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Iluminaciones

por Daniel Link

Las ilustraciones de Gustave Doré (1832–1883) -independientemente del valor que se les reconozca– tienen características bien definidas: el dramatismo sublime, la desbordada y vívida imaginación, la velocidad de su ejecución. No en vano, Doré es uno de los más prolíficos y populares (en todos los sentidos de esa palabra) ilustradores del siglo pasado. Además de las pocas acuarelas juveniles, las esculturas de tema religioso y los grandes lienzos (el mayor de los cuales es un Cristo de 6 metros de alto por 9 de ancho expuesto en una sala especial del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Estrasburgo, su ciudad natal) que de él se conservan, su producción se calcula en más de 10 mil litografías, tanto las que publicó en medios gráficos (Journal pour Tous, Cariacature y Charivari) como las que ilustraron textos clásicos, su sello más duradero. En todo caso, para nadie puede caber dudas de que Gustave Doré es un precursor de la cultura pop y no en vano los franceses lo reivindican como el primer autor de las bandes dessinées a las que son tan afectos. El mismo afán por dotar a sus ilustraciones de una profundidad de campo (que, una vez más allá de los juicios de valor, hermanan su obra con la de Leonardo Da Vinci) es algo que caracterizará, muchos años después, a la televisión, el comic moderno, las películas de dibujos animados. Doré es el primero en plantearse la dificultad de introducir un mundo tridimensional (profundo) en la bidimensionalidad de la industria gráfica. Y el que propone una de las más elegantes soluciones.
Gustave Doré nació en 6 de enero de 1832 en el seno de una sólida familia burguesa dominada por un padre ingeniero. A los trece años comenzó a diseñar sus primeras litografías, a los catorce publicó su primer álbum, Los trabajos de Hércules. Su Historia de la Santa Rusia es ya una historia narrativa que armoniza textos e imágenes a la manera del comic. A los quince años, mientras estudia en el Liceo Carlomagno, comienza a publicar caricaturas en el parisino Journal pour Rire de Philipon, tarea que abandonará recién en 1856, año a partir del cual se consagra exclusivamente a la ilustración.
En 1848, mientras las revoluciones burguesas se reproducen como plaga en toda Europa, expone por primera vez en el Salón dos de sus dibujos a pluma. Al año siguiente muere su padre. A partir de 1851, mientras continúa exponiendo sus lienzos, comienza a realizar esculturas de tema religioso. En 1854, el editor Joseph Bry publica una edición del Pantagruel de Rabelais, ilustrada por un centenar de grabados. A partir de ese éxito inicial, Doré (autodidacta y obsesivo) va perfeccionando las técnicas del grabado y la litografía para obtener los sutiles resultados que caracterizan su mejor producción, ésa que ahora aparece reeditada en volúmenes que se venden a veinte pesos en las librerías de Buenos Aires. Entre 1852 y 1883 (el año de su muerte en París), Doré ilustra más de veinte volúmenes, que se publican en Francia, Inglaterra, Alemania y Rusia. En 1861, el mismo año que aparece la edición de El infierno de Dante con sus ilustraciones, es nombrado Caballero de la Legión de Honor. De 1863 es su Don Quijote; de 1865, El paraíso perdido de Milton; de 1866, La Biblia; y de 1868 las Fábulas de Jean de La Fontaine. Cada uno de esos libros incluía más de un centenar de ilustraciones.

Paisajista literario

Por REP

Siempre me impresionó el trabajo de Gustave Doré. Lo primero que vi, hace unos veinte años, fue su trabajo sobre La Divina Comedia. Quedé impactado por la minuciosidad de esos viejos grabados. En esa técnica sólo había tenido la oportunidad de ver las estampas del Oeste firmadas por Frederick Remington, pero la maestría de Doré, en comparación, me lo estampó contra el anaquel de los toscos.
Creo que la influencia de Gustave Doré volvió a desatarse en los primeros años de los 70 de la mano de Jean Giraud, quien con su trabajito a pluma a lo Doré empezaría su trayectoria como Moebius, renovando la historieta mundial; también adivino ecos del raspado doriano en el yanqui Bernice Wrighston, el yugoslavo Enki Bilal y otros compañeros metalhurlanteses.
La épica de Doré siempre se desencadena en grandes escenarios. Barbudos, guerreros y mujeres con rostros prerrafaelistas flotan en sus paisajes agrisados, son maltratados por las fuerzas de la naturaleza y le faltan sólo dos materias para recibirse de estatuas. Artista clásico, no es casual que siempre le tocara ilustrar textos clásicos donde poder componer grandes grupos de cuerpos retorciéndose manifiestamente, como en el infierno de la Capilla Sixtina.
Dentro de lo que fue su labor gráfica, creo que el trabajo distinto de Doré fue el Quijote. Allí plumea grotescos y arriesga planos de acercamiento, sin llegar, claro, al onirismo desbordable de John Tenniel.
Y es cuando digo Tenniel que se me ocurre una pregunta de fácil respuesta: ¿cómo habría ilustrado Alicia en el País de las Maravillas de haber sido el gran Gustave su dibujante original?

 

 

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