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Asterix y Latraviata
Albert Uderzo (Guión y dibujos)
trad. Manuel Serrat Crespo
Barcelona
Salvat, 2001
48 págs. $ 10

Asterix decapitado ¿Por qué Albert Uderzo no contrata a un guionista? ¿Por qué sigue posando como la virtuosa viuda de René Goscinny cuando Asterix y Obelix reclaman desesperadamente un nuevo padre? Desde 1977, y pese a los torpes esfuerzos del dibujante por ejercer la doble potestad, los irreductibles galos se han quedado fatalmente huérfanos. Con la muerte de Goscinny desaparecieron las minuciosas historias que funcionaban con distintos niveles de lectura. La mirada infantil se detenía en peleas donde un petiso bigotudo y un obeso con trenzas naranjas transformaban ejércitos romanos en pilas de chatarra. Para varias generaciones fue un primer acercamiento a la literatura a través de aventuras donde se trataba de explorar el mundo y luchar contra malos tan fascinantes como ridículos. De paso, sin darse cuenta, aprendían historia y geografía. Para los menos chicos, era el placer de detectar deliciosos anacronismos y ocurrentes juegos de palabras. Pero luego de 25 capítulos, el hereditario temor de los aldeanos de que el cielo se les cayera sobre la cabeza se materializó. Fueron aplastados, no por las huestes del César, sino por la pesada pluma de Uderzo, que los volvió unidimensionales. Ahí donde el scénariste original trabajaba el lenguaje y jugaba con los lugares comunes de las nacionalidades para trascenderlos con ironía, el improvisado autor empezó a acumular chistes autorreferenciales, escenas gratuitas y personajes chatos. No hizo más que reescribir versiones desmejoradas de historias anteriores con un resultado invariablemente mediocre. Uderzo tiene millones de razones para no contratar a un guionista. Desde 1961, fecha en que fue publicado Asterix el galo, con una modesta tirada de 6 mil ejemplares, cada nuevo título ha tenido más éxito que el anterior. Hoy, Asterix son 300 millones de álbumes vendidos en todo el mundo y traducidos a 107 lenguas o dialectos. La campaña de lanzamiento del flamante Asterix y Latraviata, del que se imprimieron 8 millones de copias antes de salir a la venta, consumió un presupuesto publicitario de un millón de dólares. Para mantener en secreto el argumento del nuevo episodio (¿por temor al ridículo?), cada empleado de la cadena de fabricación debió firmar un contrato de confidencialidad. Son recaudos que se toman cuando la gallina de los huevos de oro cotiza en la Bolsa de París. A falta de calidad, Uderzo apuesta a la cantidad. La proliferación es justamente el leitmotiv de este trigésimo primer volumen, que debuta con la aparición de la parentela de Asterix y Obelix. Conocemos primero a sus madres, inquietas porque los hijos prolongan indefinidamente la adolescencia, que hacen todo para que éstos abandonen el celibato y –claro está– se multipliquen. Los padres prometieron sumarse más tarde a la fiesta. Se quedaron en Condate (hoy Rennes); no quisieron abandonar la tienda de souvenirs armoricanos que comparten porque en esta época “está en su mejor momento” (cerrar un negocio que funciona, decididamente, aunque sólo se trate de vender baratijas folklóricas, no es del gusto de Uderzo). Asterix se ha convertido en un menhir demasiado pesado para las espaldas de Uderzo, que debería seguir el ejemplo del dibujante Morris, que daba vida a Luky Luke con los textos de Goscinny. Cuando éste se fue, utilizó, con distinta suerte, nuevos guionistas. Si Uderzo no sigue este camino, continuaráincurriendo en el autoplagio, y Asterix seguirá deambulando desorientado, como una gallina decapitada.

Alejo Shapire

 

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Infantiles

RUGRATS EN PARIS
guión de David N. Weiss, J. David Stem, Jill Gorey, Barbara Herndon y Kate Boutilier
adapt. Cathy East Dubowski y Mark Dubowski
trad. Elvira Sáiz
Ediciones B
Buenos Aires, 2001
144 págs. $ 8

No es casual que los cuentos populares de todos los tiempos hayan sido (y sigan siendo) una investigación sobre el punto de vista de los chicos. Con el advenimiento de las adaptaciones cinematográficas de los cuentos de hadas, muchos adultos políticamente correctos consideraron que la cuota de terror y de crueldad que la literatura popular incluía como parte obligada de su desarrollo (las brujas quemadas vivas, las madrastras envenenadoras, los padres que abandonan a sus hijos, los suplicios corporales, la pobreza extrema) era más de lo que podía presentarse en imágenes. El problema seguía siendo cómo sostener el punto de vista infantil (para involucrarlos más y mejor en las tramas).
El dibujo animado Rugrats (Aventuras en pañales), producido por Nickelodeon, es ejemplar como solución a ese problema. Quienes hayan disfrutado de los deliciosos episodios televisivos habrán notado el movimiento siempre en manada de esos infantes y el modo en que, por lo general, llevan una vida con total independencia de la mirada de los grandes (ubicados entre el rencor, la tontería o la tilinguería). El éxito universal de Rugrats se tradujo en dos largometrajes. El segundo está ahora en los cines y se llama Rugrats en París, una película inverosímil de la cual el libro que comentamos es apenas un pálido reflejo o una excrecencia de la mercadotecnia. Si una de las dificultades tradicionales de la adaptación es cómo llevar la literatura al cine (o a la televisión), nada menor es el problema de cómo llevar el cine (o la televisión) a la literatura. La versión literaria de los Dubowski hace lo que puede (que no es poco), pero la mayor parte del encanto de Rugrats queda fuera del libro. Hay mucho de sentimentalismo berreta en esta historia organizada alrededor de la busca de una madre para Carlitos (Chukie) Finster, el timorato amigo de Tommy Pickles. Por supuesto, muchos de los diálogos sostienen la exquisita textura del original (y eso hay que agradecérselo a la traducción de Elvira Sáiz), pero el relato en sí mismo naufraga en una colección de fragmentos vertiginosa y esquemáticamente hilvanados. A rajatabla, eso sí, se respeta el principio de que los adultos andan por su lado y los bebés por el suyo. Más allá del desacertado pasaje a libro (después de todo, era una tarea imposible), Rugrats explota delicadamente las distorsiones que a la realidad impone el punto de vista infantil y defiende (y es por eso que hay que amar a esas criaturas balbuceantes) la causa de los niños.

D.L.