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El pájaro canta hasta morir

Nota de tapa A comienzos de la semana pasada, la polémica alrededor del voto de celibato dentro de la Iglesia Católica volvió a quedar sobre el tapete cuando un cura en Mendoza admitió haber engendrado un hijo con una adolescente, pero se negó a
reconocerlo hasta realizarse una prueba de ADN. Radar se hizo eco de la polémica y repasa las historias de curas que abandonaron los hábitos para abrazar el matrimonio; otros que los mantienen, pero se cambian de Iglesia y los enfrentamientos dentro del clero, del Papa para abajo, sobre las decisiones a tomar: permitir el casamiento, solucionar los problemas hereditarios que eso acarrearía, fusionarse o no con otras Iglesias y blanquear la situación de curas con hijos naturales.

Por Daniel Krupa y Enrique Schmukler

Libro I
Confesiones
Leonardo Belderrain confiesa: “A Silvina la conocí paseando en el Parque Pereyra Iraola. Nos pusimos a charlar y tiempo después me invitó a cenar a su casa. Ella practica danzas africanas y en una de nuestras primeras salidas fui a ver uno de sus espectáculos. Fue toda una revelación verla ahí, en el escenario, moviéndose al ritmo de esa música tan sensual. Tuve la percepción de que estaba celebrando un ritual, una ceremonia, y la imaginé a ella como a una suerte de sacerdotisa”.
Confiesa también que no sólo vio modificada su soltería por el encuentro. A partir de ese suceso aparentemente casual -.”intervención divina”, según él-. también otras situaciones de su vida operaron transformaciones cruciales. La primera y más evidente, la de los hábitos. Desde los veinte años, Leonardo llevaba una vida reposada en hábitos más bien estrictos que le aseguraban un remanso celestial. Pero no todo es sosiego en los campos del Señor: un 18 de agosto, Belderrain -.sacerdote, clérigo, presbítero, párroco, como se quiera llamar al hombre que todos los domingos celebraba las misas en la capilla del Parque Pereyra Iraola-. percibió que el amor de una mujer lo podía transformar, hacerlo “más hombre y hasta mejor sacerdote”. Parece ser que la trama que inspiró la serie protagonizada por Richard Chamberlain continúa emitiéndose: curas que se enamoran y se quieren casar pero la Iglesia dice que no, amenazándolos con el divorcio de Dios. Amores secretos que empiezan cerca del altar y que no siempre terminan con la marcha nupcial de fondo. Así, Belderrain intenta explicar con palabras las sensaciones que ni la razón ni mucho menos el clero entienden: “Al principio fue muy traumático para los dos. Silvina estaba bloqueada porque obviamente nunca había imaginado enamorarse de un cura. Además, en la familia de ella, si bien no se opusieron a la relación, les inquietaba el lugar medio hipócrita en el que se daban las cosas. En mi caso también fue duro. Desde lo interno yo sabía que mi historia con ella no era pecado sino un don de Dios. Desde lo externo ya era otra discusión. Sabía que tenía que dar un salto. ¿Pero hacia dónde? Por suerte, con el tiempo, las cosas mejoraron y pude ver la situación con más claridad”.
Para explicar los orígenes de sus principales elecciones, el padre Belderrain cree lo que todos creen: que los padres siempre intervienen en esas decisiones. “Dicen que en todo sacerdote, en todo clérigo, puede haber un padre ausente y una madre omnipresente, medio castradora, que la prolongás en una institución que te da todo pero que te pide los huevos”.
Belderrain, que nunca pudo entender la incompatibilidad que la Iglesia ve entre el amor terrenal y la entrega a Dios, actualmente está estudiando la posibilidad de ingresar en alguna Iglesia que permita sacerdotes casados. “Creo que de otras Iglesias se pueden aprender muchas cosas. Por ejemplo, que la castidad o el celibato son un regalo de Dios en tanto y en cuanto no estén bajo coacción jurídica. Iglesias como la anglicana o la metodista comprenden ese tipo de problemáticas y han comenzado a ver con buenos ojos el sacerdocio de la mujer o el celibato optativo. Mi espiritualidad me conduce hacia ese tipo de Iglesias. Y sospecho que la Iglesia Católica podría enriquecerse mucho si se abriera al diálogo con ellas.” Es más, aclara que si se estableciera el celibato opcional la Iglesia ganaría por partida doble: “Por un lado, aquellos sacerdotes que se decidan por el voto de castidad lo harán impulsados por sus fueros más íntimos, practicando de esa manera un sacerdocio más íntegro; y por el otro, la institución se abriría a muchos clérigos que hoy viven presionados por su situación afectiva”.
También hay confesiones de último momento. A principios de la semana pasada, volvió a la tapa de los diarios mendocinos el caso de un cura dela localidad de Palmira, quien reconoció al hijo que procreó con una adolescente 16 meses después. El sacerdote Luis Armendáriz, de él se trata, al momento de hacerse público el caso, en marzo, tenía 30 años y se desempeñaba como párroco de Palmira, San Martín, a unos 25 kilómetros de la capital mendocina. Entonces, la mujer, que realizaba tareas de catequista, le confesó a sus padres que estaba embarazada. Y no del espíritu santo, sino de Armendáriz. La chica y sus padres le pidieron al sacerdote que aceptara la paternidad de la criatura por nacer, pero éste se negó a reconocerlo hasta que se hiciera la prueba del ADN.
Más allá de que ahora el sacerdote deberá acordar el monto de la cuota alimentaria y el calendario de visitas, resulta curioso (¿o no tanto?), el silencio del clero mendocino.
Desde la parroquia Nuestra Señora del Carmen, de Benito Juárez, provincia de Buenos Aires, a la que fue destinado, el cura declaró a una radio: “No estoy seguro de ser el padre; que lo decida el análisis”.
Según una nota del diario Los Andes, de Mendoza, nadie cree que el párroco se interese por saber algo de su hija, al menos en lo inmediato. “Cuando se enteró de que estaba embarazada, desapareció y nunca intentó averiguar si la niña había nacido o no. Cuando se le practicó el ADN, él estaba en la misma sala que su propia hija y ni siquiera la miró... al menos para descubrir los rasgos que heredó la pequeña de su propia sangre. Ahora se presentó en el Registro Civil y ni siquiera se lo comunicó a la madre”, aseguraba una fuente del periódico. En San Roque de Maipú, donde residen madre e hija, la opinión de los pobladores no es muy diferente: “Lo mejor para el muchacho sería dejar los hábitos porque no tendría autoridad moral al momento de aconsejar a una pareja o recomendar a un matrimonio sobre el cuidado y el amor que se le debe brindar a un hijo”.
En un caso de semejante resonancia mediática, tampoco podía faltar la opinión de Luis Farinello. El párroco de Quilmes sugirió que “el celibato es un don de Dios. Por lo cual debería ser opcional, para que los sacerdotes que quieran formar una familia no se vean privados de esa posibilidad”.
Otra de las voces que se hicieron escuchar fue la del arzobispo de Mendoza, monseñor José María Arancibia, que sentó su postura cuando le preguntaron si el celibato sacerdotal está en permanente debate dentro de la Iglesia. “En principios absolutos, sí, porque no es un dogma de fe. Tampoco es un mandato evangélico dirigido necesariamente a todos los pastores. Pero me parece que en este tiempo que estamos viviendo la Iglesia se ha visto confirmada en la conveniencia del celibato. Por eso no preveo un cambio.”

Libro II
El caso Podestá
Como en la historia de Richard Chamberlain, aunque sin las dudas irritantes y la propensión al onanismo de su personaje, el ex arzobispo de Avellaneda Gerónimo Podestá conoció a una mujer que le hizo reflexionar sobre su celibato. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en El pájaro canta hasta morir, este sacerdote argentino optó por dejar sus hábitos para continuar en la lucha junto a su secretaria. Todos somos hijos de Dios pero no todos son hijos de la Iglesia: ésa parece ser una de las principales ideas de Clelia cuando intenta esbozar un panorama de la situación que atraviesan algunos miembros del clero. “Hay algunos obispos que se han casado pero que se han reducido al silencio. Sacerdotes casados hay muchos: más de cien mil en el mundo; y junto a sus mujeres y a sus hijos suman medio millón de personas que la Iglesia no reconoce actualmente pero que algún día lo hará. La razón que yo veo, de acuerdo a mi experiencia, es que el sacerdote, cuando se casa, comienza a vivir en libertad, así como el varón que toma una mujer se independiza de su madre,aunque siempre la acepte como tal. Pasa que es difícil para la institución conducir un clero de hombres libres”.
En una nota publicada por este mismo diario hace algún tiempo, Podestá .-que fue defensor de la Teología de la Liberación y amigo del obispo brasileño Helder Cámara.- confesó que “hasta que dejé la diócesis, no tuve relaciones íntimas. Era una gran amistad y una profunda influencia, reconozco que nos amábamos verdaderamente...”. Y acotó que el celibato “es una imposición que no respeta los derechos de la persona. Debería ser optativo”.
En medio de lo que terminó siendo la trama de una novela medieval, Podestá renunció a una carrera eclesiástica en ascenso para poder permanecer al lado de su amor prohibido, Clelia, que venía de una familia aristocrática, con un divorcio a cuestas, y que también dejaría todo por Gerónimo, pese a la lluvia de “sabios consejos” con que le sugerían olvidarse del obispo. Antes de su muerte, el año pasado, Podestá declaró que la activa presencia de Clelia Luro en el obispado fue usada como “excusa” para poner fin a su acción pastoral en favor de los pobres. Luego de varios cruces con el Vaticano, Podestá fue designado en un cargo simbólico y posteriormente, en 1972, suspendido “a divinis”, cuando se negó a romper su relación con Clelia, haciéndola pública. En 1974 debieron exiliarse. Recién en 1983 pudieron regresar definitivamente a la Argentina, donde continuaron su prédica a favor de los derechos humanos y, desde luego, a favor del celibato opcional.

Libro III
En busca del rebaño perdido
Los clérigos que rompen el compromiso de la castidad no son aceptados por la jerarquía eclesiástica argentina ni de la mayoría de los países católicos. El caso Belderrain, por su exposición, causó revuelo en la Arquidiócesis de La Plata. Al enterarse de la decisión tomada por el ex párroco, el arzobispo de la ciudad, monseñor Héctor Aguer, inició una cruzada para dar, según sus propias palabras, “testimonio de la verdad”. “Nadie está obligado a asumir el celibato ni a ordenarse sacerdote; cada uno se obliga espontáneamente a sí mismo y ratifica su decisión con un juramento. Su cumplimiento es un ejercicio de fidelidad y de amor a Jesucristo, a la comunidad cristiana, a los hombres y mujeres a quienes consagra su servicio.”
En la misma carta -.publicada en un diario platense en abril de este año.- también habló específicamente del “rebaño perdido” Belderrain. Dijo Aguer: “Pero los problemas del padre Belderrain exceden la cuestión del celibato. En el Arzobispado de La Plata se han recibido, durante años, numerosas quejas acerca de sus actitudes pastorales, consideradas arbitrarias y nocivas; ceremonias de bendición otorgadas a parejas que no están en condiciones de contraer matrimonio canónico y que inducen al engaño respecto a la cualidad de tales bodas”. Y recordó un dato que rueda hace tiempo en la ciudad de las diagonales: “También han sido objeto de comentarios los elevados aranceles que cobraba por sus servicios”.
Está claro que no todos los sacerdotes tienen la misma postura que Belderrain. Y quizá la explicación tenga que ver con que, a la hora de actuar según sus impulsos, el padre Leonardo tuvo que pedir una dispensa “para seguir un proyecto familiar” y olvidarse de dar hostias y sermones. Carlos Alberto Mancuso es sacerdote desde hace 25 años. Entre sus convicciones está la de advertir en la actualidad “una exacerbación de los valores del cuerpo, del hedonismo y sobre todo del sexo, no solamente como una manifestación del amor humano sino también, para decirlo directamente, de la genitalidad”. Otra de sus opiniones: “El cura que mantiene relaciones amorosas está alterando aquellos valores espirituales que marcan un vínculo sagrado con la Iglesia de Cristo”. Si para Belderrain enamorarse “no fue un pecado sino un don de Dios”, para él, en cambio, laviolación del celibato sacerdotal implica dos tipos de faltas: “Por un lado es un precepto eclesiástico, de manera que aquel que lo viola está actuando contra lo que la Iglesia prescribe; pero además, como la ruptura se hace fuera del matrimonio, ese acto también va en contra del sexto mandamiento, que es un precepto divino”. En la compleja disputa entre celibato optativo y celibato obligatorio toma partido por la castidad de los sacerdotes. Y cuando se lo indaga sobre su experiencia personal, sobre las divinas tentaciones que acosan esta Tierra de pecadores, responde: “La tentación es un fenómeno natural de todo ser humano. Es decir, todos los seres humanos estamos tentados permanentemente. Pero hay una frase de la Biblia que es muy útil para esto y es de San Pablo. San Pablo dice: Todo lo puedo en aquel que me conforta. De manera que, si bien es cierto que la naturaleza humana siente apetencias biológicamente
fuertes, también es cierto que aquel que ha consagrado su vida a la función del sacerdocio, una función tan elevada, debe tener la gracia suficiente para cumplirla con dignidad”.
Las confesiones de Carlos Cajade, por su lado, también son diferentes. Primero, porque desde la Navidad de 1984 dedica su vida al “Hogar de la Madre Tres Veces Admirable” que es igual a decir que la dedica a garantizar la educación y el alimento a una gran cantidad de chicos pobres. Y por último, porque sus opiniones demuestran que es una persona singular, sobre todo, porque se atreve a discrepar. Y cuando discrepa dice cosas como: “Cuando uno ingresa en el seminario hay una cosa que no se discute: el que quiere ser sacerdote debe ser célibe. Sin embargo, es innegable que por lo bajo se debate y mucho. Sé que cuesta escuchar a los sacerdotes plantear sus dudas públicamente porque tienen temor a reprimendas y sanciones de la institución. La obligación del celibato no tiene razón de ser: si hasta algunos de los apóstoles que eligió Jesús eran casados. De hecho, en el mismo Evangelio se nombran las dos posibilidades para practicar el sacerdocio”.
Para Cajade la obligatoriedad del celibato encierra un error básico: “La cuestión del celibato encierra el error de considerar que un clérigo es bueno porque es casto y malo si viola ese precepto eclesiástico. Lamentablemente no es así. Yo conozco, en igual proporción, sacerdotes célibes que son buena gente y sacerdotes célibes que son mala gente. Quiero decir: no tiene nada que ver con la dignidad con que lleves adelante tu sacerdocio. El asunto es el ideal del amor que cada uno tenga adentro y que está directamente relacionado con la entrega. Si el hombre es feliz con una mujer al lado y teniendo hijos, la entrega va a ser óptima”.
Para el padre Carlos, como lo llaman los chicos del hogar, la tendencia de la Iglesia a ocultar la situación sentimental de muchos religiosos es evidente. “Doble vida es la frase que utilizan los sectores más retrógrados para referirse a aquellos que eligen mantener una relación en pareja. Yo niego esa denominación. Doble vida, para mí, es la que hace el cura que puede ser célibe pero lo que más ama en la Iglesia es el poder; lleva una doble vida aquel que se la da de santo sin serlo. Pero un sacerdote que vive una relación sentimental y lleva adelante un sacerdocio honesto, no lleva una doble vida. Llevar una doble vida es ser incoherente con los frutos que producís en tu paso por la Tierra.”
El tabú es tan fuerte y el temor tan grande. Tal vez ésa sea la razón oculta que explica el tono bajo y la ambigüedad en la respuesta. Responder sobre su vida sentimental puede traer problemas, y eso el padre Cajade lo sabe. “Diciendo lo que digo, me estoy arriesgando un poquito. En primer lugar yo nunca dudé de mi vocación de sacerdote. Y... la verdad es que mis afectos los fui madurando en la calle. El mundo de los afectos es un tema muy complejo, hay que ir madurándolo de a poco, con subidas y bajadas, equivocándose, casi siempre, a los golpes, y... dejalo ahí nomás...”.

Libro IV
Un mar de pecados
En el Libro II de sus Confesiones, el santo Agustín de Tagaste (más conocido como San Agustín), narra la repercusión que tuvo en su familia su despertar a la pubertad. “Cierto día mi padre advirtió en los baños públicos los signos de una virilidad activa que aparecía en mi inquieta adolescencia. Esto fue suficiente como para complacerse ya en los nietos. Corrió a contárselo a mi madre lleno de alegría, producida por la embriaguez con que este mundo se olvida de ti, su Creador.” Lo confiesa con desventura e incluso avergonzado. Las Confesiones fueron para él un largo decurso de arrepentimientos para lograr un solo objetivo: el perdón de Dios. En ese tren de lamentaciones, la pubertad aparece como la etapa de su vida en que “subían nieblas espesas que oscurecían mi corazón ofuscándolo de tal manera que no podía distinguir la clara luz del amor casto de la oscuridad de la lujuria”, y la fornicación, como la responsable de que a “flaca edad” visitara “los despeñaderos de vanos deseos anegándome en un mar de pecados”. Así es, finalmente, como llega a la conclusión de que no hay impulso más vergonzoso que el deseo sexual y estado más decoroso que la castidad: “¿Hay algo más digno de represión que el vicio? Y yo, para no ser reprendido, me hacía más vicioso. Y si no había hecho lo suficiente para competir con los más perdidos, fingía haberlo hecho, pues me aterraba pensar que la inocencia se tomase por cobardía y la castidad por debilidad”.
El arrepentimiento de San Agustín es fundamental para comprender la posición de la Iglesia en materia sexual y la fuerza que tiene en el derecho canónico la sanción a la ruptura del celibato. A través de los siglos, sus Confesiones fueron uno de los principales argumentos en que se basaron Papas y Concilios para transmitir la mirada sacra en todo este asunto. Vale decir: el sacerdote que entrega su vida a Dios debe ser casto y moverse únicamente en terrenos espirituales, alejándose de las vibraciones de la carne.
Existe, por supuesto, otra explicación: la perseverancia de la Iglesia católica tendría que ver más con cuestiones de austeridad salarial y cohesión interna del clero, que con un piadoso consejo romano para orientar mejor la espiritualidad de sus miembros. En su edición de mayo de este año, la revista colombiana Gatopardo publicó una nota del periodista y ensayista español Pepe Rodríguez, en la que menciona algunos datos por demás elocuentes: “En todo el mundo, el 20 por ciento del clero ordenado se ha secularizado y vive con su pareja. La solución eclesial a este problema es puro cinismo: al sacerdote que pide secularizarse por motivos de celibato, su obispo le aconseja que siga en su puesto y con su amante, aunque llevando la relación en secreto”. Así, la clandestinidad se legitima en una evidente voracidad económica: la abolición del celibato obligatorio repercutiría en las arcas del Vaticano. “Un sacerdote casado debería cobrar un salario superior para llevar una vida digna con su familia, sería menos móvil y sumiso, y todo o parte de su patrimonio no iría a la Iglesia sino a sus hijos”, explica Rodríguez. Y continúa: “Lo irónico fue que mientras la Iglesia pretendía salvar a sus creyentes del sexo, buena parte de su clero se regocijó en él siglo tras siglo. A esa situación de depravación moral quiso ponerse coto en el siglo XVI cuando, en el concilio de Trento, se impuso la obligación de respetar el celibato, algo que, obviamente, no lograron”. Otro dato que resulta notable es que el papa Wojtyla ya ha dicho al menos en dos ocasiones que “la llegada del celibato opcional será inevitable”, aunque aclaró que no desea que tal cosa ocurra durante su pontificado.

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