Una timidez que no dejaba hacer frente a los otros pero en soledad era puro canto. Un primer coro de niños, un segundo ya en el Teatro Colón, llevada a la audición por la abuela. Toda la logística que significaban aquellos viajes desde Liniers al centro. Una batería en el sótano de la casa con el punk en la cabeza. Otra vez el Colón. El Coro Nacional. El jazz. Sobre ello lo que asoma: toda la vida de Sofía Rei está cruzada por la música.
Ahora mismo –rodeada de algunas plantas, un piano azul y el sol del otoño neoyorkino explotando en su cara– dice: “Estudié en el Conservatorio, muchos años, pero la forma en que se enseñaba era demasiada restringida, poco creativa, muy teórica, planes de estudio viejos, anacrónicos. Empecé a hacer cosas por fuera y a través una amiga me metí en un cuarteto de voces. ¡Y vamos, dije! Trabajé con algunos compositores de música contemporánea. Fue increíble. Y apareció el jazz, algo que desconocía totalmente. Veinte años tenía”. Durante un año estuvo en la Facultad de Letras y en el Conservatorio Nacional López Buchardo. Pasado ese tiempo se decidió sólo por el conservatorio, de donde egresó como cantante lírica. Entre búsquedas y autodidactismo, por ejemplo, tomó clases por correspondencia con Charlie Banacos, reconocido compositor y docente del mundo del jazz. Llegó a Boston en 2001 a estudiar, luego de algunas audiciones, en el New England Conservatory. Allí finalmente pudo tomar clases personales con Banacos, quien vivía en medio del bosque. Arribó apenas unas semanas antes del ataque a las Torres Gemelas y en una de sus primeras caminatas por la Avenida Massachusetts –apenas cinco cuadras separan al NEC de Berklee– por ejemplo, se encontró con el pianista y compositor argentino Leo Genovese. No se conocían pero ambos estaban recién llegados. Lo vio gesticular de lejos –“me dije, es argentino o italiano”– y ahí están: tardaron un año en empezar a trabajar juntos y al día de hoy, entre otros proyectos compartidos, Genovese forma parte de su banda. Y allí, primero en Boston luego en Nueva York, donde es docente en el Clive Davies Institute, terminó de decantar su vínculo con el jazz.
“Una de las cosas más interesantes que me pasan a nivel musical es que logré sentirme cómoda casi en cualquier situación: tanto con una Filarmónica en un teatro como en una peña en Lima. Llegar a entender la música desde esas tradiciones, por llamarla de algún modo, formal e informal”. Tal vez ahí se encuentre una de las claves de lo celebrado y bien recibido que fue Umbral en la prensa especializada anglosajona. Elogios que no guardan nada, de la prensa y de los colegas. Jazz, neo soul, pop experimental, música latinoamericana contemporánea. Las categorías se abalanzan y lo cierto es que todas ellas tienen asidero en lo que se abre y suena en este disco. Un disco breve, intenso, con sus propios vericuetos. Orgánico y electrónico a la vez. “El rótulo me importa poco si es jazz, contemporáneo o qué. Las jaulas de los estilos son justamente jaulas: a veces el músico mismo se quiere quedar en ese lugar. Algunas de esas imposiciones surgen de un lugar ficticio; la música siempre tuvo un recorrido muy fluido” dice. Sus discos hasta aquí eran Ojalá (2005), Sube azul (2009), De tierra y oro (2012), El Gavilán (2017, homenaje a Violeta Parra) y Kéter (2018, junto a JC Maillard). Además de un sinfín de colaboraciones y sesiones. Por ejemplo, desde hace quince años acompaña a John Zorn. Es que su recorrido actual deambula entre el jazz y la experimentación sonora.
Umbral tuvo un proceso largo. Lo empezó a pensar, a rondar hacia 2016. Un viaje a Valle de Elqui, cerca de La Serena, Chile. Apenas con una mochila y arropada de pedales, grabador, cables, una loopera y su charango. Frente a las montañas y esos cielos prístinos. Allí por ejemplo se encuentra el germen de la canción “La otra”, que toma versos de un poema de Gabriela Mistral. De aquel inicio en 2016 donde proyectaba un disco totalmente solista a este 2021, donde finalmente terminó conformando un ensamble y cierto espíritu colectivo junto a Leo Genovese, Tupac Mantilla y el propio JC Maillard, productor del disco, entre otros. O sea, una pila de años. “Tu cabeza musical también va cambiando acorde a tal o cual cosa” desliza.
El fundamento de todo el plano electrónico de Umbral se basa en los ritmos de la región y en la experimentación y la amplitud vocal de Sofia. Y todo suena equilibrado: ni artificialmente electrónico, ni abusa de los modismos típicos. Lo dicho: el disco funciona como una suerte de síntesis de su recorrido, de sus colaboraciones, de sus años de formación y del tocar en vivo. De algún modo, su propio manifiesto musical. Un disco en el que las canciones fueron compuestas casi en su totalidad desde lo vocal, cruzado por el tono contemporáneo y electrónico. “El disco tiene como componente central lo vocal. Las canciones nacieron desde allí. El instrumento con el que mejor y más me expreso es la voz, cualquier idea musical que se me ocurre, la traduzco mejor desde ahí. Todo este disco es desde la voz”, comenta. Y, si bien no es un trabajo pensado desde los géneros, sí apunta a cierto terreno musical y ese es Latinoamérica. “¿Cuál es esta música de la región que es tan fascinante? Cuántas cosas que no se han dado a conocer. Hay muchos elementos de esta música, en su base rítmica y en su tímbrica, en su instrumentación que creo sí es el centro de la cosa en Umbral, más allá de lo electrónico o experimental. Por ello hay charangos, gaitas colombianas y cuatros e instrumentos de percusión muy variados”. Y luego agrega: “No me importa demasiado que el disco sea considerado o tomado desde un único estilo. Muchas veces se habla desde la autenticidad desde un lugar que no me interesa”. Parafraseando el título de una de las canciones, ceros y unos y algoritmos puestos a bailar al son de su propio swing. Hay que escuchar, por ejemplo, la irónica “Helvética 12”, “Escarabajo digital” o “La quinta pata”: qué fiesta. En Estados Unidos han deslizado el nombre de Björk al momento de describir Umbral. Aquí podemos citar, por ejemplo, aquel gran trabajo que fue Panal (2013) de la chilena Camila Moreno.
De algún modo, la primera y la última canción –“Un mismo cielo” y “Negro sobre blanco”– son las puntas de un mismo lazo y en extremo espejan todo el recorrido del disco: si una empieza a puro juego vocal y electrónico, la otra es charango y pezuñas y carnavalito. Y en ambas, en su centro, se despliega el universo musical propio y audaz de Rei.