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Vidas paralelas

1 Mi padre ha muerto; se mató en un accidente de coche. Tenía treinta y cinco años. Yo, nueve.

2 Desde aquel día, ¿cuántas veces he creído verlo, resucitado, al volante de su Citroën DS blanco y con el techo de un gris metalizado?

3 Pero, ¿me veía él a mí? No he ido nunca a ver su tumba. Un día me iré, con los pies por delante, junto a él, y junto a mi abuelo, en un cementerio de Estrasburgo.

4 Friedrich Nietzsche sólo tiene cinco años cuando su padre, manso pastor protestante luterano, muere a los treinta y seis años de edad debido a un reblandecimiento del cerebro.

5 El pequeño Friedrich vivirá con su madre, una abuela, dos tías jóvenes y su hermana, Elisabeth. Será el único ser masculino en medio de esta pequeña sociedad de mujeres.

6 Nietzsche nos cuenta este sueño: Oía en la Iglesia el sonido del órgano, como si se tratara de un entierro. Y, mientras me preguntaba por qué, se abrió de repente una tumba y salió mi padre de ella, cubierto con un sudario. Se encaminó a zancadas hacia la iglesia, pero volvió enseguida con un niño en brazos. La tumba se abrió de nuevo, mi padre volvió a bajar y la piedra se deslizó, cerrándola. Al día siguiente, mi pequeño hermano Joseph se puso bruscamente enfermo, tuvo convulsiones y murió al cabo de unas horas. Nuestro dolor fue horrible. Mi sueño se había cumplido a la perfección.

7 Cesare Pavese tenía seis años cuando su padre murió de un tumor cerebral a la edad de cuarenta y siete años. Se queda solo, con su madre y su hermana mayor, María. Vivirá hasta su muerte en casa de su hermana que le servirá la sopa siempre a la misma hora. Antes de dar a luz a Cesare y a María, la madre había tenido tres hijos, muertos cuando eran aún muy niños.

8 En un poema de Antepasados, Pavese nos dice: Y las mujeres nada pintan en nuestra familia. Quiero decir que entre nosotros las mujeres se quedan en casa y nos paren, y no dicen nada, y nadie les hace caso y nosotros no nos acordamos de ellas. Cada mujer mete en nuestra sangre algo nuevo, pero todas desaparecen en este empeño y nosotros, renovados de esta forma, somos los únicos que permanecemos.

9 No es verdad que la muerte nos llegue como si se tratara de una experiencia frente a la cual todos somos novicios... Todos, antes de nacer, ya estábamos muertos, escribe Pavese en su diario, El oficio de vivir.

10 En Turín, Friedrich Nietzsche pierde la razón a la edad de cuarenta y cuatro años. Su cuerpo vivirá aún unos diez años más, pero su cabeza ya está totalmente muerta a comienzos de enero de 1889.

11 En Turín, en agosto de 1950,
Cesare Pavese se suicida.
Tiene cuarenta y dos años.

Por Frédéric Pajak

Este libro no es una biografía, ni dos biografías, aún menos una autobiografía. No es un libro de historia, ni un libro que cuenta historias; no es un libro de geografía, ni una novela, ni un libro de historietas.
No tiene ninguna gracia, aunque esté dibujado con narices descomunales, ni es tan negro como debería ser, cuando lo que se pretende evocar es la soledad, la muerte, la locura, el suicidio o el dolor irreparable de los huérfanos.
Tampoco se trata de una introducción a los libros de Friedrich Nietzsche y de Cesare Pavese. Nada de cuanto vivieron o escribieron es evocado aquí con una finalidad predigestiva.
He escrito y dibujado este libro como si se tratara de una interminable ensoñación. Comenzó hace ya varios años, una tarde de otoño a orillas del Po, en Turín, y de casualidad. “De casualidad”, no los engaño. Desde aquel día, me he topado en más de una ocasión con esa “casualidad”, revoltosa e inquietante al mismo tiempo, a la que también nos referimos cuando decimos “¡qué coincidencia!”, y de la que vamos a hablar aquí en muchas ocasiones.
Había leído ya de manera apasionada los libros de Nietzsche y de Pavese, con la misma pasión con que amaba desde hacía ya tiempo las pinturas de Giorgio De Chirico; pero la ciudad que descubría, su cómplice, “de casualidad”, no me había develado aún los hilos misteriosos que unían a estos dos enfermos terminales de la melancolía, de la inmensa melancolía -lánguida, estática o funesta– de manera irremediable.
Esos hilos no los he tejido; tampoco los he tensado con rudeza. Me he dejado llevar por mi ensoñación, sin resistirme a su impulso, aquí, en medio de la soledad de una calle, encima de la rotundidad de una colina o bajo el frescor de un árbol, y luego, allá, sumido en una frase grandilocuente, en una poesía categórica o, ¿pero qué importa?, en una confidencia, un sollozo, una risa...
Y así, durante más de cuatro años he soñado, al releer las palabras de Nietzsche y de Pavese, y con la ciudad y sus plazas majestuosas, sus arcadas fuertemente oníricas, sus fachadas comidas de óxido y de tierra de sombra, sus rígidas avenidas por las que la perspectiva grita, y sus estatuas que te atacan de pronto en la noche; he soñado sin obedecer a ninguna consigna, sin que nada me oriente, siguiendo tan sólo ese hilo que podemos llamar el hilo de las páginas y que ahora les enseño, ahora, cuando me he despertado.

 

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