“¿Qué verán de mí los que me ven aquí sentada? Imagino mi pelo alrededor de mis hombros, la hebilla mal enganchada que me puse esta mañana, la linda camisa que llevo puesto toda arrugada. Todo lo siento ridículo ahora. Ridículos los adornos con que intento cubrir las ruinas. Todo está roto, vaya donde vaya. Y ahora estoy a miles de kilómetros de mi país, sin saber hablar bien, sin saber qué hacer”. La protagonista y narradora de La habitación alemana (Mardulce), primera y excepcional novela de la dramaturga y directora teatral Carla Maliandi, pertenece a la estirpe de la “trummer literatur”, la literatura de las ruinas o los escombros, pensada y escrita desde el siglo XXI, después del desplome de los totalitarismos, la caída del Muro de Berlín y los atentados terroristas del 11 de septiembre. Hija de un filósofo argentino que se exilió en Alemania durante la dictadura cívico–militar, ella vuelve a Heidelberg, ciudad que define como “un cuento de hadas”, donde nació y vivió los primeros cinco años de su vida. Aunque se hospeda en una residencia de estudiantes, no está en sus planes estudiar. No hay programa ni propósito en este “regreso”, casi tres décadas después. Simplemente llegó, traída por un impulso, sin dinero suficiente, en un intento desesperado por encontrar tranquilidad, después de la separación de Santiago, ahora su ex pareja. Pero el horizonte se complica más porque ella está embarazada –y no sabe quién es el padre– y para colmo Shanice, una compañera japonesa de la residencia, se suicida y le deja como “herencia” un baúl de ropa, zapatos y varios objetos electrónicos, además de una madre, la señora Takahashi, que la asedia y la persigue.

Maliandi, autora de las obras La tercera posición, Contusión y Por la sombra, integrante del colectivo de dramaturgas Rioplatensas, nació en Venezuela en 1976, durante el exilio de sus padres, los filósofos Ricardo Maliandi y Graciela Fernández. Una parte ínfima del mundo de La habitación alemana tiene que ver con los afectos y con su biografía. “Yo viví en Heidelberg de chica entre los 2 y los 4 años. Tomé cosas que conozco de la ciudad, a la que volví después de que escribí la novela. En Heidelberg está la universidad más antigua de Alemania y una de las más antiguas de Europa. Mi papá daba clases ahí. Después volvimos, también por trabajo de mi papá, cuando yo tenía 12. En mi fantasía, era un lugar como de cuento de hadas, un espacio feliz relacionado con mis años de infancia, que para mí fueron felices, por más que las circunstancias que nos llevaron ahí no fueron muy felices”, cuenta la dramaturga y escritora en la entrevista con PáginaI12.

–¿Por qué la protagonista de La habitación alemana dice “Un exilio feliz, un exilio del que no se quiere volver no es un exilio”?

–La idea de exilio conlleva la pena por lo que se dejó y el nuestro no fue un exilio en el término duro de la palabra. Mis padres estaban en la universidad, en Filosofía, y era muy difícil en ese momento dar clases. Mi papá daba clases en La Plata, una universidad de mucha militancia política, y estaba económicamente muy mal en ese momento, algo que volvió a pasar al final del alfonsinismo, en el 89, cuando volvimos a Heidelberg por tres meses. Aunque flotaba la idea de quedarnos, después no se dio y volvimos. Yo no tengo la imagen que tienen otras personas de mi edad que vivieron exiliadas en México, en Venezuela o en Alemania, que tienen la imagen del exilio como un período muy melancólico. Al contrario, para mí fue una etapa feliz. Había varios filósofos en Alemania en ese momento y hace poco me junté, después de muchos años, con la hija de Mario Caimi, que vivió mucho más tiempo que yo en Alemania, y me contaba lo fuerte que fue cambiarse de colegio. En los primeros 80, en Alemania había una cosa medio hippie, medio progre; ya estaban muy alejados de la guerra y querían, además, distanciarse lo más posible de esa imagen espantosa que el mundo tenía sobre Alemania. Acá había todavía un aire extraño. Ella me decía que recordaba ese tiempo como un tiempo muy feliz y que lo duro fue volver. Después, cuando uno va creciendo y va entendiendo, se va dando cuenta de que un montón de cosas que sucedían entre Alemania y Argentina eran pura hipocresía, porque mientras se recibían exiliados también se financiaba armamento para la dictadura.

–¿De qué se escapa la protagonista de La habitación alemana?

–La novela no lo narra pero el lector lo intuye, que ella parte de una vida bastante tranquila, con un trabajo, una pareja, una casa, hasta que en un momento esa vida se quiebra y ya es imposible repararla. No hay manera. Entonces ella huye a ese lugar idílico de su infancia, sin un objetivo claro, sin ningún plan, solamente con la intención de retomar algo de la tranquilidad familiar, que además sabe que no la va a encontrar, ¿no? Cuando llega a Heidelberg, empieza a pasar algo que tiene que ver con lo fortuito. Ella va para adelante en esa especie de azar o de cosa catastrófica, en el sentido de que no se puede prever. Damián Tabarovsky encontró algo ahí que yo nunca lo hubiese podido teorizar, pero que me sirvió ahora para pensar. No hay un aprendizaje o una modificación de esas cuestiones que al personaje le pasan, sino un poco al revés: ella no está creciendo, no está ampliando su visión del mundo o entendiendo las cosas con una luz nueva, sino que lo que ella quiere es recuperar algo de lo que perdió. El personaje lo que hace es el camino inverso al de la novela de aprendizaje.

–Hay otro personaje que está más extraviado que la protagonista: la señora Takahashi, cuya hija se suicidó, y que al asediarla y perseguirla parecería ocupar el lugar de la madre de la protagonista.

–Es un personaje que apareció y me pidió lugar sin que me lo hubiera propuesto. Al principio, la señora Takahashi aparece como una molestia para el personaje principal, que quiere estar tranquila, dormir y que no la molesten. La señora Takahashi la obliga a hacer una vida de turista que ella no fue a hacer a Heidelberg. Ni siquiera está estudiando o haciendo algo productivo. Ella se la quiere sacar de encima, pero a la vez no puede dejar de sentir culpa. Ella hereda ropa y cosas de Shanice, la hija de la señora Takahashi, sin tener una relación de amistad o de tanta cercanía. Entonces recibe cosas que a su vez le pesan; son ayudas extrañas. Hay ayudas sinceras como la de Mario, el amigo de los padres, pero a su vez ella misma pone en peligro esa ayuda. No hay una línea moral, ella misma se boicotea lo más sagrado que le sucede ahí, que es encontrarse con esta persona que viene a cubrir la figura del padre.

–Hay un trabajo especial de la oralidad con el personaje del tucumano, que dice, “son lajocho y media”, “me parece que estajermosa”. ¿Por qué tomó esta decisión?

–Yo soy dramaturga, escribo teatro. Creo que tengo una especie de escucha de la voz narrativa, de los personajes y de los diálogos. Escuchar a los personajes hablar es algo que no pude dejar de hacer mientras escribía. Había estado hace poco en Tucumán; paramos en un hotel que se llama Miami, ese hotel existe cerca de la estación en San Miguel de Tucumán, y nos atendió un chico al que le pregunté dónde se podía ir a comer. Y me dijo algo que me pareció hermoso: “acá a dos cuadras, en la esquina, hay un restaurante que mi padre me ha dicho que esjermoso”... Esto es música pura. Me interesa el ritmo y la respiración que tiene el texto, incluso el ritmo fonético, no sólo sintáctico, que las palabras suenen de determinada forma. Todo el tiempo pienso que se tiene que poder decir el texto, que se tiene que poder escuchar. Esto es una deformación del teatro. Que el texto se pueda escuchar me importa más que el tipo de pirueta narrativa que una pueda hacer, como construir las intrigas de una manera planificada o cambiar el punto de vista. Lo que más me interesaba es que se pudieran escuchar los pensamientos y los diálogos.

–¿Qué diferencias percibe entre escribir narrativa y dramaturgia? ¿Qué demanda una novela, qué demanda una obra de teatro?

–La novela es un trabajo más solitario, pero a la vez más libre. Ahora me resulta rarísimo que alguien esté leyendo mi novela porque estoy acostumbrada a que vean lo que escribo. El teatro que hago es muy chiquito, independiente, para muy pocos espectadores, entonces yo tenía un control sobre quiénes veían la obra. Como soy directora también, sabía quién entraba, quién salía, si le había gustado o no, más o menos me daba cuenta viendo la cara de los espectadores. Ahora que alguien esté leyendo mi novela en su casa me resulta imposible de pensar (risas). No lo puedo creer porque no tengo ese control, no sé por dónde anda el libro, no tengo ni idea. En el teatro, aunque la escritura sea de uno, siempre es compartida con los actores. Muchas veces se escribe con los actores en escena; yo lo he hecho, incluso escribí obras con otros dramaturgos. En teatro siempre escribí sabiendo para quién. Ese saber para quién hace que pueda imaginarme sus voces. En la novela esas voces están en mi cabeza, pero no están encarnadas en la realidad ni van a ser interpretadas. El teatro está sujeto a ciertos procedimientos que la escena permite o no permite, entonces uno tiene que ser más o menos ingenioso con las condiciones de producción. En la novela todo puede suceder. 

–El personaje de La habitación alemana no es maternal respecto de su embarazo, sólo en un momento habla de un “nosotros” y piensa poco en su hija, quizá porque es madre a su pesar, accidentalmente. ¿Fue deliberada esta ausencia de gestos maternales?

–No sé si lo busqué, pero lo que sucede es que no es un embarazo que ella haya planificado, tiene que ver con un tipo de acontecimiento fortuito catastrófico. Llega en un momento en que ella no lo buscó y ni siquiera sabe quién es el padre. La idea de felicidad maternal no puede darse en ese contexto. Si bien ella dice en determinado momento que siente una felicidad que no sabe de dónde viene, no es una alegría, no es un plan, no hay en su cabeza imágenes de cómo se va a desarrollar su embarazo; ni la mantita, ni la ropita, nada de eso. Ella vive en el puro presente. 

–La maternidad y el embarazo suelen estar demasiado idealizados. Cada vez más la literatura argentina empieza a mostrar mujeres con dificultades, vacilaciones, miedos, resquemores, y que la maternidad pueden ser más bien pesadillesca. ¿La habitación alemana forma parte de esta necesidad de ser más “realistas”?

–No me lo propuse porque no creo que la novela tematice sobre la idea de maternidad. Sí puede ser tangencialmente... La maternidad en la novela es un accidente más dentro de las peripecias, que también me sirve a mí para marcar el tiempo. El tiempo transcurre por su cuerpo, que se va ensanchando, más allá de lo que significa la maternidad como tema. No me propuse una mirada de género ni de enfrentarme con una idea de la maternidad como experiencia. Por supuesto que la tengo y si alguien me pregunta diría que me parece que hay una exageración de la maternidad desde que existe Facebook y las fotos, que me resulta por lo menos llamativa para pensar. 

–¿Está escribiendo otra novela?

–Sí, todavía no tiene mucha forma, pero sucede acá, en la década del 50, después de la muerte de Eva y antes del 55. Tiene que ver con mi obra La tercera posición, con el personaje de la secretaria, Irene, una chica que trabaja para una especie de mecenas y se encuentra de repente metida en un mundo con el que tiene una diferencia de clase muy grande en ese momento histórico de la Argentina. Ahora la estoy siguiendo a ella, qué pasa con la voz de ese personaje, me atrae mucho pensar los modismos, el vocabulario, yo recuerdo cómo hablaban mis abuelas o las películas argentinas, la literatura de esa época y el tipo de imagen que construye. Para hacer la obra leí el libraco gordo de (Adolfo) Bioy (Casares) sobre Borges y cómo se refieren ellos a los temas políticos. Me resultaba muy atractivo bucear por ahí.

–¿Qué escritores y dramaturgos alemanes le interesan?

–En dramaturgia me interesa sobre todo Heiner Müller, (Bertolt) Brecht, no tanto por sus obras, sino por sus tratados y ensayos; Günter Grass me parece importante en narrativa. Hay mujeres que me interesan mucho, algo de la escena final de mi novela recuerda a un cuento de Marie Luise Kaschnitz, una autora muy popular en Alemania, o Christa Wolf, escritoras de la posguerra. Otro escritor que me gusta mucho desde la adolescencia es el austríaco Thomas Bernhard, que me acerqué a él por su teatro y después leí su narrativa. Me interesa una literatura que arranca después de la guerra de un punto cero, donde ya no se puede hablar de nada, que en alemán es la “trummer literatur”, que significa la literatura de los escombros. No queda nada y de las ruinas me voy agarrando para volver a construir algo. Pero con la fe devastada porque no hay plan posible. No se puede planificar nada, más allá del presente.