¿Y sabes algo? ¡Me gustó! ¡Me gustó! ¡Todas y cada una de las veces que lo hizo me gustó!”. ¿Qué tal? ¿De qué otro modo podría terminar la película sino con el escrache total y definitivo del automóvil de la Taylor con ella, claro, adentro? El papá la violaba y ella, ahora, confiesa descaradamente que le gustó. O sea, era puta desde chiquita la muy puta. A la muerte con ella. Que termine ahí, carbonizada entre los fierros de ese auto justiciero. Sin embargo, Liz seguía delicada de salud. Y aún no había encontrado a Richard Burton. Y ya había pagado sus pecados en la película. La Academia, entonces, le dio un Oscar. Puta con Oscar, puta redimida.
Hay que señalar –dentro de lo que Una Venus en visón le añade a la figura de la prostituta en el cine– que la desafiante admisión del placer, del goce en el ejercicio del sexo no es habitual. Más aún en la especial circunstancia en que Liz dice haber gozado: entre los brazos de su padre incestuoso. El acto la señala como una de las más malvadas prostitutas, pero a la vez ese “¡Me gustó!” resulta perturbador. Muy especialmente en labios de una estrella -.y de las más grandes de todos los tiempos– que suponemos trabaja siempre para lograr el amor de su público. La Taylor fue más allá de sí misma, más allá del star system, más allá del bien y del mal. Y se llevó un Oscar a su casa. Después conoció a Burton, hicieron Cleopatra (otra chica de moral dudosa) y armaron tal desatino que arruinaron la producción. Pero esta es otra historia, como decían en Irma la dulce, esa prostituta de París que hizo Shirley Mac Laine.

Annie Girardot
en Rocco y sus hermanos
Yo, que ando todo el tiempo hablando de películas norteamericanas, amo en totalidad el cine de Visconti. Rocco tiene una desmesura trágica avasallante. Y la tragedia se encarna en Nadia, la prostituta que hace Annie Girardot. Annie era joven y terriblemente sensual cuando hizo Rocco. Tenía en la cara todo el dolor del mundo, pero también la furia, la inteligencia y el deseo de amar verdaderamente a alguien. Su amor será Rocco Parondi (Alain Delon, jamás como aquí) y ese amor será trágico, imposible. No hay retorno para Nadia. Es tarde y siempre fue tarde. El hermano de Rocco, Simone Parondi (Renato Salvatori, gigantesco en manos de Visconti, genial director de actores), la humilla ante Rocco, violándola con su pandilla de lujuriosos pendencieros. Ella, ahora, no se siente digna de Rocco. Vuelve a su profesión. Pero Simone no logra olvidarla y va en su busca. La encuentra en un paraje frío y desolado. Nadia llega con un cliente. Lo ve a Simone. El cliente huye. Nadia se recuesta contra un poste, esperando a Simone. Simone se le acerca con un puñal en su diestra. Ella abre los brazos, recibiéndolo. Será el orgasmo final, donde la muerte es parte del infinito placer. Y será, también, la inmolación. Simone la acuchilla. Ella cae, se arrastra por el barro y empieza gritar no quiero morir, no quiero morir. Qué película. Qué director. Alguna vez leí que alguien dijo de Joseph Conrad: “No sé si es el más grande de los novelistas, pero jamás hubo un artista más grande que escribiera novelas”. Lo mismo le cabe a Visconti. Es arduo decir si fue o no el más grande de los directores de cine. Pero jamás hubo detrás de una cámara un artista más excepcional.

Magali Noel en Amarcord
Magali nunca fue una chica recatada. Yo era casi un niño cuando la vi en La isla del deseo. Ahí, el protagonista, Cristian Marquand, naufragaba en una isla desierta con Rossana Podesta (que fue Helena de Troya en el film de Robert Wise de 1955 y luego la chica de la comedia italiana Siete hombres de oro), Dawn Addams (hermosa modelo que Chaplin eligió en 1957 para que lo acompañara en Un Rey en Nueva York) y Magali Noel, que habría de ser la Gradisca de Fellini. Marquand las enamoraba a las tres y vivía con cada una de ellas tórridas escenas de amor. Un amigo de esos años se obstinaba en preguntar: “¿Encima le habrán pagado a este tipo por hacer la película?”. La más sexy de las tres era Magali, que haría varios productos similares y que también habría de estar inolvidable –como mujer perdida y, sobre todo, de perdición– en Rififí, de Jules Dassin. Pero su verdadero personaje inolvidable se lo dará Fellini en Amarcord. Es, sí, la Gradisca.
Alguien dirá que la Gradisca no es una prostituta. Falso. El concepto de prostituta tiene cierta elasticidad. Ingrid Bergman, en Notorious (Tuyo es mi corazón, su horroroso, indigno título en español), se prostituye por Estados Unidos, por la patria. Se arroja en los brazos del nazi Claude Rains para servir a su país, para trastornar de celos a Cary Grant y para limpiar la injuria del pasado nazi de su padre. También Demi Moore se prostituye en Propuesta indecente: Robert Redford le ofrece un millón de dólares y se la lleva a su cama. Gradisca no se prostituye por la patria, pero sí por su pequeño pueblo. (Recuerden: Amarcord transcurre en la Italia fascista de los años treinta, en un pueblito que, suponemos, es una recreación que Fellini hace de su, digamos, solar natal.) La cosa es así: a Gradisca le piden que entregue su delicioso, contundente cuerpo a un príncipe que habrá de alojarse en el Grand Hotel. El príncipe está ligado al más elevado poder fascista y .-con ese poder– ayudará, si alguien lo convence, al pequeño pueblo, que crecerá pujante. Algo así. (En verdad, lo que Fellini busca contar es por qué Gradisca se llama Gradisca, ya que nadie lo sabe y en el origen de ese nombre hay una buena historia.) La cuestión es que un lujoso automóvil pasa a buscar a Gradisca y la conduce al Grand Hotel. Ella entra en la habitación del príncipe. “Una vez dentro .-escriben Fellini y Tonino Guerra en la novelización que hicieron del film–, lo primero que mira es al techo. Un techo alto y cubierto de estucos. La habitación es amplia, con una inmensa cama con baldaquino; hay muebles laqueados y un diván. Y allí está el príncipe, en tight, mirando a través de los cristales. Es un hombre alto y delgado. La Gradisca se acerca a la cama. Está tan sugestionada que le resulta difícil hasta desnudarse. Se baja las medias, sin quitarse antes los zapatos; y las bragas antes que el vestido. Y una vez desnuda, se echa en la cama, se ordena el cabello sobre la almohada y con voz emocionada se dirige al príncipe:
–Señor príncipe, gradisca.
Gradisca, en dialecto, significa “Cuando usted guste”, acaso también “Sírvase”. Así es como la Gradisca se gana su nombre, ya que antes de esa noche nadie le decía “Gradisca”. Una noche de puta y un nombre para toda la vida.

Mira Sorvino
en Poderosa Afrodita
El de prostituta es uno de los papeles más codiciados por las actrices. A una prostituta siempre le pasan más cosas que a una secretaria, a un ama de casa o a una profesora de literatura. (Que, desde luego, no se dediquen además a la prostitución, algo que suele ocurrir.) Así las cosas, hacer de prostituta –como hacer de freak, de idiota o tarado conmovedor y en constante lucha contra la desgracia– suele ser un camino al Oscar. Mira Sorvino se lo ganó por Poderosa Afrodita. Woody Allen golpea su puerta y Mira abre. Con una voz que recrea (muy talentosamente en verdad) la de Judy Hollyday en Nacida ayer, la de Jean Hagen en Cantando bajo la lluvia y la de Melanie Griffith siempre, le dice: “Vos debés ser mi cita de las seis y media”. “Sí”, dice Woody y entra. Luego ella le dice que tiene una cara especial, triste. Y define: “Tenés la cara de alguien que hace seis meses no se liga una buena mamada”. Woody acepta, algo así, en efecto, le ocurre. Mira se larga a hablar de su profesión. Lo suyo, dice, es ser actriz. No hace mucho que lo descubrió, pero ahora, sin vueltas, está segura. Woody le pregunta cuándo fue que se dio cuenta, en qué momento. Mira se entusiasma y se desboca en la descripción: “Oh, sí, en qué momento. Bueno, estaba haciendo una película pornográfica. Y un tipo me la daba por detrás mientras yo se la mamaba a otro. Y ahí, ahí sí, ahí me dije: ¡Oh, Dios, lo mío es la actuación!”.

Jodie Foster,
la más joven de todas
Jodie tenía catorce años cuando hace Taxi Driver. No hay quien no recuerde su prostituta-niña. Esa frágil y perversa Iris Steensman sometida por el bizarro pimp que es Harvey Keitel. Pero, en ese año de 1976, Jodie hizo dos prostitutas. Y las dos fueron formidables. Una, Iris, que se dispone a abrir sin hesitación de ningún tipo el cinturón del letal justiciero De Niro para propinarle una fellatio. Y la otra es la Tallulah de Bugsy Malone, película discutible, de la que se podrá decir lo que se quiera menos que Foster no estaba maravillosa y cantaba con enorme sensualidad “My name is Tallulah”. ¿Que Tallulah no era prostituta? ¡Vamos! Ocurre que Bugsy Malone es una peli para niños y nada se explicita demasiado, sobre todo en “esos” aspectos. Pero si uno la ve a Jodie (a Tallulah), la ve moverse, sonreír y narrar en su canción “Tallulah fue educada en Carolina del Norte”, no puede vacilar. ¿Para qué creen que fue educada Tallulah en Carolina del Norte?
El papel de Iris en Taxi Driver consagró a Jodie y casi le da un Oscar. Lo dicho: en el cine, rinde ser prostituta. Los jurados de la Academia son muy sensibles a sus peripecias. (No olvidar el Oscar a la Taylor en Butterfly 8.) Donde no rinde ser prostituta es en Whitechapell, durante esas noches frías y neblinosas, con Jack el Destripador deambulando por ahí con su maletín de médico y sus demoníacos escalpelos.
Jack el Destripador
contra todas
Se sabe: Jack el Destripador era impotente o su madre había sido prostituta. Tal vez las dos cosas. El tipo las odiaba. Una película sobre Jack garantiza ciertas cosas: el clima neblinoso del Londres victoriano (que le corresponde tanto a Jack como a Sherlock Holmes, dos misóginos, de aquí que siempre se pensará que Jack era Sherlock y viceversa y que si Sherlock no lo descubrió fue porque no podía descubrirse a sí mismo), cantinas con canciones alegres, callejuelas estrechas, miseria social y prostitutas despanzurradas. Muchos, secretamente, gozan con estos matarifes de mujeres. De aquí que el género “asesinos de mujeres” sea eso: nada menos que un género del arte del cine. Es así: el mundo está lleno de misóginos e impotentes. Y cada mujer que Jack destripa es una víctima ofrecida al altar de esa modalidad de la, digamos, condición humana. Se encuentra cierta abyecta justicia en el escalpelo del destripador: que paguen esas malas mujeres, esas putas impuras. ¿O acaso Jack mataba a las señoras de la burguesía victoriana? (El film de Luis Bunuel, Belle de Jour, introduce esa fascinante complejidad en el mundo de la burguesía: la señora de su casa que se prostituye y, además, goza y se entrega a diversas perversiones: ¿qué había en la caja del chino?.)
La cosa es que las películas sobre Jack el destripador son muchas y se siguen haciendo. O porque al degenerado nunca lo descubrieron, o porque laniebla de Londres fotografía bien o porque a mucha gente le encanta ver cómo se faena una puta. O por todo eso a la vez.

Clint Eastwood cabalga
para salvarlas
El pueblo se llama Big Whiskey. Una pandilla de tipos malos le tajea la cara a una prostituta. Sus compañeras ofrecen una recompensa para quien haga justicia, ya que el sheriff del pueblo, un tipo que se llama Little Billy Daggett (Gene Hackman) y es un malvado de aquellos, no se ha preocupado por encarcelar a los responsables. El veterano Eastwood, que necesita esa recompensa, monta otra vez a caballo, convoca a un par de viejos amigos y cabalga hacia el pueblo. Pasarán muchas cosas. Pero Eastwood, finalmente, matará a Little Big Daggett y hará morder el polvo a quienes ultrajaron el rostro de Delilah, la joven, desdichada prostituta. Como todo verdadero cowboy que ha hecho justicia en un pueblo, Eastwood, en el final, decide irse. Y entonces ocurre algo excepcional. Porque Clint, en el centro de la calle del pueblo, antes de irse, sosteniendo un rifle insoslayable, les grita, amenazadoramente les grita a todos: “¡Y no molesten más a las putas!”. Y ahí, recién ahí, se va.

Prostitutas del hogar
“Un hombre público”, se dice de un buen señor burgués que se dedica a cosas trascendentes. Una mujer pública es una puta. Esta vieja concepción machista y burguesa confina a la mujer al ámbito privado; ahí, ya como madre, ya como esposa, como “ama”, en fin, del “hogar”, encuentra su más honda respetabilidad. La prostituta, por el contrario, hace público su cuerpo, que la mujer honesta reserva sólo para su esposo en el ámbito íntimo y honorable del hogar. (El film de Hitchcock se llama, justamente, Notorious porque señala la “notoriedad” que cobra el cuerpo de la Bergman al entregarse al nazi Claude Rains, aun cuando lo haga “por la patria”.)
Liliana Esclair me dice (y tiene razón) que existen las prostitutas del hogar; esas señoras que se casan para ser mantenidas por sus honorables maridos, para tener seguridad y no preocuparse por nada serio, salvo entregar su cuerpo y su módica pasión a un marido que seguramente tiene alguna amante “fuera” del hogar, cosa que ella, la prostituta hogareña, sabe pero acepta. Como vemos, las “prostitutas del hogar” son absolutamente detestables. No sólo no corren el riesgo –como las otras– de encontrarse con Jack el destripador, sino que no corren ningún riesgo, pues es para eso que se prostituyeron. Escupamos sobre ellas.

Elisabeth Shue
en Adiós a Las Vegas
Esta honesta película de 1995 narra las desoladoras, finales peripecias de un alcohólico que decide matarse bebiendo y de una prostituta que lo acompaña. Dos perdedores devastados, sin retorno, sin recuperación posible. No es casual que las confesiones que se hacen sean descarnadas, definitivas. Él le narra la vida de un alcohólico. Ella, la de una prostituta. El rostro de Shue es tomado de perfil y ella habla lentamente mientras la cámara se le acerca en busca de un close up que será intolerable. Ella dice muchas cosas, acaso todas. Pero hay una que no pude olvidar. Odia, dice, a ciertos clientes. “Sobre todo a los que se empeñan en eyacular sobre mi cara.” Greta Garbo jamás habría dicho una línea como ésa. La prostitución no es romántica.

Otras grandes,
impecables putas
Compréndame: le dicen “el oficio más viejo del mundo”, ¿cómo no habría el cine de estar profusamente habitado por ellas? Compréndanme: ¿cómo dar cuenta de todas? Compréndanme: a las que olvide (a las que necesariamente olvide) no será por considerarlas menos putas que a las otras, será porque necesitaría un libro, un largo ensayo, un tratado para cobijarlas. Ha sidotan transitado el oficio y es tan venerable y antiguo que hasta María Magdalena, famosa prostituta que trabajó primero en un best-seller (La Santa Biblia) y luego en muchas películas, lo ejerció en los tiempos originarios de la edad cristiana. Fue Martin Scorsese, sin embargo, el que más la hizo lucir, ya que en La última tentación de Cristo la Magdalena se da muchos gustos. Se apropia de Barbara Hershey (que estaba bellísima en este film) y con esas formas opulentas y lujuriosamente diseñadas de Barbara se apropia del mismísimo profeta de Nazareth y le hace pasar un rato formidable, motivo por el cual el film de Scorsese sigue prohibido en esta país tan, tan, tan católico que la mujer del Presidente aún derrocha los escasos fondos de nuestro escaso Estado para hacer pesebres en la Casa de Gobierno. La estirpe de María Magdalena se prolonga, se prodiga en cientos de películas y bellas mujeres. Elijan: Susan Hayward en La que no quería morir, donde no sólo es puta Susan sino ladrona y mentirosa y fiestera y amiga de muchos malos muchachos, razón por la cual la meten de cabeza en la cámara de gas y luego le dan un Oscar que (seamos justos) Susan merecía hacía rato, sólo que no había advertido la simple, desnuda verdad: aún no había hecho de puta; había hecho, sí, de borracha (Mañana lloraré), pero borracha es menos que puta para la Academia, de modo que Susan se arremangó y se dijo esta vez no se me escapa el tío Oscar y lo hizo todo: puta y muerte lenta, cruel, en la cámara de gas; no podía fallar, ganó. Bette Davis en Mujer marcada, donde la Davis, con su habitual intensidad, hace un tipo muy transitado de prostituta: la amiguita de los gángsters. Todas esas chicas (aunque lo disimulen bailando con Gene Kelly, como la inenarrable Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia, donde, recuerden, se va tras el destellante collar que le exhibe el gángster y lo deja sin piedad al bueno de Kelly), todas esas chicas, insisto, todas esas pibas que andan con los tipos del hampa, como la misma Cyd en el ballet tipo-Mickey Spillane de Brindis al amor, como Jean Hagen en La jungla de asfalto, como Gloria Grahame en Los sobornados, como Rita Hayworth en Gilda, como Jane Greer en Retorno del pasado, como Judy Holliday en Nacida ayer, como Jean Wallace en Gángsters en fuga, como tantas otras, todas esas chicas, insisto, son, con perdón, putas, y que nadie pierda el tiempo en demostrar lo contrario. También es puta Theresa Russell en Prostituta, en medio de los sórdidos excesos de Ken Russell. También lo es Brooke Shields en Pretty Baby, notable film de Louis Malle. También Dolly Parton en La mejor casita de placer en Texas (a Dolly no le falta con qué hacer de prostituta). También Jane Fonda en Mi pasado me condena (Klute), un film en el que Jane estuvo como nunca, se ganó -¡desde luego!– un Oscar y dejó para todas las antologías del cine la secuencia en que está con un cliente, ahí, en la cama, co –según se suele decir– giendo, y jadea, y jadea y ya la presentimos llegando a un orgasmo espectacular y, de pronto, ella, siempre cogiendo y entre opulentos jadeos, mira el reloj... porque está apurada y otro cliente la espera. También la novia de Gypo Nolan, el desgarrado, patético delator dublinense de, precisamente, El delator, ese inmenso film de John Ford en el que Gypo entrega a su mejor amigo para sacar a su novia puta de las calles de esa Dublin llena de niebla y de miseria. También Michelle Pfeiffer en Los fabulosos Baker Boys, donde hace -.maravillosamente– de Susy Diamond, una ex call girl y cantante que se une a los dos perdedores hermanos Baker, se enamora de uno, de Jack (Jeff Bridges), y le dice que no la pasaba bien trabajando de call girl, salvo cuando la llevaban a las convenciones de fabricantes de jabón porque los tipos, por lo menos, “eran limpios”. Increíblemente, Michelle se ganó un Globo de Oro y una nominación para el Oscar, pero no el Oscar, acaso porque su condición de prostituta residía en el pasado y, claro, no era el tema de la peli. También Kim Bassinger en Los Angeles al desnudo, donde hacía de puta tipo-Verónica Lake, se lo levantaba a Russell Crowe, nada menos, ese machazo de California, y se ibacon él en un raro final feliz para una chica de éstas, felicidad que se prolongó en la siguiente entrega de premios de la Academia, ya que (adivinaron, sí) Kim Bassinger, que es una tronca fenomenal, también se ganó un Oscar haciendo de, digamos, chica promiscua. También Jo Van Fleet (formidable actriz) en Al este del Paraíso, donde hacía la secreta, oculta, negada madre de James Dean, que la iba a ver al prostíbulo, que sufría, que decidía, luego, no sufrir solo y lo arrastraba a su hermano, hacia allí, hacia el prostíbulo, y abría una puerta, y ahí estaba Jo, y entonces Dean, Jimmy Dean, lo arrojaba al hermano sobre ella y le decía ésa es tu madre y el hermano, aterrado, huía. (Adivinen: Jo Van Fleet ganó un Oscar por el papel. Pero, largamente, lo merecía.) También Betty Boop, que, como Marilyn, nunca fue santa. También Rita Hatworth en Lluvia, donde hace la Sadie Thompson del novelista preferido del Hollywood de los años de oro: Somerset Maugham, papel que, en 1932, ya había hecho otra mala chica, Joan Crawford, y donde el tema era el recurrente del hombre (un cura en este caso, José Ferrer) que quiere liberar a la prostituta de su pecaminosa existencia. (No consigue nada el cura: Sadie Thompson lo seduce, lo lleva al pecado y el pobre tipo se suicida.) También Bernardette Peters en el glorioso y maldito film Dinero del cielo (Pennies from Heaven), donde la Peters (que, en verdad, pertenece más a Broadway que a Hollywood aunque es formidable en todas partes) hace una maestra de escuela que se llama Amy, que va a la ciudad en busca del viajante que la embarazó y se encuentra con Jack, un cafishio que hace Christopher Walken, y se transforma en Lulú, donde hay una puta más, como diría Niní Marshall. (En este film, el increíble Christopher Walken hace un strip-tease. Si usted todavía no lo vio a Walken haciendo ese strip-tease en Dinero del cielo, vea, haga algo, porque nadie puede irse de este mundo sin ver eso.) También Giulietta Massina en Las noches de Cabiria, y también Shirley Mac Laine en la creativa remake de Bob Fosse, Sweet Charity, donde Shirley y Chita Rivero y Paula Kelly gloriosamente cantan y bailan una canción que dice una plegaria laica que suelen decir muchas prostitutas: “Tiene que haber algo mejor que esto”. También Julia Roberts y Laura San Giacomo en Mujer bonita, donde la prostitución es un cuento de hadas y una gran mentira, porque no es, definitivamente, eso. Y también, por último, por concluir esto de algún modo, Nicole Kidman, bellísima, en Moulin Rouge, tan puta y tan tuberculosa como la Garbo en Camille, cosa que nos permite totalizar, cerrar el círculo y decirles adiós o mejor, ya que jamás podremos despedirnos, hasta luego, hasta cualquier momento y gracias por el viaje.

Las nuestras, las de por aquí nomás
Asiduamente -.en un restorán de Sarmiento y Montevideo– ceno con algunos amigos que escriben. Digamos Belgrano Rawson, Saccomanno, Sasturain. No siempre pero muchas veces la cosa se hace larga y vuelvo a casa de madrugada. Alta madrugada. Tomo un taxi y miro por la ventanilla. Hace frío en la madrugada, siempre hace frío y a veces mucho. Para llegar a mi casa el taxi debe tomar por Marcelo T. de Alvear hacia arriba, hacia Pueyrredón. Ahí, en cada esquina, las veo. Chicas jóvenes, también travestis. Solas y muertas de frío. Pollera corta. Tacos muy altos. Dan saltitos y se restregan las manos. Para colmo, con incómoda frecuencia, un auto policial se detiene, los policías bajan y las indagan. Entonces hago lo que siempre hago. Le digo al taxista que pare, bajo y monto mi caballo. Saco el rifle de la funda. Al trote lento pero firme, inapelable, voy hacia los canas. Los tipos me ven y, como siempre, se asustan, se meten en el patrullero y se rajan. Yo, furioso, les grito: “¡No molesten a las putas!”. Y después me voy, le pago al taxista y le digo que siga, que ya no lo necesito, que me voy a casa a caballo, como Clint, tranquilo y satisfecho. Ellas me despiden, yo me saco el sombrero de alas muy anchas ylas saludo. Y después, cuando llego a casa, sujeto el caballo al palenque y subo hasta el tercer piso. Golpeo la puerta, escucho unos pasos y espero. La puerta se abre y mi mujer, que sonríe, me echa sus largos brazos al cuello y con una voz susurrante y densa dice: “¡Principone mío!”. Y en ese instante, que es eterno, soy feliz.

 

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