1. El troll no tiene ideología. Puede decir tenerla, pero en última instancia no es más que troll de sí mismo. Lo que defiende es su propia pulsión de odio, hostigamiento y denigración. La subjetividad troll simplifica una emoción que, al menos desde el siglo XVIII, cumple una función muy compleja en política, simplificándola alrededor de una expresión como –perdón por el inglés– “hatespeeches”. El troll es sobre todo simplificador, per-sonifica, tiene una relación “de odio” con la argumentación. El troll no es una profesión sino una conducta, un comportamiento, una práctica, y por eso es objeto de estudio y análisis de la micropolítica microfísica.
2. El troll busca la destrucción simbólica del/a troleado/a, porque (ya, o por el momento) no puede meterse con la física. Así forma parte de las patotas virtuales del gobierno saliente o entrante de turno, secuestrador de argumentos y afectos alegres. Asume por lo primero el fin de las revoluciones clásicas o de los fascismos de antaño, aunque su pulsión micro-fascista lo lleva a intentar bastardear, “basurear”, a quien ose meterse en su camino. El troll tiene un público fiel que lo festeja. “Coma mierda, millones de moscas no pueden equivocarse”.
3. El troll, además de micro-fascista, intuye Spinoza, aunque jamás haya tocado un libro suyo: sabe que lo fundamental es alterar el estado de ánimo del/a troleado/a, "sacarlo/a", ponerlo/a nervioso, que el/la hostigado no deje de pensar en eso, en él, por horas o días. Es como un enamorado (repasar lo que Freud escribió sobre el enamoramiento) pero “tóxico”, ese invento del neoliberalismo (como las charlas TED, el stress y la medición de “seguidores”).
4. El trolleo, entonces, invita a un griego cuidado de sí. El/la trolleado/a, cuando tal, debe volver sobre sí mismo/a para hacerse objeto de sí, auscultar cómo se vincula a su propia persona, que en el caso de las “redes sociales” (ver Thetwittering machine de Richard Seymour) es literalmente la vieja definición de persoae: máscara que oculta los rasgos físicos y potencia su voz. El cuidado de sí, del propio tiempo y no de la temporalidad odiosa impuesta por el troll, es una forma de resistencia, o al menos de vacilación a la Clifford en el marco de la persecución. El deseo de represión del troll, si no eliminado, se ve de esta manera contenido mediante un silencio táctico que espera el momento oportuno para hablar (o no).
5. El troll, finalmente, cumple estructuralmente para cualquier gobierno la misma función que los servicios de inteligencia o el nuevo Plan Cóndor law-faresco de los "arrepentidos": es una tentación, porque trabaja en el plano (anímico) de la opinión pública (que, como recuerda un francés, no existe). Por este motivo, así como “hay que protegerse de los arrepentidos” (Irina Hauser, Página 12, 14/11/19), también hay que hacerlo de los trolls, ajenos y (sobre todo) propios. Los dos, arrepentidos y trolls, trabajan una misma masa madre: la tristeza. Por esto, como asimismo escribió Diego Tatian en este diario, “hay que reparar las subjetividades dañadas por el macrismo” (15/10/19). Tenemos trolls en nuestras filas como forma de sobrellevar el daño subjetivo, afectivo y anímico que el macrismo nos produjo estos cuatro años. Pero también, retomaría, necesitamos repasar qué del primer kirchnerismo (2003-2015) pavimentó tamaño nivel de violencia, meritocracia e indiferencia neoliberal. Al fin y al cabo, ni el macrismo, ni el trolleo, bajaron de un plato volador alienígena.
* Investigador Asistente del CONICET -Departamento de Artes Dramáticas UNA. Autor de Responsabilidades y resistencias: memorias de vecinos de la dictadura (EDUVIM, 2019).