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CUANTO DEBE DURAR UNA SESION PSICOANALITICA Y CON QUE FUNDAMENTOS
“¿Por qué, doctor, sesiones tan cortas?”

Un psicoanalista critica la práctica de las �sesiones breves� y acude a la obra de Lacan para fundamentar �una lógica que rige el tiempo en cada única e irrepetible sesión�, a la
cual han de condicionarse �los límites horarios�.

Por Sergio Rodríguez *

Un nuevo pattern, al que llaman “sesiones breves”, se “naturalizó” entre algunos psicoanalistas de origen lacaniano. Afirman tomar como referencia al psicoanalista Jacques-Alain Miller y a determinados seguidores de éste. Se apoyan también en lo que varios pacientes de Lacan hicieron saber sobre su manejo del tiempo de las sesiones en la práctica de sus últimos diez años. Jacques-Alain Miller publicó un interesantísimo artículo llamado “Despertar”, que muchos tomaron como la fundamentación adecuada para sostener la práctica de sesiones breves; sin embargo, cualquiera que lo lea sin prejuicios podrá reconocer en él un excelente razonamiento para fundamentar la función del psicoanalista de enfrentar al sujeto con su real, y no encontrará una sola línea que diga que el camino para eso sería la estandarización de las sesiones breves. Lacan mismo no publicó ningún escrito en defensa de estandarizar la brevedad de las sesiones.
En cambio, publicó en los albores de su enseñanza: “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”. Desde entonces, insistió en que la certidumbre de interpretación del inconsciente surge en tres tiempos que se producen en la relación entre analista y analizante: el instante de ver, el tiempo de comprender y el momento de concluir. Y prefirió ser expulsado de la Asociación Psicoanalítica Internacional antes que desertar de manejar el tiempo de las sesiones según la lógica conjetural de los tres registros en los que se articula la experiencia humana: Imaginario, Simbólico, Real.
Dichos tiempos reformulan, precisándolas y dándoles posibilidad de ser utilizadas como herramientas, dos observaciones de Freud. La de la atemporalidad del inconsciente y la de la producción de sentido de sus formaciones, por retrosignificación. La primera señaló la sustracción de las producciones del Inconsciente al tiempo cronológico. La segunda afincó dicha producción en dependencia de la lengua. Freud advirtió que, para que se produzca significación, hacen falta al menos dos escenas significantes, de las cuales la segunda va a significar la primera. Y también que dicho significante es emitido desde quien queda constituido como Otro. Recuerde el lector las dos escenas descriptas por Freud en el “Proyecto de psicología para neurólogos” como necesarias para la constitución del síntoma.
El primer gran acierto de Lacan consistió en captar la relación estrecha que había entre las teorías de Freud sobre las representaciones, la producción de sueños, de síntomas y actos fallidos, con las elaboraciones del lingüista Ferdinand de Saussure sobre signo, significante, significado, significación. Su esquema de los tres tiempos para la lógica del acto no hace más que atenerse a esas elaboraciones conceptuales de Freud y de Saussure. De ahí su obstinación en defender su modo de manejar el tiempo de las sesiones. Se transformó, y con razón, en una cuestión de principios para el ejercicio de su práctica. Una interrupción de sesión en el momento acertado produce la escansión, el corte necesario, la puntuación adecuada para que ocurra la retrosignificación precisa de la enunciación emergida.
Ese momento, a partir de una certidumbre anticipada, no puede renunciar a la función de la prisa. Dicho en criollo, “no se debe dejar escapar la liebre cuando salta”. Es importante no confundir esta función de la prisa con: estar apresurado. Esto les ocurre a los analistas breves. El tipo de intervención del analista preconizado por Lacan deja sin lugar a la producción de enunciados que velen, oscurezcan lo que aquella enunciación metaforizó del sujeto del inconsciente: su deseo. Corta el goce del significante (del hablar por hablar, por pura satisfacción narcisista).
El resultado es advertible por el cambio de posición de dicho sujeto, entre el comienzo de la sesión, copado por enunciados que distorsionan y velan sus deseos, y ese preciso instante en que la metáfora atraviesa la barrera resistencial indicando el momento de concluir. La interrupción, a través de la pérdida de la comprensión que le daban aparentemente los enunciados “armaditos”, lo lleva a volver a buscar una comprensión que se le escapa.
A partir de “esa base más estrecha, pero más segura”, Lacan inicia un recorrido. En él, irá desbrozando las consecuencias de que la experiencia humana se vaya dimensionando entre los registros que he nombrado más arriba, sobre la base de la primacía del significante. Esa primacía resulta de que sólo a partir de la posesión de éste por el ser hablante se constituyen dichos registros. Real, Simbólico e Imaginario son consecuencia de que “un significante es lo que representa a un sujeto para otro significante”. Esta definición de significante, a la que Lacan arriba avanzada su enseñanza (1964), diferencia el significante, como concepto psicoanalítico, de las definiciones lingüísticas, dándole función precisa en su relación con el inconsciente.
El camino que Lacan venía recorriendo a partir de su discriminación de los tres registros, en 1953, toma en ese año ‘64 un derrotero fundamental, a partir de que precisa la definición del objeto “a” como causa del deseo, y de la causación del “a” por la castración (insuficiencia) del significante para recubrir lo real. Ese derrotero le permite discriminar, particularmente en “Encore” –1972– otra función del mismo, la de objeto de goce en lo que se presenta encarnado en el cuerpo y/o en los significantes. El “a”, entonces, funciona atrapado entre los tres registros: en lo imaginario, recubierto de vestiduras que encubren lo radical de su falta; en lo real, siendo esa falta misma; y en lo simbólico, tomando funciones de representar valores imposibles de mensurar y desde los que, fallidamente, intenta significar lo real.
Llegado a ese punto, el manejo del tiempo en las sesiones deja de ser herramienta exclusivamente de puntuación y pasa también a formar parte de estrategias y tácticas para construir la apariencia adecuada del analista (semblant), para que resulte causante del deseo de analizarse. Y, en las circunstancias convenientes, obstáculo al goce del significante cuando éste se transforma en valla para el deseo de analizar. Definamos el deseo de analizar, no simplemente como el de ir a llevar quejas al analista o el de recibir pacientes en consulta, sino como el más duro para el sujeto, el de ir a encontrarse con su real, con el deseo desconocido, con lo que genera la angustia. Para el psicoanalista, ya no se trata sólo de saber puntuar, sino también de manejar la presencia del analista y por lógica su sustracción y su ausencia, ante la resistencia más difícil, la de lo real soportada en lo no simbólico del Ello. Lo que se hace a través de silencios, de la duración de las sesiones, de la frecuencia y la regularidad o irregularidad de éstas, como vestiduras de ese objeto que se escurre en presencia. Se puede preguntar: si lo real es incognoscible, ¿cómo el analista puede apercibirse de su presencia? Es incognoscible, pero presenta indicios. Formará parte de la habilidad del analista detectarlos para pasar al acto necesario que facilite que lo real vaya presentando formas con escrituras trabajables. Poco de esto pueden hacer los analistas estandarizados, sigan los patterns de la IPA (50 minutos) o de los analistas breves (10 minutos).
Por otro lado, los estándares dejan de lado una cuestión inalienable planteada por todos los grandes maestros del psicoanálisis: cada paciente y cada sesión deben ser tomados según la singularidad con que se presentan. Lo mismo es aplicable al analista. En cada sesión y con cada paciente atravesará circunstancias particulares. Lo que surgirá entre ambos, y como cada uno se articule a eso que surja, dependerá de como estén situados en su articulación borromeica.
Toda esta riqueza es la que se pierden los estándares, décimo o quincuagésimo minutados, y es la que le hacen perder a sus –excesivamente– pacientes.
Los breves generan la ilusión de que hay analistas que atienden 10 minutos y cobran mucho menos que los que se rigen por la lógica de la estructura. O sea la lógica que rige el tiempo del sujeto en cuestión, en cada única e irrepetible sesión, condicionando a ese seguimiento los límites horarios de la misma. Sin embargo cuando se llega al balance final, si se suma lo que pagaron los seis pacientes que atendieron en una hora los décimo minutados, cobraron mucho más que los que se responsabilizan en seguir la lógica inconsciente del analizante. A la vez, aquellos pacientes pagan mucho más, porque quedan tan marginados de su inconsciente como lo estaban cuando eligieron al analista breve. Por eso mismo, también, muchos analistas producidos por la brevedad no pueden hacer otra cosa que “surfear” levemente el inconsciente de sus pacientes.

* Psicoanalista. Director de la revista Psyché.

 


 

PARA UNA PSICOLOGIA DE LA MENDICIDAD
El Dios perdido del pordiosero

Por María Patricia
Romero Day *

La mendicidad es una situación sin salida: perpetúa el síntoma, ya que, sin éste, no hay supervivencia. Mantener el “trabajo” requiere convocar la piedad, la lástima, mantenerse en una situación miserable. El otro paga, o por empatía, o para librarse de la culpa que se le inocula, o por temor a la violencia que adivina detrás del pedido.
En el niño, la demanda de amor y alimento puede transformarse en pedido eficiente, logrando la acción específica destinada a cubrir dichas necesidades: el grito convoca activamente a alguien que puede y debe hacerse cargo. A ninguna madre se le ocurre que esté en pie de igualdad con su bebé y lo pueda enviar a calentarse el biberón. Del mismo modo, el pedido de limosna es imperioso, establece la desigualdad, la pone en primer plano y sitúa al otro en el lugar del que puede y debe. Es una relación dual: el tercero, como función paterna que legalice, está ausente, y si se la invoca se corre el riesgo de crear una situación ríspida. De allí la dificultad del trabajo social.
Al llegar el niño a cierta independencia, el otro es convocado de un modo diferente. Comienzan las transacciones y negociaciones, exigencias y premios. El premio al esfuerzo tiene su base en la erogeneidad anal, primera entrega altamente valorada de un objeto propio, que causa placer pasivo en la mucosa, a cambio de palabras de amor y reconocimiento. Se avanza así en trabajos y renuncias diferentes a aquellas de la suprema dependencia. No es ya necesario apropiarse de la voluntad del otro con impactos afectivos.
Adueñarse de la voluntad del otro, exigiendo en vez de pedir, puede hacerse de varias maneras. Una de ellas es la delictiva, a través del doblegamiento, el engaño, la estafa o los múltiples matices y articulaciones entre ellos. La mendicidad también entraña una agresión en detrimento de la “víctima” y de sí mismo. A veces una llaga o una mutilación son tan eficientes como un arma para arrinconar a otro. Esta violencia es afectiva y moral: su herramienta fundamental es la culpa.
El sufrimiento y la impotencia barren con el pudor de los que piden, generando, como toda violación a la dignidad humana, odio: se han visto obligados a traspasar el horror, el asco, a humillarse para sobrevivir. Aquel a quien dirigen su pedido es envidiado infantilmente, adjudicándosele un “tener” libre de angustias y sufrimientos. Imaginariamente, ese semejante es y posee todo aquello a lo que tuvieron que renunciar. Se abre entre ambos un abismo de miedo, culpa y agresividad. Hay alguien que “debe” responder a un pedido imperioso, del modo exigido, sin poder preguntar ni opinar, y por lo tanto también es atropellado. El fenómeno involucra narcisísticamente a ambas partes. La captura en la precariedad es un pacto de muerte.
El habitual “Por Dios se lo pido...” lleva al término “pordiosero”. Esta invocación a Dios no es precisamente un llamado al padre como legalizador. Un paciente comentaba: “De los chicos que piden, lo único que quiero es no pensar en su sufrimiento, y por eso llevo montones de monedas en el auto”.
Es mejor pensar en el sufrimiento de esos niños. En la depresión llamada anaclítica, sin amor se muere. Y, en lo identificatorio, aquello desatendido volverá como sufrimiento, hasta que se lo incluya en la red vital que nos sostiene.

* Psicóloga.

 

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