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Confesiones de invierno

 

POR CLAUDIO ZEIGER

“Soy gay”. “Soy lesbiana”. “Soy bisexual”. “Soy cualquier cosa, menos un heterosexual puro y duro.” Para demostrar que los tiempos han cambiado, la confesión ya no tiene lugar ante el cura (o ese sucedáneo moderno, el diván del psicoanalista) sino que lo más democrático es hacerlo frente a los laicos medios de comunicación. Basta de religión, basta de psicología. Con un grabador o cámara encendida, alcanza y sobra porque el efecto se amplifica. En los oídos de quien se confiesa debe sonar –apenas un instante después de dejar caer las palabras de la boca como si se escupiera un viscoso carozo de durazno– la explosión imaginaria que hacen al mismo tiempo los quejidos, murmullos y suspiros de los espectadores. Ya está, ya lo hice. Sólo hay que perder la conciencia por un instante y dejarse llevar, frente a Lanata, Repetto o quien corresponda. Cada uno puede elegir el target según el medio al que va a hacer la declaración: convengamos que no es lo mismo confesarse en Planeta Urbano que en Crónica, en Rumores que en La conversación con Pinky (test de personalidad para hacer en su casa: ¿qué medio utilizaría usted para comunicarle algo tremebundo a los demás?).
Una vez dado el paso, los otros medios se abalanzarán sobre el fenómeno: la revista Noticias puso en tapa “La confesión gay” de los cuatro que habían hablado del tema en los últimos tiempos: Juan Castro, Julio Bocca, Fernando Peña y Gastón Trezeguet (que habló de su sexualidad en la casa de Gran Hermano después de haberlo ocultado en el casting). Si se raspa la cáscara del sensacionalismo, las pullas y el morbo implícito en toda esta movida, queda en pie la primera triste conclusión: se trata de revestir la intimidad o la reflexión acerca de la sexualidad bajo la arcaica forma de “confesión” (también conocida, eufemísticamente, como “reconocimiento público”). Todavía hoy la sexualidad sigue siendo algo que se debe confesar (o sea, que en algún rinconcito del corazón tiene un resto de pecado o de delito implícito). Más allá de esta triste verdad, es algo muy saludable para el sujeto confesante. La recompensa es el alivio, la reparación o la cura (en términos psicoanalíticos: atravesar el fantasma). O conducir un reality-show sobre sexo, o algún nicho mediático en horario de medianoche.
En tiempos no tan lejanos hubo dos personajes argentinos que lo hicieron: el escritor Oscar Hermes Villordo y el modisto Roberto Piazza (cuyo teléfono por estos días debe arder, ya que es casi un pionero en la materia). Villordo hizo algo muy útil con su homosexualidad devenida experiencia: escribió unos cuantos buenos libros (La brasa en la mano, El ahijado, La otra mejilla). Piazza mantiene hasta hoy una postura que podría calificarse como la de la voz de la “sensatez gay”, quizá resignado a tener que explicar su homosexualidad al gran público heterosexual. Ninguno de los dos pudo haber sido sospechado en su momento de alguna forma de especulación: obviamente eran mucho más los perjuicios que los beneficios.
Sobre esta nueva camada de confesados, no se puede medir tan claramente el nivel de especulación. Si uno se detiene en el caso Bocca, se puede pensar que no lo había dicho antes porque nadie se lo había preguntado (variante más común de lo que se puede creer). Como apunta con muy buen humor el periodista Osvaldo Bazán (autor de la nota de Noticias), “como el imaginario popular espera que un bailarín de ballet sea gay, parecería que fuera Maximiliano Guerra quien debiese justificar su heterosexualidad y no Bocca su bisexualidad”. En cuanto a Peña, viene vociferando hace rato lo suyo. Y Gastón se hizo famoso precisamente por eso –abrir la bocota– en Gran Hermano. Castro, por su parte, fue muy cuidadoso confesando lo suyo primero en Planeta Urbano, acorde con su imagen cool, y con declaraciones de una pudorosa corrección política (incluso se negó a hablar para la nota de Noticias).
Por más que para un sector del público sean zafados o valientes, se pueden detectar algunos datos llamativos en este aluvión confesional, que llevan a pensar que aún prima cierta cautela: ninguna mujer confesó sulesbianismo (o no las fueron a buscar de los medios, aun cuando mundialmente ellas van a la cabeza en el famoso coming out). Además, dos de los cuatro confesados optaron por la aparentemente más aceptable “bisexualidad”, una manera de decir que se sale a pasear por los arrabales del sexo pero con el billete de vuelta en el bolsillo. En el ambiente gay, si hay algo visto con mucha sorna, es precisamente la bisexualidad, simplemente porque no resulta creíble, como tampoco resulta muy convincente la confusión gastoniana entre sexo, fiesta y marineros (a propósito de Gastón, puede aventurarse que, consciente o no, él fue el pionero de esta oleada, o, para decirlo bajo la forma de una hipótesis televisiva: la confesión gay es un microfenómeno de los reality-shows, donde evidentemente “cotiza” bien toda forma de diferenciarse).
Los efectos parecen, por el momento, imparables: Castro va a empezar a conducir el reality show Confianza ciega (estrictamente hétero) después de su flamante blanqueo de situación; Trezeguet hizo de notero en Ibiza para Versus y es de suponer que pronto va tener su espacio propio en TV; Peña dobló la apuesta con el anuncio –mitad en serio, mitad en clave de humor negro– de tener sida; Bocca hizo de taxi boy en un excelente episodio de Tiempo final. Y hasta Osvaldo Bazán, el cronista de Noticias, terminó confesando lo suyo (aunque ya lo había empezado a hacer en una nota sobre literatura gay de la revista de la competencia, veintitrés): “Siguiendo una tendencia que los famosos apuntan (...) alguien anunciará su condición gay. Como el autor de esta nota”.
Secretos a voces son revelados: la farándula está llena de chismes y habladurías de índole sexual que transcurren entre bambalinas y pasillos. Esta vez, al calor de los reality-shows, los famosos optaron por diferenciarse de sus antepasados hablando abiertamente (aunque no por eso sin eufemismos ni reservas obvias) sobre su “vida privada” (ese otro eufemismo). La TV tiene el raro mérito de desarticular el carácter revulsivo de casi todo: ¿por qué entonces no va a lograr desactivar la transgresión que suele asociarse a la sexualidad? Quizá estemos ante el comienzo de una especie de autoblanqueo del mundo del espectáculo que con el tiempo se volverá rutinario, casi burocrático: como un micro nocturno especialmente dedicado a la confesión, en el espacio en que antes los curas cerraban la emisión.

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