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REPORTAJE AL PSICOANALISTA ARGENTINO EMILIO RODRIGUE
“Fogo quente” del análisis

El célebre psicoanalista Emilio Rodrigué, en diálogo con María Esther Gilio, desemboca en su más reciente innovación: talleres terapéuticos en casa de los analizados, ya que �la casa es un mundo, un mundo que habla de nosotros�.

Por María Esther Gilio

–¿Cómo se acercó al psicoanálisis, a través de libros, de amigos?
–A través de mi padre –contesta Emilio Rodrigué. Mi padre era hombre de ocio, que le gustaba leer, leía vidas de santos. Y un día empezó a leer a Freud.
–No es algo tan fácil.
–No, pero era un hombre muy inteligente. Después me fue pasando los libros y empezamos a discutir.
–Usted tendría unos 20 años.
–Sí.. pero no fue Freud quien me convenció de seguir en ese camino sino La mujer frígida.
–De Stekel. Recuerdo una anécdota que leí allí y nunca olvidé. En la noche de bodas un hombre dice a su esposa: “Qué piernas tan gruesas tienes”. Ella nunca más sintió nada.
–Yo recuerdo otra. Ella tenía un problema de incontinencia urinaria, él una fijación con la uretra: a partir de esto la incontinencia de ella lo excitaba.
–Así fueron muy felices.
–Yo creo que Stekel era un poco mentiroso. Sus historias son demasiado buenas para ser ciertas. Creo que se dejaba llevar un poco por la fantasía. Seguí luego con la lectura de Freud y en un momento entré al grupo de psicoanalistas argentinos.
–Donde ya estaría Raskovsky.
–Sí, él fue mi primer analista. Estaba también Angel Garma, PichónRivière y Mary Langer.
–Su carrera empezó entonces con lecturas y con su psicoanálisis. ¿Era tan bueno como se decía, Raskovsky?
–Pienso que sí, aunque yo me peleé con él, porque yo estaba muy metido con la cosa inglesa.
–Melanie Klein.
–Sí, y él era freudiano a muerte. O mejor freudiano americano.
–¿Qué quiere decir?
–Que estaba muy vinculado a lo que en Estados Unidos se llama Psicología del Yo.
–¿Se peleaban hasta qué extremo?
–Hasta el de cortar la relación. Un día me dijo: “Rodrigué, si no te gusta jodete”. Y bueno, yo me fui y no volví. Más aún. No podía hacer análisis didáctico con nadie. Había una regla en la APA según la cual si un candidato se peleaba con su analista didáctico ningún otro podía tomarlo.
–Qué cosa tan disparatada.
–Draconiana. Fui a verla a Mimí Langer que era un encanto de persona y me dijo “Lo tomaría encantada, pero no puedo”. Pichón-Rivière lo mismo. Entonces me fui a Londres donde me acerqué a Melanie Klein y una alumna de ella, Paula Heimann. Después de un tiempo en Londres volví a Buenos Aires con la intención de dedicarme al análisis didáctico. Pero en Londres había aprendido bastante, sobre todo con Bion, sobre técnicas grupales, que se habían puesto en práctica durante la guerra. En Buenos Aires empezó a trabajarme la idea de que podía, antes de dedicarme al análisis didáctico, profundizar en las terapias grupales.
–¿Alguien practicaba ya esta técnica en Buenos Aires?
–Lo hacía Pichón-Rivière.
–Quien acuñó la frase “Los divanes al paredón”.
–Linda frase. No la conocía. La cosa fue que decidí tirarme un lance, la última cana antes de ser obispo.
–O sea antes de ser analista didáctico. ¿En qué consistía el lance?
–Me iría a Estados Unidos a estudiar comunidad terapéutica.
–¿Era el momento en que Laing y Cooper empezaban? –Era el momento en que esas técnicas empezaban a florecer. Pasé cuatro años en un sitio que se llamaba Stock Bridge. Allí trabajé con Erikson y Rapaport. Finalmente volví a Buenos Aires donde empecé el trabajo con grupos, fui nombrado analista didáctico, y un tiempo después presidente de la APA.
–No por mucho tiempo, porque por esa época nace Plataforma y todos los que adhirieron se fueron de la APA.
–Exactamente.
–¿Qué es lo que ustedes consideraban que no funcionaba en el análisis ortodoxo cuando empezaron a pensar en cambios? Habría algo ético en la base del cambio, pienso.
–Claro, ético y político. Era a fines de la década del 70. Estaba el mayo francés, estaba Woodstock. Fue un movimiento contestatario. Ciertas reglas de la APA nos resultaban aburridas, anticuadas.
–Ocurría, no sé si es erróneo, que durante el análisis no se tocaba nada político. Nada de la angustia que podía generar en el paciente una situación política. ¿Había desprecio por lo político?
–Había ceguera política.
–Se dice a menudo que la gran difusión del psicoanálisis en el Río de la Plata tuvo que ver con el porcentaje relativamente alto de judíos que llegaron sobre todo a Buenos Aires perseguidos por el nazismo. ¿Usted piensa que hay alguna relación entre el psicoanálisis y la cultura judía o tal vez con la historia vivida por los judíos?
–Creo que eso que dice es en parte posible. Pero además está el hecho de que la gente que llegó pertenecía a una élite muy culta. Yo... ¿sabe de qué me acabo de enterar? De que soy marrano. Un francés que no conozco, y no sé cómo supo de mi existencia, me mandó un e-mail diciéndomelo.
–¿Cuál era la idea central de Plataforma?
Rodrigué piensa largamente.
–No sé porqué esa frase me viene en portugués: Fogo quente. Es decir, la idea era llevar el psicoanálisis al fuego... quente. Fuego caliente.
–Querrá decir meterlo en la vida.
–Hacerlo más real, más vivo. Algo así como llevarlo a la barricada.
–¿Piensa que le sale en portugués porque tradujo todos esos principios al portugués?
–No sé por qué. No sé.
–En su libro El anti yo-yo, el peronismo aparece como la ideología de una clase media acomodada, intelectual. Los más esclarecidos abrazan al peronismo con entusiasmo. ¿Qué era para ustedes el peronismo en ese momento?
–Yo tampoco –dice riendo–. Para nosotros había varios peronismos, el del caudillo refractario y el de la juventud peronista. En la juventud había figuras muy interesantes. John William Cooke, por ejemplo. El peronismo fue una ilusión. Nunca tuve un berretín político tan fuerte –dice como si tal pensamiento lo sorprendiera.
–Usted fue uno de los más entusiastas promotores del análisis de grupo. ¿Este apoyo tenía más que ver con lo económico o con lo científico?
–Más con lo económico, más con lo asistencial. Pero también me interesaba lo que se producía en el grupo, sobre todo cuando se trataba de una comunidad terapéutica.
–Usted se refiere a esos tratamientos en que los pacientes pasan muchas horas juntos, no sólo el tiempo concreto de la terapia...
–Algo así. La comunidad en que yo estaba era de neuróticos graves. En la comunidad nadie era más que otro. Todos eran ciudadanos con los mismos derechos. Allí todos éramos iguales. Y es lo más apto para crear ideas.
–Usted dice “apto para crear ideas”. Se refiere al analista. Para él es una experiencia enriquecedora. ¿Qué pasa con los pacientes?
–Yo creo que este método es muy interesante para ambas partes. Se trata de un grupo de ciudadanos que juntos buscan sus caminos. A mí me abrió las orejas.
–Muéstrenos alguna diferencia de esta forma de terapia y la individual. Por ejemplo la relación entre paciente y analista.
–Vamos a suponer que estoy en casa y un paciente de grupo me llama: “Emilio ¿querés jugar al tenis?” “Macanudo, tenía ganas de jugar”.
–¿Si hubiera sido un paciente de diván qué habría dicho?
–Si hubiera sido un paciente de diván no se la habría ocurrido jugar al tenis ni a él ni a mí ni a nadie. Yo frente al primero pensaría: “Juan quiere jugar tenis conmigo”.
–Nunca “este paciente”. Ahora, si el que lo llama es un paciente de diván, ¿usted qué haría? ¿Qué haría hoy?
–Habría dicho “no”, antes, y diría “no” hoy.
–¿Cómo lo explicaría?
–Antes de la primera llamada hay una historia. Para que esa persona invite hubo antes una red de comunicaciones, de cosas dichas, una especie de amistad que hace natural que él me invite y que yo diga: “Sí”. En el caso del diván no existe esa relación. Hay una transferencia, una necesidad de que uno siga siendo pasivo.
–El analista.
–Sí. Y el otro activo, el analizado.
–Este no debe perder la posibilidad de cargarlo con sus frustraciones, furias, etcétera.
–Claro. Yo creo que en esta terapia debe haber una especie de asimetría. Uno es detentor del saber y el otro quien hace uso de ese saber. Volviendo al tenis, podría suceder que yendo a ver un partido me encontrara con el segundo paciente. Ahí no tendría el menor inconveniente en sentarme a su lado y comentar el partido.
–En El Anti yo-yo la protagonista se pregunta si el afecto que con frecuencia sienten entre sí los miembros del grupo es artificioso. ¿Usted qué cree?
–Yo no hablaría de artificio. Lo cierto es que después de un laboratorio social se crea un vínculo muy fuerte, donde todos se sienten muy unidos con todos. El grupo genera un clima de mutualidad, de armonía. Y eso no dura, evidentemente, pero no es artificial. Nace naturalmente ahí.
–Hay otra cosa que dice sobre el psicodrama en el mismo libro: “No se dramatiza calcando la realidad, sino siguiendo una escena que ilumina la realidad”. ¿Podríamos ver un ejemplo?
–Vamos a suponer que un paciente tiene pavor a los fantasmas. Lo lógico es que no se dramatice haciendo una escena de fantasmas, sino una escena en que el miedo es producido por otra cosa.
–No hay que revivir el hecho tal cual es.
–Hay que dar vida a una situación de miedo, pero diferente.
–Podría ser miedo a un examen. A mí los exámenes me aterraban.
–Bueno, en ese caso teatralizaríamos miedo, no a los exámenes, sino a los fantasmas.
–En uno de sus libros usted propone el “amor abierto”. ¿Qué significa exactamente “amor abierto”?
–Eso está en el libro que escribí con Marta Berlín, que era mi mujer. En ese momento era una propuesta de apertura sexual. Sería poder tener relaciones fuera del matrimonio.
–¿Hablándolo con el otro?
–Claro.
–Esto lo pensaba usted hace 25 años, ¿qué piensa hoy? –Pienso que es un divertimento.
–¿Un divertimento que ataca o no la solidez de la pareja?
–Bueno, actualmente no sé porque ya hace mucho que no estoy en eso. Pero me imagino que si uno tiene un amor profundo y serio no abre mano para algo así.
–Usted en una de las páginas de Ondina supertramp dice: “Yo no sé conservar las cosas”. Se refiere al amor, no a los objetos.
–Usted me ha leído demasiado.
–Usted escribió mucho.
–Yo creo que, como persona, soy un hombre amoroso, cariñoso, cuando la persona está cerca. Cuando la persona se aleja me olvido. Como decía Vinicius, “el amor es eterno mientras dura”.
–Qué suerte tiene. ¿Y si ella se va con otro también?
–También. Pero esta mala mujer que escribió la contratapa de mi último libro, El libro de las separaciones, dice que soy machista y Don Juan. Eso no es verdad.
–Simplemente no llora por el bien perdido. Eso debe ser sano.
–Hubo una vez, la primera, en que lloré hasta agotar toda la provisión de lágrimas. Yo de mi primera mujer tuve celos violentos, hasta que fui elaborando ese duelo. Después de esa vez fui muy poco celoso.
–Por ahí, no recuerdo dónde, también dice: “Hay que reformular la monogamia”.
–Y sí, yo creo que sí, que es absurdo creer en la monogamia total e irrestricta. Evidentemente hay, tanto en la mujer como en el hombre un deseo de renovación. ¿Y usted qué dice de esto?
–Yo no digo nada, ¿a quién puede importarle lo que diga? Yo pregunto.
–Lo cual no es muy justo.
–Usted vino a un encuentro sobre escritura y psicoanálisis.
–Yo creo que escritura y psicoanálisis están muy cerca uno del otro.
–Podríamos decir que la palabra escrita está muy cerca de la palabra hablada, salvo por le hecho de que en aquella hay otros filtros.
–Sí, pero, además, es un hecho que todos los analistas, en el fondo, quieren ser escritores.
–Usted realizó ese deseo. Frente a su biografía de Sigmund Freud, El siglo del psicoanálisis, me pregunté por qué la habría escrito y pensé que había una razón: ninguna de las dos más famosas biografías anteriores, la de Ernest Jones y la de Peter Gay, lo satisfacían. Si por lo menos una le hubiera gustado, no habría escrito una tercera. De mil páginas, además.
–La de Jones me pareció una especie de monumento faraónico, definitivo, donde estaba todo dicho. Dicho de primera mano, ya que Jones fue su discípulo.
–Usted le dijo a Eduardo Muller, en La Nación, que Jones había pintado a Freud con “los colores de los ángeles”.
–Sí, y Freud no era un ángel, era un hombre complicado, un neurótico. Que durante diez años tomó cocaína, una droga erótica. Entonces, ¿cómo podemos pensar que llegó virgen al matrimonio, como dice Jones? ¡Tenía 30 años!
–¿Jones pertenecía a la primera generación de analistas?
–Claro. Yo sentía que me habría encantado escribir, pero me parecía que no podía. Aparece la biografía de Gay, la leo y me doy cuenta de que es mucho más legible que la de Jones, aunque tiene unas cuantas lagunas serias. Ahí pensé: yo puedo hacer algo mejor.
–Por su doble calidad de psicoanalista y escritor.
–En una reseña que hicieron a mi libro en Le Monde, el comentarista dice: “Rodrigué es un escritor, que Jones no es. Y es un analista, que Gay no es”.
–Apareció hace poco un libro de Elisabeth Roudinesco donde ella se pregunta qué pasará con el psicoanálisis si la ciencia sigue descubriendofórmulas que mejoren tales o cuales problemas del alma. Depresión, ansiedad, angustia, etcétera. ¿Qué piensa usted sobre esta invasión de medicamentos eficaces?
–Dos cosas. En primer término, los psicoanalistas nos sentimos amenazados por esa eficacia.
–¿Amenazados en qué lugar? ¿En el bolsillo?
–Sí, en el bolsillo. Y eso no puede negarse. Es evidente que el Viagra equivale a...
–¿Tres años de análisis?
–Sí. A veces más .-dice riendo–. Ahí perdemos una enorme cantidad de pacientes.
–¿Tantos?
–Sí, tantos. Viagra es muy eficaz. ¡Gracias a Dios! En verdad a partir de los medicamentos muchos males serán mejorados. De cualquier modo no se puede decir que la terapia será reemplazada totalmente. Hay que tener presente que la persona que se analiza experimenta un enriquecimiento que no parece posible a partir del medicamento. Esto no significa que los medicamentos no sean indicados en muchos casos.
–¿Usted cree que la depresión, por ejemplo, puede superarse sólo con análisis?
–Con el análisis yo diría que no se va, pero sí que se mejora. Hay un fondo que queda. Hay también en esto un problema ético. Creo que el análisis permitirá reconocer y reconstruir mejor la propia espiritualidad. Creo además, que debemos admitir una cierta tristeza legítima. Si el día de mañana aparece un psicofármaco que cancela totalmente la tristeza, perderemos una dimensión humana. La de sentir, sufrir, estar tristes. El asunto es que no se nos vaya la mano. Podemos transformarnos en robots.
–No hemos hablado nada de Lacan. ¿Hubo en usted alguna vuelta hacia él?
–Lacan me enriqueció. Pero me costó mucho leerlo.
–¿Porque era dificilísimo o por qué?
–Yo creo que Lacan es más fácilmente leído por los jóvenes menos estructurados por largos años de ideas propias. ¿Sabe qué decía Cortázar? “Para amar a Lacan hay que ser un lector hembra”.
–¿Pensaba que las mujeres accedían a sus teorías desde otro lugar?
–Posiblemente. Ya que me acerqué a Lacan cuando tenía 40 y pico no podía ser lector hembra. Tenía ya demasiado bagaje.
–¿Cuáles son hoy sus proyectos?
–Tengo ganas de tirar al aire la última cana.
–Casi no me animo a preguntarle qué piensa hacer.
–Puede preguntar, se trata de trabajo. Mi idea es dar una vuelta al mundo haciendo tratamientos individuales.
–¿En qué lugares?
–Río, Montevideo, Buenos Aires, Valencia, Madrid, México y Montreal.
–¿En qué consistirá su trabajo?
–Pienso hacer talleres sobre algún tema.
–¿Está hablando de enseñar?
–No, no enseñar, sino trabajar con pacientes a partir de un tema. También hacer sesiones prolongadas, unas tres horas, usando todas las técnicas. Psicodramáticas y analíticas.
–Estas serían con una persona.
–O dos, si es una pareja.
–¿Qué piensa conseguir a partir de esta modalidad?
–La finalidad sería resolver un problema puntual. Y sólo tendrían cabida personas que ya se han analizado. Y se me acaba de ocurrir, después de las últimas experiencias en México, hacerlo en la casa del analizado. La casa es un mundo, un mundo que habla de nosotros.

 

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