|  
         
         
          
          
          
          
       
         
            
        
       
    
  | 
     
         
        John Le Carré 
        y Alec Guiness como Smiley.  
        
      Lo nuestro 
        se acabó, Smiley 
      Por 
        John Le Carré 
      Smiley 
        iba a ser mi paladín, mi portavoz, mi caballero andante. Mis lectores 
        lo escucharían porque sería mejor persona que yo y formaría 
        parte de una gran historia. Y si Smiley, ante la insistencia de alguna 
        comisión secreta inspirada en la de la caza de brujas norteamericana, 
        se viese conducido ante un tribunal desautorizado formado por sus iguales 
        (este tipo de cosas ocurrían en aquellos días) que lo acusase 
        de abrigar simpatías incompatibles con su profesión, entonces 
        mis lectores acudirían raudos a protegerlo y obligarían 
        a sus acusadores a hacer las valijas. En mi cabeza tenía mucho 
        material ya planeado, y aún más en cuadernos de notas. Mi 
        gran plan no era escribir sólo tres libros sino montones entre 
        diez y quince a través de los cuales describiría un 
        enfrentamiento épico entre George Smiley, del Servicio Secreto 
        Británico, y su alter ego y rival, que responde al nombre de Karla, 
        al servicio de la KGB. La saga abarcaría cada rincón del 
        mundo y terminaría construyendo una especie de Comedia humana de 
        la Guerra Fría. 
        ¿Qué evitó que llevara a cabo mi gran proyecto? En 
        parte, el mismo Smiley. A medida que pasaban los años, tenía 
        cada vez más ganas de escribir sobre pasiones jóvenes y 
        una sociedad en perpetuo cambio. Hubo un tiempo en que Smiley era mi padre 
        adoptivo, casi mi confesor. Sin embargo, en su papel de caballero andante, 
        empezaba a contemplar el mundo como lo haría un viejo. Percatarse 
        de los cambios que estaban ocurriendo sólo le producía dolor. 
        Y si en el pasado su mirada corrosiva y su pasado valeroso me habían 
        provisto de una voz y un disfraz, ahora empezaba a considerarlas un estorbo. 
        Smiley era un héroe, pero empezaba a darse aires. Era demasiado 
        tranquilo para mi gusto. Era su pensamiento el que era radical, no sus 
        acciones. Y últimamente siempre terminaba aceptando el trabajo, 
        por muchas dudas que abrigase. Incluso si implicaba dejar su conciencia 
        atrás antes de trasponer el umbral de la puerta. 
        La soberbia interpretación que hizo Alec Guinness sólo me 
        lo hizo más difícil. El topo se emitió por primera 
        vez en la BBC durante una huelga del canal privado británico, lo 
        que motivó que, a lo largo de seis semanas, los televidentes sólo 
        pudieran escoger entre la BBC1 y la BBC2. En consecuencia, conseguimos 
        arañar una audiencia promedio de once millones de personas. La 
        serie se convirtió en una suerte de institución pública, 
        con interminables discusiones en la radio sobre qué entendía 
        cada cual del argumento. En poco tiempo, George Smiley se erigió 
        en algo así como un miope héroe nacional, a fuerza de saber 
        resolver crucigramas que dejaban fuera de combate al resto de sus congéneres. 
         
        Los problemas fueron más allá. George Smiley, lo quisiera 
        o no, era Alec Guinness a partir de ese momento: su voz, sus gestos, el 
        pack completo. Y me gustaba una barbaridad. Si un escritor es afortunado, 
        conseguirá, al menos una vez en la vida, que un actor represente 
        su personaje a la perfección. Y Alec lo hizo. Estaba tan bien en 
        la piel de Smiley como Cyril Cusack en la de Control en El espía 
        que vino del frío. 
        Por otra parte, no me hacía nada de gracia que mi público 
        se hubiese apropiado del personaje. Experimenté una sensación 
        extraña y nada placentera cuando, una vez que Alec Guinness hubo 
        acabado con él, fui a recuperarlo y descubrí que me devolvían 
        material usado. Creo que hasta llegué a sentirme un poco traicionado. 
        Otro aspecto que contribuyó a que descartara mi gran proyecto fue 
        un cambio drástico en mis métodos de escritura. Escribir 
        El topo resultó un ejercicio estático. Me senté a 
        garabatearlo en Cornwall. Aunque la historia contaba con pasajes en Hong 
        Kong, Nueva Delhi y Praga, no visité ninguno de estos lugares para 
        escribir la novela. Me alimenté de recuerdos e imaginación. 
        Y me salí con la mía. Quizá por eso, cuando llegó 
        el momento de escribir El honorable colegial me lancé con muchas 
        ganas. Tomando como centro de operaciones Hong Kong, me desplacé 
        al nordeste de Tailandia, Laos, Camboya, Vietnam y Taiwan en un rápido 
        encadenamiento, escribiendo de una forma desbocada. A lo largo de ese 
        viaje, comencé avivir una guerra caliente por primera vez aunque, 
        por fortuna, en dosis muy pequeñas. Cuando vi todo lo que necesitaba 
        ver, Smiley y Karla se habían transformado en un peso superfluo. 
        El honorable colegial tuvo una calurosa acogida, pero sigo creyendo que 
        sin mi héroe hubiera sido una mejor novela. 
        Por todos estos motivos, La gente de Smiley pretendía ser un réquiem 
        al viejo espía (y, a mi modo de ver, lo sigue siendo). Smiley reapareció 
        en El peregrino secreto, pero sólo en un papel retrospectivo. Para 
        brindarle una buena despedida reuní a todos los sospechosos habituales: 
        Peter Guillam, Toby Esterhase, Connie Sachs y, por supuesto, al viejo 
        zorro en persona, que respondía al nombre de Karla. El final imponente 
        tiene lugar en el Berlín dividido. ¿Qué otro lugar 
        podía escoger? Fue en el Muro de Berlín donde, en El espía 
        que vino del frío, se escuchó a Smiley gritarle a Alec Leamas 
        que no regresara a buscar a la chica Liz. En su último acto, Smiley 
        volvería ahí para pedirle de corazón a Karla que 
        no abandonase el Este. Smiley gana, Karla pierde. ¿Pero a qué 
        precio? Cuando se enfrentan cara a cara, se descubren como dos don nadies. 
        Karla ha sacrificado su fe política; Smiley, su humanidad. 
        Siempre recuerdo las palabras de un comediante berlinés ante la 
        impredecible caída del Muro: El lado correcto perdió, 
        pero el equivocado ganó. Supongo que quería decir 
        que hemos vencido al comunismo, pero heredamos el problema de enfrentarnos 
        a nuestra avaricia e indiferencia hacia el sufrimiento humano existente 
        fuera de nuestro propio mundo. Les apuesto que George Smiley, en el caso 
        de que siga entre nosotros, conserva su agnosticismo ante la respuesta. 
         
      
      
      
      
     |