Curiosa paradoja: en cualquiera de los países que se postulan como serios, el presidente Mauricio Macri se vería en serias dificultades. Sólo el blindaje jurídico-mediático del que goza puede dejar a buen resguardo a un hijo del poder corporativo que tuvo su punto de partida en el proceso genocida de la última dictadura. Los dueños del país asumieron la conducción del Estado sin mediaciones y sólo tal blindaje puede aportarle bocanadas de oxígeno a un proceso expropiatorio de los sectores populares que más temprano que tarde tendrá la misma efectividad que intentar tapar el sol con la mano. 

Los Panamá Papers, la adjudicación de obra pública a Calcaterra, el extraordinario endeudamiento externo que está hipotecando a generaciones enteras de compatriotas, las dudosas operaciones inmobiliarias del jefe de los servicios de inteligencia y el reciente escándalo que se suscitó a partir de la autocondonación de una deuda histórica del Grupo Macri con el Estado, constituyen elementos cuyo desenvolvimiento cronológico sería impensable en cualquier país desarrollado.

No obstante, existen dos grandes dimensiones que otorgan las condiciones de posibilidad para que esto ocurra. Luego de treinta y dos años de democracia, al momento en el que Macri fue elegido presidente, gobierna no un representante sino un beneficiario directo del genocidio y de la casta empresarial que supo usar la mano invisible del mercado para poner fondos públicos en sus propios bolsillos. Aquí aparece la centralidad que asume la primera dimensión: el problema no sólo refiere al campo económico sino que revela un profundo trasfondo cultural. En treinta y dos años de democracia no se logró revertir la lupa que puso el bloque de poder sobre los gastos del Estado, cuyo desfinanciamiento estructural obedecería a un exceso del gasto público que debería ser corregido para garantizar un flujo sostenido de inversiones productivas. Los mismos que utilizaron los resortes estatales para consolidar sus fortunas corporativas y personales por medio de la estatización de la deuda externa privada, los sobreprecios percibidos como proveedores del Estado, el acceso a las ruinosas privatizaciones de empresas públicas, los regímenes de promoción industrial y las sucesivas devaluaciones, nos dan cátedra de cuán perverso es el populismo. Sin embargo, el bloque de poder que hoy gobierna logró invisibilizar a la perfección su responsabilidad directa en la construcción de un orden social crecientemente injusto y excluyente. Con la habilidad tributaria propia de una extraordinaria concentración mediática, lograron desplazar la mirada al denostado clientelismo punteril como fuente de todos los males.  

La segunda dimensión se encuentra vinculada a esto último. El neoliberalismo, como modelo societario, consolidó una cultura del superviviente cuyo rasgo de origen opone el auge del clientelismo a una supuesta “cultura del trabajo” en la que se resalta, como extraña virtud, la pasiva tolerancia a la explotación extrema. Cultura del trabajo difundida por los explotadores y asimilada por los explotados. Que los saqueadores históricos de nuestro pueblo se llenen la boca hablando de la ausencia de la cultura del trabajo que habríamos heredado de nuestros abuelos inmigrantes, cuando al mismo tiempo hacen fila para humillar a nuestros hermanos latinoamericanos que llegan al país en busca de un futuro similar al de nuestros ancestros, es, por lo menos, miserable. Es en la empatía que logra el discurso xenófobo, racista, excluyente entre ciertas fracciones de los sectores populares donde se encuentra la clave de una cultura del superviviente alimentada a base de desempleo y precarización laboral. Allí debe dirigir su mirada el campo popular: en revertir un sólido sustrato cultural que vuelve posible la ofensiva neoliberal que se está ejecutando sobre los trabajadores desde el 10 de diciembre de 2015. 

Difícilmente la historia vuelva a ofrecer tal nivel de nitidez. Y sin embargo, aquello que puede resultar del orden de lo evidente no lo es aún para una porción sustantiva de la sociedad civil. Este es, quizás, el mayor desafío político que enfrentamos. La pedagogía del terror sigue siendo eficaz a la hora de asignar erróneas responsabilidades respecto del creciente deterioro de las condiciones materiales de vida de nuestro pueblo. Desarmar el complejo andamiaje cultural que se fue sedimentando bajo la impronta hegemónica del bloque de poder constituye una de las principales tareas a las que se enfrenta el campo popular. El problema central de nuestro país no es el tiempo que demore en realizarse la “pobreza cero” sino la riqueza incuestionada y manchada de sangre que ostentan de manera impune los que hoy ejercen el gobierno del Estado.

* Investigador del Conicet (Instituto de Investigaciones Gino Germani). Profesor de la Carrera de Sociología de la UBA.